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Revelación de secretos: España y otros tejemanejes

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Viernes, 9 de noviembre
EN QUÉ SE PARECEN

“No le cuentes a nadie lo que te voy a contar”, me dijo con la intención –apenas disimulada– de que yo se lo contara a todos. Pero no eran más que triviales secretos sobre los amaños, o presuntos amaños, de un premio literario.
            Yo le respondí con un chiste: “¿En qué se parecen el Consejo General del Poder Judicial y el Premio Planeta? En que en ambos casos se sabe el ganador antes de que se reúna el jurado. Bueno, en el primer caso antes de que se nombre el jurado. Los del Planeta guardan un poco mejor las formas”.


Sábado, 10 de noviembre
VISITA INESPERADA

Para que una historia de fantasmas me interese tiene que reunir dos condiciones: ser completamente inverosímil y absolutamente real.
            De vez en cuando, suelo volver de Avilés –a donde voy todos los sábados desde 1982– en tren, más incómodo que el autobús, pero con mayor encanto. Esta tarde, el vagón estaba completamente vacío y no subió nadie en las pocas paradas del trayecto. Como ya era de noche, no podía mirar a través de las ventanillas, convertidas en borrosos espejos. Llevaba un libro conmigo, siempre lo llevo, pero no lo abrí. Preferí dejarme mecer por melancólicas ensoñaciones, por el recuerdo de amistades perdidas en el camino.
            Cuando el tren comenzó a disminuir la velocidad, ya cerca de la estación, me levanté y me dirigí hacia la puerta. Me extrañó un poco que junto a ella ya hubiera otra persona. Seguramente había subido sin que yo me diera cuenta, pensé.
            Era algo más joven que yo, de unos cincuenta años, y me saludó como si me conociera. En aquel momento sonó su móvil y pareció alterarse al ver quién le llamaba. Me despedí, pero él ya no parecía verme, atento solo a lo que escuchaba por teléfono.             
            Cuando llegué a casa, media hora después, porque lo hice dando un tranquilo paseo, me lo encuentro sentado en los escalones del portal.
            ––¿Sigues viviendo solo? Espero que no te moleste que me quede contigo una o dos noches.
            Me sorprendió que estuviera ya allí, tan tranquilamente sentado, como si llevara largo rato esperando, y también aquella propuesta, ya que me seguía resultando completamente desconocido.
            ––Me he metido en negocios en los que no debería haberme metido y ahora me conviene desaparecer durante un tiempo.
            A mí me parecía estar viviendo una mala película o una de esas series que miro distraído en el televisor antes de ir a la cama.
            ––Disculpa, pero ni siquiera recuerdo tu nombre.
            ––¿Debo entender entonces que no aceptas tenerme unos días como invitado? No creo que estés en condiciones de negarte. Sabes que guardo cartas comprometedoras. 
            Pensé que me estaban gastando una broma. ¿Yo objeto de un chantaje? Sin saber por qué, le invité a subir. ¿Qué cartas podrían ser esas si yo no me metido en política ni en negocios turbios? Como cualquier persona, yo también he escrito cartas de amor, ridículas como todas las cartas de amor, pero no me parecía que en ninguna de ellas hubiera motivo chantajearme.
            Como si conociera la casa, entró en cuando abrí la puerta y se dirigió hacia el salón. Se sentó exactamente en el lugar en que suelo yo sentarme. Ante mi mirada sorprendida, dijo: “Perdona, te he quitado el sitio”. Yo no sabía qué hacer.
            ––Tendremos que salir a cenar fuera. Mi nevera suele estar vacía.
            ––Sal tú si quieres. Yo no tengo hambre. Y además prefiero que no se me vea mucho. 
            Le dejé en el salón viendo no sé qué programa de National Geographic y me vine a la biblioteca a escribir estas líneas. “Cuando vuelva, ya no estará, seguro. No es la primera vez que me ocurren estas cosas. Luego, cuando relea lo escrito, no estaré muy seguro de si fueron realidades o fantasías”, pensé.
            Oí el ruido de la puerta al cerrarse. Me levanté y vi que en salón no había nadie. Me asomé a la terraza. En ese momento, estaba al final de la calle, por el lado del parque. Volvió la cara hacia mí, como si sintiera mi mirada, y me hizo un gesto de saludo. Luego le vi adentrarse entre las sombras.


Domingo, 11 de noviembre
LEGALMENTE LO ERA

¿Estuvo a punto alguna vez Marruecos de invadir España? En 1961 parece que sí, según leo en una nota hecha pública por un portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores que publica  SP. Revista de información mundial que dirigía Rodrigo Royo (hojear viejas publicaciones periódicas es uno de mis deportes favoritos): “El gobierno español ha comunicado oficialmente al gobierno de Rabat y a la Secretaría General de las Naciones Unidas que tiene noticias fidedignas de que contingentes armados de Marruecos se están concentrado con la intención de penetrar ofensivamente en territorio español, en flagrante violación de todas las leyes internacionales de paz y buena voluntad”. Previamente se había producido el secuestro, en territorio español, de once funcionarios por una banda “pertrechada con las armas y uniformes del Ejército Marroquí de Liberación”.
            ¿Y cómo no ha quedado registrado nada en la historia oficial de ese intento de invadirnos? ¿Y cómo  hemos olvidado que el llamado Ejército Marroquí de Liberación actuaba dentro del territorio español?
            Sigo leyendo y respiro tranquilo: la provincia española en la que se produjo el secuestro era el Sahara, por entonces una provincia como cualquier otra. Y era el Sahara lo que, según el gobierno español, pensaba invadir Marruecos.
            Se aprende mucho leyendo viejos periódicos. Que España perdió una de sus provincias en 1975 y a nadie pareció importarle nada, más bien todo el mundo suspiró aliviado al quitarse un peso de encima. ¡Es que no era una verdadera provincia!, dirán los patriotas. Legalmente lo era.


Lunes, 12 de noviembre
ELOGIO DE ALBERT RIVERA

Soy de los que opinan que un caballero, después de los sesenta años, puede y debe tener vida sexual, pero no es elegante que hable de ella. Yo sigo a rajatabla ese consejo y no dejo de seguirlo cuando muestro mi indignación porque se quiera anular la inscripción de un sindicato de trabajadoras del sexo, un trabajo que a mí me parece tan digno como otro cualquiera.
            ¿Quiere eso decir que apoyo la trata de blancas, el proxenetismo? Por supuesto que no. A mí me parece que quienes lo apoyan son más bien quienes niegan a esas trabajadoras (también hay trabajadores, por supuesto) toda posibilidad de legalizarse, organizarse sindicalmente, defender sus derechos.
            Hay trabajadores explotados y en régimen de semiesclavitud en muchos países. ¿Quiere eso decir que debemos ilegalizar el trabajo? Qué estupidez. Las feministas que quieren prohibir la prostitución son quienes más favorecen la trata ilegal.
            El sexo no es un pecado, es una necesidad biológica y pagar adecuadamente a quien nos ayuda a satisfacer esa necesidad (sin tener que casarse con él o con ella) no tiene nada de ofensivo ni de denigrante para ninguna de las partes. Otra cosas es lo que diga la religión de cada cual, pero esos respetables mandamientos morales debe cumplirlos cada uno de acuerdo con su conciencia y no aplicárselos por ley a los demás.
            ––¡Piensas exactamente igual que Albert Rivera, se escandaliza un amigo
            ––Nadie es perfecto. Albert Rivera puede disparatar en un asunto y razonar muy sensatamente en otro. Lo malo es que son sus disparates sobre la cuestión catalana los que les dan votos mientras que sus razonadas ideas, tan civilizadas y exentas de prejuicios, sobre el libre ejercicio de la sexualidad entre adultos se los quitarán. Así va el mundo.


Martes, 13 de noviembre
DE PREMIOS Y HONORES

No le doy ningún valor a los premios literarios, ni a los grandes ni a los pequeños, aunque de sobra sé que es un prejuicio mío: un libro no deja de ser valioso porque tenga un premio, lo mismo que una Dulce María Loynaz no deja de ser Dulce María Loynaz porque se vista con el Cervantes.
            ––Haces mal en despreciar los premios y no intrigar para conseguir alguno ahora que te estás haciendo viejo. A ti no te importan, pero cuentan mucho en el currículum para convencer a los concejales cuando tus amigos, por ejemplo, que le den tu nombre a una calle.
            ––Honores municipales y placas de quita y pon no son para mí, El único lugar en que me gustaría ver mi nombre es en la portada de un libro sobre el título de una obra maestra.


Miércoles, 14 de noviembre
EL DULCE LAMENTAR

¿Cuántas veces me han roto el corazón? Si me lo han roto tantas veces y sigue latiendo es que debe de ser irrompible. Esa ilusión me hago.


Jueves, 15 de noviembre
ME ARREPIENTO

Estoy suficientemente avisado, por reiterada experiencia propia, de los riesgos de enamorarse. No creo que vuelva a incurrir en esa mala costumbre. Pero nadie me había advertido de los de encariñarse.
            He aprendido, a fuerza de darme golpes contra la realidad, que me gusta la gente, pero a una cierta distancia. Entre yo y el mundo, un cordón de seguridad y si alguien lo salta avisar de inmediato a seguridad para que lo ponga fuera.
            Lo saltaste tú, disculpándote con una sonrisa. Te dejé estar, contraviniendo todas las normas que yo mismo me había dado, y ahora bien que me arrepiento.


Viernes, 16 de noviembre
DE CATALUÑA NI HABLAR

––Lo que más me extraña –digo en la tertulia mientras debatimos todo ese tejemaneje del Consejo del Poder Judicial– es la absoluta confianza de los partidos mayoritarios en que, si ellos pactan un nombre para presidir el Consejo y el Supremo, los vocales que designen van a votar como un solo hombre a quien ellos han decidido? ¿Cómo están tan seguros de que no va a haber ni uno que, haciendo uso de la independencia a que le obliga su condición, pueda pensar que es un candidato inadecuado y decida no votarle?
            ––Pues porque saben muy bien a quién proponen y a quién no. Los juristas de acreditado prestigio se convierte en juristas de acreditada sumisión al partido.
            ––¿Y esos señores, que interpretan tan a su manera la ley, son los que quieren condenar a treinta años de cárcel a políticos que ponen la soberanía popular por encima de interpretaciones torticeras de la ley?
            ––No nos metamos en esos asuntos –digo yo, cada día más cauto en cuestiones políticas–, tratemos de cosas más divertidas, como el intento de prohibir la prostitución para evitar los delitos asociados, que es algo así como decretar la ley seca para acabar con el comercio ilegal de bebidas.


Revelación de secretos: Por qué no soy un triunfador

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Sábado, 17 de noviembre
PELIGROS EN LA RED

Sonrío siempre que escucho a los expertos apocalípticos hablar del riesgo de las redes sociales. No somos conscientes de que estamos regalando nuestros datos privados, una mina de oro, una riqueza de la que otros se aprovechan, dicen.
            ¿Regalando? No estoy yo muy seguro. ¿Cuánto le cuesta a google el servicio que a mí me presta gratis a cambio de poder utilizar mi dirección de correo electrónico para enviarme publicidad personalizada? ¿Cuántas veces tecleo yo en google un nombre propio, una frase escrita en una lengua que desconozco, el título de una película de la que he olvidado el director? ¿Cuántos correos escribo y recibo al día en mi cuenta de gmail? ¿Y qué decir de los blogs con los que hago llegar a los curiosos dispersos por el mundo el anticipo que cada semana publica la prensa de mis libros en preparación? Eso supone ordenadores de gran potencia, técnicos, gasto de energía. No quiero ni pensar lo que nos cobraría Movistar por un servicio semejante.
            Y a cambio, ¿qué me pide? Hoy puedo comprobarlo con un correo publicitario que me alegra la mañana. “¿Agrigento, Siracusa o Palermo? José Luis, vayas donde vayas te esperan ofertas increíbles”, me escriben de Booking.com, que es donde yo suelo hacer mis reservas hoteleras.
            ¿Invaden mi intimidad por saber que esos son algunos de mis secretos paraísos? Qué tontería. Publicidad inteligente: a quien nunca busca información sobre coches resulta perder el tiempo enviar información sobre nuevos modelos de automóviles.
            Vuelvo a pasear por el valle de los templos, en Agrigento, a detenerme ante el Ícaro caído de Igor Mitoraj, a seguir las huellas de Pirandello; vuelvo a la isla de Ortigia y a recordar los versos de Virgilio ante la fuente de Aretusa; vuelvo a la Piazza dei Quattro Canti, en Palermo y a recorrer sin prisa la via Maqueda, al atardecer y a visitar a Gioacchino Lanza Tomasi, que sirvió de inspiración al personaje de Tancredi –Alain Delon en la película– y que sigue viviendo en el palacio en que vivió Lampedusa, con su terraza sobre el mar. El antes y el después del viaje es lo mejor del viaje.
            ¿Hay peligro en las redes sociales? Por supuesto, casi tanto como en las calles de cualquier ciudad y no por eso dejamos de salir a la calle.


Domingo, 18 de noviembre
LOS DÍAS IGUALES

Algún día me gustaría escribir un elogio de los días iguales. Levantarse siempre a la misma hora, las ocho menos cinco de la mañana, escribir durante un rato, pasear luego por el mercadillo del Fontán, tomar un café mientras hojeo el periódico y charlo con algún amigo en Dos de Azúcar, regresar a casa paseando por el Campillín deteniéndome ante el escaparate de la librería de Valdés, pasar un rato por el despacho del Milán, leer El País después de comer y un libro (o dos) luego en el McDonald’s de Los Prados, ir al cine… Hoy toca Malos tiempos en el Royale, de Drew Goddard, y yo me entretengo con su guion tarantinesco, tan ingenioso, al que me habría gustado darle una última vuelta y quitarle algunos minutos. Me habían invitado a ver Tosca, que se representa en el Campoamor, pero al Miguel del Arco de turno, al director de escena que cree que le pagan para dar la nota, se le ocurrió la brillante idea de situar la acción en la Polonia comunista copiando además el look de no sé qué película. Yo ya he renunciado a luchar contra la estupidez, me limito a evitarla siempre que me sea posible. Prefiero ir al cine, no alterar mis costumbres, soñar con escribir un elogio de los días iguales (en realidad, no hago otra cosa).


 Lunes, 19 de noviembre
DOS IMPOSTORES

Decía Kipling que el éxito y el fracaso son dos impostores. Puede ser, pero yo más bien diría que el fracaso es una lata y que el éxito envilece un poco. A mí me gustaría tener éxito, como a todo el mundo, pero solo el mínimo. Soy demasiado orgulloso para más.
            Nunca podría ser académico de la Lengua, por ejemplo, porque sería incapaz de ir por ahí solicitando humildemente el voto a gente que no aprecio demasiado (la mitad de los académicos).
            No soy un triunfador, no lo seré nunca, pero no por mala suerte ni por ignorancia de las leyes no escritas que hay que seguir para llegar a serlo (aunque no por seguirlas, el éxito está asegurado, por supuesto; por no seguirlas si está asegurado el fracaso). Me gustaría escribir un Manual del perfecto adulador: saber adular, adular a todo el que pueda sernos útil, y hacerlo con cierta elegancia, sin que se note demasiado, resulta clave.
            Claro que triunfar no es ganar premios, sobre todo esos premios finales a la resistencia; para eso a veces resulta mejor ser una viejecita o un viejecito que no esté en condiciones de molestar ni de hacer sombra a nadie.
            El triunfador es el que da o niega galardones, no el que los recibe.

Martes, 20 de noviembre
DECISIÓN OBLIGADA

“¿Te has enterado? –me escribe un amigo–. Mira las últimas noticias. Marchena renuncia a presidir el Consejo General del Poder Judicial y, como consecuencia, el Supremo. O sea, que hay al menos un juez España capaz de rechazar una prebenda con tal de no participar en un chanchullo. No todo está perdido.”
            “No eches las campanas al vuelo. No rechaza el cargo por no ser partícipe de un chanchullo, que eso ya iba implícito en la oferta, sino porque ese chanchullo –y aún más grave de lo que imaginábamos– gracias al portavoz del PP en el Senado es ya público y notorio. ¿Con que cara iba a poder mirar a sus hijos, si es que los tiene, a los políticos catalanes presos por tratar de aplicar el programa electoral para el que fueron elegidos, a cualquier juez honesto e independiente (la mayoría), después de saberse que le nombraron para ese cargo con la finalidad de que tomara siempre las decisiones que convenían a un partido político?”



Miércoles, 21 de noviembre
VIEJAS GLORIAS

Tras la cena con el poeta Juan Vicente Piqueras, a quien conocí en la Academia de España en Roma y ahora me vuelvo a encontrar en Lisboa, sin ganas de ir a dormir, paseo a solas por la Avenida da Liberdade, acompañado solo por la luna llena.
            Piqueras me habló de su experiencia como jurado del Loewe y del encontronazo que allí tuvo con Luis Antonio de Villena, que es quien maneja ese premio a su antojo. Y no sé por qué, mientras recorro a paso lento la avenida en la grata noche otoñal, me da por pensar en los amigos literarios que he ido perdiendo por el camino.
            A Luis Antonio de Villena lo conocí hace cuarenta años, en los tiempos de Jugar con fuego. Durante un tiempo fuimos amigos, una amistad que tenía su fundamento en la admiración que yo sentía entonces tanto por su obra crítica –recuerdo los espléndidos ensayos de Prohemio– como por su poesía a partir de un puñado de poemas publicados en Papeles de Son Armadans (“Cuerpos, teorías y deseos” creo que se titulaba la selección). Luego dejé de admirarle, su sintaxis se me atragantó, su mundo envejeció sin madurar. Explicable que terminara de golpe la amistad. Me dicen que los años le han amargado un poco. Yo le recuerdo como un tipo divertido. Estábamos una vez en el Escorial, en un encuentro de jóvenes poetas, y se me ocurrió decirle: “Ya vamos siendo viejas glorias”. Me miró altivo por encima del hombro y replicó: “Viejas somos todas, glorias solo algunas”.
            Mentiría si dijera que siento haber perdido su amistad, pero sigo teníéndole simpatía y me alegra verlo convertido, ya sin metáfora, en una vieja gloria.
           

Jueves, 22 de noviembre
UNA LÀPIDA

Salgo temprano del hotel sin nada que hacer hasta que, a la tarde, hable en el Cervantes de Matilde Ras. El azar me lleva hasta el ascensor do Lavra en el momento en que está a punto de partir. Subo sin pensarlo. Me doy cuenta entonces de que conozco todos los otros ascensores o funiculares de Lisboa, pero no este. ¿A dónde me llevará?
            Al Campo dos Mártires da Pátria, en cuyo centro se alza el monumento a Sousa Martíns, un médico  que hacía curas milagrosas en vida y las sigue haciendo después de muerto. El pequeño jardín circular que rodea al monumento está lleno de lápidas de mármol que se amontonan unas sobre otras, irregularmente, como en un cementerio judío. Son los exvotos de quienes tienen algo que agradecer al santo doctor, que no ha sido beatificado por la iglesia pero que es más venerado que cualquiera de los santos oficiales.
            Una lápida me llama la atención. La traduzco: “Homenaje al mejor hijo: / Si yo hubiera sido Dios, / te habría curado. / Si yo hubiera sido maga, / te habría aliviado. / Pero como fui solamente tu madre / me dediqué a contemplar tu rostro con resignación / y a amarte siempre desde el fondo de mi corazón. / Navega en paz. / Yo seré siempre / tu puerto de abrigo. / De la madre que mucho te ama / Lusita”.
            Disuena este estoico epitafio del resto de los exvotos, todos ellos agradeciendo una curación o una mejora. Desciendo hasta el largo de Martim Moniz empapado de melancolía.
           


Viernes, 23 de noviembre
NO CONTARÉ NADA

Por la mañana tomo un café en el Starbucks de la estación del Rossio, entro en las librerías de la Rua do Alecrim, saludo al poeta que espera a los turistas frente al café A Brasileira (“¡Si hubiera sabido que la gloria era esto!”, parece pensar); pero a las siete en punto, como todos los viernes, ya estoy, antes que nadie, en la tertulia.
            ––¿Qué tal la presentación?, me pregunta Marcos.
            ––La presentación bien, lo malo fue el estrambote. A Matilde Ras se la conoce, los que la conocen, por el consultorio grafológico que, durante muchos años, llevó en el ABC y en otras publicaciones. El Diario que ahora se publica demuestra que era algo más, bastante más que eso. Pero al bueno de Javier Rioyo, director del Cervantes de Lisboa, no se le ocurrió otra cosa que llevar –fuera de programa– a un grafólogo aficionado que, tras de mí, se dedicó a comentar la letra de Cervantes, de Proust y la de no sé cuántos más. También la de la propia Matilde Ros, de la que dijo que su relación con Elena Fortún no podía haber sido sexual porque unía de no sé qué manera, o no unía, ya no sé bien, la “g” con la letra siguiente. Conseguí no interrumpir demasiado, pero como no soy muy diplomático se notó que todo aquello me parecía una sarta de vaguedades fuera de lugar, como propinar una charla sobre el horóscopo después de una clase de astronomía. Y en Portugal son tan diplomáticos que podían haber estado escuchándole dos horas o lo que el buen señor quisiera. Yo me levanté y me fui procurando que se notara mi irritación.
            ––¿Y vas a contar todo eso en el diario?
            ––No, desde luego que no, mejor hablar de Lisboa.



Revelación de secretos: Yo, erre que erre

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Sábado, 24 de noviembre
NO DAR UNA

Qué impiadoso es el tiempo. En los años setenta, Jaime Siles nos parecía uno de los nombres más brillantes de la nueva generación. Y probablemente lo habría seguido pareciendo de no haber abandonado las elegantes vaguedades de la abstracción poética.
            Pero comenzó a entendérsele lo que escribía y entonces pudimos darnos cuenta de que detrás de su brillante retórica y su exhibida cultura de primero de la clase, no había demasiada inteligencia. O así, al menos, me lo pareció a mí, aunque en eso, como en todo, puedo estar equivocado.
            Últimamente se dedica a participar en los intercambiables premios Visor. Me llega ahora su Galería de rara antigüedad, galardonado con el Gil de Biedma. Es un homenaje al mundo clásico. Jaime Siles, experto latinista, ahí no me puede fallar, pienso. Lo hace, sin embargo, desde las primeras líneas del prólogo. Leo el libro una vez y lo vuelvo a leer frotándome los ojos: no se salva ni un poema, no hay uno que no contenga una falacia argumentativa. “Pero un poema no es un silogismo”, me reprocharán algunos, quizá con razón.
            Baste un ejemplo: el poema “Examen”, con el que se cierra el libro. Sus primeros versos dicen así: “Alguna vez he sido / como estas muy jóvenes cabezas / centradas en el análisis de un texto / y el placer que produce la certeza / de su absoluta comprensión exacta”.
            ¿Es placer lo que experimentan los alumnos durante un examen? Muy poco parece saber de psicología el poeta. Continúa: “Alguna vez he sido / también estos muchachos / y en ocasiones creo, pienso, siento / que aún lo soy. / Sé que algún día / ellos serán como yo ahora / y estarán examinando también / a otros muchachos / que el día de mañana / examinarán a otros a su vez. / Yo no estaré ya vivo. / Ellos tal vez tampoco”. ¿Ellos tal vez tampoco? ¿Y cómo van a estar examinando a otros? ¿Profetiza Siles un futuro de profesores zombis para la universidad española?
            Se lía luego en disquisiciones sobre el texto “que nos ayuda a afrontar la vida / y la borrosa sintaxis de la muerte”. No nos indica de qué texto se trata. ¿Traducir cualquier cosa en un examen tiene esos efectos?
            Pero no se vayan porque aún hay más: “Vida y muerte son un solo y mismo texto. / Nosotros lo leemos sin saber para qué. / Pero él sí lo sabe y nos lee a nosotros /que somos un texto más difícil para él”.
            Y sigue y sigue: “el texto nunca muere ni acaba” (¿Qué texto? ¿El que se traduce en el examen? ¿El de la vida y la muerte, que también son un texto?).
            El texto “está empezando siempre cada vez” y eso “no por el carácter inagotable de lo clásico”, sino porque “es el carácter y condición el Ser. / Nosotros solo somos su pausa”.
            Si se lee en diagonal y sin prestar mucha atención, parece muy profundo, casi heideggeriano. A mí, dicho con todos los respetos, me parece una tontería. Y no hay un solo poema en el libro que no esté lleno de pretenciosas inconsistencias semejantes.


Domingo, 25 de noviembre
ELOGIO DE LA ELIPSIS

Lo que menos me interesó siempre de Baroja fueron las Memorias de un hombre de acción, supuestas memorias de Aviraneta, en realidad una maraña de borrosas narraciones en las un narrador se inserta en otro como en una serie de cajas chinas, mientras el presunto protagonista no es más que una sombra entrevista de tarde en tarde.
            Pero encuentro hoy en el Fontán, y a muy bien precio, cinco euros, las primeras ediciones de Renacimiento, primorosamente encuadernas. Comienzo a leer Los caminos del mundo y me dejo llevar por su encanto antiguo, que no había visto hasta ahora.
            Stendhal logró resumir una noche de amor en un punto y coma. Baroja no llega a tanto, pero se le acerca: “De pronto, se abrió la puerta y apareció madame de Montrever en mi cuarto… ¿Para qué insistir en este momento poco honorable de mi vida? No lo he querido callar, para que el descendiente mío que lea mi historia sepa que yo tampoco fui virtuoso”.
            Un punto y coma en Stendhal; unos puntos suspensivos en Baroja. Un caballero no necesita entrar en más detalles para hablar de ciertas intimidades, harto monótonas, a ratos fatigosas y tan viejas como el mundo.


