De pronto, como si nos hubieran echado un bebedizo en la taza del café, miramos a la persona que tenemos delante y la vemos distinta. Todo lo que en ella hasta entonces nos hacía gracia deja de hacérnoslo; los pequeños roces de cualquier relación se convierten en ofensas imperdonables.
No la conocía, no sé si ella me seguía reconociendo. Tenía miedo de lo que pudiera pasar. Y busqué un pretexto para ausentarme. Cogí el coche, conduje al azar, pero el azar, al menos en una persona tan rutinaria como yo, siempre acaba llevándome a los mismos sitios. Llegué a Bayona, una ciudad que yo recordaba recogida y misteriosa, cuando estaba en fiestas, a finales de julio. Aquel bullicio me resultaba desagradable. Cerré los ojos, puse el dedo en el mapa y debajo apareció el nombre de St-Jean-Pied-de-Port. Y resulta que ese puerto, a cuyo pie estaba el pueblo, tenía al otro lado nada menos que Roncesvalles con toda la novelería de Roldán y el olifante, de Carlomagno y de Bernardo del Carpio. Y además, asociada a ella, un recuerdo infantil: “Cuéntame una historia, abuela”. La historia, un conocido poema de Ventura Ruiz Aguilera, me la contaba efectivamente mi abuela las noches de invierno, junto al fuego: “Años ha que con gran saña / por esa negra montaña / asomó un emperador. / Era francés, su vestido / formaba un hermoso juego: / capa de color de fuego / y pluma de azul color”. “¿Y qué pedía?”, preguntaba yo. Recuerdo bien el gesto escandalizado que ponía mi abuela: “¡La corona de León!”. Aún puedo citar el poema entero de memoria: “Bernardo el del Carpio un día / con la gente que traía / ¡Ven por ella!, le gritó”.
Me alojé en el hotel Central, que había sido la casa solariega de los Ohando, los hidalgos enfrentados a Martín Zalacaín en la novela de Baroja. Muy cerca tenía el río y la entrada a la antigua villa amurallada. Cuando llegué, el cielo estaba oscuro, parecía que pronto iba a descargar una tormenta, como así fue. Yo me quedé mirándola caer desde la ventana de mi habitación. Se estaba bien allí, lejos de las trampas de la cotidianidad, arropado por los recuerdos de la literatura, los únicos que nunca hacen daño. Sonó el teléfono. Bien sabía quién era. No lo cogí. Respondí con un mensaje: “Te llamo luego”. Había inventado no sé qué pretexto, un encuentro literario, pensaría que estaba en alguna conferencia. No tenía ganas de hablar. No quería hacer daño, pero me gustaría encontrar un pretexto para que no volviéramos a vernos, para comenzar otra vida en cualquier otra parte.
Dejó por fin de llover, salió el sol entre las nubes, todo relucía con una luz no usada, como en el poema de fray Luis. Admiré, desde el puente de la carretera, el puente romano, sobre el río Nive, la postal más repetida del lugar, y luego ascendí por la Rue de la Citadelle , casi todas sus casas convertidas en albergues para peregrinos. Terminó la calle y yo seguí subiendo hasta la Ciudadela , una antigua fortaleza convertida en colegio. Desde el mirador se divisaba el blanco caserío del pueblo nuevo, el cerco de montañas y también la hendidura entre nubes que conducía hacia Roncesvalles. Cuando llegué había unos pocos silenciosos turistas; al cabo de un rato, me di cuenta de que me había quedado solo.
El atardecer, la soledad, los tejados a mis pies, ni el más leve ruido, unos empequeñecidos peregrinos que salían de la puerta de Notre Dame, atravesaban el puente e iniciaban, Rue de Espagne adelante, el camino de Compostela… Se estaba bien allí. Quizá el mismo emperador, antes de emprender la aventura española, se había detenido en aquel lugar, acompañado de Roldán, el mejor de sus caballeros. Volví a escuchar en la memoria la voz de mi abuela: “¡Con qué ejército, Dios mío, / de tan grande poderío / llegó Carlomagno acá. / ¡Cuántos soldados! ¡No tiene / más gotas un arroyuelo / ni más estrellas el cielo / ni más arenas la mar!”
Volvió a sonar el teléfono. Esta vez sí atendí a la llamada. “Deberías estar aquí conmigo”, dije. Y los ojos se me humedecieron un poco. “Vuelvo mañana. Tengo muchas ganar de verte”. El hechizo había terminado. Comenzaban a aparecer las primeras estrellas. A lo lejos, entre las montañas, creí oír el olifante que tocaba Roldán.