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La verdadera historia: La amante del rey

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Estaba yo en la no muy ordenada fila, esperando para subir al avión, cuando se me acercó una joven.
            ––Eres español, ¿verdad? Perdona que te moleste. Yo soy de Alicante, he pasado un año trabajando en Nueva York, y ahora me han traslado a Madrid. No he podido facturar todo el equipaje. ¿Te importaría llevarme esta maleta? Pesa poco y veo que tú no llevas equipaje de mano.
            No, no llevaba, según mi costumbre: solo un par de libros. No me dio tiempo a pensarlo, dejó en el suelo la pequeña maleta, más bien un maletín, me dio las gracias y con una sonrisa se fue hacia atrás, hacia el lugar que le correspondía en la fila.
            Sin muchas ganas, pero pensando que no habría ningún problema (ya habíamos pasado el control de seguridad), subía al avión. Empecé a preocuparme una vez dentro. No vi por ningún lado a la joven, a pesar de que la busqué insistentemente con la mirada, y en mitad del vuelo, al ir a buscar algo en mi chaqueta encontré en uno de los bolsillos un sobre con dinero que yo no había puesto allí.
            La vida de una persona puede cambiar en un instante. Primero pensé que aquel maletín llevaba droga y que yo me había convertido en una involuntaria y estúpida mula; luego, al no ver a quien me lo había entregado, en algo peor, en un explosivo que nos haría desaparecer a todos en mitad del vuelo.
            Puede cambiar en un instante la vida persona, puede cambiar la historia de un país. En Toulouse, hace unos días, conocí a un profesor del liceo Saint Sernin, que me dijo que él debía ser, y no Felipe VI, el rey legítimo de España.
            El mundo está lleno de chiflados, pensé, y no le hice ningún caso, pero luego me enteré por otros colegas que se trataba de un respetable profesor de matemáticas, no de un lunático, y le llamé, morbosamente interesado por su historia; me imaginaba que pretendería ser uno de los presuntos hijos naturales del anterior jefe del Estado.
            Pero no, la historia venía de más lejos, de hace dos siglos, y no se hablada de ella en los libros de Historia.
            ––Mesonero Romanos insinuó algo en sus Memorias de un setentón y le contó bastantes cosas a Galdós, que no quiso mencionarlas en los Episodios nacionales; don Benito siempre fue muy cauto.
            Habíamos quedado citados en uno de los cafés de la plaza del Capitole, Les Illustres, un nombre que me pareció irónico. Yo había ido a Toulouse a estudiar las publicaciones literarias del exilio español. Pero lo que me contó aquel profesor de matemáticas hizo que cambiaran las líneas de mi investigación.
            ––Me llamo Francisco Marzo, pero en realidad soy Francisco de Borbón, y otra habría sido la historia de España si el hijo verdadero de Fernando VII le hubiera sucedido en el trono en lugar de la princesa Isabel, que no era hija suya. No abra tanto los ojos, no piense que está ante un paranoico; puedo probar todo lo que digo. Bueno, todo no, harían falta análisis de ADN, que ya he solicitado, pero que aún no me han concedido, para eliminar cualquier duda.
            Como usted sabrá, Fernando VII se casó cuatro veces. La primera, cuando aún era príncipe de Asturias, con María Antonia de Nápoles. Ese matrimonio fue el hazmerreír de toda Europa. La joven princesa le contaba sus problemas conyugales a su madre y esta a su vez los comentaba con varios corresponsales; unas y otras cartas eran interceptadas por Napoleón, y no solo por él, y acababan siendo el entretenimiento de Europa. Cuando se casó, Fernando tenía dieciocho años, lo ignoraba todo de la vida sexual y su desarrollo no correspondía con esa edad. Padecía una enfermedad denominada macrogenitosomía, una de cuyas consecuencias era la aparición tardía de los caracteres sexuales secundarios. No comenzó a afeitarse hasta bastantes meses después de casarse y tardó un año en consumar el matrimonio.
            Se casó cuatro veces, pero solo tuvo una esposa en el verdadero sentido de la palabra, Josefa Montenegro, a la que se conocía como Pepa la Malagueña. Los historiadores liberales, y los chismógrafos de la corte, dijeron de ella que regentaba un burdel y que proporcionaba jovencitas al rey para que satisfaciera su apetito sexual, bastante desmesurado, como si quisiera compensar su tardía aparición. No es cierto: fue su amante, su consejera, le dio varios hijos. El rey le buscó una casa cerca de Palacio y le preparó un matrimonio con un militar, Francisco Marzo Sánchez, destinado lejos de Madrid y con el que nunca cohabitó. Ese militar fue el padre legal de los hijos de Josefa: Manuela, nacida en 1817, y Francisco, nacido en 1819.
            Sabemos que durante un tiempo el rey buscó la manera de reconocer a Francisco como su heredero. Cuando desistió, desesperado (era un rey absoluto, lo podía todo, pero eso no podía), terminaron sus relaciones con Josefa Montenegro, que poco después pasó a ser la compañera clandestina –en aquel tiempo no podía ser de otra manera– del duque del Infantado, enamorado de ella desde siempre.
            Como ve usted, nada de dirigir un burdel. Entonces los matrimonios eran de conveniencia, la amante, la querida, era en realidad la verdadera esposa, la que estaba unida por vínculos de amor. En 1840, Josefa Montenegro tuvo un pleito en París con los herederos del duque del Infantado. Yo he visto esos papeles, en ellos declara que sus dos primeros hijos son hijos del rey, entonces ya difunto.
            Fernando VII dejó de estar enamorado de Josefa Montenegro (quizá su único amor), pero nunca dejó de pensar en que Francisco Marzo Montenegro, en realidad Francisco de Borbón Montenegro, habría sido su mejor heredero.
            Siempre tuvo sospechas de que la princesa Isabel no era hija suya. Dicen que la reina Cristina conoció a Fernando Núñez a los pocos días de la muerte del rey; hay sospechas de que lo conoció bastante antes. Pero era peligroso investigar ese asunto, más peligroso que tratar de averiguar quién estaba detrás de la muerte de Prim. Hubo quien dijo tener pruebas y desapareció poco después con ellas. Toda la legitimidad de la monarquía española se vendría abajo. Una cosa es que no se sepa con certeza quién es el padre, o quiénes son los padres, de los hijos de Isabel II (la única certeza es que ninguno es hijo de su marido) y otra que la hija de Fernando VII no sea hija suya. En el primer caso, quien transmitía los derechos dinásticos era ella.
            Explican estas sospechas lo ocurrido en septiembre de 1832, cuando el rey, al creer que iba a morir, no tuvo inconveniente en derogar la pragmática sanción de 1789 (que nunca se había hecho pública), para que siguiera vigente la ley Sálica introducida por Felipe V. Con ello, Isabel dejaba de ser la heredera al trono. Las intrigas de la madre, que ya llevaba las riendas del gobierno ante la debilidad del rey, hicieron que las cosas volvieran atrás y de inmediato se convocaran las cortes del reino para proclamarla formalmente Princesa de Asturias.
            Fue un acto muy solemne, el más solemne del reinado. Tuvo lugar en la iglesia de San Jerónimo, deslumbrante de uniformes, sedas, joyas y condecoraciones. ¿Y a quién cree que, fuera de todo protocolo, quiso el rey también invitar? Pues a Josefa Montenegro y a su hijo Francisco, que entonces ya era un espigado adolescente de catorce años. Otra habría sido la historia de España si ese adolescente, dos años después, tras una breve regencia, hubiera sido proclamado rey de España. Murió a los ochenta años, en 1899, y habría sido un rey tan longevo y tan provechoso para su país como la reina Victoria. ¡La de desastres que nos habríamos ahorrado!
