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Channel: Café Arcadia
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En la antigua estación

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De un instante a otro el paraíso puede transformarse en infierno. Los tramoyistas del Gran Teatro del Mundo trabajan rápido.
            Paseaba yo, absorto en mis melancolías, por los alrededores del pueblo, a la vez familiares y desconocidos, cuando de pronto, sin transición, el cielo se puso negro y comenzó el diluvio.
            Los idílicos caminos no tardaron en convertirse en un barrizal, un rayo cayó muy cerca, retumbaban los truenos. Pensé en refugiarme en el tronco de un árbol inmenso, que tenía una abertura que parecía la entrada de una cueva y que me recordó a los olmos de mi infancia que crecían frente a la escuela, pero algo había leído de lo peligroso que resultaba un sitio así en caso de tormenta.
            Estaba empapado, embarrado, con miedo de caer en una zanja, cuando de pronto, a mi lado, apareció un caballo. No le había oído llegar, no sabía de dónde podía haber venido. El resplandor de un rayo me permitió contemplarlo bien. Era blanco, esbelto y estaba ensillado. Quieto junto a mí, bajaba la cabeza y parecía invitarme a que me subiera a él. Mis conocimientos de equitación son más bien escasos. Cierto que de niño más de una vez he montado en burros y en mulos para ir a trabajar al campo. Pero nunca en un pura sangre como aquella bella bestia, que parecía sacada de una leyenda medieval. No tenía, sin embargo, muchas opciones. Le acaricié la sedosa crin, le dí unas ligeras palmadas en las ancas, le susurré “gracias, bonito” y subí a él de un salto, con una agilidad que a mí mismo me dejó asombrado.
            En el mismo instante en que tomé las riendas, el caballo partió al galope. No me imaginaba cómo podía hacerlo en aquel suelo tan embarrado sin resbalar; en aquella total oscuridad sin salir del camino ni chocar contra algún árbol. Pensé en don Quijote a lomos del mágico Clavileño.
            Cesó la tormenta, parpadearon súbitamente todas las estrellas, se dibujó con nitidez la Vía Láctea, como en un grabado antiguo, y yo esperaba ver aparecer de un momento a otro la silueta punteada de las constelaciones: el Carro y el Arquero y el Cinturón de Orión…
            El caballo siguió cabalgando, pero a mí me daba la impresión de que sus pies no tocaban ya el suelo. Se detuvo de pronto ante un edificio abandonado. Yo creía que habíamos recorrido leguas y leguas, pero en realidad solo habíamos avanzado unos pocos pasos. Reconocí el edificio: era la antigua estación de Aldeanueva del Camino, por la que habían dejado de pasar los trenes hacía años. Cuando comenzó la tormenta yo paseaba por el camino de la estación que iba paralelo a la nueva autopista y no debía de encontrarme a más de medio kilómetro de allí.
            Todavía no había bajado del caballo, que se había quedado inmóvil, como una estatua ecuestre, cuando se abrió la puerta de la estación. Pisé el andén, las vías estaban cubiertas de hierba, recordé el primer tren que allí tomé para ir hasta Asturias, la extrañeza volvió a trocarse en melancolía, y entré en lo que había sido el vestíbulo con las taquillas y la sala de espera. Estaba llena de gente. Alzaron la cabeza, sonrieron, sonó un colectivo y educado “buenas noches”. Los reconocí a todos de inmediato, aunque a algunos hacía años que no los había visto. Dije: “Me ha ocurrido una cosa extraña. ¿Sabe alguien de quién es este caballo?”. Y señalé hacia la puerta abierta. Pero allí no había ningún animal, solo los hierbajos sobre las vías bajo el cielo estrellado. Salí fuera, miré hacia un lado y otro. Ni rastro del animal. Volví dentro. “Se ha ido”, dije. Los que esperaban se juntaron un poco en el gran banco corrido para hacerme sitio. “Aún es pronto”, dije yo. Hice un gesto de adiós con la mano y comencé el camino de regreso hasta mi casa, junto a la carretera. Ni el caballo ni la tormenta habían dejado rastro. Los caminos no estaban embarrados, no brillaba ningún charco. Mentalmente me fui repitiendo los nombres de los que aguardaban en la sala de espera un tren que no iba a llegar nunca. O que ya había llegado. Eran jóvenes y viejos, a algunos los había querido bien, con otros había tenido viejos pleitos. Solo tenía una cosa en común. O dos. Todos habían formado parte de mi vida. Todos estaban muertos.



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