Domingo, 7 de septiembre
UNA MONEDA DE ORO
Durante muchos años soñé con un tesoro. Lo podía ver siempre que pasaba bajo lo soportales de la Ferrería , al otro lado de los escaparates de la librería Cástor. El librero que le daba nombre, músico y pintor, había sido mi ocasional profesor de música en el Instituto, un profesor bonachón al que los alumnos hacíamos poco caso. El tesoro era la colección Austral completa, ocupando toda una pared. Por aquel entonces yo ahorraba, peseta a peseta, para poder comprar uno de aquellos volúmenes. Recuerdo bien que, entre los primeros que compré, estaban las Poesías completas de Antonio Machado. El catálogo que venía al final de cada libro era una de mis lecturas favoritas. Iba tachando las obras de Baroja, de Azorín o de Unamuno que ya había leído. Pero cuántos autores desconocidos, cuántos títulos fascinantes.
Aunque luego llegaron otras colecciones de bolsillo, esto es, al alcance de mi bolsillo, como Alianza Editorial, donde descubrí La Regenta , y aunque la vieja colección Austral fue luego dando tumbos, cambiando de formato, publicando a José García Nieto y a Justo Jorge Padrón, para mí nunca perdió del todo su magia.
Y esta mañana de domingo, en uno de los puestos del Fontán, me encuentro con una de las piezas de aquel tesoro. Hacía tiempo que tenía ganas de leer la autobiografía de Giambattista Vico. Lo había tenido en mis manos, recordaba todavía el comienzo, la sorpresa de la tercera persona (“Giambattista Vico nació en Nápoles el año 1670, de padres honorables que dejaron buena memoria de sí”) y la caída, a sus siete años, desde lo alto de una escalera. El cirujano que lo atendió “no vaciló en presagiar que o moriría del golpe o quedaría idiota para el resto de su vida”. Gracias a Dios, añadía Vico, no se confirmó ninguno de los dos extremos.
En la página de cortesía hay pegada una ficha, con el nombre de la librería Cástor, la fecha y el precio, aquellas treinta pesetas que a mí me costaba tanto reunir. Este ejemplar, este mismo ejemplar, lo tuve yo en mis manos hace ya casi medio siglo, no conseguí el dinero para comprarlo o me decidí finalmente por otro título (quizá Trasuntos de España, de Azorín, que todavía conservo, amarillentas las páginas, leído y releído, con una ficha de la misma librería) y ahora, tantos años después, llega a mis manos para que yo pueda, por fin, satisfacer mi curiosidad.
La librería cerró hace años, el tesoro de la colección Austral voló no se sabe dónde, pero este ejemplar no parece que lo haya leído nadie, se escondió en alguna parte para que aquel curioso adolescente que no fue capaz de reunir el dinero suficiente para comprarlo, que no pudo pasar de la primera página, pudiera seguir leyéndolo. Es lo que yo hago, nada más llegar al café, con los ojos brillantes, sonriente y feliz, como quien acaba de encontrarse, entre los trastos viejos del mercadillo, una moneda de oro.
El oro de mi infancia, que no se acaba nunca.
Lunes, 8 de septiembre
EL CRIMINAL Y LOS BIZCOCHOS
Nadie está hecho de una pieza. Habla Bertrand Russell, en sus Retratos de memoria, de un personaje, Sidney Webb, con el que simpatizaba poco, dadas sus simpatías primero por Mussolini y Hitler y luego por régimen soviético. Comentó con Bernard Shaw que le parecía por completo falto de sentimientos bondadosos: “Está usted completamente equivocado –le replicó Shaw–. En una ocasión íbamos Webb y yo en un tranvía, en Holanda, comiéndonos una bolsa de bizcochos. Subieron unos policías con un criminal maniatado. Los demás viajeros se apartaron llenos de horror, pero Webb se acercó al preso y le ofreció bizcochos”.
Esa anécdota, no sé por qué, quizá por la mirada horrorizada de los viajeros, me trae a la memoria otra, que creía olvidada para siempre. Bajaba yo de un interrogatorio a la celda de aislamiento en la Dirección General de Seguridad, allá por septiembre de 1974, las manos esposadas en la espalda, custodiado por dos policías, y a veces en las escaleras nos cruzábamos con funcionarios, hombres o mujeres, que iban con sus papeles de un lado a otro. Recuerdo bien el horror con que me miraban. Nadie me ofreció bizcochos.