Lunes, 26 de noviembre
COSAS QUE NADIE DICE

––Martín, Martín, ¿sabes cómo se llama tu comportamiento? Se llama paranoia. Si tú piensas una cosa, no permites que la realidad te desmienta. Todo el mundo está de acuerdo en que la Constitución blinda al rey y le permite hacer de su capa un sayo en materia de código penal y tú, erre que erre, empeñado en que si no se le investiga es por miedo a que se venga abajo todo el tinglado. Todo el mundo está de acuerdo en que el Brexit es negativo, no solo para Europa, sino también y sobre todo para el Reino Unido y tú , erre que erre, con que no hay tal cosa. Y eso ya sin hablar del asunto de Cataluña, donde tu postura, eso de dejar que los catalanes decidan libremente su futuro político, permítame que te diga que no tiene perdón de Dios ni tiene cabida en una democracia madura y consolidada.
            ––Debo de ser un poco paranoico, probablemente, pero el consulado de Arabia Saudí es tan “inviolable” como el jefe del Estado español y eso no le impidió a Erdogan investigar el crimen que allí se había cometido y no dar por buenas las patrañas con las que nos querían hacer comulgar y que todas las democracias maduras y consolidadas, con tal de salvaguardar sus negocios, habrían dado por buenas.
            ––¿Y de qué ha servido’ Pronto veremos al Príncipe Asesino dando un discurso en cualquier cumbre de mandamases en defensa de los derechos humanos. O recibiendo el premio Nobel de la Paz por haber terminado con la guerra del Yemen con el eficaz método de exterminar a los yemeníes.
            ––Es posible. De momento ya intercambia besos y abrazos con nuestro Rey Presunto, que por lo menos es un estómago agradecido y no olvida los buenos negocios que han hecho juntos.
            ––Te concedo que algo huele a podrido en Borbonia, pero con lo del Brexit te pasas. ¿No estás de acuerdo en que convocar el referéndum fue una equivocación y el resultado un desastre? ¿No estás de acuerdo en que a los electores británicos los manipularon las redes sociales?
            ––Qué majadería. Y sin embargo esa tontería no es una ocurrencia tuya, la he visto repetida en los periódicos más serios, sean de derechas o de izquierdas. La Unión Europea, en este asunto, se ha comportado como esas compañías telefónicas que te dan todas las facilidades posibles para entrar, incluido un mes o varios gratis, y luego te dificultan todo lo posible la salida. La Unión Europea es una unión libre de países libres. Al que quiera entrar, se le ponen unas condiciones. Al que quiera salir no se le debe poner ninguna, solo se negociar la separación. Pero algunos creen que la Unión Europea es como el Sacro Imperio Romano Germánico, un logro de la historia, algo sin marcha atrás.
            ––¿Pero tú no crees que Europa es menos Europa sin el Reino Unido?
            ––Confundir Europa con la Unión Europea no pasa de ser un error, no por muy extendido, menos absurdo. ¿Estoy fuera de Europa cuando estoy en Ginebra? Paso de un continente desconocido  a Europa cuando, a dos paradas de autobús, me bajo en Ferney para tomar un café y visitar el castillo de Voltaire. ¿Suecia es Europa y Noruega no? Formar parte de la Unión Europea tiene ventajas e inconvenientes. A quien le corresponde decidir si las ventajas son más que los inconvenientes, o al revés, es a cada país. Y no se decide de una vez para siempre. Debe haber vuelta atrás, como en cualquier unión libre. La Unión Europea, cuando los ciudadanos británicos decidieron irse, se comportó como un cónyuge orgulloso cuando se le plantea el divorcio. ¡Te vas a enterar!, dijeron. Y así estamos. En lugar de arreglar los papeles de la separación de la manera más ventajosa para ambas partes, la Unión Europea se ha preocupado de dañar todo lo posible al Reino Unido, aunque eso suponga perjudicarse a sí misma: que yo me quede tuerta, pero que tú te quedes ciego.
            ––Quizá no los dejan irse de rositas para evitar que otros países se sientan tentados a seguir el mismo camino.
            ––Pues con eso lo único que consiguen es que muchos pensemos que tal vez la Unión Europea no es tan buen asunto como nos habían contado, que nos engañaron como esas compañías que nos dan todas las facilidades para entrar y luego nos atrapan con su telaraña burocrática y nos explotan a fuego lento.

Martes, 27 de noviembre
MUY ESPAÑOL

Sonrío al leer una frase de Borges en Otras inquisiciones: “No he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. Hablan en voz más alta, eso sí, y con el aplomo de quienes ignoran la duda”.
            Qué español soy yo en eso. Y en tantas otras cosas, no todas reprobables.


Miércoles, 28 de noviembre
¿POR CUÁNTO TIEMPO?

“Envejecer también tiene su gracia”, escribió Gil de Biedma. Y yo apostillé: su maldita gracia.
            Pero ahora creo que efectivamente la tiene. De momento –¿por cuánto tiempo?-- yo no he comenzado a notar los inconvenientes que traen los años: sigo tan impertinente, tan curioso, tan discutidor, tan caminador, tan insoportable como siempre.   Bueno, esto último no: creo que lo voy siendo un poco menos. Los años de momento –¿hasta cuándo?—no me han hecho más rígido, ni más de derechas, ni más tacaño, ni más apegado a mis manías.
            Esa al menos  es mi opinión, quizá poco fiable, porque yo siempre he tendido a una cierta benevolencia conmigo mismo (nunca he andado escaso de autoestima); habría que preguntar a quienes me conocen desde hace tiempo para saber lo que hay de cierto en esto que digo.


Jueves, 29 de noviembre
HUELLAS DACTILARES

El jueves pasado presentaba el Diario de Matilde Ras en el Cervantes de Lisboa; hoy presento en Oviedo otro diario: Hola, mundo, de Cristian David López.
            El Cervantes de Lisboa está en la calle Santa Marta, frente al hospital del mismo nombre. Nadie visita un hospital por gusto, pero en ningún lugar me encontré yo más a gusto que en el claustro de ese hospital, antes monasterio. Todo era allí silencio, la mejor medicina para el cuerpo y para el alma. Silencio subrayado por el murmullo de una fuente.
            El diario es la huella dactilar del escritor. Abrimos un diario y alguien nos abre la puerta de su casa. Qué difícil mentir en un diario, aunque nos empeñemos en mostrar nuestra mejor cara, qué difícil engañar a quien convive con nosotros día a día.
            En la casa de papel de Matilde Ras, en la de Cristian David López yo me siento como en casa. Y en la librería Cervantes, una de mis sucursales del paraíso favoritas.

             


Revelación de secretos: España cañí

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Sábado, 1 de diciembre
TRES ENCUENTROS

Coincidí con él tres veces. La primera fue en 1938, tras dar yo una conferencia en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, que estaba en el palacio de los Heredia Spínola, calle del Marqués del Duero. Tras la charla, los habituales tomamos algo en el bar que se había improvisado en el mismo edificio. Allí me encontré con un muchacho moreno, delgado, de pómulos salientes, con el pelo al rape. Fue Rafael Alberti quien nos presentó. Simpatizamos de inmediato. Me da un poco de vergüenza decir que hablamos más de mis actividades literarias que de las suyas. Cambiaba de conversación cuando yo le preguntaba por sus versos, que se habían hecho muy populares en las trincheras. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos y, cuando ya se alejaba, se volvió y casi me gritó: “Nos volveremos a ver en cualquier momento”.
            No le volví a ver hasta los primeros días del año siguiente. Ya la suerte estaba echada, pero algunos nos resistíamos a creerlo. Yo dirigía la sección cinematográfica en Altavoz del Frente y allí vino a verme. Su aspecto había cambiado mucho. Era ya un derrotado. Parecía que había dormido varias noches sin quitarse el sucio uniforme, llevaba barba de varios días. Tenía, no me dijo la razón, bastante prisa. De una mochila sacó un puñado de galeradas corregidas por su propia mano. “Es mi nuevo libro –dijo–, quiero que lo leas y me digas qué te parece”. Me dio un abrazo y desapareció calle de Alcalá abajo, hacia Cibeles. Lo leí aquella noche, en mi casa de la calle Trafalgar, mientras escuchaba los disparos que sonaban intermitentemente en la Ciudad Universitaria. Me impresionó la verdad, la fuerza y la amargura de aquellos versos. Al día siguiente le devolvía las galeradas, le felicité, le di un abrazo. No se me ocurrió –¿quién iba a pensar que todo se precipitarían de aquella manera?-- copiar los poemas. Habría sido la manera de salvarlos. Porque mucho me temo que ese libro haya desaparecido para siempre. Se estaba imprimiendo en Valencia, en la Tipografía Moderna. Cuando entraron las tropas de Franco, los pliegos estaban impresos y plegados, solo faltaba la encuadernación. ¿Qué habrá sido de esos papeles? Arderían en alguna hoguera de los nuevos inquisidores.
            Fue en Ocaña donde volví a encontrar al poeta. Yo había estado antes en la Prisión de San Antón, de donde salí para el consejo de guerra que me condenó a treinta años. Al penal de Ocaña fui con otros muchos en vagones de ganado. Desde la estación, nos dirigimos al penal formando una andrajosa columna. Caminábamos en silencio entre una doble hilera de guardias civiles. De las casas de adobe surgían de pronto mujeres vestidas de negro que nos insultaban agitando los brazos.
            A finales de noviembre de 1940, supimos que iban a traer al poeta. Llegó el 2 de diciembre, trasladado desde la prisión de Palencia, después de haber hecho escala en la de Yeserías. Antes de integrarse con los demás presos, pasó el período reglamentario en celdas. Un preso común, que hacía de ordenanza, nos sirvió para comunicarnos con él. Le hicimos llegar, burlando a los carceleros, algunos alimentos de los que nos enviaban nuestras familias y notas de apoyo. Le tocaba salir de celdas el día 27 y decidimos celebrarlo con una comida. Conservo el programa que preparamos, con el menú, las dedicatorias de cada uno de nosotros, unos versos y un retrato del poeta.
            Lo pasamos bien, fue uno de los mejores momentos de aquella estancia carcelaria, quizá el último feliz que tuvo. No he olvidado sus palabras de agradecimiento: “Ya sabéis, compañeros de fatigas y anhelos, que la palabra homenaje huele a estatua de plaza pública y a vanidad sobre la que hacen sus necesidades las palomas. Pero yo acepto con gusto el homenaje de esta comida en familia por los muchos merecimientos hechos… durante los veinticinco días que he tenido que sobrellevar solo conmigo mismo. Eso sí, como poeta he notado en los condimentos la ausencia del laurel”.
            De la vida en Ocaña, ¿qué voy a decir? El director general de prisiones se llamaba  Máximo Cuervo. Ni siquiera Galdós fue capaz de nombrar mejor a uno de sus personajes.
            Con el poeta, desde que llegó hasta que se fue a mediados de junio del 41, me veía todos los días. Dábamos grandes paseos por el patio, charlando de todo, no solo de literatura, recordando a amigos comunes. De quien mejor hablaba y a quien más admiraba era a Vicente Aleixandre. Con los campesinos que abundaban en el penal le gustaba hablar de faenas agrícolas y de sus tiempos de pastor de cabras. Recibió una gran alegría cuando le comunicaron su traslado a Alicante. Quería estar más cerca de su mujer y su hijo.
            Al ir a despedirme, tenía ya atado y listo el petate. Me dio un fuerte abrazo y yo le noté contento, a pesar de que sentía dejar allí buenos amigos. El cambio de cárcel le parecía el primer paso hacia la libertad. Cargado con el petate, antes de desaparecer tras el oficial hacia el primer rastrillo, nos dirigió una última mirada. No le volvimos a ver.
            (Durante un viaje a Madrid, allá por 1978 o 1979, un amigo me llevó a una tertulia en la que escuché a un viejo escritor contar sus recuerdos de Miguel Hernández. Al volver al hotel, anoté lo más fielmente posible lo que había oído. Traspapelé esos apuntes, los encuentro ahora al reorganizar mi biblioteca, que ya no es mía,sino de la Fundación JLGM. No apunté el nombre del amigo del poeta y ahora no soy capaz de recordarlo. ¿Arturo del Hoyo? ¿Hernández Girbal?)


Domingo, 2 de diciembre
UN PARTIDAZO

A primera hora de la mañana, me telefonea exultante un poeta amigo: “En el partidazo que juega hoy España contra Cataluña en campo andaluz, yo creo que va a ganar España por goleada. ¡Vamos a arrasar!”


Lunes, 3 de diciembre
PRIETAS LAS FILAS

Me encuentro con Xuan Bello y Sonia Fidalgo imprevistamente a la entrada de la calle Murillo, donde vivo. Tomamos algo en el Antares  y charlo con Xuan mientras Sonia habla por teléfono.
            –-¿Te han invitado este año a formar parte del jurado de los Premios?
            ––No, naturalmente; saben que no aceptaría.
            ––-Pues no sé por qué. A mí me han invitado de nuevo y he aceptado encantado. No por eso soy menos republicano ni apoyo a la monarquía.
            ––Yo tampoco he apoyado nunca a la monarquía, pero sí a Felipe de Borbón. He dejado de confiar en él, aunque siga deseándole lo mejor, y por eso no puedo estar ahí. Es un simple ejercicio de coherencia.
            ––Te valoras demasiado ¿Qué más le dará a nadie que tú estés o no en los premios Princesa de Asturias?
            ––En eso tienes razón. Me valoro demasiado. Soy tan vanidoso que no me gusta hacer nada que no resulte coherente con mi idea de la decencia y de la democracia y de lo que creo mejor para mi país. Puedo equivocarme, me equivoco a menudo, pero procuro no engañar.
            –-¿Y por qué te ha defraudado tu siempre admirado Felipe? ¿Por el famoso discursito de la discordia? Fue solo que estuvo mal aconsejado.
            ––Porque no ha sido capaz, en contra de lo que yo pensaba, de marcar una línea clara entre lo que él representa y lo que representa el anterior jefe del Estado, del que yo –por lo que sé y por lo que se empeñan en no dejarnos saber, pero todos sospechamos– no me siento precisamente orgulloso. Ni yo, ni ningún español de bien, aunque algunos disimulen por conveniencia.
            -–-Bueno, hablemos de otra cosa. ¿Qué te ha parecido la hecatombe de Andalucía?
            ––-No me ha sorprendido. Hace tiempo que he podido constatar que incluso los rojos andaluces, recuerda a nuestro amigo José Luis Piquero, antes que rojos son rojigualdas. ¡Unas elecciones autonómicas en las que lo que más se oía en los mítines era “¡Arriba España, abajo Cataluña”! Tienen lo que se merecen.  Ahora a prohibir por decreto que se hable de niñas y niños cuando se quiera hablar de niñas y niños. ¡A decir solo “niños” como manda la Santa Academia de la Lengua! Ahora a formar Juntas Patrióticas en cada provincia por si llega la hora de la nueva Cruzada contra el infiel y hay que ir prietas las filas a cortar cabezas de independentistas.


Martes, 4 de diciembre
LA CUADRATURA DEL CÍRCULO

No me gusta decirlo muy alto, para no atraer a la mala suerte ni las miradas atravesadas de los envidiosos, pero creo que soy un hombre inmerecidamente afortunado. Sin formar una familia, he formado una familia; sin dejar de vivir solo, he dejado de vivir solo.

Miércoles, 5 de diciembre
FALSA VANIDAD

Me gusta parecer lo que no soy. Vanidoso, por ejemplo. Siempre ando presumiendo de mi vanidad, cuando lo mío no es algo que nos hace tan divertidamente dependientes del elogio ajeno, sino el orgullo, el negro orgullo: si me aplauden, bien; y si no, peor para ellos.
            Si mi criterio, bien fundado, minuciosamente razonado, choca contra el del resto del mundo, pues lo siento por el resto del mundo, pero ni las hogueras de la inquisición me harían variar un ápice.


Jueves, 6 de diciembre
VERGÜENZA AJENA

Si la Constitución española dijera lo que dicen que dice (que el jefe del Estado español tiene licencia para delinquir, que como un Mohamed ben Salmán cualquiera puede mandar asesinar y descuartizar a un periodista molesto, a un Jaime de Peñafiel por ejemplo, y la justicia española no tendría más remedio que mirar para otro lado y los españoles callar y callar como buenos saudíes), yo no estaría precisamente orgulloso de ella.
            Afortunadamente, la “inviolabilidad” de la que habla la Constitución que yo voté (y no me arrepiento) no es sinónimo de impunidad. De los actos del jefe del Estado en cuanto tal, son responsables el jefe de gobierno o el ministro que los autoriza con su firma. De sus actos privados, la Constitución no dice nada, y por lo tanto le afecta el código penal como a cualquier otro ciudadano.
            Lo curioso es que, de momento, parece que yo soy el único español que piensa así. Si pensara de otra manera, me avergonzaría, no solo de haber votado el texto constitucional, sino casi casi de ser español. Porque una cosa es tener a la fuerza –en Arabia Saudí no se vota– a un príncipe asesino como máxima autoridad y otra muy distinta aprobar democráticamente y aplaudir una constitución que permite al jefe del Estado cometer impunemente cualquier delito.
           

Viernes, 7 de diciembre
BANDERAS AL VIENTO

Si nadie se mete contigo, es que no eres nadie. Y yo soy poca cosa, pero no tan poca que no moleste a algunos con mi mala costumbre de pensar lo que digo y decir lo que pienso. Hoy recibo una advertencia anónima: “¡Ya queda menos! Cuando gobernemos nosotros, la España de los balcones, te vas a enterar”.

Revelación de secretos: La que se avecina

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Sábado, 8 de diciembre
LA CAJA CHINA

Los años me van cambiando en muchas cosas, pero no me hacen más crédulo. Las historias de platillos volantes, abducciones, fenómenos paranormales, que veo a menudo en la televisión, siempre antes de irme a dormir, me ayudan a desconectar con la áspera realidad, a relajarme, a reírme de la estupidez humana y sentirme un poco superior (algo que se me da bastante bien, debo reconocerlo).
            No creo en milagros ni en alienígenas, pero sí en lo que un filósofo de Avilés, Estanislao Sánchez Calvo llamaba “lo maravilloso positivo”, los hechos que –al menos de momento– no tienen explicación científica.
            En el santuario de Mevlana, el de los derviches giróvagos, donde se venera al poeta Rumi, me encontré con una arqueta nacarada en la que, según me dijeron, se guardaba la barba de Mahoma. Protegía el recipiente una especie de urna de cristal con unos pequeños agujeros. Vi una larga cola de fieles que aguardaba para acercar a ellos su nariz. “Es que esa reliquia despide un olor semejante al de las rosas del paraíso”, me explicaron. Y yo, sin dudarlo un momento, me puse en la cola a ver lo que había de verdad en ello. Aunque soy muy impaciente, esperé todo el tiempo que hizo falta. Y valió la pena: aspiré fuerte y me sentí embriagado por el más maravilloso olor que haya sentido nunca. Cerré los ojos: me pareció estar en el paraíso. No sé cuánto duró aquella maravilla. Mis amigos dicen que apenas un instante, pero a mí me parecieron horas, un tiempo sin tiempo. Incluso me pareció sentir el rumor acariciador de una fuente cercana y voces frescas que cantaban entre la fresca arboleda.
            Cuando estuve en Pekín, hace ya algunos años, me regalaron un pequeña caja de madera, un recuerdo de la Universidad de Renmin, según se lee en la tapa junto a la fecha de 1937.  Pensé que la había olvidado en la Residencia en que me alojé porque no la encontré en el equipaje al llegar a Asturias. Pero hace unas semanas, tratando de poner un poco de orden en la leonera en que se había convertido mi casa (ahora sede de una fundación) reapareció. La abrí antes de irme a dormir y esa noche, tras una desagradable temporada de insomnio, dormí profundamente. A partir de entonces, me acostumbré a juguetear un poco con ella antes de irme a dormir. Y no es que yo creyera que tenía poderes especiales, pero el caso es que me relajaba y me ayudaba a conciliar el sueño.
            Últimamente me ha dado por pensar que es un talismán y que quizá si tenga algún poder especial. No es que yo crea tal cosa. Soy demasiado racionalista para creer en semejantes tonterías. Pero podría ser un buen argumento para un cuento, pensé. Ya me ha concedido un primer deseo, dormir bien, de un tirón, toda la noche, algo poco frecuente a mi edad. ¿Qué otro podría pedirle? Se me ocurrió –medio en broma, medio en serio– que podía ayudarme a buscar pareja. Siempre he vivido muy bien solo, sin relaciones duraderas, aunque no todas fueran de una sola noche, las hubo que duraron todo un fin de semana. Pero uno se va haciendo viejo y empiezan a visitarle pesadillas de enfermedad, caídas, necesidad de cuidados.
            Fue ayer viernes, al volver de la tertulia, mientras la acariciaba para conciliar el sueño, cuando se me ocurrió formular –medio en broma, medio en serio, ya dije– ese deseo que las mocitas de antes dirigían a un santo casamentero y los solitarios de hoy a Tinder o a cualquier otra aplicación milagrera.
            Fue ayer y esta noche soñé que la caja me hablaba: “¿Hombre o mujer? Rellene la casilla correspondiente”. Y yo, tras dudar un momento, respondía: “Para lo que yo quiero la pareja, mejor mujer”.
            Fue ayer, repito, y hoy cuando tomaba mi café en el Atrio apareció una antigua compañera de la Universidad, muy cariñosa, extrañamente amable. “Fíjate qué cosas, esta noche soñé contigo y luego voy y te encuentro aquí, no sabía que seguías viniendo por Avilés”.
            Y yo me puse a temblar. ¿Sería la caja china verdaderamente mágica? ¿No puede uno, en ese caso, volverse atrás en sus peticiones? Porque hay deseos que uno formula en un momento de debilidad y de los que luego se arrepiente durante toda la vida.


Domingo, 9 de diciembre
AHÍ QUEDA ESO

Ningún género literario más propicio para la tontería que el aforismo (a no ser el haiku). Abro Los pensamientos del té, de Guido Ceronetti –“filósofo, poeta, traductor, narrador y sagaz cronista de hechos culturales y sociales”--, según leo en la solapa, y me encuentro con esta perla: “La mujer, al no ser más que imagen, no muere. El que sí muere es el hombre”.
            Ahí queda eso. No solo es una tontería se mire por donde se mire, sino una tontería vintage, del tiempo en que mujeres y hombres se consideraban de distinta especie.
            “No es posible leer la obra de Ceronetti –escribió Emil Cioran– sin preguntarse quién es el admirable monstruo que la ha concebido”.
            Completamente de acuerdo, salvo en lo de “admirable”.


Lunes, 10 de diciembre
ME ABURRO

Me paso la vida tratando de engañar a los demás y no consigo engañarme ni a mí mismo. ¿De dónde habré sacado esa peregrina idea de que soy más listo que nadie? “Las personas inteligentes no se aburren nunca”, dicen, y yo me aburro mucho. Soy de los que no es que dejen para mañana lo que tienen que hacer hoy, sino que hacen hoy lo que deberían hacer mañana. Y luego, claro, al día siguiente se aburren al no tener nada que hacer.
            Todo lo hago demasiado rápido: hablar, comer, pensar, escribir, rebatir al contrario. ¿Y para qué? Para que luego no haya día en que no me sobre tiempo para estar mano sobre mano, para pensar en lo que no quiero pensar, para emborracharme de melancolía.
            Si soy tan inteligente, ¿cómo es que no consigo tomarme las cosas con más calma, comer más despacio, masticar mejor lo que leo, tardar un poco más en encontrar las falacias argumentales del contrario para no dar la impresión de que no le dejo terminar de hablar?
            Me sobra tiempo y la mayor parte de mi tiempo la ocupo en inventarme ocupaciones con las que entretenerme. Porque de todo me aburro en seguida, como un niño caprichoso, y a la media hora o a la hora ya tengo que dedicarme a otra cosa.


Martes, 11 de diciembre
YA NO SOY TAN SINCERO

Encuentro, entre los papeles viejos que estoy revisando para archivar unos y enviar la mayor parte de ellos a la papelera, un recorte del ABC, fechado el 3 de enero del 84, con el siguiente titular “El Ministerio de Cultura malgasta el dinero”.
            Es una información de la agencia Efe que dice así: “El dinero que se gasta en premios literarios en España es el más absurdo, declaró el poeta y crítico literario José Luis García Martín durante la presentación de Poesía española 1982-83, que recoge los comentarios críticos de los libros aparecidos durante ese período. José Luis García Martín, que manifestó su total desacuerdo con los premios literarios, criticó especialmente el premio Cervantes, que se concede –dijo– "a la longevidad de las viejas glorias que cuentan con una obra dilatada y el mérito de no haberse muerto todavía".
            Hace más de treinta años ya pensaba yo como pienso ahora, pero ya no me atrevería a hacer declaraciones semejantes. Los años me han enseñado a ser un poco más cauto y a disimular lo que pienso.
            (Si no lo fuera, y vista la nadería de su último libro, Contestaciones, que apenas es suyo, me atrevería a profetizar que el próximo Cervantes será para el poeta venezolano Rafael Cadenas.)



Miércoles, 12 de diciembre
COSAS QUE PASAN

Siempre he tenido pasión por explicarlo todo, pero hay cosas que no tienen explicación, o que yo aún no he sabido encontrársela.
             “Yo mismo me encontré frente a mí mismo en una encrucijada”, escribió Ángel González. Hay muchos testimonios de una experiencia semejante. Esta mañana, mientras tomaba un café en Las Salesas, en la gran mesa redonda y común que me gusta utilizar, alguien que se me parecía bastante llegó un poco más tarde y se sentó frente a mí.
            Al principio, daba la impresión de que incluso me imitaba los gestos, como si estuviera ante un espejo. Yo trataba de concentrarme en el libro que llevaba conmigo –la Comedia de Dante en la traducción de José María Micó–, pero no podía dejar de levantar la vista y fijarme en él. Se dio cuenta y comenzó a sentirse molesto. Por fin, no pudo por menos de dirigirme la palabra:
            ––¿Nos conocemos?
            ––Perdona, pero es que te pareces mucho a alguien que conozco bien –y, tras una pausa, añadí sonriendo–, a José Luis García Martín.
            Sonrió también, como si estuviera en el secreto. “Son cosas que pasan”, dijo, y luego se levantó, sin dejar la sonrisa, al mismo tiempo que yo me levantaba.


Jueves, 13 de diciembre
ESPERO EQUIVOCARME

A mis amigos andaluces les ha molestado un poco que yo dijera que los rojos de aquella tierra son más rojigualdas que rojos, como si eso fuera exclusivo de Andalucía. Tampoco es exclusividad suya el evidente resentimiento que sienten hacia Cataluña (un psicólogo social casi se atrevería a hablar de complejo de inferioridad).
            Pero de esos asuntos prefiero no hablar. Tengamos la fiesta en paz mientras podemos. Esta noche soñé –no tiene relación con ello, pero uno no manda en sus sueños– con los años anteriores a la Gran Guerra. Las organizaciones obreras, cada vez más poderosas, decían que no habría más guerras en Europa, que las guerras eran cosa de los Estados burgueses, que si una nación declaraba la guerra a otra, los obreros de ambos países se negarían a tomar las armas y se abrazarían como hermanos.
            Comenzó el conflicto de la más estúpida manera y allá se fueron cantando alegres a la carnicería los obreros de Francia y los de Alemania, que antes que obreros eran franceses y alemanes y debían dar su vida por la patria y arrebatársela antes a todo el que pudieran.
            También los españoles de izquierda, antes que de izquierda, antes que demócratas, son españoles. Que Dios nos coja confesados.


