Jueves, 28 de marzo
LA BAÑERA
Llego a la ciudad a las tres de la madrugada, me espera un chófer con mi nombre en un cartel. Sin decir palabra me lleva hasta un caserón en una calle poco iluminada, me abre la puerta exterior, saca una llave de debajo del felpudo (o eso me parece), me invita a pasar y antes de que yo me dé cuenta ya ha desaparecido.
El caserón es un hotel, la llave que me ha entregado el mudo asistente es la de mi habitación, pero en este raro hotel las habitaciones no tienen número, sino nombre (la mía se llama Tzarevetz) y yo subo por escaleras y avanzo a solas por pasillos cuyas luces se encienden y se apagan automáticamente sin ser capaz de encontrarla.
La encuentro al fin, abro la puerta y me sorprende una suite palaciega con su salón, sus grandes ventanales y, en el dormitorio, a un lado de la inmensa cama una bañera con patas de león como aquella en la que se baña Burt Lancaster en El gatopardo. Está llena de agua y perfumada de sales, como a mi espera. Resisto la tentación de usarla. A la memoria me viene un cuadro de David, La muerte de Marat, y temo que entre sigilosa Carlota Corday para acabar con mi vida.
Tengo la impresión de que estoy en el comienzo de un relato de la baronesa que firmaba como Isak Dinesen: he llegado a una mansión encantada y pronto van a comenzar inverosímiles y fantásticas peripecias.
Pero el viaje ha sido tan agotador desde la remota y mal comunicada Asturias que no tardo en dormirme, a pesar de los raros augurios. Entre sueños, oigo unos suaves golpes en la puerta. “Adelante”, digo o creo decir. Cuando me levanto, sobre la mesa, junto al gran ventanal por el que entra un sol madrugador, hay dos suntuosas bandejas de desayuno. Devoro el mío con buen apetito y bajo a la recepción para tratar de entender qué pasa.
––¿Han dormido bien? –me pregunta el recepcionista en perfecto español–. Les agradecemos que hayan escogido nuestro hotel para pasar la noche de boda.
––No, no, se equivoca. No hay ninguna boda, yo he venido solo a dar una conferencia.
En ese momento, deja de atenderme porque le llaman por teléfono. Me encojo de hombros, renuncio a entender nada y salgo a dar una vuelta. Estoy en la calle Oberitshte, que conozco bien, y que no tiene el aire misterioso con que me recibió por la noche. Camino por ella hasta el Doctors Park, como me había imaginado antes de venir aquí, me detengo ante el British Council, uno de los edificios Art Decó de Sofía que prefiero (allí vivieron, entre 1921 y 1948, Yovka y Dontcho Palaveevs con sus hijos Semko, Louka, Todor, Nestor y Dobri: una novela por escribir), me acerco a la Biblioteca Nacional con sus estatuas de Cirilo y Metodio; en ella, allá por 2005, para inaugurar una exposición cervantina junto a Luis Alberto de Cuenca, recité un soneto de Darío: “Horas de pesadumbre y de tristeza / paso en mi soledad, pero Cervantes / es buen amigo…”
Me encuentro a las once con Javier Valdivieso, el director del Cervantes, y comienza el programa que me ha traído hasta aquí. Cuento, entre risas burlonas, mi aventura de la mañana: “¡Toda la noche estuve temiendo que apareciera la novia fantasma!”
Pero llega de nuevo la noche, me quedo solo, regreso a la Tzarevetz King Suite y me vuelve a entrar el desasosiego. Abro lo armarios temiendo encontrarme allí colgada ropa que no es la mía, miro bien por todos los rincones, también bajo la cama.
Sobre la mesa, han dejado frutas y flores, manos diligentes han vuelto a llenar la bañera. Esta vez no resisto la tentación. Cuando estoy zambullido en el más feliz de los mundos, llaman suavemente a la puerta. ¿Será Carlota Corday? No, no era ella, pero hasta aquí puedo contar.
Viernes, 29 de marzo
AL ESTE DEL CANTE
Coincido, en la Radio Nacional, con el director y una de las cantantes del coro que este domingo acompañan a Arcángel en su espectáculo Al este del cante (hace unos días tuvieron un gran éxito en Estambul). Qué bien se entrelaza el flamenco con los sonidos populares búlgaros.
Lo más propio de un país suele ser también lo más universal. Una melodía tradicional búlgara me dicen que es de origen albanés, como el “Asturias, patria querida” parece que viene de Polonia. Recuerdo la cita de Eugenio d’Ors que Xuan Bello coloca al frente de Historia universal de Paniceiros: “En lo hondo, en el perdurable florecer de su prehistoria, el alma popular es la misma en todas partes. Una canción popular asturiana podrá pasar, con solo que le traduzcan la letra, por una canción popular rusa, o incaica, o del País de Gales”.
Mientras escucho los intermedios musicales, le pongo a la música y la queja la ancestral letra de unas coplas que no sé si recuerdo o invento.
Al pie de la sepultura,
ya para echarme o no echarme,
vino la muerte y no pudo
de tu querer apartarme.
No me has roto el corazón
porque corazón no tengo,
te lo entregué una mañana
y tú lo echaste a los perros.
Lo que yo digo es verdad,
lo que tú dices mentira,
pero una mentira tuya
muerto me vuelve a la vida.
