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Ladrón de guante blanco

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No puedo negar que, como a toda persona rutinaria, sedentaria, incapaz de cruzar un semáforo en rojo o de incumplir la más mínima obligación administrativa, me fascinan los delincuentes. Especialmente si son del tipo de Tom Ripley o de Neal Caffrey, el protagonista de la serie Ladrón de guante blanco.
            Guapo, rico, sofisticado, inteligente, sin escrúpulos, Neal es lo que a mí me gustaría ser; exactamente lo contrario de lo que soy. Pero alguna vez, en esta vida mía de probo funcionario, en la que nunca pasa nada, ha estado a punto de pasar algo…
            En casa de mi amigo Pedro, callaré el apellido, hay algunos cuadros antiguos, comprados en chamarilleros, sin interés ninguno. Pedro es un hombre hecho a sí mismo, que no pudo ir a la escuela, pero un gran lector de poesía y generosamente interesado en todo lo que tenga que ver con la cultura. A mí me aprecia mucho y yo, sin embargo… No sé si me atreveré a contarlo.
            Todo comenzó en el madrileño Círculo de Bellas Artes, donde yo tomaba un café a la espera de que comenzara el recital de Charles Simic. Se me acercó un desconocido que me saludó por mi nombre, mencionó elogiosamente algunos de mis libros, y luego, en cuanto notó que le escuchaba complacido, sacó de su cartera la fotografía de un óleo negruzco en el que se entreveía el rostro de un hombre barbudo.
            “No es de gran valor, pero tengo el encargo de recuperarlo por razones sentimentales. Fue de una cliente mía; ella, de niña, siempre lo vio en el salón de su casa. Cuadros como este se venden por quinientos euros en cualquier anticuario; yo pago cinco mil”.
            Advirtió mi mirada perpleja. “Perdón, perdón, no le he dicho por qué le cuento estas cosas. El dueño vive en Oviedo y es amigo suyo; sé que hace caso de su opinión. Se niega a venderlo, rechaza cualquier cantidad, pero seguro que usted puede convencerle”.
            Ni siquiera lo intenté. Me olvidé de aquel absurdo encargo en cuanto volvía a Oviedo. Pero un tiempo después, mientras tomaba el habitual café de la tarde en La Corte, volvió a aparecer el desconocido, al que ya había olvidado. Seguía siendo tan amable como la primera vez, pero a mí me dio la impresión de que me estaba dando órdenes. Yo tenía que ir al chalet de Pedro, sabía que siempre me estaba invitando para enseñarme los libros de versos que acababa de comprar (le gustaban sobre todo los modernistas hispanoamericanos, era un gran cliente de la librería de Abelardo Linares) y, en un descuido, en cuanto me quedara solo (sabía que sus problemas prostáticos le obligaban a ir con frecuencia al baño), cambiar el cuadro que a él le interesaba por la copia que me pasó. “Es idéntica; nadie será capaz de apreciar la diferencia”. “¿Tampoco su clienta? Entonces, ¿a qué tomarse tantas molestias?”, se me ocurrió preguntar.
            Él no respondió nada. Se limitó a sacar de su cartera un sobre, abrirlo y dejarme entrever algunas de las fotografías que contenía. Me ruboricé. Incluso la persona más rutinaria, sedentaria, incapaz de saltarse un semáforo en rojo, tiene algunos secretillos. Nada grave, en mi caso. Pero en las fotografías aparecía en actitudes poco gallardas y en compañías no demasiado recomendables, Y, desde luego, nada favorecido.
            Me pasó su teléfono. Me dijo que se quedaba en Oviedo hasta que yo le hiciera el pequeño favor que me pedía. “Tómese su tiempo, pero mi paciencia no es infinita”, dijo. Y yo, preocupado, di el cambiazo lo más rápidamente posible. Me ofreció una compensación económica. La rechacé. Me dio la mano sonriente. “No se preocupe, no volveré a molestarle”.
            No es precisamente una aventura como las que protagoniza Matt Bomer en Ladrón de guante blanco. Pero esto es todo lo que tengo que contar. Pedro sigue siendo amigo mío, recitándome los poemas de Amado Nervo que se sabe de memoria, y ni siquiera sospecha que el cuadro que había comprado no sé dónde, que ni él ni yo sabríamos distinguir de la copia que tiene ahora, cualquier día aparece subastado en Christie’s por algunos millones de dólares como el autorretrato de Rembrandt que se creía perdido. O eso es lo que a mí me gustaría que ocurriera. 



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