Revelación de secretos: En La Habana, no en Barcelona

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Sábado, 15 de diciembre
POR QUÉ SOY TAN RUTINARIO

Alguna vez me han preguntado, y me he preguntado yo, por qué soy tan rutinario, por qué necesito hacer todos los días lo mismo y a la misma hora, por qué soporto tan mal los cambios por mínimos que sean.
            Y siempre doy, y me doy, la misma respuesta: porque me gusta lo difícil, porque aspiro a lo imposible. La realidad es una jungla en la que los seres humanos, desde que el mundo es mundo, se esfuerzan en poner un poco de orden, en volverla inteligible, en trazar caminos que den la ilusión de que nos llevan a alguna parte. Pero basta dar un paso fuera de esas sendas para que abra sus fauces el horror de lo desconocido.
            Cualquier cosa que altera mi rutina me descoloca, ya digo. Hoy el local de la tertulia, siempre tan acogedoramente solitario, estaba invadido por una turba histérica de esas que parece que se esconden durante todo el año y solo hacen aparición en torno a la Navidad.
            Música a tope, conversaciones a gritos, lo habitual en estos casos. Buscamos un espacio alternativo y recalamos en el Dólar, un café superviviente del siglo XIX. Tras un rato de tranquilidad, en el que hablamos del nuevo número de Anáfora, la actual revista de la tertulia (antes tuvimos Reloj de Arena), nos expulsó  otra bandada de aturdidos estorninos. En el Chelsea no pudimos ni entrar. O sea que en lugar de volver a casa a la once y media, como todos los viernes, tuve que hacerlo a las diez y media, algo temeroso de lo que podría ocurrir en esa hora fuera de programa.
            No ocurrió nada, o eso creo, no se me apareció ningún fantasma ni algo peor, alguna antigua pareja de las que suelen aparecer por estas fechas para recordarnos cosas que tanto ha costado olvidar.
            No ocurrió nada, y sin embargo… Me puse a leer un viejo número de la Revista de Occidente (los viernes no enciendo el televisor hasta las once horas y cuarenta minutos y no me gustaba añadir una alteración más a mi cambio de rutina) y en la reseña que Fernando Vela le hace a Vísperas del gozo, de Pedro Salinas, encontré la distinción entre dos tipos de memoria: “La memoria cortés acentúa, saca de bulto todo lo bueno posible de las personas y hace de ello, por diminuto que sea, lo más cimero, recatando el resto al fondo. La memoria descortés ordena los mismos elementos en otra perspectiva, inversa y perversa; se complace, goza en adelantar las partes menos valiosas de la personalidad ajena, lleva solo –¡con qué ojo de lince!-- la cuenta negativa; resta y resta implacablemente”.
            No necesito decir qué tipo de memoria es la mía; todo los que me conocen lo saben de sobra.
            Acaricié la caja china antes de irme a dormir, pero parecía haber perdido sus poderes mágicos. Toda la noche anduve vagando por esos “espacios misteriosos que separan / la vigilia del sueño”, luchando con fieras informes, deambulando por la selva selvática, la “selva selvaggia” de Dante, en que se convierte la realidad, al menos para mí, en cuanto me desvío lo más mínimo de la senda de la costumbre.
            Me levanté con el cuerpo dolorido, con moratones, con señales de mordiscos. Feliz por inaugurar el nuevo día, por regresar si no sano por lo menos salvo a la cárcel feliz de la costumbre.


Domingo, 16 de diciembre
EXECRADOS POR LA HISTORIA

Una bandera española es “ultrajada”, aparece tirada por los suelos, pisoteada. Se detiene a cuarenta y cinco estudiantes de medicina de los que se sospecha que han participado en los hechos. Sometidos a consejo de guerra y no pudiéndose probar la culpabilidad de ninguno de ellos, hubieran sido absueltos de no haberse decidido que, si no habían cometido el delito, lo habría cometido alguien como ellos y para castigar las veleidades independentistas de los jóvenes se les condenó a todos a la pena de arresto mayor y multa.
            La sentencia, por benigna, exasperó a las fieras, esto es, a las partidas de voluntarios que se habían organizado para defender la integridad de la patria. Se amotinaron en torno a la cárcel y, para evitar males mayores, las autoridades decidieron constituir un nuevo consejo de guerra.
            Por la vía rápida, sin necesidad de buscar nuevas pruebas, se dictaron ocho sentencias de muerte, aplicadas a quienes les parecieron que, por su comportamiento ante el tribunal, debían ser los cabecillas. Esto ocurrió el día 24 de noviembre. Tres días después,  un militar español en situación de reemplazo, esto es, sin concretas obligaciones militares, salió a dar un paseo, como había todas las tardes. Le llamó la atención lo solitarias que estaban las calles, sin nadie circulando por ellas, sin nadie charlando en las aceras. Su café de costumbre, en el Hotel Inglés, habitualmente estaba lleno a rebosar, como los de los alrededores. Esa tarde no había nadie. De pronto, en el insólito silencio, le pareció oír, al lo lejos, una descarga cerrada.
            ––¿Qué ocurre?, preguntó a uno de los camareros.
            ––Que los están fusilando.
            ––¿A quién?
            ––A los estudiantes.
            Muchos años después, Nicolás Estévanez recordaría así aquellos acontecimientos:
            ––Nunca, en ninguno de los trances por que he pasado en mi vida, he perdido tan completamente la serenidad. Me descompuse, grité, pensé en mis hijos, creyendo que también los fusilaban. Dos camareros se apoderaron de mí y me llevaron a un lugar apartado, sin lo cual es posible que a mí también me hubieran asesinado cuando las turbas aullando volvían del fusilamiento. No pude dormir. Aquella noche de insomnio y pesadillas la recuerdo ahora como el martirio de un hombre a quien arrancan de cuajo, no los miembros, sino los más arraigados sentimientos y todas las ilusiones. Yo no conocía más que a uno de los fusilados; no lo había conocido allí, sino en Llanes, cuando él era muy niño. Pero lo que agitaba mi conciencia no era solamente el crimen de lesa humanidad, sino también el baldón eterno para España. Pasarán los años y los siglos, y cuando nadie se acuerde, ni aun la Historia, de la existencia de aquellos falsos patriotas, subsistirá el borrón, la mancha indeleble que echaron torpemente sobre España los cobardes asesinos. Y caerá también sobre las autoridades, sobre todos los españoles, por no haber podido o no haber querido refrenar los desmanes de las fieras. Los batallones de voluntarios se componían de españoles y de lugareños adictos. Tenían por excusa el patriotismo y bien dirigidos habrían podido ser útiles, pero sus jefes, sus consejeros, sus guías, los que los azuzaban a perpetrar todo tipo de canalladas eran los comerciantes enriquecidos de mala manera y los defraudadores del Estado, loa corruptores que se valían de las masas para sus fines políticos y para sus lucrativos negocios particulares. Hasta para delinquir invocaban el honor de España. Lo que el honor de España reclamaba no era sangre de inocentes, ni aun de culpables, sino justicia, humanidad y honradez. Las hubiera habido y no seríamos, como seremos, execrados por la Historia.


Lunes, 17 de diciembre
ME FASTIDIA UN POCO

Nunca se lo diré a nadie, porque me hace quedar como un maldito envidioso, pero siempre me fastidia un poco encontrarme con gente que vale más que yo (cosa que, afortunadamente, ocurre con bastante frecuencia).


Martes, 18 de diciembre
EQUIVOQUÉ LA VOCACIÓN

Voz en off: “Salí de Bucarest el 16 de abril de 1939. El tren de Berlín recorrió la Moldavia hasta el anochecer, pasó por territorio polaco, durante la noche tocó Lamberg, Cracovia y Kattowitz, para alcanzar a la mañana siguiente la frontera de Silesia. Poco después de medianoche, añadieron a nuestro tren el vagón-salón del ministro de Asuntos Exteriores de Polonia. Me habían avisado que el coronel Beck deseaba verme antes de mi visita a Berlín. Fui a reunirme con él en su vagón y viajamos juntos hasta el amanecer. Penetré así, de golpe, en pleno drama europeo”.
            Con estas palabras comienza el viaje de Grigore Gafendu, ministro de Asuntos Exteriores de Rumanía, por las capitales de Europa poco antes de la catástrofe.
            Siempre me han fascinado los libros que permiten viajar en el tiempo. Releo Últimos días de Europa y me detengo menos en la ceguera de los políticos de entonces –-el coronel Beck confiaba plenamente en la amistad alemana– que en los pequeños detalles de época. Ese largo encuentro diplomático en un tren o la visita a Breslau que le habían preparado los nazis antes de los encuentros con Ribbentrop, Goering y finalmente Hitler, en Berlín: “Allí reinaba, a pesar del prodigioso desarrollo de sus barrios industriales, una pacífica atmósfera de ciudad provinciana, cargada de recuerdos y de ensueños. Di concienzudamente la vuelta a los monumentos históricos, y por la noche, rendido de cansancio, me dormí deliciosamente en el palco de honor del Stadttheater, a los sones familiares y tranquilizadores de una opereta vienesa”.
            El viaje –Bruselas, Londres, París, Ankara– termina en Atenas: “Entramos en el puerto del Pireo entre aclamaciones ensordecedoras. Todo estaba engalanado y endomingado, las sirenas de los vapores silbaban, los marineros alineados en el puente agitaban sus gorros, una muchedumbre ruidosa invadía los muelles. Destacábase, en un cielo luminoso, y más resplandeciente aún, como sostenido por alas invisibles, la mole del Partenón”.
            Como tardo en dormirme, me entretengo esbozando el guion de una superproducción a la antigua (El doctor Zhivago, Lawrence de Arabia) basada en ese viaje. No se trata de un documental, así que imagino una trama de amor y espionaje que sirva de mcguffin a lo que de verdad importa, el recorrido por la Europa de 1939. Esos intrigantes tópicos se me dan muy bien. ¿Cuántos guiones de cine, todos de la serie B, habré escrito sin escribir ninguno, cuántas novelas de kiosco?
            Quizá equivoqué la vocación, quizá en lugar de dedicarme a la literatura debería haberme dedicado a los alrededores de la literatura, a los espadachines y a los libros de autoayuda, como Pérez-Reverte o Paolo Coelho.


Miércoles, 19 de diciembre
TONTERÍAS

Tonterías que uno lee en los periódicos: “La baja natalidad pone en riesgo las pensiones del futuro”.
            Pero, si tenemos a buena parte de los jóvenes en paro, ¿cuál es el problema de que en el 2050 haya menos jóvenes? Los tendríamos a todos ocupados.


Jueves, 20 de diciembre
UN CUENTO DE NAVIDAD

“No sé qué regalarte”, me dijo con una sonrisa que valía más que cualquier regalo.

Viernes, 21 de diciembre
LO QUE MÁS DESEO

Un mundo donde la maldad forme parte de la industria del entretenimiento y exista solo en las películas y en las series de televisión.

Revelación de secretos: El secreto de la felicidad

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Sábado, 22 de diciembre
UN RECUERDO DE INFANCIA

            ––Cuando yo era pequeño, muy pequeño, tendría cuatro o cinco años, estuve casi un año entero sin salir de casa, y no por enfermedad, sino por el miedo de mis padres a lo que pudiera pasar. “Cuidado con lo que anda cantando Pepín –entonces me llamaban Pepín–, recuerda lo de tu cuñado. Como oigan esas cosas algo malo os puede pasar a todos”, le dijo una vecina a mi madre. Somiedo, al comienzo de la guerra, estaba en manos de los rojos, y yo jugaba con ellos y aprendí a cantar sus canciones. Todavía recuerdo cuando nos sentábamos debajo del hórreo y me ponían capa y gorra y la gracia que a mí me hacía la borla que me caía sobre la cara. También me gustaban mucho los botes de leche condensada, que se hervían al baño María, y luego se les hacían dos agujeros y por uno de ellos yo chupaba aquel dulce tan rico, nunca después he probado nada que me gustara más. Cuando se fueron los milicianos, dejaron en mi casa una maleta y algunos libros. Recuerdo todavía que uno era de Juan Valera y el otro un tratado de matemáticas, creo que de Rey Pastor, que yo le regalé mucho tiempo después a Arturo Cortina, el cardiólogo. La maleta estaba preparada para transportar bombas de mano y fue la que yo llevé al seminario cargada de libros y ropa porque no teníamos dinero para comprar otra. A mí tío, al hermano de mi padre, lo habían matado a palos los falangistas. Yo oí los tiros con que fusilaban cerca de mi casa. Me subí a una silla para verlo todo desde la ventana, pero mi padre me bajó en cuanto se dio cuenta. “Estas no son cosas para un niño”, dijo. Yo cantaba, sin entender lo que decía, lo que le había oído a los rojos y una vecina al escucharme se quedó espantada y corrió hacia mi casa. “Cuidado con ese niño, que no le oiga nadie, que ya sabes lo que le pasó a tu cuñado”. Mi madre, aterrada, me metió en casa y estuvo casi un año entero sin dejarme pisar la calle.
            (Con mi amigo José Manuel Feito, mientras comemos cada sábado en el Atrio, suelo charlar de teología, de Palacio Valdés, de cualquiera de sus muchas erudiciones, pero de vez en cuando el habitual debate –para mí, charlar es siempre cuestionar las razones del interlocutor– deja paso a la melancolía de los viejos recuerdos.)

Domingo, 23 de diciembre
NUNCA

Nunca se lo diré a nadie, pero siempre me fastidia un poco encontrarme con gente que vale más que yo. Y eso que ya debería estar acostumbrado, me pasa a menudo.
           

Lunes, 24 de diciembre
ACCIÓN DE GRACIAS

Solo soporto las alteraciones de la costumbre cuando se convierten en costumbre, como cenar en familia en la vieja casa de Avilés una vez al año y luego irme a dormir al hotel Ferrera, el caserón misterioso de cuando yo era niño.
            Deambulo por sus pasillos, sin encontrarme a nadie, hasta llegar hasta el salón de la Torre con su escalera de caracol. Desde lo alto, contemplo los tejados de la ciudad. Las luces navideñas no ocultan del todo el tenue resplandor de las estrellas. De pronto, me siento observado. Una oronda luna llena parece mirarme amorosamente.
            En la templada noche de invierno, en confortable soledad, observado por la gran luna y miles de ojillos distantes, hago recuento de mi vida. Y solo se me ocurre, tras repasar pérdidas y ganancias, dar las gracias a ese Dios que no existe, pero que renace una vez al año y en cada niño que nace.


Martes, 25 de diciembre
HAY DÍAS

Hay días que duran más que otros días y este es uno de ellos. Me levanto temprano, como de costumbre, y paseo por el parque antes que nadie. Qué placer tenerlo para mi solo. Fotografío este árbol, aquella flor, las fuentes machadianas que murmuran incansables (es mi manera de guardar lo que veo). Escucho lo que me dicen todos los que fui. Salgo a Galiana. Recorro los soportales del Carbayedo hasta el Instituto donde estudié. Tomo un café, como cada año, en la cafetería de enfrente. Dos o tres solitarios habituales, quizá los mismos que el año anterior. Nunca me había fijado en que sobre el mostrador hay escritos varios aforismos. El primero, de Malraux: “Quien quiera leer el futuro habrá de hojear el pasado”. El que yo prefiero es un proverbio popular: “Nada sucede antes de que tenga que pasar”. Otro, sin firma, nos revela el secreto de la felicidad: “amar lo que es”. Bueno, añado yo, solo si merece ser amado.
            Hay días en que uno se siente a gusto consigo mismo y este es uno de ellos. Tras la comida familar y los encuentros amigos en Avilés, concluye charlando en el Vetusta, recuperada ya la rutina, con Martín López-Vega y Enrique Bueres.
            De tanto haberlo ejercido durante todo el día, debe de habérseme agotado el caudal de diplomacia. López-Vega me ha traído mi último diario, Sin trampa ni cartón, para que se lo dedique y al final me dice irritado: “Llevátelo, ya lo he leído, no lo quiero, siempre dices lo mismo”. “Pues lleváselo a un librero de viejo, valdrá más dedicado”. Y todo porque ha creído entender de mis palabras que yo pienso que arremete o elogia a un escritor según convenga a sus intereses y a los de la empresa, cosa que, si fuera así, no sería peculiaridad suya sino de cualquiera que quiera ser algo en la vida y figurar en Babelia.
            Con Enrique Bueres, uno de los fundadores de la tertulia allá por 1980, no soy más amable. Una a una voy desmontando sus falacias argumentales a propósito de esto y aquello –especialmente de aquello, del tema recurrente, del odio a la democracia periférica por parte de la izquierda y la derecha españolas– y acabo acusándole de ser alérgico al pensamiento racional.
            Al final, yo mismo me doy cuenta de que me he pasado un poco y trato de pedir disculpas, pero a mi manera, o sea que acabo poniendo las cosas peor.
            La verdad es que no sé de dónde me viene esta seguridad en mí mismo, esta incapacidad para comulgar con los cuentos de la tribu, este mirar a cualquiera –sea rey o sea Marías–, no ya de igual a igual, sino incluso un poco por encima del hombro.
            Dinero no tengo; propiedades, el piso en que vivo; no he ocupado ningún cargo académico y me jubilaré siendo el último del escalafón; apenas se reseñan mis libros y mis reseñas aparecen en diarios locales y no influyen para nada (como muy bien afirma Juan Bonilla en el prólogo a mi último diario). Debería ser uno de esos escritorzuelos amargados que están todo el día quejándose del poco caso que los hacen. Y sin embargo (aunque esto no se lo diga a nadie) me considero un triunfador y estoy encantado de haberme conocido. Misterios de la mente humana. Yo mismo me río un poco de esta autosuficiencia mía.
            Me río un poco, pero no demasiado. Siempre digo que mi caso es el de la zorra y las uvas. Tras hacer todo lo posible por alcanzar un racimo de uvas, cuando se convenció de que no lo podía conseguir, la zorra se dio la vuelta desdeñosa y dijo: “Están verdes”. Yo hago lo mismo con ciertas glorias de este mundo –los premios literarios, los elogios de Juan Cruz, Anson o Mainer, las largas colas en la feria del libro, el palabrero homenaje–, pero tengo la sospecha de que si las desdeño no es solo porque no estén a mi alcance.
            Es cierto que no basta con comprar un billete de lotería para que a uno le toque la lotería, pero si alguien no lo compra nunca seguro que no quiere que le toque.
            El éxito siempre envilece un poco, por eso yo prefiero la menor dosis posible. 


Miércoles, 26 de diciembre
LA VIDA EN FACEBOOK

Como a todo el mundo, nada me gusta más que ser el centro de atención, el rey de la fiesta. Presento un libro de Sergio C. Fanjul, La vida instantánea, y tengo que hacer un esfuerzo para limitarme a mi labor de telonero.
            Me preocupa esta incapacidad mía para la falsa modestia, tan útil en las relaciones sociales. Yo nunca seré nada en la vida. Se me nota demasiado que tiendo a creerme más listo que nadie y eso no sirve precisamente para hacer amigos.
            ¿Cuánto tiempo puedo estar yo calladito delante del público? Como siempre pongo el reloj en la mesa, lo tengo bien calculado: algunas veces, incluso más de diez minutos, pero nunca he llegado al cuarto de hora.
            Así que doy la vuelta al libro, y leo la frase promocional, sacada del prólogo: “Algún día, los libros de texto reconocerán que el post de Facebook es también un género literario”.
            No digo qué tontería (no soy tan maleducado), pero lo doy a entender. Un puñado de ingeniosos, y a ratos hilarantes, artículos de costumbres reunidos en volumen no dejan de ser lo que son porque, en lugar de haberse publicado previamente en las páginas del Abc o de El País, lo hayan hecho en una cuenta de Facebook.
            Tampoco un poema, por publicarse primeramente en Facebook o en Twiter, cambia de género literario. El continente no hace al contenido, aunque influye por supuesto. En Facebook, puedes publicar cualquier texto, pero por cada línea que pase de las cuatro primeras pierdes un puñado de lectores. Lo tengo comprobado. Científicamente.
            Sergio C. Fanjul, o su editor, para dar apariencia de modernidad al libro, ponen al comienzo de cada capitulillo el número de “likes” que ha obtenido. Yo sonrío y recuerdo un aforismo: “Era tan ingenuo que hasta se creía los ‘me gusta’ de Facebook”. Pero ni Fanjul ni su editor son ingenuos: buena parte de la repercusión que ha tenido el libro se debe a esa engañifa. La falsa modernidad vende tanto como la falsa modestia. Sobre todo entre la gente de cierta edad, que no se enteran de qué va la fiesta, o entre los periodistas de cualquier edad.
            Pero el libro, aunque venda por la cáscara mixtificadora, es un buen libro, escrito con un desparpajo, una creatividad verbal y un lirismo nada empalagoso que recuerdan al mejor Umbral.
           

Jueves 27 de diciembre
DEL AMOR

¿Cómo podría quererme a mí mismo si no quisiera a alguien más que a mí mismo?


Viernes, 28 de diciembre
PERPETUO ADOLESCENTE

Esforzarse por no defraudar nunca al exigente adolescente que fuimos. Ese es el secreto de la felicidad, si es que la felicidad tiene algún secreto. He cambiado mucho desde entonces, pero no he cambiado nada.

           

Revelación de secretos: Elogio de la repetición

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Sábado, 29 de diciembre
LA GLORIA DEL POETA

¿Es el dinero el mejor crítico literario? Se subasta en la sala Durán el legado de Luis Cernuda, lo que queda de las pertenencias que dejó en poder de su familia cuando salió de España, allá por 1938, para no volver jamás.
            El precio de partida de la primera edición de Cánticoes de mil doscientos euros, mientras que Gerardo Diego se queda en la mitad. Pero las Canciones de Lorca no se venden por menos de cinco mil euros. Todos los ejemplares están dedicados.
            Me imagino la poca gracia que le haría a Cernuda la dedicatoria de Jorge Guillén. Le llama “mi lector ideal”. Seguro que entendió que iba con segundas: era tan buen lector que ya antes de que se publicara el libro, basándose solo en los poemas aparecidos en revistas, lo había tomado como modelo para su Perfil del aire, según se ocuparon de subrayar los reseñitas, azuzados por el propio Guillén y su amigo Salinas.
            Sonrío al leer las dedicatorias que Cernuda se ponía en sus libros: “A Luis, con mi cariño y mi antipatía de siempre” (Perfil del aire), “A Luis, ya que solo nuestro dolor sabe” (La invitación a la poesía), “A Luis tan joven aún en su desengaño” (Donde habite el olvido), “A Luis, que ha escrito estos poemas por esperanza unos, otros por desesperación”.
            Claro que para dedicatorias ridículas ninguna tanto como la de Gil-Albert: “A / Luis Cernuda / Ahora que el año / está tierno, / no posee sino / sienes como de nenúfar / Ofrecimiento de amistad”.
            Además de los libros, se subastan varias pinturas de Gaya –una de ellos, el famoso retrato al óleo de 1932–; una cómoda “de madera noble”, donde Cernuda guardaría sus camisas, sus foulards y sus guantes amarillos; un gramófono muy años veinte y un puñado de discos.
            No asistió mucho público a la subasta. Por allí andaban Abelardo Linares, que quiso quedarse prácticamente con todo; Andrés Trapillo, que pujaba en su nombre y en el del Museo Ramón Gaya, y un colaborador de la editorial Pre-Textos. También un representante del Ministerio de Cultura, que ejerció reiteradamente su derecho de tanteo, con lo que la mayor parte del legado acabará, afortunadamente, en la Residencia de Estudiantes.
            ¿Con qué me habría quedado yo, si hubiera tenido dinero y hubiera estado allí? Pues con nada. Soy poco fetichista. Quizá con lo que se anuncia como un “álbum veneciano”, pero que comienza con una hermosa vista del puerto de Mergellina, con el Vesubio al fondo.
            Esto es la gloria póstuma, pienso (ahora ando obsesionado con eso), que medio siglo después de la muerte tu legado se subaste en una casa elegante y no aparezca disperso por el Rastro. Pero si alguien lo recoge con amorosa admiración, tampoco me parece que haya mucha diferencia.


Domingo, 30 de diciembre
TANTOS AÑOS DESPUÉS

Pasa por el Fontán mi amigo Martín López-Vega, ahora en la cumbre de toda su fortuna, que se muestra benévolo tras leer lo que digo hoy de él en la entrega semanal de mi diario.
            ––Te conozco demasiado bien como para molestarme. Hace años que te repites. Sigues creyéndote el único crítico riguroso del mundo y más inteligente que nadie, aunque listo demuestras no serlo mucho: siempre apuestas por el caballo perdedor. Me molestan tan poco tus dudas sobre las razones de mis cambios de opinión acerca de este o aquel poeta, que tú interpretas como interesadas, que hasta te regalo un título para tu próximo libro: Senectud, egolatría.
            Silvia Ugidos, recién llegada de su particular exilio en Medellín, se ríe con nuestras trifulcas.
            ––Veo que no habéis cambiado nada, seguís como el perro y el gato. Hay cosas que nunca cambian, como vosotros y Puerto Urraco.
            Puerto Urraco es el nombre que cariñosamente le aplica a Oviedo. Nos acompaña también Marcos Tramón, tan silencioso como de costumbre.
            Ya hace más de un cuarto de siglo que llegaron a la tertulia por primera vez y aquí estamos los tres tomando café, tan amigos y tan discutidores como el primer día. Y yo tan feliz con este regalo de fin de año.
            Porque la verdad es que –aunque me moriría antes de reconocerlo públicamente– la tertulia es un poco como mi familia y las desventuras y los éxitos de Piqueros y Olivanes, Almuzaras  y Pelayos los vivo como propios.
            Pero me divierte tratarles como Juan Ramón Jiménez trataba a los poetas del 27. Uno es así de contradictorio.  (También me fastidia un poco, todo hay que decirlo, que ya no hagan ningún caso de mis consejos literarios.)


Lunes, 31 de diciembre
EXPONER LA INTIMIDAD

¿Me repetiré tanto como dice López-Vega? ¿Estaré insistiendo una y otra vez en las mismas cosas, como un viejo dómine cascarrabias? Pero si nadie me hace caso, ¿cómo no insistir en que la inviolabilidad del rey que garantiza la Constitución es solo para su actividad como jefe del Estado, no para su vida privada; que los problemas políticos se resuelven debatiendo y votando, no encarcelando y apaleando; que las noticias falsas que intoxican a los ciudadanos no son privativas de las redes sociales, que aparecen en las portadas de los periódicos y pululan por el congreso como Pedro (o Pablo) por su casa?
            Leo hoy –¡y en un editorial de El País!—la siguiente majadería: “La UE toma medidas para que Facebook no empañe las campañas”. ¿Sabrá ese “experto” editorialista como funciona Facebook? Tiene dos mil millones de personas registradas, pero lo que uno sube a su muro de Facebook no lo leen precisamente dos mil millones, sino con frecuencia solo media docena. Cada uno sigue a quien quiere seguir. ¿Me va a intoxicar alguien a mí porque cante las virtudes viriles de la caza y los toros? Le bloqueo, y ya está. Nadie cambia de voto por lo que lea, si algo lee, en Facebook, solo se reafirma en el suyo.
            A la hora de intoxicar políticamente, son más peligrosos El País, El Mundo, El Abc. Pero esto ya lo he dicho docenas de veces. ¡Qué razón tiene López-Vega al afirmar que me repito!
            ¿Pero cómo no repetirse ante la reiterada tontería en los medios presuntamente serios?  En el editorial de marras, se advierte: “los usuarios han de ser conscientes de que los datos que suministran a Facebook, a veces con un simple ‘me gusta’, pueden ser utilizados de manera irregular”. Soy consciente, benemérito editorialista: si pongo “me gusta” en la foto de un gatito me arriesgo a que me llegue publicidad de comida para gatos. ¡Terrible riesgo!
            Sigo citando (las bobadas crean adicción): “La mejor forma de proteger la privacidad es no exponerla al gran escaparate que representa Facebook”. Y la mejor forma de proteger tu mercancía es no exponerla en el escaparate, amigo comerciante. ¿No se habrá dado cuenta el editorialista de que los usuarios de Facebook suben a su muro solo aquella parte de su privacidad que les interesa exponer? Su gracioso gatito, el gran viaje que han hecho, el éxito de la presentación de su libro, lo indignados que están por este o aquel atentado? ¿No se habrá enterado de que para exponer la privacidad que no queremos exponer ya tenemos el teléfono móvil, donde algunos no tienen inconveniente en hablar de lo más íntimo en plena calle o en el vagón del tren?