Martes, 9 de septiembre
YA CASI SOY COMO TODO EL MUNDO
Cada día que pasa soy más como todo el mundo. Compro la nueva edición de los diarios de Samuel Pepys y lo primero que me llama la atención, al hojearla en la cafetería, es el sadismo de tan educado y culto caballero del siglo XVII:“Esta mañana advertí que la sirvienta no había colocado varias cosas en su sitio y por eso, cogiendo una escoba, la zurré de lo lindo, al punto de hacerla llorar. Esto me molestó un poco, pero cuando salí ya se había calmado”. Unas pocas páginas después: “Esta mañana envié a mi criadito a la bodega en busca de cerveza. Munido de una caña, lo seguí hasta allí y le pegué en castigo de su incuria y otras faltas. Su hermana bajó a suplicarme le perdonase. Me detuve y un poco más tarde le expliqué que yo había tomado afecto a su hermano por ella y que era preciso corregirlo en su propio interés; si no, terminaría mal”. Y por si eso fuera poco otro día cuenta lo siguiente: “Mi mujer y los sirvientes se quejaron del criadito. Le hice venir y le di tantos latigazos que no pude ni moverme y, sin embargo, no hubo medio de obligarle a confesar las mentiras de que le acusaban. Por fin, no queriendo que se saliera con la suya, volví a reñirlo, levanté su blusa y reinicé la zurra hasta que confesó que había bebido suero, arrancado una amapola y, sobre todo, colocado el candelero en el suelo de su habitación, lo cual negaba desde hacía varios meses. Verdaderamente, estoy estupefacto de que un muchacho tan joven se capaz de soportar tales sufrimientos con el afán de sostener una mentira. Creo que tendré que despedirlo. En seguida a la cama, con el brazo muy cansado”.
¡Terrible delito arrancar una amapola! ¿Arrancar una amapola? Me entran dudas de si será eso lo que dice el original. ¿Lo tendrán en la biblioteca de la Facultad ?, me pregunto como un hombre del siglo pasado que soy. Miro entonces el iPad que casi siempre llevo conmigo y sonrío. Tras tocar dos o tres veces la pantalla, ocurre el milagro: los diez tomos del diario que Samuel Pepys escribió entre 1660 y 1669 aparecen perfectamente transcritos y ordenados, listos para la consulta. “Arrancado una amapola” traduce “pulled a pink”. Aunque lo que el niño arrancara fuera un clavel, y no una amapola, la barbarie no es menor.
Ya que tengo el original a mano me dedico a comparar otras páginas y, para mi sorpresa, compruebo que Norah Lacoste no traduce íntegra ninguna entrada: resume, parafrasea, corta por donde le parece. Y los continuos galicismos hacen pensar que utiliza una versión francesa, de la que procede también el prólogo de Paul Morand, y que no es muy ducha en el uso del castellano. Gracias a la tableta descubro que, aunque en el libro que acabo de comprar no se dice nada, su traducción se publicó originalmente en 1944, en Buenos Aires. Esa edición se reprodujo en 2003 y 2004, y ahora se reimprime con el añadido de 150 páginas traducidas por Victoria León. Ni entonces ni ahora se tomaron la molestia de compararla con el original.
Pensaba dedicar a este libro mi reseña de la próxima semana. Resulta muy fácil hacer lo que José María Guelbenzu o José Luis de Juan –para leerlos me basta un toque en la pantalla– hicieron, en El País y en Revista de libros, a propósito de las anteriores ediciones: glosar la figura de Samuel Pepys, el diarista por excelencia, no mencionar sino muy de paso la edición concreta que se comenta (Guelbenzu le reprocha los galicismos). Pero yo no puedo limitarme a esos ejercicios de estilo, tan cómodamente habituales, yo no puedo engañar a los lectores. Pero tampoco puedo decir lo que pienso de esta edición, tan poco profesional, tan engañosa. Resulta que el editor, además de amigo mío, es también mi editor. Mejor hablar de otro libro.
Cada día soy más como todo el mundo. Ya he aprendido a callar cuando me conviene. Todavía no he aprendido a engañar a los lectores, pero todo se andará. Me alegra comprobar que voy dejando de ser un bicho raro.
Miércoles, 10 de septiembre
ESCRIBO DEMASIADO
Estoy acostumbrado a que mis amigos me reprochen que escriba demasiado; yo les respondo que tampoco escribo tanto y que ellos son libres de no leerme (esa libertad la aprovechan ampliamente). Pero hoy el reproche me lo hace Bertrand Russell (sigo picoteando en sus Retratos de memoria), así que tendré que tomármelo más en serio: “Hay personas que tienden a trabajar demasiado intensamente, con la consecuencia de que estropean su trabajo. Algunos conocidos míos de la City fueron a la quiebra porque trabajaban ocho horas al día; hubieran sido ricos, si se hubiesen limitado a trabajar solo cuatro. Creo que muchos intelectuales podrían aprovechar esa enseñanza”.