            Lo que recordaba de ese acto interminable (se lo contó a mi abuelo y mi abuelo me lo contó a mí), fue lo mal que lo paso la pobre princesita, que lloró muchas veces, que no entendía nada, que cuando veía acercarse a obispos y personajes para besar su mano, la escondía y volvía la cara. Su madre, que sonreía oronda como quien había hecho el mejor negocio de su vida (luego haría muchos, sumamente lucrativos), trataba de calmarla, pero solo hacía caso a los requiebros de su aya pasiega, que era quien la sostenía en brazos, ataviada con mayor esplendor que los propios monarcas.
            Imagínese lo que habría sido la historia de España si a Francisco I, le hubiera sucedido en 1899 su hijo Francisco II, que entonces tenía cincuenta años y era marino y destacado científico. Le sucedería a él mi abuelo, que murió en 1960, y luego mi padre, hasta 1993, y usted estaría ahora hablando, no con un profesor de matemáticas del liceo Saint Sernin, sino con el rey de España…
            Ya sé, ya sé, que soñar con lo que pudo haber sido y no fue, es un empeño inútil. En realidad, mi familia nunca pretendió reivindicar ningún derecho a la corona de España, que no les parecía precisamente un bien apetecible. Yo estoy intentando, sabiendo que es un empeño inútil, que se analice el ADN de los restos de Isabel II. Habría que reescribir la historia si el resultado es el que yo espero, aunque de sobra sé que legalmente no pasaría nada. La legitimidad de Felipe VI le viene de la constitución de 1978, no de ser lejano descendiente de esa señora.
            Mi empeño mayor es restituir su buen nombre a Josefa Montenegro, no la alcahueta del rey, sino su verdadero amor, la mujer más hermosa de su tiempo y además inteligente, fuerte y sana. Habría podido regenerar la monarquía española y cambiar así la historia de un país que sigue siendo el mío, aunque yo naciera en Francia, como consecuencia de una guerra civil que, si las cosas hubieran sido de otra manera en tiempos de Fernando VII, cuando España se partió en dos, quizá nunca habría tenido lugar.


La verdadera historia: ¡Viva España con honra!

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“Me encantaría que conocieras a mi amigo Julio Salom, general de brigada que –no tengo duda– llegará a general de cuatro estrellas. Julio, uno de los pocos idealistas de verdad que conozco, ha sido teniente, capitán, comandante y coronel legionario, y está tan atónito como yo ante lo que se dice sobre la legión española. Disciplinado como buen militar, aguanta lo que haga falta pero no entiende que se publiquen determinados artículos tan tremendos como los escritos a propósito del himno de la legión entonado por políticos que asistían al desembarco del Cristo de Pedro de Mena en el Puerto de Málaga”.
            Soy más amigo de la verdad que de mis prejuicios, así que después de haberme pasado los últimos días defendiendo a Unamuno y despotricando contra Millán Astray, el energúmeno del Paraninfo en un incidente que algunos quieren minimizar, no tendría ningún inconveniente –todo lo contrario– en conocer a Julio Salom, como me sugiere Ángel Gómez Moreno, catedrático de Literatura en la Complutense, hombre de muy varios e insólitos saberes.
            A fin de cuentas, entre mis héroes ha estado siempre un militar, Antonio Ros de Olano, de quien supe mucho antes de encontrármelo en la historia de la literatura y de leer sus obras. Mi abuelo Juan era un gran admirador suyo y siempre lo mencionaba cuando hablaba de la guerra de Marruecos. Yo pensaba que había sido su jefe, pero luego supe que no podía ser posible. Mi abuelo estuvo en los años veinte y Ros de Olano a mediados del XIX. Quizá la admiración le venía del Diario de la guerra de África, de Pedro Antonio de Alarcón, que leía y releía.
            Una noche de invierno en que había comenzado a nevar, lo recuerdo bien, sentados junto a la lumbre, en la humosa cocina, tras recitarme el romance de la loba parda (“Estando yo en la mi choza / pintando la mi cayada…”), que yo siempre oía embelesado y gozosamente asustado, le interrumpí nada más comenzarme a contar de nuevo una de sus heroicas o picarescas aventuras con los moros. Aquella mañana, en la escuela, habíamos leído “El carbonero alcalde”, una de las historietas nacionales de Alarcón, y el maestro había justificado las barbaries que allí se cuentan conque se trataba de defender la patria contra los invasores.
            ––Abuelo, si en la guerra de la Independencia los malos eran los franceses porque habían invadido nuestro país, en la guerra de Marruecos. ¿los malos no éramos los españoles por haber invadido el de los moros?
            Mi abuelo se quedó atónito, nunca se le había ocurrido pensar tal cosa –que en una guerra los españoles pudieran ser los malos– ni que nadie pudiera pensarlo. Me miró un rato en silencio; luego me acarició el pelo.
            ––¡Este niño! ¡Lo que se le ocurre! Los moros son salvajes, nosotros les llevábamos la civilización cristiana.
            Y siguió con sus historias en las que, no sé cómo, siempre acababa apareciendo, ejemplo y lección, el general Ros de Olano, el amigo de Espronceda, el héroe de la primera guerra carlista. Allí tuvo como adversario a un heroico brigadier, Juan Antonio de Urbiztondo, de quien, tras el abrazo de Vergara, se hizo amigo.
            La muerte del general Urbiztondo dio mucho que hablar y todavía no se ha aclarado del todo. Pío Baroja se refiere a ella en Los visionarios: “El rey consorte era partidario de los carlistas, y quería en la sucesión de la corona a la rama mayor de los Borbones de España, es decir, a don Carlos. Al saber que su mujer había quedado embarazada por obra y gracia del oficial Puig Moltó, don Francisco llamó en su auxilio al general Urbiztondo, hombre de pelo en pecho y ministro de la Guerra, y en su compañía se presentó en la cámara de doña Isabel dispuesto a armar un gran escándalo. Les salieron al paso el general Narváez y el marqués de Alcañices. Don Francisco de Asís increpó a Narváez y le llamó alcahuete. Urbiztondo y Alcañices riñeron con tal violencia que, frenéticos los dos, sacaron la espada y se atravesaron. Ubiztondo murió en el acto en la antecámara de la reina y Alcañices, pocas horas después, en su casa. Los periódicos dijeron que Urbiztondo había muerto de una pulmonía fulminante”.
            Los hechos no fueron exactamente así, y el propio Baroja, cuando volvió a referirse a ellos en uno de sus artículos del diario Ahora, que dirigía Chaves Nogales, recibió una carta de rectificación del Presidente del Consejo de Estado, Martínez de Aragón, nieto del general. A su madre le había oído contar muchas veces cómo el ilustre abuelo murió en casa, a causa de una fulminante pulmonía.
            Antonio Ros de Olano quiso saber lo que le había ocurrido a su amigo y lo que averiguó, la verdadera historia, no parece que fuera muy diferente a lo que referían los libelos contra aquella reina castiza que luego daría tanto juego en los esperpentos de Valle-Ínclán.
            Lo contó, cuando ya era historia antigua, en uno de los capítulos de sus “Saltos de la memoria”, la autobiografía incluida en Episodios militares, pero esas páginas las tachó en galeradas. ¿A qué molestar al joven monarca? Prefirió ser infiel al recuerdo de su amigo.
