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Después y todavía: Por qué soy tan insoportable

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Sábado, 19  de septiembre. FELICIDADES

 Soy muy celoso de mi privacidad, pero comparto gustoso mi intimidad. La distinción entre ambas –en el lenguaje común suelen considerarse sinónimos-- la tomo de Castilla del Pino. Lo privado puede hacerse público sin nuestro consentimiento: fotos robadas, audios de Villarejo, una exnovia o exnovio que cuenta nuestro comportamiento en la cama; pero en la intimidad, en el secreto de la conciencia, no entra nadie. De mis sueños solo se sabe lo que yo quiero contar, de las secretas fantasías eróticas lo que no nos avergüenza referir (son los “malos pensamientos” que el catecismo obligaba a confesar). De mi vida privada como padre, hijo, amante o amigo, participan otras personas; de mi vida íntima, solo yo: nadie puede desmentir lo que cuento –los fantasmas de mi cerebro-- ni saber más de lo que yo le cuento. Pero las reglas están para incumplirlas y, con los años, uno se siente cada vez más tentado a mostrar parte de su intimidad, a hablar de algo más que de desastres públicos e ilusiones perdidas.

“Cuéntame un cuento, padrino”, me dice Martín cuando se cansa de corretear en bici, jugar con los colegas del colegio o a solas con el agua de la fuente, de buscar caracoles o saltamontes, coger moras o arrancar ramitas de hierbabuena que crecen cerca de las ortigas. “¿De dragones o de dinosaurios?”, le pregunto. “¡De la rata vieja!”, suele responder. La rata vieja es un personaje que él ha inventado, que asoma la nariz por las alcantarillas y que le fascina desde que era pequeñito. “Ya soy grande”, proclama esta mañana orgulloso mientras desenvuelve impaciente los regalos que encuentra en mi casa: un microscopio y un telescopio. “Para ver los bichitos que andan dentro de una gota de agua y los dragones de la luna”, me dice. Hoy Martín cumple cuatro años. Y ya sé que estas cosas no deberían decirse en público, pero yo soy feliz viéndole cada día más listo. También la abuelidad se inventa, que diría Antonio Machado.

Domingo, 20 de septiembre. SOFÍA Y TÚNEZ

 Poco antes de entrar en el cine a ver Un diván en Túnez, de Manèle Labidi, termino de leer (en mi recuperado rincón del McDonald’s de Los Prados), Una calle sin nombre, de Kapka Kassabova. La película se ve con una sonrisa, los recuerdos búlgaros de Kassabova con un creciente desasosiego. Ambas autoras hablan de su país de origen con algún menosprecio y como quien se avergüenza de él. El tono de Manèle Labidi es más amable porque el imposible Túnez es el país de sus padres, no el suyo: ella nació en Francia, al contrario que el personaje que protagoniza su película. Por eso puede mirarlo todo con una condescendiente superioridad, por eso se burla sin rencor ninguno. Kappa Kassabova nació y creció en Sofía. Cuando el régimen comunista se derrumbó, tenía dieciséis años. Vivió luego en Nueva Zelanda y en otros países hasta recalar en Escocia. “Infancia y otras desventuras búlgaras” se subtitula su libro. Pocas veces una infancia ha sido recreada con más verdad y menos concesiones a la nostalgia. No recarga las tintas, no es necesario, para que esta precisa recreación de una época nos duela como un puñetazo. Vuelve luego la autora, ya adulta, a recorrer un país que es y no es el suyo. Al comunismo le ha sucedido la más despiadada versión del capitalismo. El libro de memorias se convierte en un libro de viajes, en el que hay lugar para el encuentro con personajes inolvidables y para recrear los mitos nacionales de un país que desde su tardía independencia a finales del XIXha ido de desastre en desastre.

            Qué distinta la dolorosa Bulgaria de Kapka Kasabova, que ella odia y ama (ama a su pesar) de la que yo he entrevisto en mis estancias allí. La primera en 2005, con Luis Alberto de Cuenca y Paulina Cervero, para hablar de Cervantes y de Víctor Botas. Desde ese viaje inicial me enamoré de Plovdiv (iba a decir en Plovdiv, pero esa es otra historia) y ahora el Maritsa es uno de mis ríos y las empinadas callejuelas de la ciudad antigua uno de mis escenarios favoritos para estar solo o en buena compañía. Qué distinto un país, para los que lo llevan dentro como una herida que no acaba de cicatrizar y para los que no tienen allí raíces, están siempre de paso y lo convierten en inagotable escenario de sus mejores sueños.

Martes, 22 de septiembre. TAMPOCO ES PARA TANTO

 ¿Soy una mala persona? Muchos así lo creen y yo estoy comenzando a pensarlo. Paso por la librería Cervantes y en la mesa de novedades me encuentro con un libro de atrayente título: Para un teoría del aforismo. Cuando me fijo en el nombre del autor, Javier Sánchez Menéndez, sé que no debería ni siquiera hojearlo. Y no porque tenga alguna animadversión al poeta y editor Sánchez Menéndez. Todo lo contrario: ha editado tres o cuatro libros míos, me ha invitado a Sevilla a presentar alguno, he charlado cordialmente con él más de una vez. El problema es que he tenido la debilidad de leerle y que es el rey del sinsentido y del pretencioso disparate. Me imagino cómo serán sus elucubraciones sobre el aforismo, género del que es cultivador asiduo y uno de los más prolíficos editores. Mejor no hojear siquiera el volumen, que luego acabaré comentándolo y para qué quiero un enemigo más. Pero lo compro y me entretiene durante el café en la terraza de la sidrería Mieres que, cerrado Los Porches de siempre, se ha convertido en el rincón favorito de mi biblioteca al aire libre. No me defrauda el bueno de Sánchez Menéndez. Los disparates comienzan en el primer párrafo y siguen in crescendo hasta el final. Hasta cita mal el célebre apotegma de Gracián. “Lo breve, si bueno, dos veces bueno”, escribe. ¿Y si malo? Entonces será también bueno, aunque solo una vez. ¡Cuántas maravillas para una antología del humor involuntario! “El futuro del aforismo” titula una de las partes del prólogo. Comienza así: “El verdadero aforista siempre ha sido un ángel, un ángel que desprende lucidez, inteligencia y logos, y que realiza su transmisión con la destreza de la brevedad. El aforista debe ser un ángel con la habilidad suficiente para transmitir el conocimiento”.

