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Después y todavía: Café y compañía

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Sábado, 26  de septiembre
TORPÓN Y TABERNARIO


¿Afecta la consideración que tengamos a la persona de un escritor nuestra valoración  de su obra? Sí, siempre que esa consideración se desprenda de sus escritos y no de lo que sepamos de él por otros medios. Leo el Diario de mi sentimiento, de Alberto Hidalgo, recién reeditado con elogioso prólogo de Juan Bonilla, y se me atraganta ya en las primeras líneas; releo, no me canso de picotear acá y allá, el Diario íntimo de César González-Ruano, después de todas las fealdades que nos ha contado de él Marino Gómez-Santos (y de todas las que ya sabíamos) y me sigue admirando su malabarismo estilístico, su capacidad para hacer con nada –un comentario sobre el tiempo, otro sobre sus malestares físicos, la mañana en el Gijón, la tarde en algún cóctel-- una página llena de levedad y gracia. Alberto Hidalgo es torpón y tabernario. Su diario, nos dice, “achicará la importancia de todos los diarios que andan por el mundo y en particular el de Enrique Federico Amiel, al cual debe toda su gloria”. ¿Y por qué no vale nada el diario de Amiel?  Pues porque es “la obra de un pajero”, mientras que el suyo “es fruto de un hombre que sabe emplear sus medios genitales en el momento oportuno y que ante la vida reacciona mostrándoselos”.

            “Este tío es tonto”, pensamos de inmediato. Y más cuando nos aclara que él “también se ha masturbado, pero de eso hace más de veinticinco años y, en cambio, el poeta suizo perseveró hasta los últimos años de su existencia”.

            No es ya que la vida sexual de un escritor importe poco para la calidad de su escritura., sino que cierto tipo de afirmaciones resultan indemostrables (¿quién sabe lo que cada persona hace en su intimidad?) y por ello apoyar en ellas una afirmación demuestra poca o ninguna solidez intelectual.
            Sus consideraciones sobre escritoras son de igual brillantez: “La mujer termina siendo mujer, es decir, mandando a paseo la literatura y dedicándose a las cosas que le son propias, es decir, la cocina o las modas”. Por eso no le extraña que Colette cree un negocio de perfumería y se atreve a profetizar que “un día veremos a Alfonsina Storni con una tienda para sombreros de señora en Buenos Aires”, que “Gabriela Mistral terminará de florista de alto rango en Santiago de Chile” y Juana de Ibarbourou “fundando en Montevideo una academia de corte y confección, pues al fin y al cabo son mujeres”.

            Diario de mi sentimiento no se había reeditado desde 1937, en que apareció en edición privada. El gusto por los raros de Juan Bonilla le lleva a rescatar este bodrio que nos demuestra que no todos los escritores olvidados están injustamente olvidados.

            No solo parece Alberto Hidalgo un bruto ajeno a cualquier sutileza intelectual, también es una mala persona. No le gustan los ricos que escriben y por eso les desea lo peor: “Para Godoy aspiro a un cáncer; a Reyles le deseo una lepra; a Larreta solo le ansío un cretinismo agudo, lo cual es satisfacerle el gusto, pues es su ambición desde hace unos años, y a la Ocampo espero que le acontezca una salpingitis u otros trastornos ocasionados por su habituales fellatio o cunniligus”.

Domingo, 27 de septiembre
ACCIÓN

En el cine disfruto con disparates pretenciosos e inconsecuentes que no soportaría en un libro. De una novela con el argumento de Tenet, de Christopher Nolan, no pasaría del primer capitulo. Pero lo que menos importa de una película como esta es el MacGuffin o pretexto argumental (en este caso, una amenaza del futuro que podría borrar el pasado y el presente). A mí me divierte este saltar sin demasiados motivos de un escenario a otro, de Tiflis a Londres, de Bombay a la costa amalfitana (o eso me parece), con un malo muy malo (Kenneth Branagh es el ogro de los cuentos) y con el sufrido héroe (John David Washington) y el ayudante del héroe, que se las sabe todas (Robert Pattinson). Me dejo llevar y durante dos horas largas vuelvo a tener diez o doce años, me olvido de lo que nos pasa (de lo que no acabo de pasar) y sueño con una vida de aventuras que nunca seré capaz de vivir o que nunca he dejado de vivir en mis mejores sueños.