            Tampoco quiso contar nunca la verdad de lo que había pasado el duque de Sesto, mentor de Alfonso XII, y hermano mayor del otro muerto aquella infausta noche en palacio, Joaquín Osorio y Silva, hijo del marques de Alcañices, ayudante de campo del entonces presidente del Consejo de Ministros, el general Narváez.
            Se conservan esas galeradas en las que Antonio Ros de Olano resume el resultado de sus investigaciones, pero no se han hecho públicas. Las guarda un coleccionista madrileño y hay quien ha tenido la suerte de echarles una ojeada, como mi amigo Abelardo Linares, que ofreció por ellas una cantidad considerable, pero no se le permitió leerlas mi muchos menos fotografiarlas.
            Mientras no se hagan públicas, tenemos que conformarnos con lo que poco a poco fue trascendiendo a pesar de la desinformación oficial. No parece cierto, sino una chusca invención, que meses después, en el solemne acto de presentación al gobierno de la nación del recién nacido príncipe Alfonso, con el salón del trono repleto de purpurados y grandes hombres, el bebé en una bandeja que sostenía la oronda madre al lado del encogido rey consorte, un diputado se atreviera a gritar, como en los estrenos teatrales, “¡Que salga el autor!”
            Lo cierto es que a partir de aquel suceso muchos monárquicos, entre ellos Ros de Olano, abrazaron la causa antidinástica, la que en 1868 lanzó el famoso manifiesto del “viva España con honra” y el “queremos poder comentar con nuestras esposas y nuestras hijas la causa de los cambios de gobierno”.
            Lo que ocurrió la noche del 25 al 26 de abril de 1857, hasta dónde yo he podido averiguar, y a falta de conocer el resultado de las investigaciones de Ros de Olano, fue lo siguiente.
            El 16 de diciembre de 1856, Narváez destituyó fulminantemente a su ministro de la Guerra, Juan Antonio de Urbiztondo, que había sido gobernador de Filipinas y conquistador del archipiélago de Joló. La razón es que le habían llegado noticias de que se conspiraba contra él y que el rey consorte, descontento con su manera de hacer política (tenía muy poco en cuenta sus recomendaciones), propiciaba un cambio de gabinete con Urbiztondo como presidente. Nada más cesar, fue nombrado por el rey consorte su ayudante de campo.
            La conspiración continuó por otros medios. Un día en que la reina se había retirado a sus aposentos privados con su amante de entonces, Puig Moltó, el rey decidió visitarla, armar un escándalo y amenazarla con no reconocer el fruto del incipiente embarazo si no destituía a Narváez.
            Pero Narváez tenía espías en todas partes y cuando el rey y su ayudante llegaran a la antecámara se encontraron al espadón de Loja, como se le llama en El Ruedo Ibérico, y a su ayudante de campo plantados ante la puerta.
            ––¡La reina ha pedido que no se la moleste! ¡Aquí no entra ni una mosca!
            ––¡Soy el rey!
            ––¡Como si eres la madre que me parió!, contestó chulesco Narváez.
            El rey trató de abrir la puerta y Narváez le dio un empujón que le hizo tambalearse. Urbiztondo desenvainó entonces el sable para proteger a su señor. El joven Osorio y Silva hizo lo mismo. No se sabe bien qué pasó, ya que era un espadachín consumado. Quizá pensó que el enfrentamiento no iba en serio. El caso es que a los pocos instantes, visto y no visto, Urbiztondo le atravesó el pecho. En ese momento, Narváez le apuñaló por la espalda. El rey sufrió un desvanecimiento y al caer se dio un fuerte golpe en la cabeza. Todo había ocurrido en pocos minutos y sin que hubiera nadie más presente (Narváez había mandado salir a los alabarderos).
            La primera en aparecer fue la reina, entre grititos, rodeada de sus damas. Narváez era el único que podía contar lo que había ocurrido y, muy sereno, se hizo cargo de la situación.
            –-Un desgraciado incidente, señora. Mi ayudante de campo, al querer impedir por la fuerza que el general irrumpiera en sus habitaciones, se enfrentó a él con el resultado de la muerte de ambos. Al rey no le pasa nada, un susto; cuando se recupere de su desmayo, lo corroborará. Ahora es cuestión de impedir el escándalo. Estos desdichados deben fallecer en sus casas, no en palacio.
            Ambos murieron en sus casas, de acuerdo con la escueta información que publicaron los periódicos, y de una fulminante pulmonía.
            Se cuenta que, cuando Narváez estaba a punto de fallecer, en 1868, poco antes del derrocamiento de la reina, le preguntó su confesor si perdonaba a sus enemigos. “Yo no tengo enemigos, los he fusilado a todos”, contestó orgulloso el prócer. Pero parece que mentía: a alguno no había mandado fusilarlo, sino que él mismo, como un tabernario jaque, le había apuñalado por la espalda.

La verdadera historia: Tema del traidor y del héroe

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No soy un hombre muy enamoradizo, la verdad. Amores, verdaderos amores, de esos que acaban rompiéndote el corazón, habré tenido apenas seis o siete en toda mi vida.
            Uno de ellos me hizo ir a Bayona con bastante frecuencia, lo que pudo haberme traído complicaciones porque eran días –años noventa– en que aún actuaba con virulencia cierta organización armada y mis frecuentes visitas podían hacerme sospechoso, y no solo para la policía española, pero nunca fui molestado ni por unos ni por otros.
            Le cogí cariño a la ciudad, ya desembarazado de aquella gustosa carga, y he vuelto más de una vez, la más reciente el pasado mes de junio.
            Mientras tomaba café en una de las terrazas de la Rue del Port-Neuf, se me acercó un anciano –o eso me pareció, aunque tendría mi edad– de barba blanca, a lo Walt Whitman, que me conocía porque habíamos coincidido en la revista Zurgai e intercambiado, allá por la época de Jugar con fuego, algunas cartas.
            Acababa de sorprenderme la placa dedicada a Aristides de Sousa Mendes en el edificio que había sido consulado de Portugal en los años cuarenta y le hablé de ella.
            –-Creía que Sousa Mendes fue cónsul en Burdeos, no en Bayona.
            ––Así es, aquí solo estuvo dos o tres días.
            –-¿Y con solo dos días ya le dedicaran ese recuerdo? ¡Admirable personaje!
            ––Admirable lo que hizo; él tenía sus luces y sus sombras, bastantes sombras. ¿De verdad cree que su intención primera al dar visados a troche y moche durante aquella semana de junio era salvar vidas?
            ––De verdad lo creo y por salvarlas arriesgó la propia y echó a perder su carrera diplomática.
            ––No estoy yo tan seguro. Aristides de Sousa Mendes era de una familia aristocrática venida a menos, católico, monárquico, conservador. Tuvo sus enfrentamientos con los gobiernos republicanos hasta que llegó al poder Salazar, que había sido su profesor en Coimbra. Siempre fue un derrochador, siempre necesitó más dinero del que ganaba. Le expulsaron de algún puesto por intento de extorsión. Salazar le envió en primer lugar a España y allí se dedicó a informar sobre las actividades de los portugueses huidos de la dictadura. Más de una vez utilizaba dineros del consulado para sus necesidades personales. Todo se le perdonaba por su fidelidad a Salazar.
            ––Pero supo desobedecerle en el momento clave, por eso ha pasado a la historia. En junio de 1940, Burdeos se convirtió en una ratonera con miles y miles de judíos, de comunistas, de personas que trataban de huir de los nazis y él, desoyendo las claras directrices de su gobierno, les dio los papeles necesarios para llegar a Lisboa y allí poder embarcarse hacia América. Salvó treinta mil vidas, eso es lo que cuenta.
