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El bazar de las sorpresas: Los papeles de la abadía

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UNAS CARTAS DE AMOR

Hace algunos años participé en un encuentro de poetas franceses, portugueses y españoles en la abadía de Royaumont, en los alrededores de París. Un encuentro reducido, poco más de media docena de personas en total.
El primer día tuvo lugar una experiencia curiosa. Al llegar, tras saludar al resto de los participantes, me entretuve danto una vuelta por el parque y el claustro. Hice algunas fotos, una de ellas, la del desgajado campanile, sirvió de portada a un viejo número de la revista Clarín. Casi se oía el silencio, interrumpido por mis pasos, el susurro de las hojas y el canto disperso de algún pájaro. Cuando quise volver a encontrarme con los demás, me di cuenta de que me habían dejado solo. No había nadie en el salón de recepción, en ninguna parte. Di vueltas y más vueltas en vano.
Comenzaba a asustarme cuando de pronto oí un grito celebratorio. Fui en la dirección en que había sonado y en una pequeña estancia me encontré, frente al televisor, a los poetas –recuerdo a Nuno Júdice, a Jesús Munárriz, a Ada Salas, a Eduardo Pitta--, acompañados de los empleados de la Fundación que nos habían recibido. Al parecer, se jugaba un partido de fútbol entre las selecciones de Francia y Portugal y no querían perdérselo.
            La abadía cisterciense de Royaumont había sido fundada en el siglo XIII por San Luis y su madre, Blanca de Castilla. Desamortizada tras la Revolución, pasó por distintos avatares y estuvo a punto de ser destruida. La compró la familia Goin, que en 1964 la convirtió en un centro cultural.
            Salvo el incidente del gol, recuerdo poco de los días que pasé allí. El organizador era hijo de Pierre Hourcade, uno de los amigos de Pessoa y su primer traductor al francés. Las reuniones no duraban demasiado, aunque a mí se me hacían eternas (siempre me han aburrido los poetas leyendo y comentando sus versos, prefiero hacerlo a mí aire) y yo pasaba el tiempo paseando solitario por el parque o explorando la biblioteca. Allí me encontré una carpeta rotulada con un nombre, Ruth Morell, que entonces no me decía nada. Contenía, entre otros papeles de menor interés, cartas de amor y poemas, o quizá borradores de poemas. Las cartas, todas con la misma letra, iban firmadas con lo que parecían pseudónimos humorísticos: Ojirris, Señó Juan, Don Ujo de Orozco-Patenoy.
            Las notas que tomé entonces, y que pronto olvidé, reaparecieron mientras ordenaba papeles en el trastero una de las aburridas tardes de este extraño verano. Tras esas cartas, había una novela. ¡Y qué novela! Releo uno de los fragmentos: “Mocosa, rependonazo, borrica. ¿No te acuerdas ya de la fecha de hoy? Estamos a 22 de junio, el aniversario del papelito. Tal día como hoy coqueteaste de lo lindo conmigo, a lo largo del tranvía. Paréceme que te estoy mirando con tu velito, y tu trajecito color de aburrimiento. De aquel coqueteo han salido tantas cosas…”
La última carta, o al menos la última de las conservadas, tampoco tenía fecha y su tono era muy distinto: “Te he mandado, te he suplicado que no me des latas, y todo es inútil. Ni súplicas, ni órdenes valen nada contigo. En una forma u otra, no hay día en que no tenga lata, y así no puedo vivir. Soy muy desgraciado. Con tus males un día, y otro con tus celos, me tienes loco, y yo no sé ya qué hacer contigo. Ya ves, hoy podría ir un momento a verte; pero francamente, no me atrevo. Hoy estoy de muy mal talante. Cualquier cosa me hace estallar. Prefiero no ir”.
            El misterio de entonces ahora no es ningún misterio. Estas cartas aparecen en el volumen de la correspondencia completa de Galdós, publicado en 2016. La destinataria es Concepción Morell Nicolau, una de las amantes del escritor, la que le inspiró la novela Tristana, aunque la novela se escribió a los pocos meses de conocerse. Más que convertir en literatura la tortuosa relación que mantuvieron parece anticipar, profetizar, el fracaso de esa relación.
            La desdichada Concepción Morell Nicolau es bastante más interesante que la protagonista de la frustrada novela, un quiero y no puedo galdosiano, como bien supo ver Emilia Pardo Bazán.
            Concha Morell, como era conocida, intentó ser actriz bajo el patrocinio de su amante (tuvo un papel secundario en el estreno de Realidad). En 1897, se convirtió al judaísmo y cambió su nombre por el de Ruth.
            De una de las cartas parece deducirse que ella cree estar embarazada. Luego no se habla más del asunto. ¿Lo estaba de veras? Estas cosas se llevaban entonces muy en secreto y más cuando andaba por medio alguien tan dado a la doble moral como Galdós, quien sin embargo nunca se desentendió de la hija que tuvo con otra de sus amantes, la asturiana Lorenza Cobián.
            ¿Cómo llegaron lo papeles de Concha Morell a la Fundación Royaumont? En el pueblo cercano, Asnières-sur-Oise, vivió Luis Bonafoux, un periodista al que sus enemigos conocían como “la víbora de Asnières”. Con Clarín tuvo una sonada polémica, al acusarle de plagiario, y raro es el personaje o personajillo de su tiempo con el que no acabó enfrentado.
En abril de 1902, publica en El heraldo de París un virulento artículo contra Galdós, entonces en la cima de su popularidad. Le acusaba de haber seducido a una joven, de haberla dejado embarazada y de haberla abandonado. Esa joven era Concha o Ruth Morell. Cuando ella le agradeció su defensa, Bonafoux respondió: “Debo decir a usted que, más que mi deseo de favorecerla, en el citado artículo guio mi pluma el deseo, irresistible en mí, de demoler, deseo que es una necesidad de mi temperamento anárquico. Ahí tiene usted la psicología de mi artículo: desinfectar, vengar la desgracia de una mujer y, de paso, demoler. ¡Oh, demoler antes que nada!”
Lo que no he visto publicados, ni mencionados en ninguna parte, son los poemas encontrados durante aquella estancia en Royaumont. Eran sonetos tan torpes métricamente como apasionados. Únicamente anoté algunos versos sueltos, que reproduzco ahora.


