Después de más de dos meses, por fin puedo volver a Avilés. Dejé de vivir allí de manera permanente en 1982, pero desde entonces raro es el fin de semana que no he vuelto. Los soportales de Rivero y de Galiana, el esplendor primaveral del parque de Ferrera, el paseo de la ría, un café en una de las terrazas frente al Ayuntamiento… Un paseo solitario en el que tengo la impresión de los rincones de siempre se alegran de volver a verme y me acarician sin importarles las normas para evitar los contagios.
“Quien no ha conocido el Antiguo Régimen no sabe lo que es la dulzura de vivir”, afirmó Talleyrand. A mí me dan ganas de parafrasear esa frase, pensando en Coral y en los niños que nacen ahora: “Quien solo ha conocido la nueva normalidad no sabe lo que es la dulzura de vivir”.
¿Te dejarán ir a la escuela, querida Coral? ¿Te dejarán jugar con los otros niños? ¿Te pondrán mascarilla en cuanto pises la calle?
De momento, me entero que el jefe del gobierno ha decidido pedir una nueva prórroga del estado de alarma, esta vez por un mes. “No querías caldo, pues toma tres tazas”, parece decirles a los de la cacerolada
Me cuentan que, como todo depende de lo que decidan los independentistas catalanes, ya le ha dicho a Gabriel Rufián que para conseguir su abstención está dispuesto a todo, hasta a ir a Waterloo a llevarle al president huido un ramo de rosas. Sospecho que será un bulo, que no llegará a tanto, entre otras cosas porque a los de ERC no se les ocurriría pedir tal cosa.
Un bulo parece también lo que me cuentan de Adrián Barbón y la mascarillas. Como está empeñado en dejarse de contemplaciones y, si es preciso, poner un policía en cada portal para que nadie salga a la calle sin ellas, le dijeron que, al menos, para poder consumir en las cafeterías la gente tendría que quitárselas, o ponérselas y quitárselas a cada sorbo de cerveza.
---¡Ya he pensado en eso! --parece que respondió--. Estamos experimentando un prototipo que evitará que los ciudadanos cometan la imprudencia de quitarse la mascarilla para comer o beber en un lugar público. Son unas mascarillas con un tubo flexible de material muy ligero que termina en un pequeño embudo. Se vierte por ahí el café o el licor y ya se puede consumir con todas las garantías sanitarias.
Sospecho que se trata solo de un bulo para poner en ridículo a nuestro presidente, como si el solo no se pusiera ya bastante. ¡La de miles de muerte que hemos evitado –se vanagloria, y esto es rigurosamente cierto-- impidiendo que el rebaño se inmunice!
Soleado domingo. Subo hasta el Fontán, paseo por la plaza vacía, compro el periódico y me siendo a leerlo en la terraza del Dos de Azúcar. Por un momento, mientras leo, me parece que han vuelto los buenos días perdidos.
Pero la realidad no deja que me olvide de que vivimos en el Reino de la Estupidez, como tituló Jorge de Sena uno de sus libros. Un noticia de media página nos informa de que los periódicos no transmiten el virus, que pueden compartirse con la familia, pasárselo un cliente a otro en la mesa del bar. La fuente parece ser la Organización Mundial de la Salud. Muy bien, por eso los periódicos, desde el comienzo del estado de alarma, se venden libremente no solo en los quioscos, también en los supermercados. ¡Ya podrían imprimirse los libros en papel de periódico! Leo que, en las bibliotecas públicas, todavía cerradas pero abiertas ya para el servicio de préstamo, los libros devueltos han de pasar una cuarentena de dos semanas antes de poder volver a prestarse.
No sé si es una ofensa al libro o un homenaje (bueno, de sobra sé que es una estupidez más de nuestras autoridades). Creo que fue Walt Whitman el que, a propósito de sus Hojas de hierba, dijo aquello de “quien toca este libro no toca un libro, toca un hombre”.
Nuestras beneméritas autoridades sanitarias –en qué manos estamos, Dios mío— parece que se lo han tomado al pie de la letra: quien toca un periódico toca tinta y papel, pero quien toca un libro toca a un ser humano, con el inmenso riesgo para la salud que eso implica.
Al pasar por la plaza de Evaristo San Miguel, me encuentro a media docena de manifestantes envueltos en la bandera de España y a docena y media de policías en tres furgones rodeándolos a cierta distancia.