Martes, 1 de enero
METAFÍSICAS

Comienzo el año con Un libro sobre Platón, de Antonio Tovar. Me divierte oírle decir lo que yo muchas veces he pensado: “Los comienzos de la metafísica se mezclan con juegos de palabras. Hay en las obras de Platón descubrimientos tan elementales que, si no fuera porque están en griego (lo cual los ha hecho parecer más sublimes) y porque hoy, cuando no respetamos tanto el griego por el hecho de serlo, los leemos con sentido histórico, habríamos de imprimir muchas páginas en letra pequeña, como portadoras de engañifas para niño”.
            Que los filósofos acostumbran a dar gato por liebre, como ciertos artistas contemporáneos, yo siempre lo he pensado. A menudo la abstrusa terminología no encubre más que una obviedad, un sofisma o, simplemente, una tontería.
            Y no digamos nada de los teóricos de la literatura, siempre a vueltas con su Derrida y su Bajtín y su muerte del autor o de la literatura y otras cosas igualmente estupendas.
           

Miércoles, 2 de enero
EN EL SAVANNA

No hace falta haber estudiado astrofísica para saber que la realidad está llena de agujeros. Yo he caído más de una vez en ellos, pero hasta el momento siempre he podido agarrarme al borde y salir con bien. Y no me refiero a esos momentos en que parece desaparecer el suelo bajo nuestros pies, como cuando mi primera mujer me dijo que no le gustaba la vida que llevaba, que había pedido el traslado y que preferiría que, al menos durante un tiempo, yo no la acompañara. Tan ciego estaba yo que ni se me había ocurrido pensar en la posibilidad de una cosa así. La segunda vez, con mi segunda mujer, ya no me cogió tan desprevenido.
            No me refiero a eso, no. No me refiero a las grietas metafóricas que te rompen la vida. El día de Navidad salí del hotel muy temprano y paseé por el parque todavía cerrado al público. Me gusta, una vez al año, estar allí a solas, como si fuera mi jardín privado. En el jardín japonés, al otro lado de donde se alza el edificio de la biblioteca, me encontré un sendero entre los árboles alfombrado de hojas amarillas. Invitaba a recorrerlo, y eso es lo que yo hice. No podía ir muy lejos. Cerca, allí mismo, está la calle Rivero. No podía ir muy lejos, pero lo hacía. Caminé y caminé y parecía no tener fin. De pronto, se abrió en un pequeño claro alrededor de una fuente. Un cervatillo bebía en ella, como en un tapiz medieval. No se asustó cuando aparecieron unas damas vestidas con trajes de época. “Están ensayando alguna función de teatro al aire libre”, me dije. Y de pronto aquellas tres damas me miraron. Eran tres arpías. Mi primera, mi segunda y mi tercera mujer. Una alucinación, una de mis paranoias, pensé. Me medico desde hace tiempo. Desde que me abandonó la primera. Y no debería tomar alcohol, no mezcla bien con las pócimas que me receta el psiquiatra. Y nunca lo tomo, pero a veces en fechas especialmente deprimentes hago una excepción. Salí corriendo y al momento me encontré en terreno conocido, como no podía ser de otra forma. El cervatillo salió conmigo y tardó en desaparecer. Hay alucinaciones persistentes.
            Estábamos en el Savanna, solos nosotros dos, cuando se habían ido los últimos trasnochadores y el camarero no disimulaba su impaciencia. Acabó pidiéndonos que abandonáramos el local. ¿Pidiéndonos? Me di cuenta de pronto de que estaba solo, de que sobre la barra solo había una copa que se había ido vaciando una y otra vez, de que la realidad está lleva de agujeros, de grietas en las que uno mete inadvertidamente el pie y se viene abajo. Pero, hasta la fecha, yo siempre he conseguido levantarme.





Revelación de secretos: Renace el universo

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Jueves, 3 de enero
PERDIDO Y ENCONTRADO

No soy  un aventurero. Camino con dificultad fuera del terreno conocido. Meto cautelosamente un pie en el agua para comprobar la temperatura y casi siempre acabo volviendo a la tumbona de la costumbre por encontrarla demasiado fría.
            Cuando pasé por Estambul, hace unos meses, cenaba en el café Loti, con su gran terraza a Divan Yolu, la animada avenida del tranvía, frente a un cementerio (tardé en darme cuenta de que lo era).  Vuelvo ahora y me alojo allí mismo, en el hotel que lleva el nombre del escritor viajero. Desde la ventana, contemplo los elegantes mármoles y el arbolado donde reposan ilustres prohombres del tiempo del Imperio.  Muy cerca, a un lado tengo un McDonald’s, al otro un Burger King y enfrente un Starbucks. No es que piense visitarlos, pero me tranquiliza que estén ahí.
            A quien dedico mi primer saludo es al Hipódromo, a dos pasos del hotel. Quedan pocos restos de su pasada grandeza: el obelisco de Teodosio, la descabezada columna serpentina, el obelisco amurallado. Queda el espacio y, si cierro los ojos, el rugido de la multitud, cuando en el último minuto un caballo adelanta a otro. Pero quizá lo que me viene a la memoria tenga menos que ver con la realidad que con alguna película como Ben-Hur.
            Santa Sofía (una santa que quizá es solo un error de traducción) y la Mezquita Azul, que no es azul, sino gris, llevan siglos rivalizando. Yo tengo pocas dudas de que el triunfo es para la más vieja. La Mezquita Azul sigue siendo mezquita y para entrar en ella hay de descalzarse. El frío de las alfombras acentúa lo desangelado del interior, en obras. No parece un lugar para el recogimiento, por mucha fe que se tenga.
            Santa Sofía es ahora un museo, pero algo queda allí del aliento de los emperadores bizantinos, del fervor destructor de los iconoclastas, de la barbarie de los cruzados, del rumor policromado de la historia. En cada rincón, hay una maravilla. Y tras cada ventana, por las que nadie se asoma, una estampa antigua que parece coloreada a mano.
            Santa Sofía abraza, perderse en ella es encontrarse. La Mezquita Azul acoge con frialdad de hospital; entré y salí rápidamente de ella.
            Como buen ateo, soy muy sensible a los espacios sagrados. Solo los creyentes odian o desprecian a las religiones, a todas, salvo a la suya. Muy religiosos eran los santos varones de la segunda Cruzada que entraron a saco en Constantinopla y destrozaron las imágenes heréticas de Santa Sofía. Yo en ninguna parte me he encontrado más cerca de la paz y del enigma, del Dios que no existe y del centro de mí mismo, que en una mezquita, la de Plovdiv, a la que vuelvo siempre que puedo, a no ser en aquel comienzo del sabbatjunto al Muro de las Lamentaciones, o en alguna iglesuca aldeana donde un puñado de viejas medievales, como en una página de Valle-Inclán, bisbiseaba el rosario.
            Los lugares, como las personas, nos provocan amor o rechazo a primera vista. Yo detesto el palacio Topkapi, que no es un palacio sino un conjunto de dispersos pabellones, y compadezco a los sultanes que tuvieron que vivir allí. Quizá por eso, porque sabe de mi antipatía, me recibe esta vez con ráfagas furiosas de viento y lluvia. Ni siquiera me deja admirar las vistas del Bósforo, lo mejor del lugar.
            Me refugio en el museo arqueológico, un recinto decimonónico que siempre me ha fascinado y no por au colección de arte islámico (me aburren pronto azulejos, alfombras y porcelanas), sino por la prodigiosa sala de los sarcófagos. Parte está en obras y no puedo ver el atribuido (erróneamente) a Alejandro Magno, pero hay otros bastante más sugerentes. Algunos tan monumentales como un retablo catedralicio.
            Me aventuro muy temerosamente fuera de mi zona de control. Tardo mucho en sentirme seguro fuera de casa. Pero en Estambul ya tengo un barrio donde estoy en casa, ya he reconstruido mi pequeño Oviedo. Para dormir, el hotel Pierre Loti; para viajar en el tiempo, Santa Sofía; para comer, el Sultanahmet Köftecisi, con fotos de clientes ilustres en las paredes y algo de dinnerneoyorkino; para leer con un café y alguna delicia turca, el Hafiz Mustafá 1864 (y lo bueno es que hay uno cerca del hotel y sucursales, igualmente confortables, en todas partes).
            Llego de noche a una ciudad y en el primer amanecer (me gusta madrugar) me encuentro perdido, aterrado, Pero a la mañana siguiente ya he tomado posesión de mi territorio, ya me siento como en casa.
            Es lo que me ocurre con este rincón de Estambul, en el que una piedra miliar señala el punto de partida de todas las carreteras del Imperio. Aquí estuvo, hace tiempo, el centro del mundo. Sonrío al pasar fatigado junto a ella, de regreso al hotel. “Y lo sigue estando”, pienso.


Viernes, 4 de enero
DE NUEVO EN CASA

Por un momento, mientras asciendo en el funicular Tünel desde el puente de Gálata hasta la parte alta del antiguo barrio de Pera, tengo la impresión de que voy a aparecer en una de las colinas de Lisboa, en la de Lavra quizá, con su estatua al milagrero doctor Sousa Martins y sus exvotos. Pero no salgo a Lisboa, sino a una calle ancha y peatonal, recorrida por un nostálgico tranvía, que nada tiene que ver con el Estambul que conozco.
            ¿París, Viena, Budapest? Cualquier ciudad de la vieja Europa, con su arquitectura historicista, sus doradas verjas palaciegas y sus cafés con vidrieras modernistas. Hay pasajes cubiertos, centros comerciales, cines, librerías…
            Y de pronto, para acabar de convencerme de que es el lugar en que me gustaría vivir, me encuentro con una triple arcada que me lleva a un rincón de Venecia, a una plazuela que corona la fachada gótica de Madonna del Orto.        
            “¿Qué hace aquí Juan Pablo II, ese Juan Carlos I del papado?”, me pregunto con gesto de desagrado, como quien encuentra una mosca en la sopa, al ver una ensotanada estatua. Pero no, no es el político polaco de la Banca Ambrosiana y los Marcial Maciel, sino Juan XXIII, que cuando fue nombrado papa era patriarca de Venecia y que pasó aquí diez años, del 34 al 44. La iglesia está dedicada a San Antonio de Padua, que no es otro que Santo António de Lisboa.
            No necesito más para sentirme como en casa mientras paseo por Istiklal Caddesi, que antes fue la Grande Rue de Pera. Aquí me quedaría a vivir, ya digo.
            Me quedaría a vivir tres días, pienso cuando lo pienso mejor. ¿Dónde encontraría los libros que necesito cotidianamente, como el pan? El turco no lo leo y el inglés malamente y yo necesito hojear al menos media docena de novedades cada día para quedarme con una o dos.
            Afortunadamente, existen los i-book, existe Internet. Entraría todos los días en Iberlibro y en otras librerías digitales y me iría pidiendo los títulos que me interesaran. No daría la dirección de mi casa (casi nunca estoy en casa), sino la de mi cafetería habitual (ya le he echado el ojo a una) y al llegar cada mañana el camarero me traería, sin necesidad de preguntar, mi café y mi vaso de agua, y además el paquete o los paquetes de libros que acaban de llegar.
            Problema solucionado. Ya tengo un lugar tranquilo (o bullicioso: yo me concentro muy bien en medio del barullo: ventajas de haber sido un niño pobre y de familia numerosa que no tuvo un cuarto propio hasta que no pudo pagárselo), café y libros, ¿pero qué pasa con los contrincantes dialécticos? Quiero decir, con los amigos. Porque para mí un amigo no es alguien con quien irse de juerga ni un hombro en el que apoyarse en los malos momentos ni alguien con quien compartir prejuicios. Para mí un amigo es para debatir, combatir dialécticamente, ejercitar los músculos de la mente. Y amigos así cuesta mucho encontrarlos: nada disgusta más a la mayoría que el que le lleven la contraria. A mí no, yo lo veo como un reto. “¿Que estoy equivocado? ¿Que no tengo razón? Pues vamos a ver las razones que me das para ello, me encanta rectificar”.
            Todo el mundo piensa que hablo irónicamente cuando digo que me gusta rectificar. “¡Tú no rectificas nunca!”, me responden. Pero hablo con total sinceridad. Estar equivocado es para mí algo humillante, rectificar no. Y siempre doy las gracias a quien me demuestra que estoy equivocado. Lo cual es fácil en cuestiones puntuales (me fío demasiado de mi memoria y me juega malas pasadas), pero un poco más difícil cuando tiene que ver con el pensamiento lógico. Razonar creo que razono bastante bien, tratando de esquivar los sofismas habituales. Pero puedo estar equivocado y reto a cualquiera a que me lo demuestre.



Sábado, 5 de enero
VIEJOS VERSOS

No es el mejor día para un crucero turístico. El viento y la lluvia impiden salir a cubierta. Desde las ventanas empañadas, contemplo Asia a un lado y al otro Europa, como en el poema de Espronceda. En cuanto aparece una negra y almenada silueta, la del castillo Rumeli construido por el sultán Mehmed II en 1452 para atacar Constantinopla (según explica el guía), a la memoria me vienen unos versos: “Vivir en un castillo junto al Bósforo, / viendo pasar los barcos y la historia, / prisionero entre el ruido de las olas”.
            Sonrío al recordar que los escribí yo, hace casi medio siglo, y que están publicados en un libro ,Marineros perdidos en los puertos, del que renegué de inmediato.
            Junto al Bósforo, en lujosas mansiones, viven los privilegiados de Turquía. En este día gris, no parece un lugar apetecible, al menos no para mí.
            Lo cierto es que, hace siglos, yo soñaba con este lugar. Lo recorro ahora con parsimoniosa melancolía. Nunca es tarde para hacer realidad los sueños de la adolescencia. Pero para vivir, vivir, ni un castillo ni un palacio junto al Bósforo; mejor mi piso de Murillo, 5.


Domingo, 6 de enero
REGALO DE REYES

Todavía medio dormido, se me ocurre pensar que es la mañana de Reyes y que hace años que los Reyes no se acuerdan de mí.
            ¿No se acuerdan? Descorro las cortinas y veo encenderse sobre la calzada las luces que avisan del paso del tranvía y escucho el trino de los pájaros madrugadores y contemplo las cúpulas, los tejados y los monolitos de mármol que se alzan sobre el olor a madreselva, tras los muros del cementerio. Estar aquí ya es un regalo, pienso. Cuando era niño, siempre pedía libros. Ahora pido ciudades. Una ciudad es un libro que uno nunca se cansa de leer.
            Y el niño que yo fui me trae a la memoria otro niño que ahora disfruta la magia de sus primeros Reyes. Le han dejado un regalo en mi casa, que le entregaré cuando vuelva.
            A la cabeza me viene de improviso otro regalo. No le hará ilusión, son solo cuatro versos. Quizá sí cuando pasen los años.
            Me levanto, busco un folio (no hay ninguno con el nombre del hotel, lástima) y escribo en letras mayúsculas: “A Martín, en la mañana de Reyes”. Me esfuerzo para que mi letra resulte inteligible:
            “Fuente de luz, arroyo de alegría, / talismán que protege de lo adverso, / en ti vuelvo a vivir la niñez mía / y en tus ojos renace el universo”.



Revelación de secretos: Blindar el corazón

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Viernes, 11 de enero
FALTAN REPUESTOS

La admiración tiene fecha de caducidad, como el amor o los yogures. Con los años, aprendo escepticismo: el amor de hoy es el odio de mañana, el más agresivo detractor fue el mayor admirador. Pero en uno y otro caso, hay algo más grave: la indiferencia.
            Pronto a aprendí a no darle demasiada importancia. Siempre he sido conformista con lo que no tiene arreglo.
            Hasta cierta edad, a un amor le sucede otro, con intervalos más o menos largos, pero nunca demasiado largos, que servían para relajarse y disfrutar.
            Si un admirador se iba (antes le parecías el mejor crítico del mundo, el más valiente, ahora un lenguaraz incapaz de hacer carrera literaria), otro llegaba y a veces había quien volvía después de probar fortuna en los alrededores de Babelia o en sitios peores.
            Hasta cierta edad. Ahora los recambios comienzan a demorarse demasiado. Habrá que cuidar más lo que uno tiene, hacer que dure todo lo posible, porque, como en la Cuba asediada, cada vez resulta más difícil conseguir repuestos.


Sábado, 12 de enero
PEQUEÑO MUNDO

Ocurrió en una estación marítima, la de Yenikapi, de donde parten los ferrys para las islas Príncipe y para varias poblaciones de la orilla asiática del mar de Mármara.
            Yo había llegado paseando al azar, sin intención de embarcar hacia ninguna parte. Las calles que llevan hasta el Cuerno de Oro están llenas de vida: orgullosas mezquitas que parecen alzar sus manos al cielo, fantasiosa arquitectura europea, perspectivas vistas en algún viejo grabado, coloristas puestos que ocupan las aceras desbordando al Gran Bazar. Las que van hacia el otro lado, hacia el sur, parecen de una ciudad distinta, con sus aceras destrozadas, sus retorcidos callejones, sus iglesias acurrucadas en un rincón.
            Al comienzo, sobre los tejados, deslumbra el azul del mar como una llamada, como una tentación. Pero pronto desaparece y cansados de dar vueltas al laberinto renunciamos a llegar hasta él, volvemos a la zona más monumental y animada.
            Aquella tarde, una tarde de agresiva soledad, yo quise confirmar que el azul entrevisto no era una ilusión óptica. Di vueltas y más vueltas, hice algunos descubrimientos (el patio con naranjos ante una iglesia griega, al que se llegaba por un desvencijado y camuflado portón) y por fin di con una infranqueable muralla: una autovía y la línea del metro exterior. La fui bordeando, por una acera que apenas lo era, sorteando charcos y socavones, hasta encontrar un paso elevado. Lo crucé y seguí caminando, por una especie de barrizal (del mar me separaban desvencijados barracones) hasta que llegué a la estación marítima que tenía la imagen de un delfín en lo alto y el nombre de la compañía que parecía utilizarla en exclusiva: Ido. En aquel instante, el sol comenzaba a desaparecer en el horizonte y todo se embadurnaba de melancolía.
            Un puñado de solitarios en el hall, en la cafetería. Nadie hablaba con nadie. Todos daban la impresión de que llevaban allí mucho tiempo esperando y que no les importaría seguir haciéndolo toda la eternidad. Miré el cartel luminoso que indicaba las llegadas y partidas. Dentro de quince minutos, salía un ferry para Yalova. Nunca había oído ese nombre, no sabía si era una población grande o pequeña, nada ni nadie me esperaba allí, pero tuve la tentación de subir a ese barco, de navegar en el crepúsculo, de llegar de noche a ninguna parte.
            ¿A ninguna parte? Saco el móvil y me entero de todo lo que hay que saber sobre Yalova: que es más o menos del tamaño de Avilés, que en ella residió Atatürk, que cuenta con fuentes termales. No merece la pena la aventura, seguro que allí no hay aterradores lestrigones ni Circes que me conviertan en cerdo ni sirenas que me lleven a la perdición.
            Cuando todo el mundo cruza los controles para subir al barco, yo me quedo solo en la sala de espera. ¿Solo? Eso creía. Un anciano se me acerca y, tras dirigirme lo que parece un saludo, me suelta una larga parrafada. Cuando le hago entender que no entiendo su idioma, se entera de dónde soy y comienza a hablar en un borroso español: “De joven, viví algún tiempo en Argentina y conocí a Jorge Luis Borges. Yo trabajé como mesero en una de las confiterías que él frecuentaba”.
            Una vez le prestó dinero, otra vio como una mujer mayor, que debía ser su madre, le sacaba de allí a empellones, dejando a la muchacha que le acompañaba con los ojos llenos de lágrimas y a todos los clientes avergonzados.
            Qué pequeño es el mundo, me dije sonriendo. Volvía a sentirme cerca de todo, lejos de nada.


Domingo, 13 de enero
REGRESOS

La última vez que fui al cine (estoy perdiendo esa buena costumbre) me apetecía ver El regreso de Mary Poppins, pero sentí un poco de vergüenza, me parecía un divertimento impropio de mi edad y condición, y me decidí por Tiempo después, el regreso de José Luis Cuerda.
            Me arrepentí de inmediato: no es más que un dilatado chiste. No sonó ni una sola risa en la sala, a pesar de que toda la película está llena de golpes de humor al apolillado estilo de La Codorniz. A ratos me daba la impresión de asistir a una función colegial, a un piadoso homenaje a una vieja gloria.
            Este domingo dejé de lado mis prejuicios contra la acaramelada factoría Disney y volví a escuchar el cuento de la niñera (que nada tiene que ver con El cuento de la criada, de Margaret Atwood) y disfruté tanto como si tuviera de nuevo siete u ocho años (en realidad, los sigo teniendo).
            Sonreí ante el malvado banquero que interpreta Colin Firth. Es un corderito enternecedor si se compara con los banqueros reales, con ese Francisco González, por ejemplo, que no tuvo reparo en encargar (pagando con dinero ajeno) que se pincharan los teléfonos de quien hiciera falta (del rey abajo, no se salvó ninguno) para que a él no le movieran la poltrona antes de tiempo y le impidieran llevarse a casa el botín previsto.
            “El genio es la infancia recuperada voluntad”, afirmó Baudelaire en frase que a mí me gusta repetir. Si es así, yo soy bastante genial.

Lunes, 14 de enero
OTRA HISTORIA

No todas las vidas duran toda la vida. Algunas se acaban mucho antes. La de Juan Cueto, por ejemplo. Era el maestro, el ejemplo a seguir, en los años de Cuadernos del Norte, de su colaboración continua en El País. Vigía avizor, nada que valiera la pena parecía escapársele. Estaba al tanto de los avances de la semiótica o de la teoría política y del fútbol y de la música pop y de todo lo que se moviera en la alta, la baja y la ínfima cultura de cualquier país.
            Pero ese Juan Cueto, el que ha quedado en la memoria de todos, el que estos días exaltarán por un día los más diversos articulistas, no solo el servicial Juan Cruz, desapareció hace un cuarto de siglo, cuando fue fichado para poner en marcha la primera televisión de pago española.
            Tuvo éxito en la complicada empresa, pero para ello debió dejar a un lado al escritor que era. Siguió dando tumbos, de éxito en éxito hasta la derrota final, por Francia y por Italia. Tejemanejes empresariales devolvieron al aprendiz de brujo a Gijón, a su Villa Ketty, y a la vida que no debía haber abandonado. Reanudó la colaboración en El País, pero ahora sus antaño deslumbrantes artículos, aunque seguían con la misma llamativa retórica, o quizá por eso, dejaron de tener gracia, o tenían una gracia vintage, algo demoledor para quien siempre había querido ir un paso por delante de los pioneros.
            Al poco llegó la enfermedad y Juan Cueto, que hasta entonces estaba en todas partes, bajo todos los focos, se recluyó en sí mismo. No le olvidaron los buenos amigos de los tiempos de gloria y hubo varios intentos de rescatar su obra, el más sonado Cuando Madrid hizo pop, recopilación a cargo de Miguel Barrero. El eco periodístico, como siempre ocurrió con Juan Cueto, fue grande, pero no sé si tuvo muchos lectores.
            “La moda es lo que pasa de moda”, decía Jean Cocteau. Qué envejecidas nos resultan hoy las novedades de los años ochenta. No me he atrevido a releer algún capítulo de los libros que tanto admiré en su momento, Exterior, noche o Pasiones catódicos. Lo dejo para más adelante.
            Ahora es el momento de recordar a la persona generosa, ya un personaje, que una tarde se acercó a mí en el Café Dindurra (nunca habíamos hablado antes). Me saludó y me dijo que había leído algún número de la revista Jugar con fuego y que le gustaría que yo colaborara en la revista que estaba preparando, Los Cuadernos del Norte. Y yo colaboré –en los primeros números– con nombre propio y ajeno y con unos irreverentes diálogos que a punto estuvieron de causarle un problema. Pero el problema le vino por otro lado, por el de su admirado Camilo José Cela, la Virgen de Covadonga y la ultraderecha asturiana. Pero esa es otra historia.


Martes, 15 de enero
NO ES VERDAD

He blindado tan bien el corazón, lo he protegido tanto, que ya no sé si tengo corazón. Hago recuento de amores perdidos, de amigos perdidos, y siento menos tristeza que alivio. “Quien deja de quererte no te ha querido nunca”, me digo para consolarme. Y finjo que me lo creo, aunque de sobra sé que no es verdad.


Miércoles, 16 de enero
QUÉ FÁCIL

Qué fácil hacer daño a los demás, incluso sin querer. Qué difícil ayudarles, aunque pongamos todo el empeño en ello.
            Un amigo pasa por un mal momento y yo debía abrazarle, llorar con él, hacerle sentir que cuenta conmigo. Pero soy incapaz. Me quedo rígido a su lado sin saber qué decir.
            Lo mío es la ironía, el debate, el choque de espadas, el juego y el silogismo. Cuando llega la hora de la verdad, me temo que valgo para poco.


Jueves, 17 de enero
TELÓN O GUILLOTINA

A veces el telón cae mucho tiempo después de que haya terminado la función; otras golpea de pronto como una guillotina. Dos malas maneras de abandonar el mundo, la de Juan Cueto, años después de abandonarlo, y la de Areces, el político al que yo siempre voté, en ocasiones con reparos, que ni tuvo tiempo de percatarse de la que se le venía encima. Me deja temblando esa espada de Damocles que todos tenemos sobre nuestra cabeza.
            Dos malas maneras de abandonar el mundo, si es que hay alguna buena. Yo prefiero la segunda, pero si es posible después de cumplir los noventa años.