            –––Eso es lo que cuenta, cierto, pero las cosas no fueron exactamente como nos las han contado. En 1940, Sousa Mendes tenía, como era habitual en él, importantes problemas económicos. No solo debía alimentar a su numerosa familia –tuvo catorce hijos–, sino que además acababa de perder la cabeza como un adolescente por una francesita, mucho más joven que él, Andrée Cibial, a la que le gustaba vivir a lo grande. Cuando comienza la guerra, Portugal, como España, declara su neutralidad, pero, al contrario que España, y a pesar del fascista Estado Novo, sus simpatías van hacia los Aliados por la tradicional alianza con Inglaterra. Por eso, los huidos del nazismo, recuerde la película Casablanca, quieren llegar a Lisboa, no a Madrid. Los primeros cuarenta visados que expide Sousa Mendes sin pedir autorización al Ministerio los firma el 16 de junio, un día antes del armisticio. Cobra tarifas adicionales y entre los destinatarios se encuentra la familia Roschild. A partir del día siguiente, se dedica a entregar visado a todo el que lo solicita. Le ayudan sus hijos, sus sobrinos, el rabino Jacob Kruge, una auténtica producción en cadena. Salva vidas, pero en un día las tasas superan a lo ingresado en un año.
            ––Esa interpretación me parece un poco miserable, un intento de manchar con fango al héroe. ¿Qué pruebas hay? Se parece a las teorías que niegan el holocausto.
            ––Nada que ver, son hechos probados, hasta puede usted consultarlos en la Wikipedia. Pero el mito, una vez consolidado, resiste cualquier evidencia.
            ––Bien, admitamos que cobró lo que tenía que cobrar, lo que le correspondía legalmente. En cualquier caso, hizo un mal negocio que acabaría costándole la expulsión, como él podía imaginarse.
            ––Ya llegaremos a eso. Antes de ese 17 de junio ya había cometido alguna irregularidad. El 20 de mayo le había proporcionado a un desertor del ejército un pasaporte portugués falso para que pudiera huir a España. Como cónsul, era poco escrupuloso.
            ––¡Un héroe!
            ––-O un pescador en aguas revueltas, como tantos entonces. Pero de esas irregularidades suyas fue cómplice el gobierno portugués, que trataba de estar a bien con unos y con otros. Amonestó a Sousa Mendes por los visados que otorgaba sin seguir sus indicaciones, pero no los invalidó. Hay además un hecho curioso, la Embajada Británica en Lisboa protestó el 20 de junio porque Sousa Mendes retrasaba el visado a súbditos británicos para dárselo luego en horas fuera de servicio y así cobrar tasas especiales. En fin, un héroe con muchas sombras, ya digo. Expulsado por su gobierno de Burdeos, Sousa Mendes se vino a Bayona. Aquí estuvo, firmando visados como un loco, del 20 al 23 de junio, firmando con una mano y cobrando con la otra. El 23 le cesa Salazar de su cargo, pero él sigue firmando visados de camino a Hendaya. Los firmó hasta un minuto antes de entrar en España. Y aquí viene algo en lo que nadie ha reparado, me parece a mí. Si ya había sido cesado como cónsul, ¿qué validez tenían esos visados? Ninguna. Tampoco la tenían los que firmó contraviniendo las órdenes de su gobierno. Habría bastado una circular del Ministerio para que ninguno de esos refugiados hubiera podido pasar la frontera. Con otras palabras, Sousa Mendes hizo lo que hizo porque contó con la complicidad de Salazar.
            ––¿Y entonces por qué se le expulsó de la carrera consular?
            ––Pues porque había que complacer a los dos bandos. A los Aliados, especialmente a Inglaterra (Portugal siempre tuvo algo de protectorado inglés, sin su ayuda no habría logrado escapar del imperialismo español), y a la Alemania nazi, hacia la que iban todas sus simpatías ideológicas y que entonces parecía que iba a marcar para siempre el futuro de Europa. Se le sancionó, no había otro remedio, pero sin cargar la mano. Tenga usted en cuenta que solo por falsificar un pasaporte le podían caer cinco años de cárcel. Parece que siguió cobrando su pensión hasta su muerte, en 1954.
            ––No son esas mis noticias.  Se retiró a su casa solariega, en Cabanas de Viriato y tuvo que ir malvendiendo todo lo que tenía para sobrevivir y alimentar a sus hijos.
            ––Sus hijos no quisieron saber nada de él desde que se casó en 1948 con su amante francesa. Con ella había tenido una hija, de la que se desentendió pronto: se quedó en Francia con unos parientes y no se preocupó de volver a verla. La mitificación comenzó en 1966 cuando Israel le declaró Justo entre las Naciones. Ahora le reivindican sus nietos, que han creado una fundación y comprado la casa solariega de la familia, con la que se quedó el tendero del pueblo para saldar deudas.
            ––Vamos a suponer que todo eso cierto. El hecho es que su desobediencia salvó vidas, muchas vidas. ¿Qué importa lo demás?
            ––Al padre de mi mujer, que salvó del linchamiento a una mujer embarazada, no le dieron ninguna medalla por ello. Todo lo contrario. Pudo costarle caro. Estuvieron a punto de depurarle. Parece que el padre de la criatura era un soldado alemán. Así andaban las cosas en el París de 1945.
            Cuando me quedé solo, mientras daba un paseo por los lugares familiares (la plaza de la catedral, el mercado junto al Nive, el Gran Teatro, el largo puente sobre el Adour, la neoclásica sinagoga), pensé en las ambigüedades de la historia, en lo cerca que están el héroe y el criminal, el canalla y el santo. ¿Qué diferencia hay entre un mártir que merece ser honrado en los libros de historia y un terrorista suicida? Que uno da la vida por aquello en lo que nosotros creemos y el otro por aquello en lo que creen nuestros enemigos.
            Recordé, una vez más, algo que nunca he contado a nadie. Fue en el otoño del 74. Yo estaba en la cárcel de Carabanchel por sinrazones que no vienen al caso. En el silencio de la noche, angustiado e insomne en la celda de la Séptima Galería, una voz comenzaba a cantar el Gernikako Arbola. De inmediato, se oían los pasos de los funcionarios que se dirigían hacia donde sonaba esa voz para hacerla callar. Y callaba con el rechinar del cerrojo, pero en ese mismo instante la canción continuaba en otra de las celdas. Y así durante un largo rato, jugando al gato y al ratón. Eran hermosas aquellas voces que no se rendían, que ponían un poco de luz en la negrura carcelaria.
            Luego vino lo que vino, tanto dolor y tanta injusta muerte, y todo eso es verdad y sin disculpa alguna, pero todavía hoy se me llenan los ojos de lágrimas cuando escucho el Gernikako Arbola, bocanada de libertad en una larga noche de piedra que parecía que no iba a terminar nunca.
           


La verdadera historia: Golpe a golpe

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Soy una persona bastante insoportable, para qué nos vamos a engañar. No es ya me empeñe en tener siempre razón, algo que con un poco de paciencia se podría soportar, sino que casi siempre la tengo, que es lo verdaderamente insoportable. De vivir conmigo,quienes lo han intentado se han cansado pronto.
            El trabajo, la lectura, las largas caminatas a pie (me he recorrido casi toda España y media Europa sin más compañía que una mochila y una cámara de fotos) me han permitido no añorar demasiado la vida en pareja, una familia, un hombro sobre ei que llorar. Pero ahora voy a cumplir setenta años y la perspectiva de enfrentarme a solas con los achaques de la vejez no me agrada demasiado, la verdad.
