Sábado, 12 de septiembre MEJOR ME CALLO
En toda vida, incluso en una vida tan aburridamente previsible como la mía, hay algún secreto que no avergüenza y que daríamos cualquier cosa porque no saliera a la luz. Hace unos días celebraba el cumpleaños de una amiga en una terraza cuando uno de los transeúntes se detuvo ante mí, blandió un dedo amenazador y gritó: “García Martín, como vuelvas a mencionar mi nombre, te rompo la cara a hostias. Ni Graciano ni nada, como vuelvas a mencionar mi nombre, te rompo la cara a hostias”. Los ocupantes de las mesas vecinas comenzaron a mirar extrañados, la camarera cogió el teléfono, quizá para llamar a la policía. Yo me limité a decir: “No se preocupe usted que eso ni ha ocurrido ni ocurrirá”. A poco el exaltado siguió su camino. Los cuatro ocupantes de la mesa nos miramos extrañados sin saber si había sido realidad o una pintoresca alucinación compartida. "¿No has tenido miedo, Martín?", me dijo Marcos. "Mira cómo tiemblo", le respondí. Y levanté la taza, llena hasta el borde, y bebí un trago sin derramar ni una gota. Solo una vez tuve una pelea a puñetazos, como en las películas. Fue hace bastantes años y esa tarde recordé de pronto todos los detalles. Por un momento, pensé contarlo a mis amigos, pero finalmente no dije nada. Lo que uno no quiere que nadie sepa mejor no decírselo a nadie. Ocurrió allá por 1974, en una de los agujeros negros de mi monótona biografía. Tras el recuento en el patio, subíamos por las estrechas escaleras de la séptima galería, en fila india, cada uno a su chamizo. Un tipo mal encarado, que venía tras de mí, me dio un empujón y dijo: “Quítate de delante, comunista de mierda”. Me di la vuelta y a punto estuvimos de llegar a las manos. “Aquí no, si no queréis pasaros quince días en celdas, mañana en el tigre a primera hora”, dijeron los buenos samaritanos que nos separaron. Pasé la noche como el personaje de “El sur”, el cuento de Borges, sabiendo que llevaba todas las de perder en aquel enfrentamiento, pero que no podía echarme atrás si quería seguir siendo respetado en aquella jungla regida por sus propias leyes. Un alma caritativa me habló del individuo al que debería enfrentarme: “Está medio loco, dicen que en un atraco mató a un guardia civil”. No podía echarme atrás, aunque estaba muerto de miedo. Lo disimulé como pude. Cuando, tras el desayuno, nos desparramamos por el patio me dirige hacia el corredor de la muerte, quiero decir hacia el “tigre”, hacia los servicios, el único lugar donde nunca asomaba ningún funcionario, seguido de unos cuantos curiosos. Mi contrincante llegó poco después, solo. Yo le esperaba aparentemente tranquilo (siempre he sabido disimular bien mis emociones). Se formó un corro alrededor. Un amigo de los que en pocos días se hacen en situaciones extremas me pidió que le pasara las gafas. Iba a quitármelas, pero no llegué a hacerlo. Un tremendo puñetazo, que afortunadamente acerté en gran parte a esquivar (siempre he tenido buenos reflejos, contra lo que pudiera parecer) las arrojó por los aires. Afortunadamente, alguien las recogió antes de que llegaran al suelo y se rompieran. Yo me lancé contra el agresor, pero ni siquiera llegué a tocarle. Entre nosotros se interpusieron varios de los presos. Al parecer en aquella jungla que era la séptima galería de Carabanchel también regían ciertas normas. Y una de ellas era que, en una pelea acordada para resolver ciertas diferencias, había que aguardar a que se diera la señal del comienzo y, además, no se podía golpear a alguien con gafas. Debía esperarse a que se las quitara. El caso es que, tras aquel combate, en el que yo podía haber acabado bastante maltrecho, aumentó el prestigio que ya tenía –mi acusación era la más grave de todas-- y siempre paseaba acompañado de algunos voluntarios guardaespaldas, a los que invitaba cuando tratábamos de completar la pobre dieta alimenticia en la cantina, por si el loco insultante, que alguna vez me amenazó de lejos, tenía tentación del volver a intentarlo. Pero estas son viejas y aburridas batallitas que mejor no contarle a nadie.