Viernes, 18 de enero
DECIR ADIÓS

No te encariñes demasiado con nadie, no dejes que nadie se encariñe demasiado contigo. Así, cuando llegue la hora, quizá decir adiós te resulte más fácil.

Revelación de secretos: No entiendo nada

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Sábado, 19 de enero
UN VIAJE EN TREN

Uno de mis terrores infantiles, al entrar y salir de Asturias, era que el tren, aquellos trenes todavía de vapor, se averiara en Pajares dentro de un túnel y todos los viajeros muriéramos asfixiados.
            Esa fantasía mía estuvo a punto de hacerse realidad en uno de los viajes del poeta José María Souvirón, según leo en su recién editado diario, tan representativo por otra parte del recio ideario falangista de la época.
            Viajaba en el ferrocarril trasandino de Santiago a Buenos Aires para incorporarse al bando nacional en la guerra civil española. En lo alto de la cordillera, cuando atravesaban un largo túnel, la locomotora se detuvo, continuó echando humo y los viajeros comenzaron a ahogarse. El revisor les dijo que no se les ocurriera salir, que aguantaran.
            En el compartimento del poeta, salvo él, todo eran mujeres, así que, naturalmente, él tomó el mando: “Yo me asfixiaba como cualquiera de ellas, y tenía tanto miedo como cualquiera de ellas, pero tuve que hacer de tripas corazón y conducirme como varón robusto y bravo”.
            Las mujeres gritaban histéricas. Una de ellas llevaba dos botellas de whisky en la maleta. Se las bebieron y eso ayudó a calmar los ánimos. Bajaron del tren y a oscuras, tosiendo y tropezando, comenzaron a caminar hacia uno de los lados. Por ninguna parte se veía la salida, así que no supieron si habían elegido el camino más corto.
            Por fin salieron al aire libre, entre montañas cubiertas de nieve y cuando comenzaba a hacerse de noche. Morirían congelados, era lo más probable, pero al menos no asfixiados. Aparecieron unos guardias con linternas y los llevaron a un caminillo cerca de las vías.
            Poco a poco fueron llegando los otros pasajeros. Al encargado del restaurante, lo traían entre cuatro. Se hicieron a un lado para que los demás no vieran que estaba a punto morir. Al parecer había respirado demasiado humo tóxico.
            Emprendieron camino hasta un puesto de carabineros y allí les dieron pan y queso, lo único que había. A la mañana siguiente llegó una caravana de automóviles en los que se metieron apretujados. Pasaron casi más angustia que en el tren: el suelo estaba resbaladizo y los coches patinaban al borde de aterradores precipicios.
            Cuando llegaron a Mendoza, el bueno de Souvirón, cansado de hacer de hombre fuerte, no pudo resistir más, sufrió un desmayo y cayó al suelo como una señora histérica cualquiera. Tardaron un día más en llegar a Buenos Aires.


Domingo, 20 de enero
MI FILÓSOFO FAVORITO

Mi filósofo favorito es el mismo que el de don Miguel de Unamuno, que no era Kierkegaard, como cree la gente, sino Pero Grullo. Y de sus irrefutables aforismos el que prefiero afirma que todo tiene sus pros y sus contras.
            Una de las principales reglas del arte de ser feliz (o del de intentar serlo) consiste, cuando no podemos cambiar una situación, en disfrutar de los pros y atenuar en lo posible los contras.
            “Disfruta de lo que tienes, olvida lo que te falta”, me repito a mí mismo como un cansino libro de autoayuda.
            Pero qué imposible olvidar a quien tanto me falta.


Lunes, 21 de enero
LO QUE HAY QUE OÍR

Recordé la frase de Woody Allen: “La realidad no imita al arte, sino a las malas series de televisión”.
            Estaba yo sentado, como cada mañana a esa hora, en la mesa redonda de Los Porches, leyendo un monográfico de la revista portuguesa Ler dedicado a Os Maias, la inagotable novela de Eça de Queirós, cuando al otro extremo (la mesa es colectiva, como en los viejos mesones) se sentó un tipo con un maletín, que de inmediato sacó el teléfono y empezó a hablar con unos y con otros, al parecer clientes.
            De pronto, no pude por menos que prestar atención. El tono obsequioso habitual había cambiado a otro más tabernario. “¿Me estás amenazando? ¿Me estás amenazando? Eso también puedo hacerlo yo. Si tú tienes tus matones, yo tengo los míos. Los míos son mexicanos. ¿De dónde son los tuyos? Ya te he dicho que se te pagará, lo que haya que pagarte, que no es lo que tú pides, después del verano. Y si no estás conforme, te jodes, tío, y no me vengas con amenazas”.
            Traté de centrarme en la entrevista con Carlos Reis, experto queirosiano, que fue mi profesor en Coimbra hace no sé cuántos años. Resultaba difícil, aunque la discusión había terminado. Otra llamada y comienza a contar lo que ha ocurrido. “Está muy exaltado el dichoso Méndez. No para de dar la tabarra. Pues que se ande con cuidado porque vamos a tener que acabar cortándole las orejas”.
            Y todas esas barbaridades las decía en voz alta, rodeado de gente que tomaba tranquilamente café, como si estuviera solo en su oficina de no sé qué negocios raros.


Martes, 22 de enero
EN POCAS PALABRAS

Un libro que no leería nunca.
––El Ulises de Joyce. Pero podría dar conferencias sobre él.
¿Qué frase se tatuaría si se viera obligado a ello?
––Me muero porque me quieran. Ya me la he tatuado. Con tinta invisible.
¿En qué país le gustaría haber nacido?
––En la Grecia de Sócrates.
¿En qué país le gustaría morir?
––No me gustaría morir.
¿A quién envidia?
––A todas las personas más inteligentes y cultas que yo.
¿Cerveza, vino o whisky?
––Agua. Del tiempo.
La música que prefiere.
––El rumor de la mañana cuando la ciudad despierta.
Su fin de semana favorito.
––El que se parece a los otros días de la semana.
El lugar ideal para las vacaciones.
––Nunca tomo vacaciones si puedo evitarlo.
¿Cuál es la cualidad que más le gusta en una mujer?
––La misma que en un hombre.
¿Cuál es la cualidad que más le gusta en un hombre?
––La misma que en una mujer.
¿Y es?
––La inteligencia.
Algo que no le canse nunca.
––Ver vivir.
Una ciudad.
––Cualquiera donde haya alguien a quien quiera.
Un libro que no se cansa de leer.
––El libro de la vida.
Si no fuera quien es, ¿quién le habría gustado ser?
––Dios.
¿Cree en Dios?
––No, pero es uno de mis temas de conversación favoritos.
Algo de lo que no tenga ninguna duda.
––Que todo es dudoso, incluso que todo sea dudoso.
Su pareja ideal.
––El doctor Watson.
¿Qué libro le gustaría haber escrito?
––El que estoy comenzando a escribir.


Miércoles, 23 de enero
SECUELAS

Hacia tiempo que no recordaba días como estos, de lluvia perpetua, de la mañana a la noche. Dan ganas de no salir de casa, encender un buen fuego en la chimenea, y acurrucarse junto a ella con un inmenso novelón en las manos, mejor Dumas que Dostoyevski, aunque tampoco sería mal momento para decidirse a releer En busca del tiempo perdido.
            Pero a mí esos deseos de encerrarme en casa para resguardarme del mal tiempo se me pasan pronto. Afortunadamente, todavía no estoy jubilado, todavía tengo mis clases, y cuando estas falten me quedarán mis tertulias, de las que nadie me puede jubilar.
            Por otra parte, salvo por casos de fuerza mayor, muy mayor, me resultaría imposible estar un día entero sin salir de casa. Mi amigo Marcos, me recuerda que una vez, hace más de veinte años, estuve en la cama con gripe y él, Xuan Bello y Silvia Ugidos se ocuparon de ir a la farmacia y prepararme un zumo de naranja. Pero no creo que el fuera de combate durara más de un día. Luego me las apañé como pude. De momento, he tenido suerte en el tema de averías. Una vez me quedé afónico, pero coincidió con un periodo en que no había clases, sino exámenes, y no tuve que pedir la baja.
            No necesito recurrir al psicoanálisis para averiguar de dónde viene esta fobia mía a quedarme en casa, llueva o nieve, con fiebre o sin ella. Podían ser peores las secuelas del encierro forzoso en tiempos de aquel general. No me quejo.


Jueves, 24 de enero
EL MUNDO AL REVÉS

¿Qué pasaría si Hillary Clinton, con las buenas razones democráticas de que había sacado más votos que el otro candidato, se proclamara, en contra de la Constitución, la presidente legítima de Estados Unidos, incitara a sus partidarios a manifestarse violentamente y pidiera a los otros países que no reconocieran al gobierno del suyo y que aplicaran sanciones económicas que perjudicaran gravemente a sus conciudadanos basándose en el principio de que, cuanto peor con Trump, mejor para sus intereses?
            ¿Qué pasaría si en Francia un partido político decide no presentar candidato a las elecciones presidenciales, por creerlas perdidas, y luego se dedica a deslegitimar al ganador?
            Pero esas cosas –el mundo al revés– solo pasan en Venezuela. Allí los golpistas son aplaudidos por los demócratas del resto del mundo. Allí la Constitución y las leyes solo obligan al gobierno, los opositores pueden pasárselas por debajo del puente colgante.
            No entiendo nada. O lo entiendo demasiado bien. Un movimiento de verdad revolucionario, si triunfa democráticamente, se convierte en un ejemplo demasiado peligroso para los otros países donde unos pocos viven cada vez mejor en sus confortables recintos murados mientras la mayoría sobrevive sometida a la ley neoliberal de la jungla.
            Eso al menos es lo que yo pienso en este día que me llena de vergüenza. Pero ya se sabe, o eso al menos dicen mis amigos, que yo de política no entiendo nada.


Revelación de secretos: Cinco mil ratones

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Viernes, 25 de enero
REALISMO SUCIO

Nada interesa más a la audiencia, como bien saben los directivos de Telecinco, que las peripecias escabrosamente sentimentales de los demás.
            Hoy acapara la tertulia un poema de Facebook en el que una poeta enumera, sin perdonar detalle, las razones que ha tenido para echar de casa a su pareja, también poeta y buen amigo de todos nosotros. Como no es la primera ruptura escandalosa que ha protagonizado, todos tenemos muchas cosas que contar.
            ––¿Y esto es una tertulia literaria?, protesta Alicia Pertierra. ¡Parece más bien un programa de Sábado Deluxe con García Martín haciendo de Jorge Javier Vázquez!
            La verdad es que el poema se las trae: “Estás podrido. / Estás sucio. / Apestas el mundo. / No tengo suficiente lejía / para retirar esa mugre / de mi casa”.
            ––A esto llevan las redes sociales. A que ya no haya intimidad. Por eso yo, como Silvia, me niego a estar en Facebook, dice Almuzara.
            ––Qué culpa tendrá Facebook. Airear los trapos sucios para diversión del personal es decisión de cada uno. Hay desahogos que se pagan con el precio del ridículo.
            Será decisión de cada uno, pero lo elegante, cuando algún conocido mete tan estrepitosa y tan públicamente la pata, es mirar para otro lado, no hozar con recochineo en el tema, que es lo que hacemos nosotros. Vuelvo a casa con mala conciencia.


Sábado, 26 de enero
ECKERMANN EN VELINTONIA

La literatura, cuando no es grande, envejece antes que los alrededores de la literatura. Me aburren, desde hace tiempo, los poemas de Aleixandre, que me fascinaron cuando era joven, pero vuelvo a hojear los Cuadernos de Velintonia, de José Luis Cano, y paso un rato muy entretenido con la chismografía de la época. Recuerdo que, cuando los leí por primera vez, me indignaron la insistencia del poeta en dejar constancia de sus presuntos escarceos eróticos y su silencio sobre la verdadera historia de su corazón, que luego se ocuparían de airear Molina Foix y Ruth Bousoño.
            El tiempo, que tan cruel se muestra con la escritura que pretende permanecer al margen del tiempo, enriquece la que está ligada a nuestra pequeña historia. “Me habla Vicente con mucho entusiasmo de Alejandro Duque Amusco, poeta sevillano de veinte años a quien ha conocido hace algunos días, aunque ya habían cruzado alguna carta el pasado verano. Estudia Farmacia en Granada y es un apasionado de la poesía aleixandrina, sobre todo de La destrucción o el amor. Fue a verle el último verano a Miraflores para conocerle”.
            Tantos años después, Alejandro Duque Amusco publica en el número de Clarín ahora en imprenta un enésimo estudio de la poesía de Aleixandre. Me emociona esa fidelidad. Recuerdo que le encontré un día en Madrid, a principios de los ochenta. Charlábamos tranquilamente de esto y de aquello (yo había reseñado su primer libro) cuando de pronto miró el reloj y se levantó de un salto. “He quedado con Vicente a las seis –me dijo– y no puedo llegar tarde. Ya sabes cómo es Vicente. Tiene programadas las visitas como un médico o un dentista. Te retrasas cinco minutos y pierdes la vez, hace pasar al siguiente”.
            Me divierten las intrigas de estos años en torno a la Academia y las rencillas entre poetas. Gil de Biedma sale especialmente malparado. También Luis Cernuda, presentado como rencoroso y mala persona. “Recuerdo que una vez en mi casa, Luis cogió de la biblioteca el ejemplar, dedicado por él a Salinas, de su primer libro Perfil del aire y tachó la dedicatoria impresa poniendo encima la palabra merde. Me indignó aquel gesto de Luis, aparte de estropearme el ejemplar”.
            ¿Estropear el ejemplar? En una subasta como la reciente de Durán esa simple palabra manuscrita habría aumentado en mucho su valor.
            José Luis Cano quiso ser el Eckermann del Goethe de Velintonia. Subrayo algunas frases: “Me asombra que hombres tan inteligentes como Laín, Aranguren y Marías crean en un Dios providente y todopoderoso, compatible con la tremenda crueldad de la existencia y el azar injusto que rige el mundo”, afirma Aleixandre. Y Cano responde: “Quizá Dios prefirió suicidarse antes de hacerse cargo de un mundo que había creado en un momento de irresponsabilidad”.


Domingo, 27 de enero
HAIKUS DE INVIERNO

Los dos muy solos, / ancho y ajeno el mundo / en torno nuestro.
            Ya no recuerdo / si alguna vez te quise /ni si te quiero.
            Ni Dios lo sabe. / ¿Hizo bien o hizo mal / cuando hizo el mundo?
            La lluvia insiste / tras la puerta de casa, / muerta de frío.


Lunes, 28 de enero,
ME ENTERO DE TODO

Soy un hipócrita. Mucha mala conciencia por andar chismorreando en la tertulia con las morbosas desventuras sentimentales de un amigo, aireadas en las redes sociales, y hoy llamo a Xuan Bello, que seguro que está al tanto de todo, para enterarme de los detalles. Es como The Dreamers, la pelicula de Bertolucci, que a mí me gustó tanto cuando la vi por primera vez, pero sin Cinémathèque, sin correrías por el Louvre, sin americanos en París.
            Las fantasías eróticas, cuando dejan de ser fantasías, a menudo dejan también de tener gracia.


Martes, 29 de enero
MI BIBLIOTECA

Mi biblioteca, como mi calle o la ciudad en que vivo, solo muy parcialmente es de mi propiedad. Mi biblioteca no son solo esos pocos miles de libros que llenan mi casa, disciplinados alfabéticamente en algunas habitaciones o amontonándose sin orden en cualquier rincón.
            Mi primera biblioteca, la mítica Biblioteca de Alejandría en mi memoria, fue la biblioteca Bances Candamo de Avilés. Por aquel entonces, hablo de 1963 o 1964, había que pedir los libros en préstamo rellenando una ficha y a través de la ventanilla. Solo se podía sacar uno al día y yo dejaba para los fines de semana los libros más extensos y recuerdo bien la angustia de los largos puentes o el cierre durante la Semana Santa.
            En casa no había más libros que los que yo podía comprar con mis pocos ahorros. Qué emoción cuando me dejaron pasar por primera vez al depósito de libros. Allí, en una estantería, estaba todo Galdós: comencé por una punta y acabé por la otra. Mis primeras lecturas literarias fueron los autores del 98, los narradores del XIX y los poetas del 27.
            Nunca he sido un coleccionista de libros, nunca me han interesado las primeras ediciones si había una segunda, tercera o cuarta más accesible y mejor. Detesto las ediciones de bibliófilo, los ilegibles libros antiguos que hay que hojear con guantes y, muy especialmente, los caros libros de artista.
            Los libros, para mí, son una máquina de leer, la más eficaz que se haya inventado nunca. Más que los libros, solo un continente, me interesan las obras que contienen. Prefiero leer en papel, sobre todo la lectura placentera, y si es poesía leer fuera de casa, en una de mis cafeterías habituales.
            Vaya donde vaya llevo mi biblioteca conmigo, aunque no lleve ningún libro. Llamo mi biblioteca a los lugares en que puedo encontrar libros de mi gusto y a los rincones en que puedo sentarme tranquilamente a leerlos.
            Mi biblioteca italiana, mi casa en Italia, por citar un ejemplo, son las librerías Feltrinelli, la de Torre Argentina en Roma, la del corso Cavour en Palermo, la de Piazza dei Martiri, en Nápoles, con sus cafeterías donde leer sin prisa la obra que acabo de encontrar en uno de sus estantes. ¿Y no es mi casa, uno de los mejores rincones de mi biblioteca, aquella mesa de la cafetería de Barnes & Noble que da sobre la arboleda de Union Square?
            A dos pasos de mi calle Murillo, tengo la biblioteca del Campus del Milán, donde trabajo. A menudo necesito un libro que sé que tengo, pero que no está en su sitio, así que en lugar de perder tiempo buscándolo paso por la biblioteca universitaria y me lo entregan a los pocos minutos. ¿Cómo no la voy a considerar mi biblioteca?
            Todos los días necesito hojear libros nuevos. Unos me los trae el correo a domicilio, otros a la redacción de la revista que dirijo, pero donde encuentro los más interesantes es en la mesa de novedades de la librería Cervantes, al lado mismo de uno de mis rincones de lectura favorito, la cafetería Los Porches, en el centro comercial de Las Salesas.
            Nunca entendí la queja de quienes se lamentan de los muchos libros que se publican y que ni en varias vidas tendrán ocasión de leer. A mí esa queja me resulta tan incomprensible como la de quien, en el bien surtido mercado de cualquier ciudad, se lamenta de las muchas cosas que no tendrá ocasión de comer.
            Como vengo de un tiempo de escasez, la abundancia de la oferta siempre me llena de felicidad. Cada día necesito hojear al menos media docena de libros, nuevos o viejos (pero nuevos para mí), entre los que encontrar el que voy a leer ese día. A menudo por la mañana no sé el libro que leeré por la tarde, aún no ha llegado a mis manos.      
            Como lector, voy de sorpresa en sorpresa. Y estoy lleno de gratitud por las docenas y docenas de profesionales –editores, libreros, bibliotecarios– que trabajan incansables para que el caprichoso e insaciable lector que yo soy siempre que entra en una librería o en una biblioteca encuentre un motivo de felicidad.
           

Miércoles, 30 de enero
CON LA PIEDRA EN LA MANO

Una inexplicable infección vírica en el Bioterio de la Universidad de Oviedo obligó a sacrificio inmediato de cinco mil ratones, modificados genéticamente a lo largo de más de veinte años. Eran la base de las investigaciones de Carlos López Otín sobre el cáncer.
            Coincide ese hecho con una campaña anónima de desprestigio del científico, el más reconocido internacionalmente, de quien se hablaba como próximo premio Nobel.
            La retirada de varios artículos científicos de la revista Journal of Biological Chamistry, al parecer por pequeños problemas formales, es el golpe final. López Otín pide la baja –la primera en toda su vida laboral– y se aleja de Oviedo. Hasta este momento era el investigador más premiado y apreciado de esta Universidad. Cada poco, la prensa informaba de sus nuevos éxitos. Mala cosa. Ya Cernuda habló de “la furia de hombre ibero / que acecha lo cimero / con la piedra en la mano”.
            Si esto fuera una novela negra, López Otín contrataría a un detective para que averiguara quién o quiénes le han puesto en el punto de mira. Alguien de su entorno científico más cercano, seguramente; quizá alguien con quien tomaba café todas las mañanas.



Revelación de secretos: Nuevas técnicas del golpe de Estado

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Sábado, 2 de febrero
MEJOR PINOCHET

“Como dijo Alfonso Guerra, prefiero una dictadura con orden en las calles y prosperidad económica, como el Chile de Pinochet o la Arabia del Príncipe Mohammed, a una democracia caótica y en quiebra económica como la Venezuela de Maduro o la República española”, le escucho decir a alguien que habla por teléfono a mi lado en el autobús.
            Tengo que contenerme para no interrumpirle gritando que Alfonso Guerra no ha dicho exactamente eso, que lo que ha dicho es... Pero pensándolo un poco empiezan a entrarme dudas de que no haya sido precisamente eso lo que ha querido decir.


Domingo, 3 de febrero
EL DESCONOCIDO DE NÁPOLES

Yo también, como toda la gente, a veces tengo ganas de huir de este mundo y refugiarme en otro que no ha existido nunca. Al igual que a los niños asustados, para espantar el miedo me cuento historias.
            Recuerdo, por ejemplo, cuando una amiga que daba clases en la Universidad de Nápoles me prestó su apartamento durante un mes de verano que ella pasaría viajando por España. Estaba en el Vomero, muy cerca de la parada del funicular, y desde una de sus ventanas se veía Posilippo y la bahía y las islas de Isquia y Procida.
            Una noche oí voces y ruidos en el piso de abajo, como si se estuviera produciendo una pelea. Luego un estampido, de un disparo o de una puerta que se cierra de golpe o de una moto en la calle. No me atreví a asomarme al descansillo, ni siquiera a atisbar por la mirilla de la puerta. Aquel era un barrio tranquilo, o eso creía yo, pero toda la leyenda tenebrosa de la ciudad se me vino encima y me acurruqué en la cama, entre las sábanas, temeroso de que la policía llamara a mi puerta a preguntarme si había visto algo.
            Pero no vino la policía ni volvió a oírse un ruido en toda la noche. Tardé en dormirme y, cuando me levanté, ya tarde, lucía un azul espléndido. Desayuné reposadamente en una terraza al aire libre y luego bajé por retorcidas calles en cuesta y escaleras hasta el puerto de Mergellina. Por allí cerca estaban las tumbas de Virgilio y de Leopardi.
            Caminaba sin prisa, no tenía nada que hacer, no me importaba perderme, la temperatura era primaveral a pesar de que estábamos en pleno verano. Me detuve, en via Caracciolo, a leer una placa que informaba que Ramón Gómez de la Serna había vivido allí. Seguramente con Carmen de Burgos, pensé yo. Qué extraña pareja. Entonces un hombre con sombrero, como de película americana de los años cuarenta, se detuvo a mi lado y, tras saludarme amablemente, dijo:
            ––Creo que tiene usted algo para mí.
            Le miré extrañado. Hablaba en español, no en italiano.
            ––Debe de haberse confundido, señor.
            ––¿No es usted José Luis García Martín? ¿No vive en casa de la profesora… (y dijo el nombre de la profesora que me había prestado el apartamento y que yo prefiero no repetir aquí).
            ––En efecto. Pero ¿quién es usted?
            ––Mi nombre no importa. ¿Me permite?
            Cogió los dos libros que yo llevaba en la mano (siempre salgo de casa con algún libro) y, sonriente, como jugando, buscó entre sus páginas. Encontró un folio doblado que yo no recordaba que estuviera allí (los libros los había comprado en la librería Feltrinelli de Piazza dei Martiri).
            ––¿Ve cómo sí tenía algo para mí?
            Luego se llevó la mano al sombrero en un gesto de saludo y desapareció antes de que yo pudiera salir de mi asombro, como se decía en las viejas novelas de aventuras.  


Lunes, 4 de febrero
ANTE EL CAMPOAMOR

Cuando voy hacia el Vetusta a tomar mi café con libros de la tarde, me encuentro con Inés Illán, que fue mi profesora de latín hace medio siglo y que sigue tan subversiva como entonces. Me cuenta que ante el Campoamor, a las siete y media, hay una concentración en apoyo a Venezuela.
            ––¿Has visto qué vergüenza? Pedro Sánchez se ha puesto a la cola de Trump y al frente de los países europeos que apoyan a los golpistas.
            Me uno a ella, sabiendo que los defensores de la legalidad y el derecho internacional seremos cuatro gatos, bastantes menos que cuando la guerra de Irak. En estos años, las técnicas del lavado de cerebro han avanzado mucho. Si desde todas partes nos informan de que lo blanco es negro y lo negro blanco, a ver quién es el guapo que se atreve a decir lo contrario.
            Atreverse hay muchos que se atreven, no soy por supuesto el único, pero se los arrincona lejos del altavoz.
            ¿Y por qué voy a tener yo la razón y no gente tan lista como Vargas Llosa, González o Cebrián?, me pregunto a mí mismo haciendo, un poco tramposamente, de abogado del diablo. Y digo tramposamente porque esos tres tipos serán muy listos, pero intelectualmente yo los valoro más bien poco, cada vez menos. Sus argumentos los desmontaría un niño.  Se resumen a que la legalidad hay que respetarla en España (y por eso tenemos políticos que, por su actividad política “ilegal”, están en la cárcel o “huidos”), pero no en Venezuela.
            Pero no voy a hablar del asunto, una causa perdida.
Todos los representantes de la nueva política, quienes sucedieron a los cómplices del juancarlismo, me han ido defraudando. Tendré que decir como San Francisco de Borja: “Nunca más serviré a señor que se puede morir”. Aunque yo siempre he estado al servicio de algo, nunca de alguien (Cela decía lo mismo, pero él nunca estuvo al servicio de nada que no fuera su mayor gloria).
            Ni sé que se puede hacer cuando el problema no son los gobernantes, sino los gobernados. Execrar al gobierno de Venezuela, da votos, pero no solo a las derechas, sino también a buena parte de la izquierda. Y de Cataluña, ni hablo.
            Habrá qué resignarse y citar Espronceda: “Truéquese en risa mi dolor profundo. / ¿Que haya un golpe más qué importa al mundo?”