            Solía dormir bien sin necesidad de pastillas y al médico habré ido dos o tres veces en mi vida. Últimamente, sin embargo, parece que comienzo a vislumbrar lo que se avecina. Han comenzado las noches de insomnio, que aprovecho para leer, escuchar música, ordenar mi archivo. Guardo unos centenares de documentos, recopilados a lo largo de casi medio siglo en mercadillos y librerías de viejo, algunos simplemente curiosos, pero otros pueden ayudar a dar la vuelta a la historia de España que nos han contado.
            Ayer recibí el libro que Pedro López Ortega dedica al coronel Segismundo Casado. El subtítulo resulta significativo de la intención: “Defensor de la Justicia, la Libertad y la República”. Basta hojearlo para darse cuenta de que tiene mucho de acrítica apología.
            Hay un pasaje que me ha interesado especialmente. Se trata de la referencia a la edición de la Gaceta de Madrid que sirvió de pretexto al golpe contra el gobierno de la República, teóricamente un contragolpe contra el que preparaba Negrín para entregarles todo el poder a los comunistas.
            Julián Marías afirma en sus memorias haber tenido en las manos las galeradas de ese número, que muchos consideran apócrifo: “Negrín preparó un golpe que pudo ser muy grave. Se trataba de la destitución de todos los mandos importantes, militares y políticos, que estaban en manos de los republicanos o socialistas moderados y su sustitución por comunistas y algunos socialistas de significación análoga. Esto no me lo ha contado nadie: vi las galeradas en la Gaceta de Madrid –preparadas el día 5 y que debían haber sido publicadas el día 6– con las largas series de nombres, compuestas para su publicación al día siguiente. Pero esto fue interrumpido por un suceso que nos conmovió a todos el 5 de marzo”.
            Ese suceso fue la toma del poder por parte de un Consejo Nacional de Defensa que encabezaba Casado y que tenía entre sus principales valedores a un socialista de cátedra al que las circunstancias habían dejado al margen, Julián Besteiro.
            Todo el mundo sabe cómo se desarrollaron esos hechos. Lo que pocos saben es que fueron recibidos con alivio por Negrín y que quizá el propio Negrín les dio el impulso final ante los retrasos y las dudas de los golpistas.
            Al comunismo se deben muchos de los mayores crímenes de la historia, pero al anticomunismo no se le deben menos. El joven Julián Marías –orteguiano, católico y visceralmente anticomunista– fue uno de los ideólogos del golpe que desmanteló lo que quedaba de la República y se lo entregó en bandeja de plata a los franquistas. Cuarenta años después también estaría, al parecer, entre los ideólogos de otro golpe contra el comunismo y el terrorismo, el protagonizado por los militares argentinos contra el tambaleante gobierno de Isabelita Perón.
            Como el golpe de Casado, fue recibido con un suspiro de alivio por buena parte de la sociedad argentina. “Por fin tenemos un gobierno de caballeros”, dijo Jorge Luis Borges más de una vez y todavía podemos escucharlo en una entrevista con Joaquín Soler Serrano que anda por Youtube.
            No solo la plutocracia argentina alentó a los militares. Contaron también con una coartada intelectual que se gestó en las reuniones que tenían lugar en el domicilio de Jaime Perriaux, que había sido ministro de Justicia y era un gran admirador de Ortega. Uno de los asistentes habituales a aquellas tertulias era Julián Marías, que viajó con frecuencia a Argentina –donde era un conferenciante admirado– en los años previos al golpe y con el proceso ya en marcha y torturando y haciendo desaparecer a subversivos para bien de la patria. Lo contó José Alfredo Martínez de Hoz, el superministro de Economía de la dictadura, en la comisión que, en 1984, investigaba uno de los negocios de entonces: la compra de la compañía Ítalo-Argentina de Electricidad por mil veces su valor, un sobrecoste que, en buena medida, iría a parar a los bolsillos de los generales que pretendían salvar la nación.
            Pero les estaba hablando de Segismundo Casado y de las pruebas que tengo de que su golpe fue recibido con alivio, si no propiciado, por Negrín. Nos han dicho que uno pretendía continuar la guerra de manera numantina y el otro quería la paz. Pero la paz llevaba ya muchos meses buscándola Negrín, a través de contactos, más o menos secretos, con el gobierno francés y, sobre todo, con el gobierno inglés. Claro que no una paz a cualquier precio, arrodillándose y bajando la cabeza para que se la cortaran, que es lo que finalmente hizo Casado.
            La derrota de la República tuvo lugar en dos fases. La caída de Cataluña constituyó la primera. Negrín se encargó de que fuera de forma ordenada. El 9 de febrero las tropas franquistas llegaron a la frontera con Francia y ocuparon todos los puestos fronterizos. Ese mismo día, desde primeras horas de la mañana, Negrín estuvo supervisando, en el enclave de La Junquera-Le Perthús, el paso a Francia de las últimas unidades del ejército republicano. Le acompañaba el general Rojo. Ya habían pasado todas las autoridades y todos los civiles que temían alguna represalia cuando él se decidió a cruzar la frontera. Unos minutos de retraso y habría caído bajo las garras de Franco. Ya en Francia, suspiró aliviado y le dijo a Zugazagoitia, que le acompañaba en ese momento: “¡Veremos cómo liquidamos la segunda parte! Esa será más difícil”.
            Sin descansar apenas, Negrín se trasladó a Toulouse, donde tomó un avión para la zona centro. No solo se había ocupado de salvar la vida de los republicanos, también de asegurarles en lo posible la subsistencia durante un exilio que se adivinaba largo. Incluso el famoso tesoro del Vita –que luego administraría Prieto– fue él quien lo trasladó a Francia. Y de todo el empleo de los bienes de la República, también del famoso oro de Moscú, dejó minuciosa constancia documental.
            Qué diferencia con Segismundo Casado, un militar, solo un militar, en el buen y en el mal sentido de la palabra. Él quería acabar la guerra, liquidando a los comunistas, y a su aliado Negrín, y luego dándose un abrazo –como el famoso de Vergara– con el general Franco, a fin de cuentas, un compañero, un patriota que solo quería una cosa, y en eso coincidían, el bien de España. Franco era tan generoso que no tendría ningún inconveniente en incorporar a su ejército, conservado sus grados, a los militares que había estado al lado de la República sin participar en sus desmanes,
            Franco le dejó hacer, relamiéndose de gusto: aquel militar traidor era el perfecto tonto útil. Negrín proclamaba que todavía era posible seguir la lucha para poder negociar desde una posición de fuerza la paz que permitiera salir de España a todo el que lo deseara.
            Casado negociaba con el enemigo ya antes del golpe, incluso consultó los detalles con algún notorio quintacolumnista.
            Negrín estaba cenando, tras una reunión del Consejo de Ministros, en la posición Yuste. Casado llamó al general Matallana, uno de los comensales, para comunicarle su decisión. Matallana se lo contó a Negrín y luego le pasó el auricular: “Dígame usted, general Casado, qué es lo que pasa”. Una pausa, y luego, con voz firme: “Bien. Queda usted destituido”. Pero, al sentarse, dio un suspiro de alivio. Había hecho lo que había podido. Él no tomaría parte en una guerra civil entre republicanos. La gestión de la derrota quedaba ahora en otras manos. En las peores manos, en las más torpes, aunque sin duda bien intencionadas.