Sábado, 30 de marzo
CRUZAR UN PUENTE
Seis o siete veces he estado en Plovdiv y siempre sigo el mismo itinerario. Comienzo el recorrido en la gran plaza junto al edificio de correos; busco luego las ruinas del Odeón, el teatro de bolsillo sobre cuyo escenario jugué alguna vez a recitar a Horacio (traducido por Fray Luis); tomo un café en alguna de las terrazas de la plaza del Ayuntamiento; recorro la calle peatonal y comercial del zar Alexander I, admirando sus fachadas deterioradas o repintadas con colores habaneros; me llego hasta la plaza del Estadio romano, me siento un rato en las gradas a escuchar los gritos de los gladiadores; entro en la mezquita Dzhumaya, donde me gusta escuchar el latido de una divinidad que no existe; subo luego por las empinadas calles de la vieja ciudad hasta el teatro romano; desciendo por sus empinadas gradas; en el escenario, si estoy con algún amigo, juego a representar Los intereses creados (“Gran ciudad ha de ser esta, Crispín. En todo se advierte su señorío y riqueza”); me acerco después hasta la casa de Lamartine, enciendo una vela a Dios (y otra al diablo, para que no se enfade), en alguna iglesia ortodoxa; regreso a la plaza del Estadio y por la calle peatonal y arbolada de Rayko Daskalov camino lentamente hasta el puente sobre el río Maritsha, que es también galería comercial, una versión posmoderna del florentino Ponte Vecchio. Nunca me atreví a cruzarlo. Ahí terminaba para mí la ciudad.
En esta ocasión, antes de venir, soñé varias veces con él. Siempre me han fascinado los puentes, unión entre dos mundos. Recuerdo aquel traqueteante sobre el Miño, la primera frontera que crucé, y tantos otros.
Me obsesionaba el puente sobre el Maritsa, que nunca me había decidido a atravesar. Esta vez lo hice. Solo. Mis amigos Iván y Rada, que me habían acompañado, se quedaron descansando de la caminata (yo no sé caminar despacio y su cortesía les obligaba a ir a mi ritmo).
El largo puente, el extraño puente como un pasillo del metro o de un centro comercial, el río que solo se podía entrever en las ventanas del fondo de los locales, y luego la salida a esa otra parte de la ciudad que nunca había pisado. Recordé unos versos: “La luz se hacía por momentos mina / de transparencia y desvanecimiento, / diafanidad de ausencia vespertina, / esperanza, esperanza del portento”.
Al otro lado del río, al lado del que yo venía, se desvanecía la ciudad en la luz del atardecer y las aguas del Maritsa refulgían con extrañas tonalidades. De pronto, se hizo el silencio, desapareció incluso el distante rumor del tráfico, y cantó un pájaro, como en el soneto de Gerardo Diego. Y no ocurrió nada más, no hubo ninguna revelación. ¿O sí? Volví de Plovdiv con la sensación de que había hecho lo que había venido a hacer, aunque no supiera muy bien qué era.
Domingo, 1 de abril
SIN COMENTARIOS
Checkpoint Charlie se llama el restaurante de Sofía al que nos llevó a cenar el director del Cervantes tras la charla sobre poesía en el Club Peroto. La época comunista se ha convertido ya en materia de nostalgia. Los manteles de papel sobre las mesas reproducen portadas de los periódicos de entonces, con su hoz y martillo en la cabecera, y las paredes están llenas de recuerdos y pintadas. Los clientes escriben en ellas su opinión sobre el local. Alguien ha escrito en catalán “moltes gràcies por la calurosa acollida”. Y encima, un compatriota, tras indicar que “genial el sitio”, añade: “Te jodes, Cataluña es España”.
Lunes, 2 de abril
OBZOR
Estuve un tiempo suscrito a Obzor. Revista búlgara de letras y artes que ahora nadie recuerda en Bulgaria. Mi amiga Liliana, a la que le envío la imagen de la portada de uno de los números, me dice que era propaganda sin interés. Pero abro hoy el número 83 y encuentro, entre los refranes populares recogidos por Petko R. Slaveikov (1827-1895), algunos que yo mismo podría haber escrito.
Si una vela a Dios, al diablo dos.
Sin dinero, hasta la salud es enfermedad.
Vio el sapo que herraban al buey y él también levantó las patas.
Con buenas palabras se llega lejos y con malas aún más lejos.
Hasta que no consumas un kilo de sal con alguien no podrás saber qué clase de persona es.
Cásate joven o no te cases nunca.
Quien persigue dos liebres no caza ninguna.
Mejor estar en el infierno con gente inteligente que en el paraíso con tontos.
Son preferibles los reproches de un sabio a los elogios de un necio.
A uno mismo es fácil perdonarle cualquier cosa.
Lo que estropean los sabios lo arreglan los necios.
Jueves, 4 de abril
UN AVISO
No es que sea supersticioso, pero ando últimamente un poco preocupado. Resulta que a mediados de este mes aparece Hablando claro, donde comento acontecimientos recientes de la historia de España de manera poco convencional, y el día 24 estoy invitado a una comida presidida por uno de los personajes cuya actuación crítico en ese libro.
Le contaba estas cosas a Rada e Iván, en una cafetería de Plovdiv, frente al Ayuntamiento, cuando me da por abrir un papelito que han traído con el café y que es una especie de galleta de la suerte de los restaurantes chinos. Dice: “Sheguite s ‘tsarasete’ ne sa bezopasni”. Algo así como “con los reyes, pocas bromas”. La palabra “reyes” va entrecomilladas, alude a los poderosos en general.
Pero en este caso… Llevo varias noches soñando con el periodista Khashoggi, el consulado de Arabia Saudí y el Príncipe Siniestro. Me despierto aterrado, empapado en sudor.