Martes, 5 de febrero
ALGO ES ALGO

Si nadie te odia, es que no eres nadie. Y como yo no soy nadie en la Universidad y no he competido nunca por ningún puesto ni hago sombra a nadie, pues nunca me ocurrirá lo que a López Otín.
            O eso creía. El pasado jueves, a ir a entrar en clase, veo que la profesora anterior sigue sentada en la mesa atendiendo a una alumna. Me quedo esperando fuera. Pasan cinco minutos. Me asomo de nuevo a la puerta abierta. Está con otra alumna. Cinco minutos más y comienzo a extrañarme. ¿Me habré equivocado de aula? No, ahí están mis alumnos, que me miran tan extrañados como yo. Por fin se levanta, recoge muy lentamente sus cosas. Cuando parece que va a salir, vuelve a por el paraguas, que tarda un rato en encontrar. Sale y yo pongo buena cara para sonreír y responder “no importa” cuando pida disculpas por la tardanza. Pero no dice nada, no saluda, solo se limita a mirarme con desdeñoso gesto de Gorgona. A punto estuve de convertirme en piedra.
            ¿Cuánto tiempo me había tenido fuera esperando? ¿Media hora? Eso me pareció a mí, pero como soy tan impaciente y tan puntual a lo mejor no fue tanto, solo veintiocho o veintinueve minutos (o quizá solo ocho o nueve).
            Al ir a firmar, vi el nombre de la profesora y se aclaró el enigma. Era Araceli Iravedra, autora de numerosos estudios sobre la poesía española actual, minuciosamente documentados, y directora de la cátedra Ángel González. Supe entonces cuál era mi delito: he reseñado alguno de sus libros y, entre vagos elogios, he insinuado que sus cientos y cientos de páginas sobre docenas y docenas de poetas de hoy –buenos, malos y peores– podían haber sido escritas sin leer ninguno de sus poemas. Nada nuevo en la literatura académica.
            Me gustaría acercarme a ella y decirle: “Tampoco es para tanto, mujer. A fin de cuentas yo escribo en periódicos, no en revistas indexadas. Es más elegante desdeñarme, no soy ningún obstáculo a la hora de los sexenios y la financiación pública de tales acríticos recuentos”.
            Como no soy precisamente el admirable López Otín, nadie va a pasar años y años maquinando la manera de destruirme. Pero tampoco es que no sea nadie. Tengo, al menos, una colega que me detesta. Algo es algo.


Miércoles, 6 de febrero
PLANTEAMIENTOS SIN DESENLACE

Aunque admire a mucha gente, de no ser quien soy solo hay dos personas que me habría gustado ser: una es Sheldon Cooper, la otra Sherlock Holmes.
            Leo ahora, alternando una con otra, dos aventuras apócrifas del detective inglés. Una la firma Bonnie Macbird, que ha sido guionista en Hollywood; la otra, Carlos Pujol, el admirado traductor y ensayista (y también poeta y novelista).
            En ninguna de las dos está bien recogida la magia del personaje, pero se acerca más a ella Bonnie Macbird, que en su truculento –whisky, fantasmas y cabezas cortadas–  Espíritus inquietos no aspira más que a conseguir un solvente producto de consumo (yo lo leí imaginándome la película) que el benemérito Carlos Pujol y sus misterios de Barcelona. Comienza bien: “Baker Street está muy lejos del río, pero a veces, en las noches de verano, a altas horas de la madrugada se oyen sirenas de barcos. Es un sonido gemebundo, como si alguien pidiese socorro en medio de la oscuridad”.
            En el epílogo a Los secretos de San Gervasio, la aventura barcelonesa de Sherlock Holmes recién reeditada, escribe Pujol: “En una novela policíaca, lo mejor es siempre el planteamiento;  la novela policíaca ideal no debería tener desenlace, que siempre decepciona”.
            Por eso yo ahora, cuando vuelvo al Holmes original, releo solo los primeros capítulos de sus novelas o los primeros párrafos de los relatos. El resto prefiero imaginármelo.
            Y de la aventura napolitana contar solo el intrigante comienzo, no el decepcionante final.


Jueves, 7 de febrero
ENTRE LO MALO Y LO PEOR

El gran dilema del político: ¿qué hacer cuando hacer lo que debe hacer le resta votos?
            ¿Qué haría yo –me pregunto– si tuviera que presentarme a las próximas elecciones? ¿Diría lo que pienso sobre los “demócratas” venezolanos o sobre de qué lado están la democracia y los derechos humanos en el conflicto catalán?
            Me lo callaría, naturalmente, como aconseja Maquiavelo.



Viernes, 8 de febrero
EN EL PECADO, LA PENITENCIA

“Ya sé que te ha defraudado Pedro Sánchez, como a otros (aunque no a tantos como a ti te gustaría), por su postura sobre Venezuela, pero no te preocupes que en el pecado lleva al penitencia. Ya verás cómo, en cuanto se descuide, el triunvirato le aplica la doctrina Guaidó y saca la España ‘constitucionalista’ a la calle y uno de ellos se autoproclama presidente interino y Trump y Bolsonaro le reconocen de inmediato. Y no sé si lo harán con el aplauso de González, pero seguro que sí con el de Alfonso Guerra”.



Revelación de secretos: Mis enemigos mejores

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Sábado, 9 de febrero
POR SI ME OLVIDA

Por si se me olvida, siempre hay algún amigo que, con las mejores intenciones, me recuerda las razones por las que soy un fracasado.
            ––Si no te metieras con todo el mundo, si cultivaras un poco más las relaciones públicas, tú ahora estarías publicando en los suplementos nacionales como Manuel Rico, en las grandes editoriales tipo Visor, ganando premios en Segovia y Melilla como Jaime Siles.
            ––Y me jubilaría como catedrático y no como un modesto profesor titular, ya lo sé. Pero ya es muy tarde para cambiar. Tendré que resignarme.
            (Para conservar amigos, mejor que le consideren a uno un fracasado. Yo me creo, pero esto me cuido mucho de decírselo a nadie, lo más parecido a un triunfador: alguien que está exactamente en donde quiere estar.)


Domingo, 10 de febrero
RELATO FIEL

En un puesto del Fontán, encuentro las Memorias de un aparecido de Pedro de Répide, un olvidado escritor que fue cronista de Madrid y fantaseaba una veces con ser hijo de Isabel II y un guapo clérigo que luego llegaría a obispo (de la exreina, muy jovencito, fue secretario en París) y otras con descender de la última reina de Chipre.
            Memorias de un aparecido, que lleva el subtítulo de “Relato fiel del sangriento drama español. Madrid 1936-1937”, se publicó por entregas en un diario de Caracas, La Esfera, entre agosto y noviembre de 1937. Comienza bien: “Soy como Orfeo que vuelve del infierno. No descendí a él por mi gusto ni ha habido Eurídice que perdiera, como no fuesen España y mi propia ventura”. En seguida, descarría y el relato de la peripecia del autor se difumina entre páginas y páginas de propaganda franquista –y ferozmente antisemita--, que es dudoso que fueran escritas por un recién escapado de la España republicana.
            Poco después de publicarse en el periódico, se reunieron en libro estas Memorias de un aparecido que no se reeditaron hasta cuarenta años después, en 1977, por una editorial de extrema derecha, Vassallo de Mumbert, que trataba de que no se olvidaran los desmanes republicanos en un momento en que comenzaban a sacarse a la luz los crímenes del otro lado (otros cuarenta años después todavía siguen la mayoría de ellos en las cunetas).
            Al final del volumen, se resumen los principios editoriales, más o menos los mismos que hoy defiende las derechas sin complejos que se manifiestan en la plaza de Colón: “Sentimos el orgullo de ser españoles y cargamos con todo el bajel de nuestra historia. Defendemos, a costa de lo que sea, la unidad de nuestra Patria. Los derechos y reivindicaciones de la mujer deben ser considerados de tal forma que se ajusten a su función y condición, para que no se salga del lugar en que el varón siempre la tuvo entronizada como esposa y como madre”.
            No se ha vuelto a reeditar este libro, del que hay abundantes ejemplares a muy poco precio en Internet. No interesó a nadie, cumplida su labor propagandística (pero no dejan de resultar curiosas su versión del asesinato de Lorca o sus andanzas por los cines de Barcelona). El autor era un converso, tenía un pasado republicano que en sus presuntas memorias ignora; era, además, notorio homosexual, mala cosa en aquella España.
            El libro termina en Tánger y no nos cuenta por qué, en lugar de volver a la España nacional que tanto admiraba, se marchó a Venezuela (allí, en el 43, fue acusado de agente de Hitler). Quizá los sublevados le preferían lejos, contrarrestando en América la propaganda republicana. Solo volvió para morir, en 1948, olvidado de todos.
            Las patrañas propagandísticas envejecen pronto, pero unas memorias verdaderas interesan siempre. Lástima que Pedro de Répide no escribiera las suyas: tenía mucho que contar.


Lunes, 11 de febrero
ANTIHOMENAJE

Un querido y admirado compañero se jubila el próximo año y hoy me entero de que se le está preparando un homenaje, al que me sumo.
            El año que viene me jubilo yo y mucho me temo que no tendré ocasión de ejercitar mi conocida modestia rechazando cualquier tipo de celebración; seguro que a nadie se le ocurre semejante idea.
            Un convencional homenaje no me gustaría, la verdad. Pero ¿y un antihomenaje? ¿Y un libro en el colaboraran mis enemigos mejores, esos con los que llevo discutiendo treinta o cuarenta años.
            No serían muchos, me temo. Los buenos enemigos son tan escasos, o incluso más, que los buenos amigos. Pero, pocos o muchos, lo cierto es que resultaría un volumen mucho más divertido que esos otros llenos de convencionales elogios que no se cree nadie y que siempre apestan un poquito a anticipadas pompas fúnebres.
            Si yo fuera el coordinador de ese volumen (no podría serlo, debería resultar una sorpresa para mí), invitaría a colaborar a Andrés Trapiello, a Miguel d’Ors, a Juan Bonilla, a Francisco Brines (o en su defecto a Vicente Gallego), a Jon Juaristi, a Juan Manuel de Prada… La verdad es que, salvo Miguel d’Ors (que me considera una reencarnación del demonio), el resto no sé bien si son enemigos o amigos o las dos cosas, alternativamente, según el tono de la última reseña que les haya dedicado.
            Yo, debo reconocerlo, aprecio más a mis enemigos literarios que a los presuntos amigos que dejan de serlo en cuanto no les devuelves el interesado elogio.


Martes, 12 de febrero
CONTRAPROGRAMACIÓN

¿No podría haber alguien que se ocupe de organizar la actualidad política para que no se solapen los acontecimientos? ¿Cómo es posible que en el mismo día el Tribunal de Orden Público comience el proceso contra el independentismo, se debatan los presupuestos y conozcamos que el incendio del edificio Windsor fue obra del comisario Villarejo –solo le falta haber intervenido en el asesinato de Prim-- por encargo de un conocido banquero para ocultar no sé qué fechorías?
            La historia de España se ha convertido en una gran superproducción, o mejor, en una telenovela venezolana (nunca mejor dicho). Permanezcan atentos a la pantalla. La retransmisión es en directo.


Miércoles, 13 de febrero
CAFÉ CON LIBROS

Me insiste semana tras semana Abelardo Linares, editor de mis diarios, en que no hable de política, que eso es lo que más envejece. Cuando iba apareciendo, semana tras semana, Hablando claro, el tomo que está a punto de publicar, me decía: “Habla de libros, habla de libros, deja de hablar de los catalanes. Ya ves, se aplicó el 155 y se acabó el problema. ¿Quién se va a acordar dentro de un año de Puigdemont y del procés?”
Nadie, profético Abelardo, ya lo estamos viendo.
            Un viejo suplemento del ABCque traía una reseña de Rafael Conte hablando de Café con libros ha despertado mi curiosidad por esa obra, que tenía olvidada. No la encuentro por casa y Marcos Tramón me la llevó esta tarde al Vetusta. Contiene una serie de conversaciones, de tertulias más o menos imaginarias, que se fueron publicando en La Voz de Asturias entre 1985 y 1986. Algunos contertulios, que no aparecen con su verdadero nombre, se mencionan en la nota preliminar: “Javier Almuzara, enamorado de Mozart y Chaplin, que con no hacer nada tiene ocupación bastante; Marcos Tramón, profesional del pesimismo, virtuoso de la apatía, devoto de Pavese, y Martín López-Vega, que duerme con la maleta bajo la cama, siempre a punto para emprender un viaje a El Entrego, a Estrasburgo o al fin del mundo”.
El retrato sigue siendo bastante exacto, salvo que Almuzara ha abandonado su indolencia y ahora está en continua ebullición creativa, entre la música y la literatura. Martín López-Vega, que siempre quiso ser un poeta chino, prepara las maletas para Pekín.
            En Café con libros se habla, como su nombre indica, de libros, de docenas y docenas de libros, pero también, como en cualquier tertulia que se precie, de la actualidad política. Entonces la derecha, para desbancar a Felipe González, decidió vestirse con piel de cordero. El aspirante, José María Aznar, leía a Azaña y a Cernuda y con Jordi Pujol hablaba catalán en la intimidad. Los comunistas defendían la teoría de las dos orillas, tanto monta monta tanto González como Aznar, pero contra quien arremetían era contra el primero. La derecha seducía entonces por el centro y por la izquierda, por cierta izquierda exquisita que se decía cansada de la corrupción. Recuerdo una comida de los profesores del Departamento de Literatura. En la discusión sobre política de la sobremesa, uno de ellos, ya un poco cargado de copas, me llamó “ladilla socialista” (yo entonces era un decidido partidario de González, ¡lo que cambian los tiempos1) y declaró que él, que siempre había votado comunista, en las próximas elecciones, que no tendrían más remedio que anticiparse, iba a votar a Aznar. A ese habilidoso y ágrafo catedrático, ya jubilado, me lo encontré el pasado domingo en el Fontán. Me ha invitado a visitar su biblioteca en Castropol.
            Ahora al parecer las elecciones no se ganan por el centro y la moderación, sino por la extrema derecha. Los referentes ya no son Cánovas y Maura, sino un Blas Piñar puesto al día por Bolsonaro.
            No me parece que las referencias políticas en un diario envejezcan más que las literarias. A mí me gusta dejar constancia del tiempo en que vivo, no solo de los libros que leo. Y tomar partido.
            ----¿Y qué va a pasar ahora que, entre unos y otros, han logrado echar por fin a Pedro Sánchez?, me pregunta Marcos.
            ----¿Tú crees que le han echado? Yo no estoy tan seguro. Sospecho que los Casado de Abascal (el otro triunviro es cada día más irrelevante) venden la piel del oso antes de cazarlo. Ahora tendrán que ganar las elecciones. Sánchez no es como Rajoy: no basta una patadita en el trasero para mandarlo a casa y a sus labores.


Jueves, 14 de febrero
ME REGALAN FLORES

Hoy, al llegar a mi despacho en el Milán, me encuentro con un ramo de flores, como si fuera yo una cantante de ópera. El sobre que lo acompaña solo indica, tras mi nombre, “Flores para ti”. ¿Quién será este anónimo admirador o admiradora?
¡Y en el día de San Valentín! Es como para echarse a temblar. Sobre todo teniendo en cuenta que, desde hace más de veinte años, recibo una o dos cartas semanales cartas por correo postal (y a veces con sello de urgencia) que rompo sin abrir. Al principio eran anónimas, luego no.
            En fin, que la realidad imita a las malas novelas. Y en mi caso a las malas novelas de hace cien años.



Viernes, 15 de febrero
NO ENTIENDO NADA

La Carga de la Brigada Ligera contra los pacíficos votantes, el antipático discurso real, la prisión preventiva permanente, el altavoz mundial de un proceso prendido con alfileres jurídicos, el sainete de la acusación popular con su gomina y su asociación de malhechores, la aplicación perpetua del 155 como única solución…
No sé, pero me da la impresión de que los partidarios de la unidad de España no han tomado una medida que no sea un hachazo que ahonda un poco más la grieta entre España y Cataluña. Todavía no es un abismo insalvable, pero ya les queda poco para conseguirlo.
            Claro que, a lo mejor, estoy equivocado. Ya se sabe que yo de política no entiendo nada, como me repiten cada día mis amigos y mis enemigos mejores.



Revelación de secretos: No es delito

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Sábado, 16 de febrero
UN ESPAÑOL HABLA DE SU TIERRA

Mea culpa, mea culpa, mea grandísima culpa. He cometido el mayor de los pecados que un hombre puede cometer. Soy nacionalista. Nacionalista español, por supuesto: aquí nací y aquí he vivido siempre.
            Amo a Portugal, a Italia, a Francia (por este orden), pero la única historia que me conozco al dedillo es la de España, algo así como la historia de mi familia. La del siglo XIX me la contó Galdós, que es para mí como ese abuelo que a todos nos habría gustado tener.
            La historia del XX tengo la impresión de que la he vivido, aunque naciera a mediados de siglo. Desde 1970 hasta hoy, con la crisis catalana, tengo la impresión de que he sido protagonista, aunque no haya sido más que un minúsculo figurante que no ha dejado de votar ni una sola vez desde que fue posible ni de manifestarse (estuviera o no prohibido) cuando lo creía conveniente.
            Soy un español de lo más típico: hablo alto y claro, tiendo a dogmatizar, a tratar de imponer mis opiniones en la mesa del café, no estoy muy dotado ni para el dominio de idiomas extranjeros ni para las sutilezas de la diplomacia, pero tampoco –más Quijote que Sancho– me faltan ciertas buenas cualidades que dicen que nos caracterizan.
            Soy un español que ama a su patria, aunque no por eso deja de reconocer sus no escasos defectillos.
            Ya sé que hoy arremeter contra el nacionalismo, “el mayor enemigo de Europa y de la democracia”, está de moda. Pero no por eso voy yo a abjurar de unas ideas, que no son propiamente ideas, sino creencias, para decirlo con la terminología de Ortega.
            Amo a mi patria y me encuentro muy a gusto con los que aman a la suya, siempre que no quieran imponer su amor a nadie.
            La patria es cosa del corazón, el Estado asunto de la cabeza y del bolsillo. ¿Es bueno o malo que tu patria y la mía formen parte del mismo Estado? Sentémonos a negociar, lleguemos a unas conclusiones y luego que la ciudadanía vote. Tranquilamente, sin imposiciones, como ciudadanos libres de un país libre.
            Ser español es un honor, no una condena. ¿Qué una comunidad autónoma no quiere seguir formando parte del Estado español? Expliquemos las ventajas de serlo, aclaremos los inconvenientes de la separación, dejemos a los ciudadanos que reflexionen y luego votemos. Y respetemos el resultado de la votación, sea el que sea. Un país no es más o menos grande por su extensión en kilómetros cuadrados, sino por la libertad y la prosperidad de sus habitantes. Suiza no es inferior a Uzbekistán, aunque su extensión sea menor.
            “Ahí tiene usted / confesado mi delito”, digo con Manuel Machado. “Amo a España y no quiero imponerle a nadie ese amor”. Ojalá que todo el conflicto actual termine como ese poema: “No es delito. / Ya lo sé”.



Domingo, 17 de febrero
ENCUENTRO EN CATANIA

La realidad es un estado de ánimo. De pronto, al atajar por una calle en la que no había estado nunca, me volví a sentir como en aquel invierno en Catania, un paria, un solitario, alguien al que el mundo entero había vuelto la espalda.
            Era la hora del anochecer, la más melancólica del día, y no había ningún bar en aquella calle, que parecía fruncir el ceño, cerrarse sobre sí misma, mirarme de mala manera.
            La mañana había sido luminosa y a dos pasos estaba mi casa, la rutina feliz. Pero yo volvía a estar en una ciudad en la que no conocía a nadie, en la que a las cinco de la tarde era de noche, en la que no había sido capaz de encontrar ningún rincón en el que leer a gusto y entretenerme con las conversaciones ajenas (allí parece que no existían los cafés a la española), en la que no había centro comerciales, en la que todo el mundo se retiraba temprano y a mí me dejara fuera o en la solitaria habitación del hotel, hasta que llegara el sueño, que siempre se retrasa cuando lo esperas.
            Y sin embargo en Catania entreví la felicidad. Había pasado el domingo, también era domingo, en Siracusa. Un domingo feliz, como este hasta entré en esta calle, deslumbrante el mar en torno a la isla de Ortigia, rezumante de frescor virgiliano la fuente de Aretusa, pero al salir de la estación, ya de noche, aunque no era muy tarde, se me vino el mundo encima.
            Nada más deprimente que el camino que lleva desde la estación hasta la plaza Stesicoro, cerca de la cual estaba mi hotel. Solares sin urbanizar, naves comerciales, todo mal iluminado y solitario. De vez en cuando me cruzaba con una sombra presurosa. Una vez creí escuchar cerca detonaciones que me parecieron disparos.
            Tras el brillo y las memorias platónicas de Siracusa, la realidad parecía haberse convertido en una selva oscura como aquella en la que Dante se encontraba antes de entrar en el infierno. De pronto, al final de un callejón a mi izquierda, vi brillar luces. Me dirigí hacía allí, sin pensarlo.
            Entre edificios oscuros, un chalet con un gran ventanal iluminado que daba sobre un pequeño jardín. Hasta la acera llegaba el rumor de la música y de las conversaciones. Sin duda se celebraba una fiesta. Yo miraba como el niño ante el escaparate de una pastelería. De pronto, un tipo elegante, de unos cincuenta años, que llegaba con una botella en la mano, se detuvo junto a mí. Iba a disculparme, no debía ofrecer muy buena imagen allí al acecho.
            ––¿Quiere pasar?
             Le reconocí vagamente. Nos habíamos visto en la biblioteca de la Universidad.             ––No estoy invitado, dije y traté de sonreír.
            ––Le invito yo con mucho gusto.
            Me hizo entrar con él a aquel salón que yo había visto desde fuera y que por unos momentos me pareció la imagen misma de la felicidad, como en El gran Meaulnes, la novela de Alain-Fournier. Pero nada más entrar le llamaron –“disculpa un momento”– y me dejó solo, entre gente a la que no conocía.
            Todas las miradas si fijaron en mí, o esa impresión me dio, y empecé a sentirme mal, sin saber qué hacer ni qué decir. Lo cierto es que todos siguieron con sus conversaciones sin hacerme mucho caso. Una joven interpretaba al piano canciones de Reynaldo Hahn sobre poemas de Verlaine (yo recuerdo que las había escuchado por primera vez en el apartamento neoyorquino de Muñoz Millanes), se cansó de tocar, recibió unos corteses aplausos y tras inclinar con gracia la cabeza se acercó a mí.          ––No te conozco. ¿Eres amigo de Mirna?
            ––No la conozco, en realidad no conozco a nadie. Estaba en la puerta y…
            De pronto, pareció perder todo interés por mí. Yo me encontraba cada vez más incómodo. Una pareja, en el centro del salón, comenzó a discutir. Cada vez lo hacían en voz más alta y como si estuvieran solos. Yo no los entendía porque, aunque comenzaron en italiano, pronto pasaron al dialecto.
La pianista volvió a acercárseme.
            ––Vámonos, esto comienza a ponerse desagradable. Son los dueños y parece que se han olvidado de que tienen invitados. Ella es muy celosa y él coquetea con todas, también conmigo, pero yo no le hago ningún caso.
            Fuimos paseando hasta la plaza de la catedral. Había una gran luna y el frío parecía haber desaparecido. Hablamos de Giovanni Verga, el día antes había estado yo visitando su casa, de Caballeria rusticana, y luego de Pirandello. Ella era profesora de literatura italiana en un liceo.
            ––Así es si así os parece. Qué razón tenía Pirandello. También la verdad se inventa.
            ––Eso lo dijo, antes que él, o a la vez que él, Antonio Machado.
            Yo le hablé de un libro, muy pirandelliano, del psiquiatra Castilla del Pino, El delirio un error necesario. A veces para poder soportar la realidad tenemos que inventarnos otra realidad.
            En la plaza Stesicoro, a un lado el anfiteatro romano, al otro la gran estatua de Bellini, teníamos que separarnos. Mi hotel estaba en dirección contraria a la de su domicilio. Pensé en invitarla a cenar  para seguir charlando. Pero tardé en decidirme. Ella me miraba sonriente. A nuestro lado se detuvo un autobús. Me dio un rápido beso y subió de un salto en cuanto se abrió la puerta.
            Yo debía de quedar triste, pero la verdad es que volví al hotel de buen humor. Me sentía aliviado. La felicidad mejor verla desde fuera, soñarla al otro lado del cristal. Si lo atravesamos, deja de ser felicidad.


Lunes, 18 de febrero
RETRATO Y AUTORRETRATO

“Célibe y maniático, lúcido y pesimista, viviendo para su tarea de investigación, sin más aficiones ni pasiones que su trabajo, razonando inhumanamente, frío y certero, con un insufrible orgullo e invulnerable a cualquier tentación, acorazado contra cualquier debilidad”.
            Qué bien me conoce quien escribió esas líneas. Podría haberlas escrito cualquiera de mis enemigos mejores. Pero no hablaba de mí, sino de Sherlock Holmes.


Miércoles, 20 de febrero
RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS

Tuve que visitar esta mañana dos clases de tercero de primaria (alumnos de ocho o nueve años) para evaluar a unos profesores en prácticas. Me sorprendió la manera cómo enseñan a los niños a arreglar sus desavenencias: “Cuando surge un conflicto entre el alumnado, los profesores les ofrecen la posibilidad de solucionarlo entre ellos saliendo al Iguaderu. Una vez allí uno de los alumnos se sitúa bajo la boca para exponer el problema según él lo ve. Mientras tanto, el otro permanece bajo la oreja y escucha. Solo puede escuchar, esto es muy importante. Cuando el primero acaba de hablar, cambian de sitio: el que antes hablaba ahora escucha y el que antes escuchaba ahora habla. Podrán cambiar de sitio las veces que necesiten hasta aclararse. Al final, si llegan a un acuerdo, se dan la mano y vuelven a la clase o al patio. Si no lo resuelven, piden ayuda a una profesora o profesor”.
            Me enseñan el rincón del Iguaderu, bajo un gran ventanal: una mesa, dos sillas y sobre cada una de ellas un gran cuadro representando en un caso una boca y en el otro una oreja. Hay también una hoja de papel donde se anota la fecha y si finalmente llegaron a un acuerdo. En los cuatro casos de febrero, hay empate: dos veces se llegó a un acuerdo y otras dos veces no.
            Está claro –pienso al salir del colegio, muy esperanzado con lo que he visto–  que a los líderes de la nueva derecha española no les enseñaron a resolver así sus conflictos. Seguro que no fueron a un colegio público, como el Novo Mier. Debería estar prohibido que se transmitan las sesiones parlamentarias en horario infantil. Son un pésimo ejemplo.
            Disparates que antes solo se oían en las tertulias de la telecaverna en las que solía participar Juan Manuel de Prada, ahora se escuchan en el Parlamento con total naturalidad. Yo estoy expectante por ver si mis compatriotas, en las próximas elecciones, premian o castigan esa desfachatez. Comparado con el actual líder de la oposición, Gabriel Rufián resulta todo un caballero.


Jueves, 21 de febrero
COSAS DE LA EDAD

La alegría de ganar y el fastidio de perder me duran exactamente lo mismo: más o menos cinco minutos.


Viernes, 22 de febrero
OTRA CONFESIÓN

No estar enamorado es mi manera de ser feliz; estar enamorado, mi manera de no olvidar que sigo vivo.