VERSOS DE RUTH MORELL

En este solitario atardecer
cuando todo me falta pues me faltas
y el sol se va para no volver.
·
¿Por qué soy tan oscura, por qué pago
con ceniza el oro que me das?
·
Cuando voy por la calle y pienso en ti,
temo que todos descubran mi secreto.
Me diste todo y yo nada te di.
·
Si pudiera no sentir, no pensar
al menos un momento de mi vida…
Qué dulce es en la nada naufragar.
·
Yo te quería antes de conocerte.
Tú ni antes ni después ni quizá ahora.
Por eso río cuando el alma llora

Adiós, adiós, que nunca nos veremos
y nunca más he de dejar de verte.


BARUCH MORELL (1894-1914)

Entremezclados con los papeles de Ruth Morell, había otros que hacían referencia a un joven del mismo apellido, muerto a los veinte años en los primeros días de la Gran Guerra. ¿Era el resultado de aquel embarazo del que se habla en la correspondencia con Galdós? No me atrevería a asegurarlo --en ninguna biografía del escritor se le menciona--, pero tampoco a desmentirlo. Ruth Morell había muerte en 2006, reconvertida en maestra de la escuela laica y en militante anarquista, quizá por influencia del justiciero Bonafoux..
            Recuerdo una conmovedora carta escrita por Baruch Morell al partir hacia el frente y un epitafio, que me entretuve en traducir, firmado por Yves Bérimont, un poeta que no parece haber dejado huella en la historia de la literatura.

Ni las bombas te impedían dormir.
Alegrabas el mundo con tu risa.
Tu enorme corazón era de todas
las que en él querían refugiarse.
Fuiste de los primeros en partir.
Esa suerte tuviste, amigo mío.
No conociste el odio ni el rencor.
Para ti esta gran escabechina
era solo una cuestión de honor.



           


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