Jueves, 11 de septiembre
PARA UN LECTOR FUTURO
No sé, querido compatriota de dentro de cien años, si en el 2114, Cataluña formará parte como ahora del Estado español o constituirá un Estado independiente. En cualquier caso, ocurra una cosa u otra, espero que sea porque así lo han decidido los catalanes. Lo que te quiero comentar y lo hago contigo, español de dentro de cien años, porque no puedo hacerlo con ninguno de mis compatriotas de ahora, que parecen empeñados en no hablar la lengua de la racionalidad. Figúrate que, desde hace tiempo, el presidente del gobierno, viene repitiendo que una ley que aún no ha sido aprobada por el parlamento catalán, que aún no ha sido recurrida por nadie, que aún no se ha pronunciado sobre ella el tribunal constitucional, es ilegal. ¿Y él como lo sabe? Acusa al gobierno catalán de estar fuera de la legalidad, cuando hasta ahora no ha dado ni un solo paso fuera de ella, y él se coloca desde el primer momento al margen al usurpar el papel de los tribunales y, muy especialmente, el del tribunal constitucional. Y esto no le llama la atención a nadie. Claro que eso no es lo único raro. Me imagino tu extrañeza si te cuento que, en esta España de 2014, se cree que al rey le está permitido cometer cualquier delito sin que nadie le pueda pedir cuentas por ello. Y semejante barbaridad le parece normal a todo el mundo. O sea que, si Pujol no fuera expresidente de Cataluña sino exjefe del Estado español, seguiría siendo honorable y nadie se podría meter con sus cuentas en Andorra o donde fuera. “¡Qué barbaridad!”, me responderás. “Si eso es lo que dice la constitución, deberíais cambiarla de inmediato”. Pues lo curioso es que no dice tal disparate, que esa es una interpretación interesada. Lo que afirma la constitución es que el rey (el único rey que ella reconoce, no el honorífico Juan Carlos) carece de responsabilidad cuando actúa como Jefe del Estado (porque entonces de sus actos es responsable el gobierno que los refrenda), pero de los posibles chanchullos de su vida privada no dice nada, de lo que se deduce que responde ante la justicia como un ciudadano o un Pujol cualquiera. Estas cosas tan obvias, amigo de dentro de cien años, los españolitos de ahora, al menos los que copan los periódicos y tienen algún poder, no las entienden o no quieren entenderlas. Me gustaría firmar, como alguna vez hizo Gil-Albert: “Un español que razona”. Y poder pensar que no soy el único.
Sábado, 13 de septiembre
LABIOS NUNCA BESADOS
Al acercarme al muelle de Raíces, en la ría de Avilés, en seguida diviso su esbelta arboladura oteando el horizonte sobre los achaparrados barcos de pesca. Antes de ser ruso, fue alemán; antes de pasear por el mundo la bandera roja con la hoz y el martillo, lució la esvástica en varias películas propagandísticas. Pero esta hermosa criatura, que ha resistido bien los temporales de la historia, no es obra de los nazis, sino de la democrática república de Weimar. Fue construido en los astilleros de Bremerhaven en 1926 y bautizado con el nombre de Padua, que aún aparece inscrito en la campana de proa. Cuando los rusos lo recibieron como compensación de guerra, le cambiaron el nombre para homenajear al primer marino ruso que dio la vuelta al mundo. El Kruzenstern la ha dado dos veces. Una en 1995, la otra diez años después, las dos al mando del capitán Oleg Sedov. Yo me acerco a la proa, cierro los ojos, y le veo saliendo de Kaliningrado la mañana del 16 de junio, como anticipado regalo de cumpleaños, y entrando luego, con todo el inmenso velamen desplegado, en los puertos de San Petersburgo, Waterdorf, Newcastle, Fredikstad, Bremerhaven, Amsterdan, Santander, Lisboa, Santa Cruz de Tenerife, San Salvador de Bahía, Río de Janeiro, Montevideo, Ushuaia, Valparaíso… y en tantos otros, tantos (Lima, Islas Galápagos, Vladivostok, Hong Kong, Port Hedland, Fort Dauphin, Cape Town), hasta volver, pasados exactamente 408 días, a su punto de partida.
“Labios nunca besados más deseables y frescos aparecen” escribió Cernuda; en los mares nunca surcados jamás se apaga el brillo de los sueños.
¡Cuánta nostalgia de vidas no vividas, quizá las únicas que vale la pena vivir!