Revelación de secretos: Aprendo a mentir

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Sábado, 23 de febrero
CUIDADO CON LOS ELOGIOS

Como todos los escritores (como todos los seres humanos, casi me atrevería a decir), soy bastante vanidoso. Los elogios, sin embargo, me ponen siempre en guardia; mis admiradores suelen ser poco de fiar.
            Recuerdo el caso de aquel escritor portugués, callaré el nombre, que me escribía cartas y cartas de hiperbólica admiración. En una de ellas –la encontré el otro día entre papeles viejos–, me decía que había estado hablando de mí con Eugénio de Andrade y que me habría ruborizado si los escuchara.
            A este narrador, periodista y poeta le tradujeron un libro de versos al español y me pidió un prólogo. Dije que sí antes de leerlo; cuando lo leí, me interesó más bien poco. No supe cómo volverme atrás del compromiso y escribí unas páginas vagamente elogiosas, como suele ser habitual en estos casos. Pero sospecho que mi verdadera opinión se transparentaba (siempre me ha costado disimular lo que pienso) y ahí acabaron admiración y amistad.
            Nunca volví a saber de Viale Moutinho, así creo que se llamaba, aunque algunas noticias me llegaron de lo dolido que estaba con mi ingratitud.
            Los elogios de un escritor siempre han de ser devueltos y a ser posible con intereses. Por eso yo me siento muy incómodo cuando me elogian: temo no ser capaz de devolver el favor.
            Claro que existen además los simples lectores, los que no tienen mercancía que intercambiar. Me encuentro con la calle con un conocido al que no veía desde hace tiempo. Me felicita por mis artículos, que lee todas las semanas, y yo le sonrío feliz y agradecido. “¿Los lees en el blog?”, se me ocurre preguntarle. “No, no, yo no manejo Internet. Los leo en…”. Y me cita el nombre de un diario en el que hace cerca de diez años que no colaboro.
            Otro encuentro con admirador anónimo: “He leído su último libro. Me ha gustado mucho”. “¿Qué libro?”, se me ocurre preguntar porque en mi caso el último libro deja rápidamente de serlo. “El último, uno de portada verde; no, no, amarilla o quizá azul, uno en el que hablaba de poesía, creo, no recuerdo el título”.
            Ahora ya no pregunto. Cuando me elogian, doy las gracias y cambio rápidamente de conversación. ¿Por modestia? No, que yo no sé lo que es eso: para evitar desengaños.


Domingo, 24 de febrero
EL QUE NO SE CONSUELA

Algunas veces, ya en la cama, esperando que llegue el sueño, me digo: “Vamos a ver, ahora que no nos oye nadie, dime, ¿has conseguido en la vida lo que pretendías?”
            ––Pues mira –me respondo–, ahora que no nos oye nadie, voy a ser sincero: no sé si tengo todo el éxito que merezco, pero desde luego tengo todo el que necesito. Lo mismo me pasa con el dinero, aunque esté mal el decirlo. La verdad es que de uno y de otro necesito más bien poco. De la salud, hasta la fecha (cruzo los dedos, que comienza a adentrarse uno en terreno pantanoso), tampoco me puedo quejar.
            ––¿Y qué me dices del amor?
            ––Ahí también he tenido suerte. Siempre he sido rechazado. No sé qué hubiera sido de mí en caso contrario.
            Y me duermo engañosamente feliz. Hay cosas que uno no se atreve a confesar ni a sí mismo.



Lunes, 25 de febrero
TENER RAZÓN

Leo El arte de tener razón, de Schopenhauer, un libro que enseña a discutir de tal modo que uno acabe siempre triunfante, con razón o sin ella.
            Para ello nos explica una serie de estratagemas, treinta y ocho exactamente. Sospecho que alguna ya la he utilizado más de una vez. La número ocho, por ejemplo, que dice así: “Suscitar la cólera del adversario, ya que encolerizado no está en condiciones de juzgar de forma correcta. Se le encoleriza no dándole la razón en los puntos en que evidentemente la tiene, enredándole abiertamente y, en general, mostrándose insolente”.
            Sí, todas esas estratagemas me las sé de sobra y casi todas las he usado reiteradamente. Yo habría sido un buen sofista en la antigua Grecia.
            Todo tiene sus pros y sus contras, como decía Pero Grullo, y en ocasiones a uno le toca poner el acento en los pros y otras en los contras, ser abogado defensor o fiscal.
            Pero ya me aburren esos juegos dialécticos. Ahora solo me interesa tener razón de verdad, jugar limpio, aceptar cuando sea menester los argumentos y las razones del contrario.
            Cambiar de opinión cada vez me cuesta menos y me gusta más. Siempre que haya buenas razones para ello, claro.
            No me gusta que me engañen;  me gusta todavía menos engañar. Sé hacer trampas, me sé todos los trucos, no hace falta que venga Schopenhauer a recordármelos, pero no tengo que ganar ningún debate televisivo, ni entretener al personal, ni conseguir votos.
            Defiendo mi opinión sobre cualquier asunto, y con mucha vehemencia, solo mientras creo que es verdadera. En cuanto me muestran o me demuestran que no se ajusta a la realidad, deja de ser mi opinión.
            No tengo razón siempre que creo tenerla, ya lo sé, pero me esfuerzo todo lo posible por tenerla.


Miércoles, 27 de febrero
A BOTE PRONTO

¿Cómo le gustaría que fuera el último día de su vida?
            ––Como cualquier otro.
Un consejo para ser feliz.
            ––Conformarse con serlo solo un poco.
¿Monogamia o poligamia?
            ––Polimonogamia
¿Religión?
            ––Cualquiera que no me obligue a comulgar con ruedas de molino, o sea, ninguna.
¿Prohibiría algún libro?
            ––Sí, pero no diré cuáles. Algunos los han escrito amigos míos.
Una razón para leer poesía.
            ––Que te guste la poesía.
Una razón para no leerla.
            ––Que conozcas al autor.
¿Cree que la novela está sobrevalorada?
            ––No por mí.
¿Todavía lee periódicos en papel?
            ––Sí, y todavía bebo agua en vasos de cristal, aunque hace tiempo que se ha inventado el plástico.
Una obra maestra que no haya sido capaz de terminar.
            ––Muchas, pero no creo que fueran obras maestras.
¿Cree en el amor eterno?
            ––Por supuesto, pero suele durar poco tiempo.
¿Cuántos libros lee al día?
            ––Muy pocos, bastantes menos de los que dejo de leer.
¿A quién piensa votar en las próximas elecciones?
            ––No lo diré. Le haría perder votos
¿Le gusta España?
            ––Sí, mucho. Los españoles, un poco menos; se me parecen demasiado.
¿Cree que es una democracia plena?
            ––Prefiero no responder.
¿Qué hace falta para triunfar en literatura?
            ––Si lo supiera, habría triunfado.
¿Es necesario saber mentir sin ruborizarse para hacer carrera política?
            ––Sí, pero esa habilidad suele ser connatural a los seres humanos.
¿Es usted un hombre vanidoso?
            ––Al menos procuro parecerlo.
¿Le gustaría ser más leído?
            ––Según por quién.
¿Hace suyos los versos de Machado: “Y al cabo nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi trabajo acudo, con mi dinero pago / el traje que me cubre y la mansión que habito, / el pan que me alimenta y el lecho en donde yago”?
            ––A mí nadie me debe nada
Un escritor con el que le gustaría tomar un café,
            ––Cualquiera que admire (y cualquiera que me admire)
¿Envidia a alguien?
            Por supuesto
¿Podría dar nombres?
            ––Prefiero no darlos, a no ser que estén muertos como Sócrates y Sherlock.
¿Su deporte favorito?
            ––La falsa modestia, aunque últimamente lo practique poco.
¿Qué le gustaría hacer antes de morirse?
            ––Nada que no haya hecho ya. Lo que más me gusta es repetirme



Jueves, 28 de febrero
ENCUENTRO EN SEVILLA

Alguien, no sé si Oscar Wilde o quizá yo mismo, escribió que la realidad es casi completamente imaginaria.
            Como todas las paradojas, no pasa de ser una obviedad camuflada. De mis amigos, de mis amantes, de los políticos que apoyo o detesto, sé cuatro o cinco cosas e imagino el resto. Todos ellos, como los centauros y las sirenas, son criaturas mitad reales y mitad imaginarias.
            Había quedado citado yo, hace de esto algunos años, en Sevilla, donde él vivía, con un poeta con el que solía cartearme y al que no conocía personalmente. Él elogiaba mis poemas y yo me esforzaba por hacer lo mismo con los suyos, aunque la verdad es que me interesaban más bien poco. Quedamos para comer en un restaurante cerca de la Giralda. No llegamos a hacerlo. Tomando algo antes, las primeras palabras que me dijo fueron: “Esos poetas que tú reseñas y has antologado son una mierda. El primero de todos, Fernando Ortiz”.
            Y luego siguió despotricando contra Víctor Botas, Miguel d’Ors, Sánchez Rosillo y no sé cuántos más.
            Yo trataba de responder, tomándomelo primero un poco a broma, pero pronto pude comprender que iba en serio. La gente de las mesas cercanas comenzó a mirarnos cada vez con menos disimulo. La verdad es que llegué a temer una agresión. Mi interlocutor era alto, fuerte, con una fea carota que se fue encendiendo de ira. Dije que tenía que ir al baño, pagué discretamente la cuenta al camarero y me escabullí sin que él se diera cuenta. Los tres días que pasé en Sevilla andaba temeroso de encontrármelo en cualquier esquina.
            Le conté lo sucedido a Fernando Ortiz, que no daba crédito: “Pero si me para cada vez que me ve y me tiene media hora elogiando mis versos. Hasta se sabe algún poema mío de memoria, como el soneto a Blanco White”.
            Cuando volví a Asturias, releí sus cartas, todas llenas de deferencias y signos de admiración, sin ninguna reticencia, pero si en lugar de haber quedado citados en un bar hubiéramos quedado en su casa, como él propuso, yo no sé si ahora lo estaría contando.
            Bastante tiempo después, creí reconocerlo en Ginebra, cuando esperaba, en la estación de Cornavin, a dos amigos, José Cereijo y María Taibo, con los que iba a desplazarme hasta Lausanne. Volví a asustarme, volví a temer que se lanzara sobre mí y tratara de estrangularme, que fue lo que sentí por un instante en aquel bar de Sevilla. Pero no era él, o no me reconoció, o me había olvidado.


Viernes, 1 de marzo
A TODO SE APRENDE

La verdad es que a todo se aprende. Siempre he tenido dificultad para elogiar a quien conviene elogiar y no a quien lo merece. Pero cada vez se me da mejor mentir. Ya hasta sería capaz de escribir un elogio de la justicia española, de los toros o de la poesía última de Pere Gimferrer.

Revelación de secretos: El misterio de las flores

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Domingo, 3 de marzo
QUERER Y NO QUERER

“¡Tú no has querido nunca a nadie!”, me reprochan en una de esas riñas que yo procuro siempre evitar. Lo mío son las trifulcas literarias, que siempre me relajan, no las sentimentales, que me deprimen bastante, supongo que como a todo el mundo.
            “Mejor me hubiera ido si eso fuera verdad”, pienso recordando tantos malos momentos.
            ¿Mejor me hubiera ido? No estoy yo muy seguro. Creo que podría vivir sin que nadie me quisiera, pero nunca he podido vivir sin nadie a quien querer.


Lunes, 4 de marzo
UN TRIUNFADOR

Presenta Álvaro Valverde su exitoso El cuarto del siroco en la librería Cervantes y a la memoria me vienen aquellos primeros ochenta en que nos conocimos, La nueva poesía española estaba entonces representada en Extremadura por él, Ángel Campos Pámpano y Diego Doncel, ansiosos por saltar las lindes regionales.
            Recuerdo un encuentro en Montánchez al que invitaron, dentro sus estrategias de promoción, a Abelardo Linares y a Felipe Benítez Reyes. En seguida se formaron dos bandos. Por un lado estaban los llamados “poetas de la experiencia” y por otro los experimentales o conceptuales o vaya usted a saber, que en aquel congresillo encabezaba Aníbal Núñez.
            Había otro Núñez, Felipe, que leyó unos disparatados poemas de los que Abelardo y yo, y no recuerdo si también Benítez Reyes, nos reímos bastante. La polémica literaria casi se convirtió en enfrentamiento personal.
            Álvaro Valverde, que quería estar a bien con unos y con otros, se sintió ninguneado por los andaluces y se marchó a  mitad del encuentro sin despedirse de nadie. Luego, de los tres jóvenes mosqueteros, ha sido quien mejor ha gestionado su carrera literaria. Ángel Campos Pámpano –con quien la vida no fue demasiado justa– se dedicó más a la traducción, a las relaciones con Portugal y a la gestión cultural; a mí su poesía siempre me interesó poco. Diego Doncel, que tuvo sus premios y sus incursiones en la novela, nunca logró asentarse, aunque es posible que todavía ande preparando nuevos asaltos al esquivo prestigio. Álvaro Valverde siguió el camino que se había trazado inteligentemente, cultivando las mejores relaciones, esquivando escollos y polémicas. ¿Premios? Sí, pero el Loewe, que hace que hablen de uno en los programas televisivos de máxima audiencia, según se ocupó de recordarnos. ¿Editoriales? Tusquets, donde publican los grandes, aunque le hagan a uno esperar mucho. Y a no llevarse mal con nadie y a hablar bien de Gamoneda y de Trapiello, que nunca se sabe.
            Las luchas de los ochenta han quedado atrás. También aquella su poesía primera, borrosamente del lado oscuro. Su poesía de madurez, muy literaria, muy de línea clara, muy basada en referencias culturales, entremezcladas con las autobiográficas, sigue la línea de lo que en los tiempos de Montánchez detestaba.
            Se le ve feliz con el éxito de su libro. Incluso tiene la deferencia de agradecerme que no lo haya reseñado. La verdad es que lo hice, pero luego preferí no enviarla al periódico. Todo lo bueno que yo decía del libro ya lo habían dicho otros, y en términos más entusiastas. El autor solo tendría ojos para los pequeños reparos. Preferí ahorrarle esa molestia. ¿Será verdad que me voy ablandando con el tiempo?
            Al final de la presentación, vuelvo a conectar el teléfono y veo que tengo una llamada perdida de Abelardo Linares. Mientras recordábamos aquellas discusiones ochenteras, resulta que se le ocurre llamarme a uno de los más activos polemistas de entonces. Me alegra la coincidencia.
            Han pasado más de treinta años y no ha pasado el tiempo. Aquí seguimos los tres y cada uno donde quería estar: Álvaro Valverde, admirado y respetado por tirios y troyanos, con una biblioteca con su nombre; Abelardo Linares, editando a velocidad de crucero, y ya no solo poesía, ni fundamentalmente poesía, sino a esos autores olvidados que gracias en buena parte a él han regresado a la actualidad y en más de un caso le han dado la vuelta a la historia literaria, y yo, que sigo siendo como entonces una especie de antisistema del sistema literario, el niño del cuento que grita “el rey está desnudo” cuando algún nombre importante (Gimferrer no es el único, pero sí mi monstruo favorito) publica un nuevo bodrio y nos da gato por liebre con la bendición de los suplementos culturales.
            ––¿Y no te deprime un poco que la mayoría de los jóvenes poetas a los que apoyabas con alguna palmada en el hombro y muchas pataditas hayan triunfado y sean ahora más importantes que tú?, me pregunta maliciosamente Miguel Floriano.
            ––No me deprime nada, y la verdad es que estoy orgulloso de ellos, aunque lo disimule bastante bien.
            Por cierto, Álvaro Valverde no es el único que me agradece que no me ocupe de su obra. Martín López-Vega, la última vez que estuvo en Lisboa, me compró la espléndida edición (solo por fuera) que Eduardo Pitta ha preparado de la poesía de António Botto. Cuando me la entregó un domingo en el Fontán, me dijo, medio en serio, medio en broma: “Te la regalo con una condición: que no reseñes mi próximo libro”.


Martes, 5 de marzo
AÑOS, LIBROS, VIDA

Debo de ser la única persona del mundo que está encantada de tener la edad que tiene. Cada año que se va sumando lo veo aún como un regalo, no como una carga. ¿Por cuánto tiempo?


Miércoles, 6 de marzo
NEGOCIO SEGURO

Uno de los capítulos del libro autobiográfico de Ida Vitale, Shakespeare Palace, se titula “De un plagio autorizado”, pero no habla de ningún plagio, sino de todo lo contrario.
            Colabora ella en la revista El Correo del Libro, García Márquez acaba de publicar Crónica de una muerte anunciada y el director le encarga que le solicite unos folios donde explique cómo ha escrito su novela.
            Ida Vitale, por medio de amigos, logra contactar con el famoso autor y este le dice que escriba ella esas páginas que él las firmará. Y así fue: en El Correo del Libro hay un artículo firmado por García Márquez que escribió Ida Vitale. Se trata de un texto apócrifo, no de un plagio, pero Ida Vitale, premio Cervantes después de los 95 años, ya no está para muchas precisiones.
            ¿Es el único apócrifo que circula por ahí? No, pero al contrario que ocurre con los políticos, se trata de una práctica vergonzante entre los escritores. Yo creo que debería regularizarse y convertirse en remunerada costumbre.
            A partir de un cierto momento, lo que importa de un escritor no es el texto, sino la firma. Yo recuerdo el estupor con que leía, después de haber admirado El señor presidente, los artículos de Miguel Ángel Asturias, ya premio Nobel, en el ABC. Eran planos y sin gracia ninguna.
            “¿Los habrá escrito él?”, me preguntaba. Probablemente no, pero no había tenido mucho tino al escoger colaborador. Ahora sospecho que, si los hubiera escrito otro, serían mejores.
            Miguel Ángel Asturias es autor de uno de los libros más vergonzosos que conozco, Rumanía, su nueva imagen, de 1964, en el que canta a la Rumanía de Ceaucescu con prosa que parece copiada directamente de los folletos propagandísticos del régimen.
            Pero mejor no hablar de esos trapicheos, de esa puesta del escritor al servicio de las peores causas (siempre habrá Miguel Ángeles Asturias, siempre habrá Mario Vargas Llosas), sino de un proyecto utilísimo: una agencia que facilita textos de circunstancias al escritor de éxito, tan solicitado.
            Un ejemplo, le dan el premio Cervantes a Francisco Brines o a cualquier otro ilustre valetudinario. De todas partes le solicitan entrevistas, él pide que le envíen las preguntas por escrito y no le cuesta demasiado responderlas (siempre dice lo mismo: que si la poesía no tiene público, sino lectores y etc., etc.), pero qué ocurre si le piden una tercera para ABC, un artículo sobre Walt Whitman en el segundo centenario de su nacimiento o su opinión sobre los toros (es gran aficionado). Una agencia –la que yo pienso crear– resolvería de inmediato el problema. Los honorarios se repartirían a partes iguales y todos contentos.
            ¿Que a Ida Vitale le solicitan un artículo sobre Juan Ramón Jiménez para Babelia o a Antonio Gamoneda otro sobre el lenguaje de la poesía para El Cultural? Se busca en Internet lo que han dicho sobre el asunto, se mejora un poquito y en menos de una hora tenemos dos o tres folios dignos.
            Y no hace falta ser un escritor importante, todos tenemos compromisos. Recuerdo que a Víctor Botas le pidió un prólogo cierto poetastro ovetense y él no supo decir que no. Acabó encargándoselo, y pagándoselo (era más bien tacaño, así que la cosa no le hizo ninguna gracia) a un entonces joven contertulio, Antón García.
            Una agencia que despache pregones de fiestas, discursos de agradecimiento, artículos en la muerte de tal o cual personaje, respuestas a cuestionarios varios y otras pejigueras que acechan al escritor de alguna fama sería de gran utilidad, un negocio seguro. Los textos podrían ir personalizados (resultarían más caros) o en un esquema general, con sus citas y sus gracias, que luego cada uno debería completar.
            ¿Un engaño, una estafa? En absoluto, como no es una estafa que el ministro correspondiente o el presidente de tal o cual autonomía firme un texto que ha escrito otro al comienzo de un lujoso catálogo o al frente de las actas de un congreso.
            Y por otra parte da igual quien los escriba porque, como ya dije, esos textos de circunstancias casi nunca los lee nadie.  
            Y si alguien los lee –como yo los artículos de Miguel Ángel Asturias o las memorias de Ida Vitale o los poemas últimos de no diré quién– casi mejor que los escriba otro para que no avergüencen demasiado al autor.


Jueves, 7 de marzo
MISTERIO ACLARADO

Estoy ante el Ayuntamiento, en una concentración para apoyar la huelga feminista de mañana, cuando suena el móvil. Es para invitarme a presentar el próximo día 20 aGarcía Montero, que viene para hablar del exilio y León Felipe. Luego la conversación sigue por otros derroteros. “¿Te gustaron las flores?”, “¿Me las enviaste tú?”, “Yo no digo que te las enviara, pregunto si te gustaron las flores que recibiste el día de San Valentín”, “¿Lo viste en Facebook?”, “¡Ni tengo ni pienso tenerlo!”. Tampoco lee el periódico en que yo hablaba de ello, ilustrado con un ramo en la papelera. “Me gustaron. Y me intrigó no saber quién las enviaba”, “Pues no lo vas a saber. Alguien que te quiere”.
           

Viernes, 8 de marzo
EN LA TERTULIA

––Un escritor es un triunfador cuando le conocen los que no le han leído ni piensan leerle nunca.
            ––No, eso es un escritor famoso, no un triunfador. Basta con participar en Gran Hermano, como Lucía Etxevarría, que no es precisamente una triunfadora.
            ––Ni famosa. Yo no he oído hablar de ella.
            ––La fama televisiva dura poco. Hay demasiada competencia.
            ––A veces dura más que la literaria.
            ––Un escritor es un triunfador cuando todo el mundo se siente obligado a comprar sus libros y a intentar leerlos, aunque luego nunca lo consiga.
            ––¿Cervantes?
            ––Yo pensaba en el Benet de los buenos tiempos, pero vale como el más perfecto ejemplo.


Revelación de secretos: Oscuras golondrinas

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Sábado, 9 de marzo
ALTERO MI RUTINA

No soy un hombre que cambie de costumbres fácilmente, lo reconozco. Pero alguna vez cambio, tampoco soy un robot. Desde hace más o menos un cuarto de siglo, todos los días, también domingos y festivos, también en vacaciones, si no estoy de viaje, paso un rato a revolver papeles, corregir trabajos de alumnos, contestar cartas, por mi despacho en la Facultad, a dos pasos de casa. No siempre es necesario, la verdad, pero es que los días son demasiado largos y en algo hay que pasar el tiempo.
            Ayer, 8 de marzo, por primera vez no pisé el Milán. Y bien que me costó. Pero estaba en huelga, con todas las consecuencias.


Domingo, 10 de marzo
LA CASA DE LAS RIMAS

Cuando a Julia Espín le preguntaban por aquel poeta que había conocido en la juventud y que, tras su muerte, se había convertido en uno de los más admirados de la lengua española, siempre respondía lo mismo:
            ––Era un hombre sucio.
            Gustavo Adolfo Bécquer conoció a Julia y a Josefina Espín una tarde en que paseaba con su amigo Julio Nombela por las calles del viejo Madrid. Las dos hermanas estaban asomadas al balcón de su casa, en la calle de la Justa.
            Se pensaba que esa casa había desaparecido cuando se creó la Gran Vía. Juan Carlos de Lara, tras una detectivesca investigación, nos descubre en El balcón de las golondrinas que todavía sigue en pie, que es el número 5 de la actual calle de Libreros. En el bajo hay una librería de viejo y yo recuerdo que en ella compré una curiosa edición de las Rimas con anotaciones de una lectora entusiasta. No podía imaginar que por el portal en el que yo me había detenido para hojear el breve volumen había entrado más de una vez el propio poeta y que en su segundo piso tuvieron lugar los encuentros que dieron lugar a las rimas.
            Allí vivía, con su mujer, vagamente emparentada Rossini, y con sus hijos, Joaquín Espín y Guillén, compositor y director del coro del Teatro Real. De las veladas que en su domicilio tenían lugar daba noticia la prensa, por la que sabemos que en los intermedios musicales se leían “bellísimas poesías”. Allí se leyeron algunas de las rimas, que luego Bécquer transcribió en el álbum de las hermanas, junto a fantasiosos dibujos.
            Acompañando a Juan Carlos de Lara, subimos las escaleras hasta el segundo piso –siguen siendo las originales –, entramos en el segundo derecha, donde vivía la familia Espín, nos acercamos a la chimenea de mármol de Carrara en la que sin duda apoyó su mano Julia; pasamos luego al piso de la izquierda, que también tenía alquilado don Joaquín y que era donde se celebraban las reuniones, nos asomamos a uno de los balcones. ¿Es este el balcón al que vuelven las oscuras golondrinas? No lo sabemos, un poema no es un documento, pero a este balcón se asomaron alguna vez Bécquer y la hermosa y ambiciosa Julia que con sus desdenes le rompió el corazón.
            En 1861, poco después de dejar de frecuentar el piso de los Espín, Bécquer se casó con Casta Esteban, la hija del médico que le atendía.
            Julia intentó abrirse camino en el mundo de la ópera y llegó a cantar en Milán y en Moscú, luego se casó con uno de los prohombres de la época. Se cuenta que el último poema que Bécquer leyó ante ella, a modo de despedida, le estaba dedicado: “Voy contra mi interés al confesarlo, / no obstante, amada mía, pienso cual tú que una oda solo es buena / de un billete de banco al dorso escrita.”
            Nunca se arrepintió Julia Espín, que le sobrevivió más de treinta años (murió en 1906), de haber rechazado a Bécquer. De él solo conservaba el recuerdo de que era un hombre sucio.
            El padre de Casta Esteban, el doctor que asistió a Bécquer a poco de dejar de frecuentar a Julia Espín, estaba especializado en enfermedades venéreas. Parece que el poeta, por aquellas fechas, no solo tenía platónicas relaciones con la musa desdeñosa de las Rimas.