Lunes, 28 de septiembre
ENCUENTRO CASA


Es preciso que algo cambie para que todo siga igual. Cerrados Los Porches, me había quedado sin biblioteca-despacho para las mañanas. La terraza de la sidrería Mieres, frente al colegio Novo Mier y muy cerca del Milán, no pasaba de solución provisional; pronto llegará el mal tiempo y había que pensar en un interior cómodo donde se pueda estar solo en compañía. Lo he encontrado en la Avenida de Torrelavega, que siempre me pareció a trasmano, pero que está al lado de casa, nada más cruzar el parque y el puente sobre la autopista. Un lugar amplio, civilizado (hay un televisor sin sonido), donde venden periódicos a la entrada y es fácil aislarse en cualquier rincón, aunque a mí no me guste aislarme demasiad. Me concentro con facilidad en el libro o en el texto que estoy escribiendo y saco la cabeza de vez en cuando para observar el entorno. Hoy anduve por el norte de Marruecos más desolado de la mano de Umberto Pasti y su Perdido en el paraíso, un libro ásperamente hermoso, con cierto trasfondo homoerótico y colonialista, sobre la construcción de un jardín. También garabateé algún haiku: “La luz de otoño / entra por la ventana / se queda en casa”.
            Los sitios, como las personas, te caen bien o mal al primer golpe de vista. Esta cafetería de barrio, Noor Coffe & Co., me recuerda a otras de Brooklyn o de Cuenca, con clientes que se conocen todos, salvo a ese extraño que lee y escribe en un rincón.

Martes, 29 de septiembre
COMO EL PRESO

Al final del día, tacho con una cruz la fecha y respiro aliviado, como el preso en su cárcel. Pero yo no puedo ir contando los días que me restan porque esta condena, aunque no sea de cadena perpetua, es indefinidamente prorrogable.

Miércoles, 30 de septiembre
QUIJOTE DE LA RAZÓN

No soporto a quien en un debate sobre cualquier tema pierde los papeles en cuando se nota falto de argumentos, pero últimamente quien suele perderlos soy yo. Y no precisamente por falta de argumentos, sino por exceso. Me ha ocurrido esta tarde en el Vetusta y vuelvo a casa enfadado conmigo mismo. Soy un Quijote de la razón, creo que con ella en la mano se puede convencer a cualquiera. “¡Siempre quieres tener razón!”, me reprochan mis amigos. “Pues claro –les respondo—y cuando echo una partida con alguien al ajedrez siempre quiero ganar. Lo que no hago nunca son trampas, ni al debatir ni al jugar. Si me dan jaque mate, en la discusión o en la partida, no tiro el tablero ni pongo en cuestión las reglas del juego. Me fastidia, por supuesto, pero me aguanto. A fin de cuentas, el arte de perder se aprende pronto, como recuerda Elisabeth Bishop en un poema. No acabo de acostumbrarme a esas personas que, cuando no encuentran argumentos, se salen por peteneras y se empeñan en seguir en sus trece. Y eso que, desde que lo leí por primera vez a los catorce años (en el paraíso que fue para mi adolescencia la biblioteca Bances Candamo), tengo muy clara la distinción de Ortega entre ideas y creencias. Las ideas se tienen y se puede debatir sobre ellas y se pueden precisar y se pueden desechar cuando nos damos cuenta de que son erróneas. En las creencias se está, son el suelo bajo nuestros pies. Si se tambalean, es como si sobreviniera un terremoto. Yo puedo debatir racionalmente sobre religión, sobre Cataluña, sobre la monarquía, sobre la pandemia y sobre la tontemia que ha traído consigo. Otras personas también y es un placer charlar con ellas, aunque sus ideas sobre la cuestión sean radicalmente distintas de las mías. Pero para muchos se trata de creencias que resulta sacrílego poner en cuestión. Con estos últimos, mejor no perder el tiempo. O una vez, y no más. Tengo una lista con todos aquellos con los que no puedo tratar determinados temas. Pero a veces me olvido de ella. “¿Cómo una persona tan inteligente puede no darse cuenta de que una unidad impuesta es siempre peor que una separación amistosa?”, me pregunto. Y trato de razonar y acabo perdiendo los papeles ante la estolidez ajena. Y vuelvo a salir de la batalla dialéctica apaleado y maltrecho, como don Quijote.

Jueves, 1 de octubre
AÚN NO

“¿Es que no puede alguien pensar de distinta manera que tú y no estar equivocado?”, me pregunta un amigo. “Puede, pero esa discrepancia dura poco tiempo, porque en cuanto me doy cuenta de que tiene razón cambio y pienso como él?”. “¿Y ya has cambiado de opinión sobre tu admirado Felipe VI?”, “Todavía no, le tengo una cierta simpatía, le agradezco que haya sacado de casa la basura que nadie se atrevía a sacar, pero la verdad es que estoy a punto de cambiar de opinión”.

Viernes, 2 de octubre
SIN COMENTARIOS

“Y de Cataluña, ¿qué?”, me pregunta otro amigo. “Hace tiempo que no nos das las tabarra con el tema”. “No me gusta hablar por hablar. Si yo tuviera poder, convocaría de inmediato un referéndum para que los catalanes pudieran expresar alto y claro lo que los políticos y los medios de comunicación españoles nos repiten una y otra vez: que la inmensa mayoría quiere seguir siendo española. Así se acabaría el problema”.    


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