NIETZSCHE EN ÈZE
Êze se encarama a un risco entre Niza y Montecarlo y es uno de los rincones más hermosos del mundo. Nos sentamos en la terraza del Castillo de la Cabra de Oro cualquier atardecer de verano y, antes de probar ningún cóctel, ya nos sentimos mareados ante tanta belleza.
Solo se puede subir a pie, y el equipaje en burro. Un sendero en abrupta pendiente lleva hasta la playa. Nietzsche lo recorría mientras escuchaba en su cabeza los exaltados párrafos de Así habló Zaratustra, ese “evangelio para matones”, en palabras de Borges.
En el hotel tenían una edición francesa de la poesía de Nietzsche y a mí se ha quedado en la memoria uno sus poemas. En el recuerdo lo acompaña, como en una edición ilustrada, la maravilla de Èze.
Del mar a la alta roca,
solo con mis pensamientos;
de la cumbre a la orilla,
solo con mis pensamientos.
Mediodía de la vida,
melodía del mundo
que escucho en un susurro,
mientras dentro del pecho
late un ajeno corazón
que solo anhela
hundirse para siempre
en el abismo o el silencio.
Estuve en el Cervantes de Beijing, cuya biblioteca lleva el nombre de Antonio Machado, cuando se celebraba el centenario de Campos de Castilla. Visité, como todo el mundo, Badaling, la parte más cercana de la Gran Muralla.
Me pareció la muralla más extraña del mundo y no por su extensión, sino porque, más que una muralla, parecía un paseo construido inverosímilmente sobre una cordillera.
Se asciende a la Gran Muralla en teleférico. ¿Cómo lo hacían en la época de su construcción?
Muy concurrida, como el paseo dominical de una capital de provincias, incluso me encontré con una pareja de recién casados que se hacían allí las fotos de rigor.
Miré, desde una de sus torres, hacia un lado y otro: la cordillera era la mejor muralla, solo había que proteger los lugares que permitían el paso a las fuerzas invasoras. Militarmente, aquello era un absurdo; como caprichosa manifestación de poder, un acierto.
Uno de mis acompañantes recitó entonces un poema de Machado en chino y me lo retradujo luego al español.
¿De qué sirve el alto muro
que protege el corazón
si dentro queda encerrado
mi enemigo más feroz?
Paramos en ella camino de Bucarest. Pequeños carteles, colocados entre las estanterías, contenían frasecitas en inglés como de libro de autoayuda.
Me llamó la atención uno de ellos y de inmediato lo traduje (en lugar de “amo” dibujaba un corazón). Ningún poeta podía expresar mejor lo que yo sentía en aquel momento, lo que sigo sintiendo todavía.
Amo mis ojos
cuando tú estás en ellos.
Amo mi nombre
cuando tú lo pronuncias.
Amo mi corazón
cuando tú lo aceleras.
Amo mi vida
cuando tú estás en ella.
Sophia de Mello Breyner Andresen –largo nombre para una poeta a la que críticos y lectores conocen con el familiar Sofía– está para siempre en el Mirador de Gracia, que ahora lleva su nombre y en el que un busto suyo contempla día y noche el esplendor de Lisboa.
La elegancia helénica de sus versos ya es para mí inseparable de la colina de San Jorge, sobre la geometría de la Baixa, y del manso cabrillear de un río que aquí cumple su sueño de convertirse en mar sin dejar de ser río.
Como una flor incierta entre tus dedos,
la ciudad se deshace si la miras
y en el centro de ella hay un jardín
inundado de lunas y secretos.
ÄLVARO DE CAMPOS EN SINAIA
Señoreando Siania, hay un castillo fantasioso, a la manera de los de Luis de Baviera, construido por el primer rey de Rumanía para pasar el verano.
Es un pastiche historicista, con armaduras y toda la guardarropía de un castillo que se precie, pero también con ocultos ascensores y calefacción central. Eran los tiempos, finales del XIX, en que la modernidad se avergonzaba de sí misma y gustaba de disfrazarse con galas de otro tiempo.