Lunes, 11 de marzo
EL DÍA MÁS TRISTE

¿Qué diferencia hay entre afirmar que los alienígenas están entre nosotros, que los gobiernos lo saben y lo ocultan, y exigir, como los dirigentes de algunos partidos políticos, que se nos diga toda la verdad sobre los atentados del 11-M? A mí los primeros me divierten (nada me ayuda más a dormir que los programas del canal Historia en que se nos habla de las líneas de Nazca y del cinturón de Orión), los segundos me intrigan. ¿Se creerán lo que dicen? Probablemente sí, la capacidad del ser humano para tragarse sus propias patrañas es infinita.
            ¿Cuándo un bulo se convierte en una hipótesis razonable? Cuando conviene a nuestros intereses.
            Detectar los de los demás es muy fácil, pero ¿cuáles son los bulos en los que yo creo como cosa cierta? Me aterra pensar que pueda ser como esa candidata del PP o de Vox que repite, quince años después, “queremos que nos digan toda la verdad”, algo que tuvo sentido los días siguientes al atentado, cuando mantener el engaño constituía una prioridad del gobierno para no perder votos.
            ¿Seré yo así de estólido en otros asuntos? ¿En lo que se refiere a Venezuela? ¿Al independentismo catalán? ¿Al feminismo? ¿A los premios literarios?
            Pero yo no niego el trágico desastre de Venezuela, simplemente sospecho que los causantes deben buscarse entre aquellos a los que beneficia.
            El avispero catalán, ni tocarlo: no quiero perder más amigos; digo solo que no se puede resolver sin tener en cuenta la opinión de los catalanes y que, para saberla, hay que preguntarles. ¡Más moderado no puedo ser, amiga Rosa!
            Y no defiendo a las mujeres por ser mujeres, sino por ser seres humanos: aunque fueran hombres, las defendería igual.
            Lo de los premios literarios, reconozco que es una manía. Me llega un libro de poemas premiado con algún galardón y lo mismo me da que lo publique la Diputación de Soria que Visor o Renacimiento, siempre lo abro temiendo encontrarme lo peor –que en poesía es lo convencional y lo mediocre– y rara vez me equivoco.


Martes, 12 de marzo
LA INFIEL MEMORIA

La historia de la literatura está llena de escritores muy justamente olvidados. Uno de ellos, Eusebio Blasco, que conoció a Bécquer y que lo retrató con escasa simpatía en Mis contemporáneos. Fue el primero, allá por 1886, en aludir en letra impresa a Julia Espín, aunque sin nombrarla: “No es un secreto para nadie que el poeta estuvo ciegamente enamorado de una hermosura que no debo nombrar porque existe todavía y tiene ya legal y legítimo dueño”. (Quiere decir que estaba casada, no que había sido vendida como esclava.)
            Había otra razón para que no dijera su nombre. Así la retrata: “Muy hermosa criatura, pero sin seso. Un admirable busto como el de la fábula, y muy incapaz de comprender las delicadezas del hombre que quiso vivir para ella. A él no le importaba; sabía que era ignorante, vulgar, prosaica, pero ¡tan hermosa!”
            La mujer con la que se casó Bécquer no sale mejor parada. “Aún vive”, nos dice, y no le niega “honradez, carácter tranquilo y cualidades de mujer de su casa”, pero cuenta que, unos días antes de morir el poeta, fue a visitarle y al ver el hogar en que vivía pensó que lo mejor era que se muriese pronto: “la casa descuidada, el cuarto en desorden, la compañera del poeta que no sabe hablaros de nada, el enfermo solo y entregado a la desesperación sorda”. ¿Y de qué querría que le hablara la compañera del poeta cuando este se estaba muriendo? ¿De las últimas novedades literarias?
            Pero Blasco, escritor de éxito en la época, como memorialista es bien poco fiable. Así comienza su semblanza de Galdós: “Una mañana, hace catorce años, recibí una carta de Federico Balart, que era entonces el crítico de moda. ‘Querido Eusebio –me decía–, puesto que tú has llegado al pináculo del éxito, ayuda a los demás. Te presento a mi paisano don Benito Pérez Galdós, un joven de mucho talento, que tiene desde hace dos años una comedia en el teatro del Príncipe’. El mismo joven murciano traía la carta. Un muchacho flaco, serio, casi sombrío, en honor de la verdad no muy simpático”.
            No sabía nada de Galdós, ni siquiera que era canario, y le dedica una semblanza quizá solo para decir que ya era famoso cuando el otro empezaba y que se había dirigido humildemente a él, provisto de una recomendación, para que lo ayudara. Lo más curioso es que si Galdós, de 1843, era entonces un muchacho, Blasco, nacido en 1844, lo era aún más.



Miércoles, 13 de marzo
SIN IRONÍA

“Maneras de viajar” titula Eusebio Blasco uno de los capítulos de Recuerdos. Sube al tren en París: “Viajeros de diferentes aspectos y distintas condiciones. Todos muy limpios, todos muy serios. Cada cual lleva un paquete de periódicos y un libro. Me quedan dieciséis horas mortales para la frontera española. Pensar que yo las pase sin hablar es pensar boberías. Alguno de los compañeros de viaje debe ser comunicativo…”
            Lo intenta con un joven de aspecto militar, pero está leyendo la primera hora, y la segunda, y la tercera. Para entablar conversación, le pregunta si le molesta el humo. “¿A un hombre tal pregunta?, se me dirá”. Y entonces Blasco aclara que “en Francia hay caballeros que protestan cuando uno fuma; los reglamentos se cumplen al pie de la letra, y para fumar está el vagón dedicado a eso”. ¡Estos franceses!
            Blasco respira tranquilo cuando, a partir de Irún, el vagón se llena de españoles –un tipo cargado de bastones y mantas; un teniente de la guardia civil con botas y espuelas, capote, sable, una caja de cigarros, una botella envuelta en papel y una jaula con una cotorra; un obeso matrimonio; un cura con un buen cigarro y un paquete de bizcochos– que hablan a gritos, fuman, tosen, comen. “¿Periódicos? ¿Libros? No hay nada de eso, salvo que el cura tiene en el bolsillo del levitón un número de La Lidia, colocado de tal modo que la cabeza del Espartero asoma como para darnos los buenos días”.
            ¡Qué grandes los españoles –afirma Blasco sin ironía ninguna– que aprovechan los viajes para hacer amigos, que fuman en cualquier parte y que no pierden el tiempo leyendo!


Jueves, 14 de marzo
CAMBIO DE CHAQUETA

Me llaman para invitarme al almuerzo que el 24 de abril tendrá lugar en el Palacio Real con motivo del Premio Cervantes. Sé de sobra que para ser consecuente debería rechazar la invitación. Pero acepto encantado. Ya se me ocurrirá alguna buena razón para justificarlo ante mis amigos. La verdad es que me hace ilusión comer en la misma mesa que los reyes, pero jamás lo reconocería publicamente.


Revelación de secretos: Si quieres ser feliz

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Sábado, 16 de marzo
NO ME TIENTES

––¿Te has dado cuenta de que la palabra que más se repite en todo lo que escribes es “yo”?
            ––Me he dado cuenta. En la revisión final, siempre elimino algunos por redundantes.  
            ––¿Y no temes acabar cansando a tus lectores con ello?
            ––Si me leen, ya saben a lo que se exponen.
            ––Acabarás escribiendo solo para ti mismo.
            ––Lo dudo. Nunca he tenido la costumbre de leerme, salvo para corregir antes de dar por terminado un texto. Una vez publicado, no vuelvo sobre él. Ahí queda. Para quien pueda interesar.
            ––Pues como no cambies de tema, te lo digo yo, vas a interesar a cada vez menos.
            ––Hablo de mí, cierto, pero ningún hombre es solo un hombre: es el universo entero encerrado en un hombre. O en una mujer, por supuesto. Y no te olvides que un escritor solo es un verdadero escritor cuando consigue interesar a los lectores hable de lo que hable, aunque lo que diga –como es mi caso– vaya en contra de los prejuicios políticos de la mayoría de sus lectores.
            –-Irritar se te da muy bien. Solo tienes que hablarnos de Cataluña.
            ––No me tientes…
           

Domingo, 17 de marzo
LA PRIMERA PELÍCULA

Acompaño a mi jovencísimo ahijado, dos años y medio, la primera vez que va al cine. Ha escogido bien la película: Mirai, mi hermana pequeña, de Mamoru Hosoda, que viene a ser una versión japonesa y en dibujos animados de la novela de Delibes El príncipe destronado.
            “Qué oscuro”, dice cuando se apagan las luces. Luego sigue con atención la peripecias de aquel niño, un poco mayor que él, que ve cómo su mundo se derrumba cuando llega a casa su hermana recién nacida.
            A media película, se cansa y salimos un rato a corretear por el largo pasillo estrellado de los Yelmo. Pronto pide volver con el pequeño Kun, que no soporta a su hermanita, que se siente marginado, que un día se escapa de casa y se pierde en la inmensa estación. El espectador primerizo observa fascinado el ir y venir de los trenes y la gente.
            La historia de que nos cuenta Mirai, mi hermana pequeña es a la vez muy japonesa y muy universal, realista y fantástica, con toques de humor, comprensiva con nuestras limitaciones. Para niños de todas las edades, como Las aventuras de Martín que yo estoy escribiendo ahora.
            Al salir, Martín mira a sus padres un tanto escamado. “Vamos a ver, ¿por qué me habéis traído a ver precisamente esta película? –parece pensar– ¿No me estaréis preparando una sorpresita?”
            Ver Mirai, mi hermana pequeña tan bien acompañado es una emocionante e irrepetible  maravilla.


Lunes, 18 de marzo
LOS PUÑOS Y LAS PISTOLAS

Siempre me ha fascinado la gente que no piensa como yo, o sea, que está equivocada (porque yo, como buen español, soy así de dogmático).
            El azar, mi guía habitual en materia de lecturas, me hace alternar hoy un número de la Revista de Occidente, correspondiente a mayo del 31, el primero de la época republicana, y Los que nacimos con el siglo, las memorias de Guillén Salaya.
            En la Revista de Occidente, un artículo de Carl Schmitt, Hacia el Estado total”, explica las bondades del nuevo régimen que querían imponer los nazis. El término “totalitarismo” no había adquirido la connotación negativa que tiene hoy día. El joven y brillante catedrático de Derecho explica las ventajas de la nueva concepción del Estado que pretende sustituir al caótico e ineficaz Estado liberal.
            Guillén Salaya fue miembro de la CNT, participó activamente en la renovación vanguardista de los años veinte (dirigió Atlántica, participó en La gaceta literaria) y combatió en Marruecos. Luego sería, junto a Ramiro Ledesma Ramos y Onésimo Redondo, uno de los fundadores de las JONS, la organización fascista que acabó confluyendo con Falange Española.
            El primero de los puntos de esas Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista podría firmarlo hoy lo mismo Abascal que Guerra: “Afirmación rotunda de la unidad española. Lucha implacable contra los elementos regionales sospechosos de separatismo”.
            “Guerra y bohemia”, la sección inicial de las memorias de Guillén Salaya, se ocupa más de la guerra de Marruecos –entona un lírico canto a la Legión– que de la bohemia literaria. La parte final nos refiere los meses que pasó encarcelado en Gijón al comienzo de la guerra civil; la central, “Noche y alborada”, sus ataques a la legalidad republicana.
            Baste un ejemplo, del que parece especialmente orgulloso: “Una mañana del 14 de julio de 1933 tres jóvenes entraron en la oficina de ‘Los amigos de la URSS’, sita en la Gran Vía de Madrid. En el local se hallaba el cobarde y pedante Wenceslao Roces, presidente de la entidad, una mecanógrafa y dos amiguitos más de Rusia. Después de un rápido saludo cordial, los tres jóvenes sacaron sendas pistolas y apuntaron con ellas a los bravos moscovitas. ‘Manos arriba y cara a la pared’, ordenaron. Roces se puso a temblar como una damisela histérica. ‘¡No me matéis! ¡No me matéis!’, gritaba con una voz aguda entrecortada por el pánico. ‘¡Silencio y cara a la pared!’. Los amigos de Rusia obedecieron, gentiles y sumisos, a las batutas de las pistolas jonsistas. ‘Venga, el fichero de la sociedad’, dijo un joven español. La muchacha entregó el fichero (durante la escena, fugaz, Roces temblaba como un azogado), Los tres jonsistas salieron al pasillo de aquel séptimo u octavo piso, bajaron la escalera tranquilos y ligeros y a los pocos minutos entregaban en la JONS el fichero de los amiguitos de Rusia y enemigos declarados o encubiertos de España”.
            Guillén Salaya no es Carl Schmitt,  no es Heidegger, es un matón con una pistola que se ríe de cómo tiemblan los malos españoles cuando están frente a él, desarmados.
            Me gusta saber cómo piensa la gente que no piensa yo como yo, pero a veces descubro con sorpresa que no piensa, solo embiste.


Martes, 19 de marzo
LO SIGO PENSANDO

“¿Y nunca has pensado en tener hijos, Martín?”, me pregunta un amigo después de felicitarme por mi santo en este día tan señalado.
            ––¡Muchas veces! Y lo sigo pensando. Tendré que decidirme pronto, porque el tiempo pasa.


Miércoles, 20 de marzo
TIENE SU MÉRITO

Luis García Montero, en la cena que siguió a su conferencia-mitin sobre León Felipe y el exilio –no me aburrí demasiado: apenas si escribí media docena de haikus–, me dijo sonriendo: “Ya sé que te has quejado en el periódico de que Araceli Iravedra no te saluda”. Tras contarle la anécdota, añadió medio en serio, medio en broma: “Es que, compréndelo, no todo el mundo tiene la paciencia que tenemos Josefina y yo”.
            Y la verdad es que él ha tenido conmigo algo de paciencia. Desde el primero, allá por 1980, comento puntualmente sus libros y no le he puesto menos reparos que a tantos otros poetas que hace años han dejado de hablarme. Y tampoco he callado nuestras discrepancias a la hora de interpretar las normas de los jurados literarios. Recuerdo –lo he contado varias veces– cuando me llamó Ángel González: “Me ha dicho Luis que hay un libro de Vicente Gallego presentado al premio y que no está entre los preseleccionados. Habría que incorporarlo”.
            Me negué. Los libros se presentan anónimamente. Si algún miembro del jurado quiere añadir algún libro a la preselección, está en su derecho, pero debe leerse antes todos los libros presentados para poder escoger. García Montero insistió en que la norma habitual era otra, que un miembro del jurado se entera de que un libro de un autor importante no ha sido seleccionado puede solicitarlo, que así pasa en el Loewe y en todos los premios que publica Visor. Yo me mantuve en mis trece y el libro de Vicente Gallego no se tuvo en consideración. Y García Montero siguió siendo amigo mío, tras este y otros rifirrafes de política literaria.
            Mientras Ana Caro, la gerente de la Universidad, que cena con nosotros, nos da una  instructiva charla de derecho administrativo, yo me dedico a pensar en mis cosas y hacer recuento de cuántos amigos literarios me quedan. De los viejos tiempos de Jugar con fuego y Las voces y los ecos, solo han sobrevivido dos y medio (el primero en caer creo que fue Luis Antonio de Villena); de los ochenta, me quedan cinco (si incluyo a Andrés Trapiello, que es más bien intermitente); luego se fueron incorporando algunos más… No les reprocho nada a los que me retiraron su amistad, seguro que tenían buenas razones –alguna crítica atinada y destemplada– para ello. Pero su abandono hace más meritorio el gesto de los que siguieron apreciándome a pesar de que eso no les garantizaba un mejor trato (más bien todo lo contrario).
            La verdad es que tiene su mérito persistir en ser amigo mío. Suelo callarme las alabanzas, pero nunca los reparos. Ciertas dosis de hipocresía no me vendrían nada mal.
            Pase que, mientras el conferenciante habla y no ocupa más de la mitad de mi atención, yo haga como que tomo notas mientras en realidad escribo aforismos o haikus. Lo que no está bien, parece un poco de recochineo, es que, al final de la cena con García Montero, cuando nos despedimos, se lo cuente y luego le lea mis garabatos:
            Vuelves a casa / y contigo no vuelven / los días perdidos.
            Curiosa luna. / Sin perderme de vista, / sigue mis pasos.
            Envuelta en niebla, / la mañana de marzo / se despereza.
            En la montaña. / Se oye lejano el silbo / de algún pastor.
            Una hoja cae, / un niño mira, / las nubes pasan.
            Dejo los remos / sobre la barca. / ¡Tan alto el cielo!
            Luce la yerba / temprano en la mañana / mil y un diamantes.
            Toda la noche / esperando tu vuelta / la luna y yo.


Jueves, 21 de marzo
QUIEN LO PROBÓ LO SABE

––¿Qué es para usted la poesía?
            ––Una enfermedad contagiosa que afecta especialmente a los jóvenes y a la tercera edad.
            ––¿Tiene cura?
            ––Se cura leyendo, pero en cualquier caso no es peligrosa y solo puede matar de aburrimiento.
            ––Pero usted ¿no ha escrito poesía? ¿No forma parte de jurados poéticos? ¿No es un gran lector de poesía?
            ––Sí, por eso hablo con conocimiento de causa.


Viernes, 22 de marzo
MENTIRAS INOCENTES

Me dices que me quieres y yo finjo que te creo: “Si dos mentirosos hablan / es la mentira inocente. / Se mienten, más no se engañan”.
            Qué razón tenía el poeta Bartrina: “Si quieres ser feliz, como me dices, / no analices, muchacho, no analices”.




Revelación de secretos: Volver a casa

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Sábado, 23 de marzo
ORIENT EXPRESS

Si no mencionas ningún nombre, puedes burlarte cuanto quieras de los malos poetas. Nadie se va a dar por aludido y te aplaudirán como un crítico valiente.
            Pero a mí me gusta dar nombre y apellido, que es como ir sembrando de minas unipersonales mis alrededores. Cualquier día piso una y salto por los aires.
            A veces tengo pesadillas al estilo de Asesinato en el Orient Express. Aparezco muerto en la biblioteca y todos los poetas de los que alguna vez me he ocupado –como descubre al final Poirot-- habían ayudado a apretar el gatillo o a echar veneno en la taza de té.


Domingo, 24 de marzo
OTRO AMANTE DE LA REINA

Leo la nueva biografía de Emilia Pardo Bazán, aparecida en la colección “Españoles eminentes” (¿para qué titularla “Españoles y españolas eminentes?”, para qué atentar contra la economía del lenguaje si las mujeres son en ella rara excepción?), cuando me encuentro con la sorprendente afirmación de que, entre los amantes de Isabel II, figuró también Juan Valera, “de forma breve, pero suficientemente escandalosa”. Y ni una nota ni una información más.
            Lo más curioso es que, según creo recordar, la autora, Isabel Burdiel, no alude a ello en su biografía –la mejor hasta la fecha– de aquella reina “tan española, tan caritativa, tan devota de la Virgen de la Paloma”, para decirlo con palabras de Valle-Inclán.


Lunes, 25 de marzo
ENCUENTRO EN EL CAMPILLÍN

Íbamos paseando por el bullicio del Campillín, en la mañana soleada de ayer, mi amiga Aida Masip y yo, cuando se nos acercó un tipo que en principio creí un mendigo. Traté de esquivarle, pero él se me puso delante.
            ––¿No me conoces? ¿De verdad no me conoces?
            No, no le conocía. Y ya comenzaba a sentirme incómodo con su insistencia, cuando sonrió y aquella sonrisa pareció quitarle de encima en un momento cuarenta años. Dije su nombre y sus dos apellidos, escuchados día tras día en clase cuando los profesores pasaban lista.
            ––¿Ves cómo me recuerdas?
            Habíamos hecho el bachillerato juntos y acabamos siendo los mejores amigos. Luego se marchó a Madrid, a estudiar no sé qué licenciatura que no se impartía en Oviedo, y perdimos el contacto. Tantos años después, volvíamos a encontrarnos y me daba la impresión de que la vida no le había tratado demasiado bien.
            Charlamos un rato y quedamos para volver a vernos al día siguiente. Me contó una historia que no me creí, que seguramente era inventada, pero que coincidía con alguna de mis más persistentes pesadillas.
            Mi amigo trabajaba como ejecutivo en una importante empresa, creí entender que de electrodomésticos, se había casado, era feliz, tenía dos hijos, niño y niña. Una mañana, al volver del trabajo, no encontró su casa. Recordaba perfectamente la dirección: la calle, el número, el piso. Pero en aquella calle no existía ningún edificio con tal número. Acabó yendo a la policía, le llevaron a un hospital, pensando que tenía algún problema neurológico, hicieron público su nombre por si alguien se interesaba por él. En seguida fueron a verle amigos, compañeros de trabajo. Pero ni su mujer ni sus hijos dieron señales de vida. Y ninguno de los que le conocían los había visto nunca, aunque les había hablado varias veces de ellos. Le dieron de baja, se puso en tratamiento, fue de mal en peor. Un día, paseando por el Retiro, vio a sus dos hijos jugando con otros niños mientras su mujer los miraba sentada en un banco. Se acercó a ellos alborozado. Los niños se asustaron, su mujer, que no le reconoció, acabó llamando a un guardia ante la insistencia de aquel desconocido.
            Regresó a Asturias, donde ya no le quedaban parientes cercanos. Lo había pasado mal, muy mal, me dijo, pero ahora no tenía problemas económicos gracias a una pequeña herencia.
            ––¿Tú también creerás que nunca estuve casado, que todo fue una paranoia, una alucinación?
            ––Hombre, la verdad…
            -–-Busqué los papeles, el certificado de matrimonio, la partida de nacimiento de mis hijos, los testigos de la boda.
            ––¿Y?
            ––Alguien lo había cambiado todo, allí estaban sus nombres, pero no el mío. Mi mujer se había casado con otro, mis hijos no eran míos. Incluso en las fotos familiares que yo llevaba en la cartera alguien había cambiado mi rostro por el de un desconocido.
            Quedamos en volver a vernos hoy lunes, le invité a comer en casa, quería mostrarle mi biblioteca (en el Instituto, nos pasábamos el tiempo hablando de libros), pero no apareció. Iba a enseñarme las fotos familiares que guardaba, los papeles que había conservado.
            Yo he soñado muchas veces con que me ocurría algo semejante. Todos estos días felices no son más que una alucinación. Me despierto una mañana y nadie me reconoce. Yo no soy quien creo ser, sino un paria, un mendigo, alguien a quien de pronto han robado una vida que quizá no ha tenido nunca.

Martes, 26 de marzo
MEMORIA HISTÓRICA

Qué extraña sensación, al explicar en clase los últimos capítulos de la literatura española, la de caer en la cuenta de que uno ha conocido a la mayoría de esos autores y que, si se trata de poetas, todos son o amigos o enemigos.
            Medio siglo es tiempo suficiente para poder asistir, como testigo, al laboratorio de la historia. ¿Qué tenía que ver la España de 1900 con la de 1950? A mí me parece que, en lo que a la literatura se refiere, mucho menos que la de 1968 con la actual. Mi amigo Abelardo Linares diría que porque aquel medio siglo fue bastante más rico literariamente que este, que la Edad de Plata se convirtió en Edad de Alpaca, con plomo de por medio. No estoy yo tan seguro.
            El término “memoria histórica” se ha convertido en un arma arrojadiza, en motivo de burla para la derecha más o menos torera. Pero a mí me parece que no puede ser más preciso.  Basta vivir el suficiente número de años para comprobar cómo nuestra memoria se hace historia, cómo lo que fue actualidad periodística que a nosotros nos sorprendía cada mañana es un capítulo del manual de Historia que se estudia en las escuelas.
            Siempre que paso por Barajas y leo por todas partes el nombre de Adolfo Suárez, me acuerdo de la sorpresa de su nombramiento y del título del artículo de El País que lo glosaba (“¡Qué error, qué inmenso error!”); de los ataques de unos y de otros, empezando por el rey que lo había nombrado y que no sabía cómo tirarlo después de usarlo; de su dimisión o expulsión a patadas; de su fracaso político cuando quiso actuar por su cuenta (sin “impulso soberano”) y de su mitificación después que la enfermedad lo apartó del mundo.
            Escuchando los cuentos que nos cuentan sobre la parte de la historia que hemos vivido, si no como protagonistas, sí como testigos atentos, aprendemos a interpretar sin cuentos otras etapas.


Miércoles, 27 de marzo
SIN POR QUÉ

Mañana leo poemas en Sofía, junto al poeta búlgaro Marín Bodakov, y hoy al hojear novedades en la librería Cervantes, abro al azar un libro, El paraguas balcánico, de Enrique Criado, y me encuentro con un paisaje que me resulta familiar: “Terminé por alquilar un piso amplio en un edificio desvencijado, con la fachada desconchada, mugrienta y con grandes madejas de cables colgando, pero con unas magníficas vistas despejadas hacia el parque de los Doctores, al bonito edificio de la Universidad de Sofía y a la montaña de Vitosha. Cierto que había que asomarse por un lado de la terraza y forzar un poco la mirada, pero también tenía vistas a las cúpulas doradas de Alexander Nevski”.
            Enrique Criado, diplomático, estuvo destinado tres años en la embajada de España en Bulgaria. Su libro –casi lo termino mientras tomo un café en Las Salesas– se lee como quien escucha una agradable conversación, llena de humor y detalles de buen observador (aunque incurra en alguna confusión entre el este y el oeste: desde Georgia no ven salir el sol en las costas búlgaras del mar Negro).
            Nunca he vivido en Sofía, nunca he vivido en ninguna parte salvo en Aldeanueva, Avilés y Oviedo (y por eso siempre digo que yo no leería jamás a un escritor como yo, con tan poca experiencia vital que apenas ha cambiado de domicilio y nunca de trabajo en casi setenta años), pero he pasado por muchos lugares y en todos ellos tengo mis rincones favoritos.
            Soy tan rutinario que, en cuanto voy más de dos veces a una ciudad, ya tengo creadas mis rutinas. En Sofía, forman parte de ellas el paseo solitario por el Doctors Park, sembrado de restos arqueológicos, y sus alrededores de casas bajas con patios arbolados. Muy cerca están la Biblioteca Nacional, la Universidad de San Clemente de Ohrid, donde yo hablé de Pedro Salinas y de Víctor Botas, el monumento a Vassil Levski (en el lugar en que fue ahorcado por los turcos), el jardín botánico, la catedral… Pero a mí lo que más me gusta es perderme por las calles del barrio de Oborishte, con sus pequeños cafés y restaurantes, sus escondidas embajadas, su aire bohemio. Siempre tengo la sensación que da de estar en casa, aunque tan lejos de casa.
            Una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes, decía Lawrence Durrell. Yo no he tenido amores búlgaros (al menos de los que se pueden contar), pero sí la amistad de amigas excepcionales, buenas conocedoras de la literatura española, que representan las dos caras del país: Liliana Tavakova, profesora en la Universidad, que estudió en Cuba (allí se enteró de la caída del muro de Berlín), de familia ligada a la intelectualidad comunista, cosmopolita, refinada, y Rada Panchovska, poeta, editora, traductora incansable y todo un personaje representativo de la fuerza y el coraje de la Bulgaria más popular. Rada pasa temporadas en España, en la casa del traductor de Tarazona, y siempre viene en autobús (más de un día de viaje), cargada con inmensos paquetes de libros y de regalos para todos sus amigos.
            En Sofía, como en cualquier lugar por el que estoy de paso, me gusta levantarme temprano y caminar a solas antes de encontrarme con algún amigo y asistir a los actos previstos. Es una sensación extraña pasear por una ciudad en la que no conoces el idioma, en la que lees con dificultad los nombres de las calles y, sin embargo, te sientes acompañado, inmerecidamente bien acompañado y en tu sitio. No sabes por qué, pero el amor es sin por qué.






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