Compro Sucedió en la URSSen el mercadillo del Campillín. Me llaman la atención los dos nombres que figuran en primer lugar y en letra destacada entre los autores: André Gide y Ángel Pestaña. ¿Qué tendrán en común el escritor francés y el anarquista español? En seguida lo adivino: los dos viajaron a la Unión Soviética y a ninguno le gustó lo que pudo ver o entrever. Otros testimonios (“Un danés en la URSS”, “Una rumana en la URSS”, “Un norteamericano en la URSS”) completan el volumen, editado en 1945 y al que pone epílogo un delirante alegato anticomunista de Mauricio Karl. Cuando apareció, muchos lo considerarían un panfleto. Hace años que sabemos de sobra que en la propaganda anticomunista –por mucho de detrás anduviera la CIA-- había más verdad que en la comunista, al menos en lo que se refiere a las condiciones de vida en la Unión Soviética y países allegados. Mentiría si dijera que yo nunca fui engañado, pero mi paraíso en los años de la dictadura nunca fue la Rusia de Brézhnev, sino Francia, donde todavía en 1976 o 1977 se compraban libros que debían entrar clandestinamente en España, o Italia, que cambiaba de gobierno casi cada mes, con todas sus luces y sus sombras.
Lunes, 14 de septiembre ANOTACIONES
No sé si nunca he sido niño o si nunca he dejado de serlo.
No soporto vivir solo y no sé vivir de otra manera.
Si hablas bien del amor, es que lo has probado poco.
Martes, 15 de septiembre IRSE PREPARANDO
Los admiradores tienen fecha de caducidad, como los yogures, y con frecuencia mucho más próxima. ¿A cuánta gente, que ahora me interesa poco o nada, admiré yo un tiempo? De las devociones juveniles, Aleixandre fue el primero en dejar de interesarme. Varias veces he intentado volver a él, pero me sigue pareciendo palabrero y falso. Curiosamente, me sigo sabiendo de memoria uno de los pocos sonetos que escribió: “Pensamiento apagado, alma sombría, / ¿quién aquí tú que largamente beso. / alma o bulto sin luz o letal hueso / que inmóvil consumió la fiebre mía?”. Poco después de Aleixandre, cayó Bousoño, primero el de las vacuas elucubraciones teóricas que siguieron a Teoría de la expresión poética y luego el poeta de Las monedas contra la losa, un libro que leía con entusiasmo en años setenta. A veces, para mantener la admiración por un poeta, lo mejor es no releerlo. Es lo que me pasa con Francisco Brines. Si así me comporto yo, con total irreverencia, ¿cómo va a sorprenderme que otros hagan lo mismo conmigo? Lo malo es cuando los admiradores que se pierden, como los cabellos que se caen, no son sustituidos por otros. Conviene irse preparando.
Miércoles, 16 de septiembre MALA COSA
Mala cosa que no te queden amigos, pero peor todavía que no te queden enemigos. Es entonces cuando te das cuenta de que ya es como si no estuvieras sobre la tierra.
Viernes, 18 de septiembre DE FERIA EN FERIA
Más de una vez, y no siempre involuntariamente, he sido cruel. Recuerdo siempre con pesar que llamé “mercader de vísceras” a un excelente poeta. Había coincidido con él en una lectura. Se levantó de la mesa y, adelantándose como si estuviera en un escenario, recitó sin ahorrar efectos patéticos algunos de los poemas que hablaban de un penoso asunto familiar. Arrancó lágrimas y muchos aplausos. El dolor personal se hace poesía, confidencia susurrada a los lectores, pero no puede convertirse en espectáculo. Ángel González decía sus poemas más íntimos era incapaz de leerlos en voz alta. A mí me pasa lo mismo. Pero a veces, incluso al dejar solo sugerido mi dolor sobre el papel, al alcance solo de un puñado de confidenciales lectores, me siento como el mendigo que muestra sus llagas para obtener más limosnas. O como quien convierte en oficio exhibir su monstruosidad –vean, vean al hombre elefante-- de feria en feria, o de libro en libro.