No lo comento con nadie, para que no se enfaden mis amigos, pero lo que ellos hacen ahora, yo lo hago desde el principio, aunque mi cacerola sea de papel –pero papel del bueno, del que no contagia, no como el de los libros-- y se oiga poco.
----¡Estás con la extrema derecha!”, se escandaliza José Luis Piquero.
En el Parque de Invierno, rodeado de verdor y con las crestas del Aramo al fondo, tras un largo paseo iniciado puntualmente a las ocho de la tarde, charlo apaciblemente con un amigo que tiene la buena costumbre, que a mí tanto me cuesta adquirir, de hablar poco y escuchar mucho.
----La realidad acostumbra a confirmar nuestros prejuicios. También la prensa, sea la tradicional y presuntamente seria o esas noticias que se difunden por Facebook o WhatsApp sin saber muy bien de dónde provienen. Por eso yo me pongo alerta cuando un artículo me da la razón y lo reviso una y otra vez. ¿Se trata de una noticia o de una opinión que coincide con la mía? Leo esta mañana en El País un artículo con este titular: “La democracia es más eficaz que la autocracia ante el virus”. Como resulta demasiado frecuente, el artículo desmiente al titular, que es lo único que lee la mayoría. El artículo habla de un estudio de la Universidad de Oxford sobre las medidas de restricción de libertad que se han aplicado en los distintos países con motivo de la epidemia. Analizan las medidas sobre la restricción de movimiento creando un índice de severidad (España está en uno de los lugares más altos) y luego comprueban –según los índices de movilidad local que ha publicado Google en 111 países—la efectividad con que se han llevado a cabo esas medidas (España es también uno de los países donde mayor ha sido la efectividad). El propio artículo señala que los autores del estudio han tenido buen cuidado de subrayar que “revisa la eficacia política para frenar los movimientos, no los contagios”. Haría falta otro estudio riguroso que comparara el número de contagios y de muertes en relación con la población. Por lo que sabemos hasta ahora, España ocupa uno de los primeros lugares en Europa (por ejemplo, Francia, uno de los países más afectados por la pandemia, tiene 431 fallecidos por millón de habitantes y España 591). Llevo tiempo repitiendo que a los españoles se nos confinó de la manera más severa posible y se nos protegió de la enfermedad de la manera menos eficaz posible. Los hechos parece que me van dando la razón. Pero no me fío. Digo esto con mucha cautela, a la espera de nuevos estudios desapasionados y rigurosos.
----¿O sea que tú crees que el gobierno de Pedro Sánchez, apoyado en expertos como Fernando Simón, ha fracaso estrepitosamente?
----Creo que ha causado con sus medidas tanto o más daño que la propia enfermedad.
----¡Qué cosas dices, Martín! Pareces Isabel Díaz Ayuso.
----Son las paradojas de la situación. La derecha se ha portado mejor en esta crisis que la izquierda, que no se ha atrevido a alzar la voz contra medidas ineficaces y bárbaras (encerrar a los niños en casa durante mes y medio sin permitirles siquiera asomarse a la puerta, no dejar a la gente pasear sola durante breve tiempo por lugares solitarios si no iban acompañados de un perro), castrada Izquierda Única por Podemos y Podemos por su entrada en el gobierno.
----¿Y tú crees que Rajoy lo habría hecho mejor?
----No sé. Ahora estará dando gracias al cielo por el resultado d la moción de censura y pagando con gusto la multa que le pone Marlaska por haberse atrevido a hacer ejercicio a solas en los alrededores de su casa (por cierto, a este Marlaska ya se le ve menos, parece que lo han escondido avergonzados). Lo que sí sé es que, en esta crisis, la izquierda habría defendido mejor las libertades ciudadanas estando en la oposición.
Todas las noches, antes de irme a la cama, acompaño a Michael Portillo en sus viajes en tren por el nuevo y el viejo mundo. Disfruto cuando ese viaje ya lo he hecho yo y cuando me lleva por lugares que estoy deseando recorrer.
Las malas hierbas tienen mala fama, como su propio nombre indica, pero yo me estoy aficionando cada vez más a ellas.
El césped peinado y repeinado de Santullano, que es el que tengo al lado de casa, contrasta con el alboroto vegetal al otro lado de la alambrada que lo separa de la autopista. Allí las hierbas crecen libres, nadie se ocupa de ellas, y resulta fascinante su inagotable abigarramiento.
Las malas hierbas no tienen nada que ver con la mala gente, son solo las que crecen libres, como a mí me gusta vivir, sin más amo que la voz de mi conciencia.