            ¿Soy una mala persona? Probablemente sí, pero cuando alguien hace el ridículo en público no soy capaz de reírme solo en privado. Paso revista a mis malas acciones, esas que han hecho que me odie tanta buena gente: lamenté en unas líneas de mi diario la separación de un poeta que había hecho del canto a la esposa y a la vida familiar uno de sus temas principales; dije “no seas facha”, en una charla que yo creía amical, a un librero cuando hablábamos no sé ya si de Cataluña o de la emigración; en la reseña a una antología de los aforismos de Juan Ramón Jiménez señalé errores de principiante; discrepé de algunos puntos, muy razonadamente por supuesto, cuando se publicó una tesis doctoral sobre Ángel González, a la que un apreciado amigo había dedicado muchos años… Busco y rebusco y todas las maldades que encuentro son del mismo tipo: haber herido los sentimientos de alguien, sin ser consciente de ello (a veces, siéndolo), o no haber admirado lo suficiente a algún colega escritor que decía admirarme (y no era verdad: solo un préstamo que debía ser devuelto con intereses).

            ¿Soy una mala persona? Es posible. Quien lo dude que pida informes sobre mí a Miguel d’Ors, José Manuel Valdés, José Luis Morante, Ricardo Labra y tantos otros damnificados. Pero seguro que hay peores personas que yo. El mundo sería bastante mejor si no fuera así.

Miércoles, 23 de septiembre. SE ME OCURRE PENSAR 

Paso de una cadena de televisión a otra, para desconectar antes de ir a la cama, y siempre acabo deteniéndome en algún programa sobre platillos volantes y extraterrestres. Mi favorito es Ancient Aliens. Me gusta cómo salta de un lugar arqueológico a otro, siempre con seductoras imágenes, y me fascinan los “expertos” que aparecen, capaces de defender sin sonrojo los mayores disparates. Mi favorito es Giorgio Tsoukalos. ¿Habrá gente que se crea que los dioses griegos eran en realidad alienígenas, que la virgen de Fátima no era la virgen María, sino un alienígena? Claro que, bien mirado, tan absurdo como creer que era un alienígena es creer que era una buena mujer que vivió hace muchos siglos en Galilea y que, como en el cielo no tiene cosa mejor que hacer, de tarde en tarde se aparece a algún pastorcillo para convertir un lugar cualquiera en un concurrido lugar turístico.

            Nos reímos de los que creen en platillos volantes y no nos reímos –por la cuenta que nos tiene-- de quienes creen en resurrecciones y dioses extraterrestres, cada uno de ellos el único Dios verdadero. ¿Qué tienen en común el archimandrita de Jerusalén, el papa Francisco y el infatigable perseguido de alienígenas ancestrales Giorgio Tsoukalos? Que todos ellos viven, y en algún caso muy bien, de la credulidad ajena. Baja la audiencia, desciende el número de creyentes, y comienza a peligrar el negocio.

 

Jueves, 24 de septiembre. EN EL SUEÑO

 No podía dormir y salí a dar una vuelta por el parque de San Julián, al lado mismo de mi casa. Lo hago con cierta frecuencia. Unas cuantas vueltas a buen paso y luego duermo como un bebé. No suelo encontrarme con nadie a esas horas y tengo todo el parque para mí solo. Ayer ocurrió algo extraño. Había estado viendo unos minutos mi programa sobre ovnis favorito y elucubraba sobre que la creencia en esos fenómenos no es sino otra forma, la más divertida y menos dañina, del pensamiento religioso, cuando de pronto se apagaron las luces y las estrellas brillaron en todo su esplendor. “Si esto fuera una película, ahora es el momento en que se me aparezca una nave y yo sea abducido”, pensé burlón. Pero no era una película y no se me apareció ninguna platillo volante y  las farolas se volvieron a encender tras lo que había sido una eternidad y solo unos minutos de reloj. Volví a casa asustado y con extraños temblores. “A ver si ahora me voy a poner enfermo”, pensé. Había sentido junto a mí, durante esa fugaz eternidad, una presencia, no sé si humana o divina. “Tonterías”, me dije. Pero tardé en dormirme y cuando me dormí soñé con ella y en el sueño tenía rostro y me había querido mucho.

 

Viernes, 25 de septiembre. LA ZORRA Y LAS UVAS

 Cuanto tengo algo, pienso en las ventajas de tenerlo; cuando no lo tengo, en las ventajas de no tenerlo. Estar enamorado, me pone alas, como Red Bull; no estarlo, me quita una losa de encima.

            En eso me comporto como si fuera tan inteligente como me gusta creer que soy. En eso y en pocas cosas más.

 


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