            Negrín, jefe del gobierno legítimo de la República, fue el último en cruzar la frontera tras la caída de Cataluña; Casado, jefe del gobierno republicano tras un golpe militar (apoyado por militantes de distintos partidos que solo tenían en común su odio a los comunistas), se subió a un buque inglés en Gandía –después de hablar por la radio acompañado de un jerarca falangista y tras escuchar la Marcha Real–, dejando a cientos de miles de republicanos en tierras de Alicante esperando unos barcos que nunca llegarían.
            Aquel no nato ejemplar de la Gaceta de Madriden que se destituía a los mandos socialistas y republicanos para sustituirlos por comunistas, la justificación de un golpe que se iba a dar con o sin justificación, yo lo tuve también en mis manos. Y el librero de Toulouse que me lo quería vender me dijo que procedía de alguien, su abuelo materno, que había sido ayudante de Negrín en los días aciagos de la posición Yuste, cuando abandonado de todos, comenzando por el presidente de la República, llevaba días sin dormir, abrumado por no poder salvar a los combatientes que habían confiado en él. “Pensó incluso en quitarse la vida”, me dijo.
            Pero lo que se quitó fue un peso de encima cuando Casado dio por fin un paso al frente y pasó de negociar a escondidas a rendirse incondicionalmente, no sin antes liquidar –hubo unos dos mil muertos aquellos días de marzo– a la oposición comunista.
            Le hizo un gran favor a Franco, que le pagó de mala manera (se limitó a dejarle escapar), y otro a Negrín. El primero es bien sabido; del segundo se ha hablado menos.

La verdadera historia: Crimen perfecto

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Colecciono enigmas, misterios por resolver. Estos días, leyendo las Crónicas de la república y la guerra civil, de Fernando Ortiz Echagüe, he creído aclarar el cómo y el por qué de su trágica muerte, que parecía un suicidio, como en el caso del fiscal Nisman, pero que no lo era, al contrario que en el caso del famoso fiscal argentino.
            Fernando Ortiz Echagüe nació en Logroño en 1892, de familia vasca. Vivió en San Sebastián hasta que con diecisiete años se trasladó a Argentina, donde se hizo un nombre como periodista. Buena parte de su vida –de 1918 a 1940– transcurrió en París, como director de la corresponsalía europea de La Nación. Allí moriría en 1946.
            Fue él quien permitió ganarse la vida a algunos de los más ilustres escritores españoles que se refugiaron en Francia al comienzo de la guerra española. Al comienzo de Ayer y hoy, el libro tantos años maldito de Baroja, leemos: “Fernando Ortiz Echagüe me invita aquí en Hendaya a escribir algo para La Nación, de Buenos Aires. No tengo la suficiente serenidad para hacerlo, y, cosa un tanto absurda, al ponerme sobre el papel, la pluma me tiembla entre los dedos. Tengo, pues, que dictar el párrafo”. Era julio de 1936 y Baroja había tenido que salir por pies y con lo puesto de su casa en Vera del Bidasoa tras un encontronazo con los requetés sublevados.
            Ortiz Echagüe, en la España republicana, fue amigo de García Lorca y de toda la joven literatura de entonces. Carlos Morla Lynch, en su famoso diario, nos ha dejado un buen retrato suyo. Tras definirlo como “periodista destacado que vive en París” que ha conseguido renombre internacional, añade: “Posee una inteligencia equilibrada y clara y sabe lo que hace y dónde va. Tiene un físico volcánico de boxeador español, pero con el atractivo de un hombre culto y fino. Es evidente que se ha dado un golpe grande en la nariz cuando pequeño. Así y todo, con la nariz rota, disfruta de un éxito ambicionable entre el elemento femenino. Es otro de aquellos a los que las damas atribuyen el sortilegio del sex-appeal, esa afortunada expresión americana que, a los ojos de las mujeres, ha dividido a los hombres en dos grupos: los que lo tienen y los que no”.
            Con la ocupación de Francia, se trasladó a Nueva York, donde siguió siendo corresponsal del gran diario porteño. En 1946 volvió de nuevo a París. Se alojó en un lujoso hotel, el Lancaster, cerca de los Campos Elíseos, un hotel abierto todavía hoy y que presume de haber tenido entre su clientela a Marlene Dietrich, que decoró la suite 401 asu gusto, Clark Gable, Greta Garbo y Grace Kelly. De la historia del periodista argentino-español no quieren saber nada en el hotel, aunque podría servir como argumento para una película de intriga.
            La noche del 8 de julio estuvo tomando unas copas hasta tarde con su amigo William Remon, agente de negocios que se ocupaba de sus intereses financieros. Le habló de su inminente viaje a Nueva York, donde se reuniría con su esposa, norteamericana, y con su hija, de cuatro años, una hija tardía que le había llenado de ilusión. Le pidió que comunicara al inquilino de su casa en Anglet, cerca de Biarritz, que debía dejarla en marzo porque para entonces pensaba irse a vivir en ella con toda su familia. Le mostró la fotografía de su mujer y de su hija que acababa de recibir: “¿A que es la niña más preciosa del mundo?”
            Esa misma noche se arrojó por la ventana de su cuarto, en un sexto piso. No dejó ninguna nota. La habitación estaba en perfecto orden: los pantalones aparecían cuidadosamente plegados; las monedas, el reloj y las llaves estaban colocados sobre la mesilla, en la cual se veía también un tubo de somníferos de marca inglesa, del que solo faltaba una tableta.
            Parece que a altas horas de  la noche, según indicaron desde la centralita del hotel, alguien le había llamado por teléfono; pero la llamada se cortó antes de que pudiera atenderla.
            La única explicación que se le ocurrió a William Remon para el comportamiento de su amigo fue que se tratara de un caso de sonambulismo. Así lo declaró a los periodistas que le interrogaron: “Tengo la convicción de que lo sucedido es que Ortiz de Echagüe ignoraba la fuerza de las tabletas somníferas y exageró su uso, siendo probable que la acción de estas, unida al extremo agotamiento debido a su intensa labor, originaron alguna pesadilla durante la cual imaginó quizá que se hallaba en un avión a punto de estrellarse y trató de sortear el peligro saltando al espacio. Esta hipótesis se apoya además en el hecho de que Ortiz se mostrara algo inquieto ante la perspectiva del vuelo trasatlántico, hasta el extremo de que, según me manifestó, tenía el propósito de hacer que le aplicaran una inyección en el momento de subir al avión a fin de cobrar ánimos”.
            En el diario Arriba aparecieron unas declaraciones de la hermana del periodista, doña Encarnación Ortiz de Echagüe, que vivía en San Sebastián, negando la posibilidad de un suicidio. Estaba muy ilusionado con su hija y con su próximo traslado al país vasco francés, muy cerca de los lugares de la infancia. Ella creía que el aparente suicidio había sido un asesinato. Ortiz Echagüe se había ganado muchos enemigos con sus últimos artículos y había recibido varias amenazas de muerte. Tenía la intención de dejar de escribir y retirarse a Francia para ocuparse solo de su huerto y de su hija. Doña Encarnación pensaba que los culpables de su muerte eran quienes en la España de los años cuarenta tenían la culpa de todo: los comunistas.
            Pero hubo quien apuntó en otra dirección. “El hombre que sabía demasiado” se titula una crónica publicada, tiempo después, en un periódico argentino. ¿Y qué es lo que sabía Ortiz Echagüe? Al parecer estaba muy al tanto de la trama que el gobierno de Perón había establecido para salvar a los jerarcas nazis y sus fortunas provenientes del saqueo de los territorios ocupados. Y pensaba denunciarla en una Francia que trataba de hacerse perdonar su pasado colaboracionista castigando sin piedad a todos los que habían tenido alguna relación con los alemanes. No era precisamente a los comunistas a quienes más interesaba aquella muerte.