Algo tenía de norteña Sintra y a la memoria me vinieron unos versos de Álvaro de Campos, el heterónimo pessoano. Cuando los releo, vuelvo a aquellas calles arboladas y en cuesta, llenas de las lujosas mansiones –ahora hoteles en su mayoría– construidas por los cortesanos para acompañar al rey en los interminables veraneos de entonces.
El palacio del rey allá en lo alto
con sus almenas y sus lejanías
y la carretera borracha entre los pinos
y los faros del coche entre la niebla
y un hombre solo, enamorado y solo,
que persigue un Oriente del Oriente
que está en ninguna parte y en su corazón.
BASHO EN BROOKLYN
Siempre que pienso en el jardín botánico de Brooklyn pienso también en el poeta Hilario Barrero, mi gentil guía habitual. En una de mis varias visitas, nos sentamos a descansar en un banco del jardín japonés.
Yo llevaba conmigo una antología de Basho que había comprado en una librería de viejo, ya cerrada, de la Septima Avenida. Como no puedo estar mucho tiempo sin hacer nada, como la contemplación me cansa pronto, saqué el bolígrafo y garabateé unos versos en las páginas de respeto.
Salta una rana
y el coche de bomberos
frena de golpe.
La primavera
se sienta en la terraza,
pide un café.
Lector curioso,
la brisa en el jardín
pasa las hojas.
La flor de loto
añora aún tu mirada,
emperador.
Son de colores
las palabras que dices
en el verano.
Hace girar
su sombrilla la niña
y danza el cielo.
Como una piedra
en el zapato viaja
ese recuerdo.
En la vejez,
hasta las flores pierden
todo su olor.
Niño que ríes,
¿sabes acaso que
Dios ríe contigo?
Cae la noche
y yo caigo con ella
lejos de ti.
Atardecer.
Chillan los estorninos,
yo callo solo.
También vosotras,
cometas de papel,
volvéis a tierra.
En el silencio
de la nieve se posa
tranquilo un cuervo.
Vuelves a casa,
sigue el fuego encendido,
nadie te espera.
Este milagro
de que no pase nada
y pase el tiempo
Dos o tres flores
que juegan a esconderse
en los escombros.
Mar de noviembre
y ese perro que nada
en el agua gris.
Duda el camino
si seguir o quedarse
junto al arroyo
Recién nacido,
un gatito que tiembla
leve en mi mano.
Vuelves la cara
y se hace de noche
a mediodía.
¿Aún me esperas
sentada junto al fuego,
allá en la aldea?
La noche sabe
que ha de llegar el día,
yo no lo sé.
¿Para qué fiesta
has enjoyado el jardín,
fresco rocío?
Hubo un tiempo en que leí mucho al poeta Salvatore Quasimodo. Tanto o más que sus poemas me interesaron sus traducciones de poesía griega. Luego se me fue alejando. Buscaba la intensidad de la poesía clásica, pero a mí comenzó a parecerme pretenciosamente enfático, aunque para siempre se nos quedara en la memoria que estamos solos sobre el corazón de la tierra, sostenidos por un rayo de sol, “ed è subito sera”, y de pronto añochece..
¿Cómo no recordar, sin embargo, un verso suyo –“entre el murmullo de olivos sacarrecenos”– al visitar por primera vez el Valle de los Templos, en Agrigento, muy cerca del Porto Empedocle de Pirandello y Camilleri?
Entre el murmullo de olivos sarracenos
y el silencio humillado de las gentes,
resisten las columnas de los templos
alzadas de una vez y para siempre
Los dioses han huido a su alto cielo,
en el mar ya no cantan las sirenas,
solo los hombres siguen allá abajo
tejiendo y destejiendo
el mismo desconsuelo.
En los jardines del Palacio de Verano, en las afueras de Pekín, un anciano pintaba abanicos a la manera tradicional, para vender a los turistas. A mí me vinieron a la cabeza unos versos de Li Po.
Un sendero borracho entre altos riscos,
un viajero con su cabalgadura,
una luna temprana y un puñado de nubes.
¿Soy yo, camino del destierro
otra vez, desgarrado el corazón
al dejar atrás tantos amigos?
Es solo una pintura, un abanico
que se cierra de golpe y me devuelve
a esta noche de luna
en que alzo mi copa
y brindo por ella y por mi amada
soledad
que nunca me traiciona.