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Nadie lo diría: Volver

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Lunes, 1 de septiembre
UN HELADO EN LA PLAZA

Nunca encuentro placer en la primera vez. Alerta, en tensión, atento a no equivocarme, no me queda tiempo para el disfrute. Detesto, por eso, probar cosas nuevas. Ante la novedad me siento inerme, desnudo, vulnerable. Seguro que ya hay un bonito nombre clínico para lo que a mí me pasa. Pero ahora no me apetece buscarlo.
            Salgo del hotel, sin detenerme en deshacer la maleta, y dejo que los pasos me lleven por un camino que conocen bien. El Palacio Labia y la iglesia del campo de San Geremia parecen perder peso y consistencia con la luz del crepúsculo, desvanecerse en la luz rosa. En el ponte delle Guglie me detengo un rato para admirar el espectáculo: el sol se pone al fondo del canal haciendo alarde de todo lo que ha aprendido con los mejores maestros, Tiepolo y Tintoretto. Sigo luego por calles llenas de gente y puestos multicolores hasta una placita en la que sé que nunca hay nadie, la de la Maddalena, con su masónica iglesia redonda y el pozo habitual en el centro. Con los ojos cerrados podría continuar e ir describiendo lo que me sale al paso: Santa Sofía, oculta entre las fachadas de las casas y enfrente, tras el Canal Grande, el mercado de Rialto; el campo dei Santi Apostoli, siempre con niños subidos al brocal del pozo; calles estrechas, llenas de gente, como pasillos del metro en horas punta, y luego el campo de San Bartolomeo, con la estatua de Goldoni… Cuando llego a la Piazza ya es de noche. Tocan las orquestas de los cafés ante las mesas vacías de las terrazas; solo algunos curiosos escuchan de pie. A la memoria me viene el hundimiento del Titanic. Yo me siento al fondo, en el suelo, apoyado contra una de las columnas de las Procuraterie Vecchie. Antes he comprado un helado, como siempre hago. Lo paladeo lentamente observado por la atenta luna. Hace veinte años vine a esta ciudad por primera vez; al llegar, aturdido por el cambio y el retraso de los aviones, dejándome llevar por las calles llenas de gente, hice el mismo recorrido que he hecho hoy, que he hecho todas las otras veces que he vuelto. Cuando regreso al hotel, ya avanzada la noche, la ciudad es otra, más secreta.
            En la Plaza de San Marcos, a solas con mis pensamientos, trato de encontrar razones para este amor mío por la rutina. Y las encuentro de inmediato porque buscarlas es otra rutina más.
            Me gusta la rutina por lo que tiene de hazaña, de conquista personal. La vida es cambio, desconcierto, arenas movedizas. Ningún día es igual a otro. En ningún lugar nos dejan detenernos. El tiempo, como el guardián de un campo de prisioneros, nos lleva a empujones hacia el precipicio.
            Yo levanto el refugio de mis rutinas como Robinson una cabaña en la isla desierta para protegerse de las alimañas y las inclemencias del tiempo.
            Entre esas rutinas está la de volver, al menos una vez al año, a Venecia, a Nueva York y a Aldeanueva del Camino, donde nací, donde más extraño me siento.  


 Martes, 2 de septiembre
IL GIOVANE FAVOLOSO

Ayer se estrenó en la Mostra, con gran éxito, la película de Mario Martone Il giovane favoloso, que cuenta la vida de Leopardi. Hoy se proyecta en el cinema Rossini y, después de leer lo que cuenta de ella Curzio Maltese en La Repubblica, estaba deseando verla. No me ha defraudado. Bernardo Bertolucci, al salir de una proyección privada, dijo: “Ecco, così si filma la poesía”. Y tenía toda la razón. La película se centra en dos momentos de la vida de Leopardi: la infancia y la adolescencia en Recanati, la etapa final en Nápoles. Y seduce desde la primera imagen. La relación con el padre, la relación (o la ausencia de relación) con las mujeres, la dependencia casi homoerótica de Antonio Ranieri están pintadas con mano maestra. Como el infierno de un Nápoles devastado por el cólera o la visita al prostíbulo. Y a ello se añaden los poemas, tan perfectamente encajados en la trama, tan bien dichos por Elio Germano. Suenan en el silencio de la sala, en un maravilloso silencio conmovido, los versos de “L’Infinito” (“Sempre caro mi fu quest’ermo colle / e questa siepe, che da tanta parte / dell’ultimo orizzonte il guardo esclude”) y uno los escucha como si fuera la primera vez, como recién salidos de la pluma de Leopardi, un hombre demasiado grande para una sociedad demasiado pequeña.
            Mario Martone no solo ha acertado a filmar, como nadie lo había hecho antes, la poesía, sino también un autorretrato de la Italia mejor.
            Se encienden las luces y noto que tengo los ojos húmedos. Lágrimas de gratitud y de felicidad.