            Había un motivo claro para asesinar a Ortiz Echagüe; lo que no estaba nada claro era cómo pudo llevarse a cabo.
            A mí su caso me recordó de inmediato al de Alfredo Nisam, el fiscal argentino dedicado a investigar la trama del atentado con coche bomba, en 1994, contra la Asociación Mutual Israelita Argentina. Tras años de investigación, sin demasiado fruto, de pronto lanza la bomba informativa de que tiene pruebas de la implicación de Cristina Fernández de Kirchner en los intentos de ocultar a los autores y que las va a presentar en el Senado. El día antes de esa comparecencia aparece muerto de un tiro en el baño de su casa, apoyado de espaldas contra la puerta y la pistola a un lado. Una pistola que el día antes le había pedido prestada a un íntimo amigo suyo. Los papeles que debía presentar ante el Senado estaban sobre su escritorio.
            Todos los enemigos de la entonces presidenta argentina pensaron de inmediato en un asesinato organizado por ella. Los primeros jueces lo descartaron; otros jueces han vuelto a hablar de asesinato y así lo creen todos los que quieren creerlo. Pero la realidad es terca. Nadie hasta la fecha ha sido capaz de imaginar cómo pudo haber sido realizado ese asesinato en un cuarto cerrado y en un lujoso apartamento de Puerto Madero sin que nadie, ni los guardaespaldas del fiscal, viera ni oyera nada. Cada poco, aparecen nuevos titulares confirmando el asesinato, pero basta leer el texto para darse cuenta de que obedecen más a pasión política contra el kirchnerismo que a hechos demostrados.
            ¿Sería también un suicidio, un simple suicidio (si es que algún suicidio puede considerarse simple), la muerte de Ortiz Echagüe? Parecía feliz, pero nadie sabe lo que pasa por la cabeza de un hombre un instante antes de arrojarse por la ventana de su habitación.
            Un detalle que ha pasado inadvertido a quienes se ocuparon del caso me ha permitido a mí formular una hipótesis sobre ese suicidio que, sin dejar de serlo, puede a la vez ser considerado como un crimen perfecto.
            William Remon, el amigo íntimo del periodista que fue el primero en entrar en su cuarto junto con la policía, apuntó hacia la verdad en sus declaraciones, pero no dijo toda la verdad. Por mucho miedo que uno tenga al avión, ¿a quién se le ocurriría arrojarse por la ventanilla del mismo ante la perspectiva de un accidente?
            Otra fue la sugestión que le llevó a Ortiz Echagüe a levantarse de la cama apartando con cuidado las sábanas y tranquilamente, sin tropezar con ninguna silla, abrir las contraventanas y saltar al vacío.
            En los diarios parisinos de esos días, aparece el anuncio de un espectáculo de hipnotismo, presentado como un experimento científico, que llamó mucho la atención. Sabemos que Ortiz Echagüe estaba interesado en el fenómeno, pero no creía en él, le parecía una patraña como el espiritismo.
            Se prestó a una sesión privada para desenmascarar el fraude. Se quedó dormido en ella y despertó al chasquido de los dedos del ilusionista.
            ––Eso no demuestra nada, estoy un poco fatigado últimamente, duermo bastante mal, tengo sueño atrasado.
            ––Pronto dormirá perfectamente, monsieur.
            A las seis de la mañana sonó el teléfono en la habitación. Al oír ese repiqueteo, Ortiz Echagüe se levantó e hizo lo que tenía que hacer, lo que le habían ordenado hacer.
            Su agente de negocios no le contó estás cosas a la policía. Su agente de negocios ganaba mucho más dinero llevando los negocios de otras personas.



La verdadera historia: Sherlock Holmes y el eslabón perdido

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Mucho se ha especulado sobre quiénes pudieron ser los autores del fraude del Hombre de Piltdown, que mantuvo engañada a la comunidad científica durante cuatro décadas, y sobre cuáles pudieron ser las razones que les llevaron a ello.
            Una carpeta procedente del archivo de John Dickson Carr, el famoso autor de novelas detectivescas, subastada recientemente en Londres, contribuye a aclarar el enigma.
            Los hechos son bien conocidos. En 1912, un abogado de cierto nombre, coleccionista y arqueólogo aficionado, Charles Dawson, se puso en contacto con el Museo Británico, porque había encontrado sensacionales restos prehistóricos en un descampado de Piltdown, cerca de Susex, al sur de Inglaterra.
            Al director del departamento de Geología, Arthur Smith Woodward, le llamaron la atención desde el principio esos hallazgos y tomó parte en las siguientes excavaciones.
            Ayudante y colaborador de Dawson, era un jovencísimo jesuita francés, Pierre Teilhard de Chardin, que años más tarde se haría famoso por sus descubrimientos paleontológicos y sus peregrinas teorías, a medio camino entre la ciencia y la especulación espiritualista, sobre la evolución humana.
            De la veintena de hallazgos encontrados en Piltdown, pronto llamó la atención una mandíbula que parecía de algún tipo de mono, pero que tenía una rara particularidad: las superficies de los dos morales intactos del fósil estaban planas y tan solo en una mandíbula de homínido podían haberse desgastado esas muelas hasta quedar lisas. Fragmentos de cráneo descubiertos cerca permitieron reconstruir lo que creyeron era el “eslabón perdido” de la evolución humana, un ser intermedio entre el hombre y el mono, según proclamaron de inmediato todos los periódicos sensacionalistas y alguno tan serio como The Times. Recibió el nombre de su descubridor: Eoanthropus dawsoni. Se decía que había existido hacía medio millón de años, en los comienzos de la Edad Glacial. El primer humano sería entonces inglés, no africano ni asiático, lo que llenaba de orgullo a los súbditos de la Gran Bretaña.
            El cráneo del Hombre de Piltdown se convirtió en uno de los mayores tesoros del Museo Británico. Encerrado en una caja fuerte, a prueba de fuego, solo muy de tarde en tarde, y con todas las precauciones posibles, se enseñaba a unos pocos privilegiados. Se sacaron varios moldes y sobre ellos realizaron sus mediciones y estudios los investigadores. El hombre de Piltdown, reconstruido, figuró en varias exposiciones y se hizo popular entre los niños, ya que aparecía dibujado en los manuales escolares.
            Aquel cráneo prodigioso no fue el único descubrimiento que hizo Dawson. Hasta 1915, y en el pozo de grava del primer hallazgo, siguió encontrando otros restos: dientes fósiles, hachas de silex, huesos de animales. El último hallazgo fue espectacular: a tres kilómetros, se encontró con el cráneo de un segundo hombre de Piltdown. Pero ya por entonces circulaban rumores entre los vecinos. Uno incluso se refirió a que, algunos de los restos recién encontrados, lo había visto él en casa de Dawson meses antes.
            Un periodista le preguntó su opinión al conocido escritor Arthur Conan Doyle, que vivía cerca. “No tengo nada que decir –respondió–, solo que el doctor Challenger está analizando el asunto y pronto se publicará el resultado de sus investigaciones”.
            El doctor Challenger era el protagonista de El mundo perdido, fascinante anticipo de las fantasías hollywoodenses del Jurasic Park. En ese libro, publicado el mismo año de 1912, se afirma explícitamente “lo fácil que sería crear una farsa con fósiles y engañar a los científicos contemporáneos”. Y más de una vez repitió en sus numerosas conferencias que había más pruebas objetivas de la verdad de los fenómenos espiritistas que de las teorías de la evolución.