Miércoles, 3 de septiembre
EN EL CEMENTERIO JUDÍO

No había estado nunca en esta parte del Lido, el viejo barrio de S. Nicolò, con sus fortalezas que defienden la entrada de la laguna, su tranquilidad pueblerina y su Antico Cimitero Ebraico. Camino solo entre las desgastadas lápidas, pisando las hojas secas de un otoño anticipado, y pienso en lo fácil que es para los descendientes de las víctimas convertirse en verdugos y para los hijos, parientes, vecinos, o simplemente gente que pasaba por allí, de los verdugos, o de los terroristas, convertirse en víctimas. Pero yo no confundo a un gobierno criminal, el de Hamás, el de Netanyahu, con un pueblo, el palestino, el israelí. Recuerdo aquella vez que, en una sala alternativa de Nueva York, asistí a una representación de El mercader de Venecia en la que un Shylock vagamente caracterizado como Arafat recitó el famoso monólogo: “¿No tiene ojos el palestino? ¿No tiene manos, órganos, miembros, sentidos, emociones, pasiones? ¿No se alimenta de la misma comida, no le hieren las mismas armas, no se expone a las mismas enfermedades, no se cura con los mismos remedios, no se calienta con el mismo verano y se enfría con el mismo invierno que el judío? Si nos hacéis un corte, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no reímos? Y si nos hacéis un agravio, ¿no habremos de vengarnos? Si somos iguales a vosotros en lo demás, también en eso hemos de parecernos. Si un palestino agravia a un judío, ¿ qué muestra este, mansedumbre o venganza? Si un judío agravia a un palestino, ¿cuál tendría que ser la respuesta? La misma venganza que de los judíos ha aprendido”.
            A mí me pareció algo mecánica aquella adaptación. Pero la sorpresa vino al final cuando el amigo que me acompañaba me presentó al actor que hacía de un Shylock transformado en palestino: era judío, como el autor de la versión, como la mayoría de los otros actores.
            “Pero tú, ¿de qué lado estás?”, me han preguntado más de una vez este verano del exterminio en Gaza mientras todo el mundo civilizado procura mirar para otra parte. “Yo estoy del lado de las víctimas, sean judías o palestinas, y en contra de los verdugos, sean palestinos o judíos”


Jueves, 4 de septiembre
UNA CITA

Había quedado con una amiga en el campo de S. Luca. Salí del hotel, junto a la iglesia dei Scalzi, veinte minutos antes, tiempo más que suficiente ya que suelo caminar con buen ritmo, pero no calculé que aquellas horas eran las de máxima afluencia, que apenas se podía dar un paso por las estrechas calles y que, en algunos puentes, incluso se producían atascos. No importaba mucho que llegara un poco más tarde, mi amiga Marina Gasparini no se iba a enfadar por ello, pero yo, entre mis infinitas manías, tengo también la de la puntualidad. Me angustia no llegar a una cita dos o tres minutos antes de la hora prevista. Me salvó un veneciano cabreado. Porque hay venecianos que viven en permanente estado de cabreo contra quienes sostienen la ciudad, esto es, contra los turistas; sin ellos, este lugar tan fascinante, pero tan incómodo para el día a día y tan costoso de mantener, hace años que se habría venido abajo, que sería otra deshabitada y ruinosa Torcello. Mi salvador veneciano llevaba una pesada cartera y sin duda llegaba tarde al trabajo. Con cara de pocos amigos, comenzó a abrirse paso a empujones. Yo me coloqué detrás y en pocos minutos llegué a campo abierto, esto es, a S. Bartolomeo, muy concurrido, pero sin apreturas, y luego a S. Luca. Respiré aliviado. Era exactamente la hora prevista.
            Pero para mí Venecia no es una ciudad de aglomeraciones, sino todo lo contrario. A menudo basta torcer una esquina para encontrarse solo. En ningún lugar he estado más solo; en ningún lugar, mejor acompañado: por el rumor del agua en los escalones de mármol, por las infinitas historias que resuenan en cualquier rincón abierto al agua como en una caracola.


Viernes, 5 de septiembre
ENIGMAS CON JARDÍN

Una de mis actividades favoritas: localizar exteriores. En las calles arboladas y tranquilas entre el barrio de S. Nicolò y el viale de Santa María Elisabetta, siempre tan animado, encuentro muchas villas ajardinadas. Entre tantas de arquitectura fantasiosa, escojo la más sencilla y, detenido ante la verja del jardín, me entretengo en inventar una historia de amor y muerte, como todas las historias, que podría transcurrir en ella. Yo soy el narrador, no el protagonista, y en las primeras escenas paseo por el Lido y me detengo ante la puerta de entrada a un jardín… Compruebo de pronto que está abierta; la empujo; avanzo por el descuidado jardín; me fijo en un cartel que indica que está en venta. Mejor, pienso, así puedo curiosear un poco. De pronto, una sensación extraña. Alzo los ojos: desde una de las ventanas, alguien me observa, me hace señas impacientes, me indica que suba.



Sábado, 6 de septiembre
TENTAZIONI

Mientras trato de recuperar otras rutinas (soy un hombre de infinitas rutinas, pero ninguna repetida), paso al cuaderno del diario las notas que fui apuntando en papeles sueltos.
            Viajar solos es la mejor manera de escuchar las voces de la ciudad, las conversaciones de los otros. Una hora tarda el renqueante vaporetto desde el Lido hasta la Ferrovía. Va lleno de gente, pero yo he entrado el primero y me he sentado en el mejor lugar. Junto a mí, una pareja de españoles, muy jóvenes ambos; él señala con entusiasmo infantil todo lo que le llama la atención, ella responde displicente y aburrida; en medio del Gran Canal, saca su teléfono, no para hacer fotos, como todo el mundo, sino para ver los mensajes y teclear alguna cosa: él, al pasar junto al puente de Rialto, le indica un cartel en el que se lee “Stop mafia Venezia è sacra” y ella ni se molesta en levantar la vista. Me dan ganas de decirle al chico: “Déjala en el hotel o apárcala en cualquier parte y vámonos juntos a descubrir la ciudad”.
            Me despiertan las campanas de la iglesia dei Descalzi, la ventana de mi habitación, una celda monacal, da al jardín, que antes fue claustro. En el antiguo refectorio, que aún conserva el púlpito desde el que se leía durante las comidas, una lápida recuerda que Pio X, patriarca de Venezia, un día de 1906 compartió con los carmelitas descalzos la “umile mensa”. En torno, el continuo barullo de la estación y de la calle Lista de Spagna; aquí, cercado por altos muros sin apenas ventanas, un silencio que no parece de este mundo, pero que está en el centro del mundo.
            Buen nombre para un café: Tentazioni. Enfrente, la librería de una cadena que, como dice su lema, es la más extendida, “la più vicina a te”. No puedo resistir esa tentación y, antes del café, entro a echar una ojeada. La gran novedad parece un libro de Andrea Camilleri. ¿Otro Montalvano? Lo hojeo con displicencia. Donne se titula y cada breve capítulo lleva el nombre de una mujer: “Angelica”, “Antigona”, “Beatrice”… El libro, nos dice el autor en la nota final, es un catálogo de las mujeres de la historia, o de la historia de la literatura, o de la propia historia, que por una razón u otra han permanecido en su memoria. Y yo en seguida me doy cuenta de que el esquema es el mismo que el de la serie que he ido publicando este verano, día tras día, un personal catálogo de lugares propicios a la felicidad. Tampoco yo, como él, podría “giurare que siano realmente accadutti” los sucesos de mi vida que en esas páginas, o en tantas otras páginas autobiográficas, cuento: “podría ocurrir que sean inventadas o soñadas y luego, con el paso del tiempo, las haya creído verdaderas”.
            Pero yo no necesito mucho tiempo para confundir la realidad con el sueño, para convertir el sueño en realidad. Sé muy bien dónde se encuentra el sendero que lleva de uno a otra. Y lo recorro con frecuencia en uno y otro sentido.






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