            Lo que no dijo nunca, quizá para no impacientar a sus seguidores, es que también había puesto tras la pista del Hombre de Piltdown  a Sherlock Holmes, a quien había llegado a odiar porque cada vez ensombrecía más con su fama no solo al resto de sus obras sino a él mismo. Como don Quijote, en conocida opinión de Unamuno, era menos criatura que creador de Cervantes, así él se sentía cada vez más un borroso apéndice del detective, poco más que un pseudónimo del doctor Watson.
            La falsedad del Hombre de Piltdown no se hizo evidente hasta comienzos de los años cincuenta. Por entonces Teilhard de Chardin vivía en Nueva York, donde moriría en 1955. Un amigo londinense, que sabía de su participación en los hallazgos de 1912, le escribió alarmado para que defendiera la legitimidad de aquellos restos arqueológicos. Theilhard nunca contestó a esa carta o no se ha encontrado la respuesta. Nunca sabremos si participó en el fraude o si fue engañada su buena fe.
            Charles Dawson murió en 1916; su valedor en el Museo Británico, treinta y cinco años después. Ambos defendieron hasta el último momento la autenticidad del hallazgo, aunque cada vez resultaba más insostenible. Primero fueron aparecieron otros restos en distintos lugares del planeta que en nada se parecían a aquel cráneo; después la datación por flúor del cráneo, llevada a cabo por el doctor Kennet Oakley, le dio una antigüedad de cincuenta mil años, no de medio millón de años.
            Oakley habló de estos asuntos con un colega de Oxford, el doctor Weiner. ¿Cómo era posible aquella quijada simiesca en un cráneo tan evidentemente humano? ¿Cómo era posible que tuviera unos molares tan aplanados? Se le ocurrió de pronto una idea algo absurda, que en principio descartó. Luego recordó unas palabras de Sherlock Holmes: “Tras haber eliminado todo lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad”.
            Lo que hizo Weiner fue adquirir una muela de chimpancé, limarla y teñirla: el resultado fue bastante semejante a las del hombre de Piltdown.
            De la aventura de Sherlock Holmes recién descubierta solo se ha publicado un resumen. Los herederos de Conan Doyle aún no han dado permiso para publicarla en su integridad. Es claramente una narración en clave. Sherlock recibe la visita del director del Museo Smithsoniano que le pide que investigue la muerte, que él cree un asesinato, aunque fue considerada como natural, del autor de un sensacional descubrimiento arqueológico sobre el que han comenzado a surgir serias dudas. Sherlock, tras averiguar que se trata de un fraude y describir minuciosamente cómo se llevó a cabo, llega primero a la conclusión de que se trató de un suicidio, como el del falsario Thomas Chatterton, movido por los remordimientos, para luego inclinarse por la opción del asesinato..
            Yo me imagino perfectamente cómo se sentiría Dawson al comprobar las dimensiones que iba cobrando lo que en principio podía pasar por una sofisticada broma. Y me lo imagino porque yo también, en mucha menor escala por supuesto, he jugado a la mixtificación. En los ochenta, publiqué un cuadernillo con unos poemas inéditos de Sandro Penna, que Eugénio de Andrade dio por buenos y tradujo del italiano al portugués. Una tesis doctoral sobre Francisco Brines reproduce en apéndice, como no incluidos en su obra completa, dos supuestos poemas suyos que yo di a conocer en la revista Jugar con fuego. De vez en cuando encuentro en algún blog unos poemas de Marilyn Monroe, de una simplicidad y de una intensidad conmovedoras, que yo publiqué por primera vez y cuyos originales ingleses quizá no han existido nunca. Con motivo del cincuentenario de la muerte de Pessoa, Félix Grande me pidió un texto sobre el creador de los heterónimos para Cuadernos Hispanoamericanos. Yo envié una serie de apócrifos, entre ellos una supuesta carta inédita a Mário de Sá-Carneiro bastante escandalosa. Para mi sorpresa no aparecieron en la sección de homenajes al poeta, sino como textos suyos. La revista se presentó en un acto cultural en el que intervino el embajador portugués en España. Pudo haber ocurrido un escándalo que motivara el cese de Félix Grande como director (eso al menos me reprochó él, cuando, movido por los remordimientos, se lo confesé).
            Parece que Charles Dawson, al percatarse de las dimensiones que había tomado su broma, quiso confesar la verdad. El director del departamento de Geología del Museo Británico, el ambicioso Arthur Smith Woodward, que había alcanzado reconocimiento mundial gracias a ella, se lo impidió.
            ¿Por qué Conan Doyle no publicó un relato que, a juzgar por quienes lo han leído, no desmerece en absoluto del resto de las sesenta aventuras canónicas del detective? La transposición novelesca no ocultaba lo que había detrás y quedaba demasiado clara la acusación de asesinato a un personaje todavía vivo e influyente.
            Hay otra razón. John Dickson Carr, en colaboración con Adrian Conan Doyle, hijo de Arthur, es el autor de Las hazañas de Sherlock Holmes, un brillante pastiche que recrea las aventuras del detective a las que se alude en los relatos canónicos y que el doctor Watson decidió no contar por motivos diversos. Quizá “Sherlock Holmes y el eslabón perdido” no es una relato inédito de Conan Doyle, sino un brillante pastiche de del propio Dickson Carr, escrito cuando ya se conocían bastantes de las claves del fraude.
            Lo que nunca sabremos es cuántos Hombres de Piltdown o falsos brontosaurios hay en los museos de Historia Natural del mundo; cuántos Goyas que no pintó Goya admiramos; cuántos de los nuevos inéditos de Juan Ramón Jiménez o Pessoa que se descubren cada año son de verdad suyos (algunos, lo confieso –mea culpa, mea culpa– son míos).


           

La verdadera historia: Lisboa, 1937

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Soy una persona patológicamente sedentaria, como saben de sobra quienes me conocen. Llega el verano y todo el mundo anda obsesionado con irse de vacaciones. Todo el mundo menos yo y no sé si alguna otra rara excepción. Yo, cuando quiero descansar, me quedo en casa.
            Si viajo, es siempre por obligación, por motivos laborales. Claro que debo reconocer que alguna vez hago trampa. Como soy mi propio jefe, si me apetece ir a un sitio, en seguida me encargo algún trabajillo.
            Esta vez fui a Lisboa para comprobar lo que había de verdad en lo que contaba, alborozado, uno de mis contactos portugueses en Facebook: que había encontrado parte de los papeles perdidos de Mário de Sá-Carneiro donde menos podía esperarse, en un escondido tenderete de la Feira da Ladra.
            Naturalmente, no me lo creí, aunque publicó varios de sus hallazgos, entre ellos nada menos que una carta de Fernando Pessoa. Pero no tardé en comprobar que esa carta no era ninguna de las desaparecidas, sino una de las ya publicadas en la correspondencia entre los dos poetas porque Pessoa guardó copia de ella.
            Sospeché en seguida que mi amigo Albino Santana había sido engañado y recordé el caso del dueño de una cafetería-panadería que yo solía frecuentar. Decía tener nada menos que el manuscrito de las Rimas perdido durante el asalto al palacio de González Bravo tras la revolución del 68. A mí me bastó echar una ojeada a ese manuscrito y comprobar que los poemas estaban en el mismo orden de la primera edición, debido no al poeta sino a sus amigos, para comprobar su falsedad. Pero el posible hallazgo de aquella maleta perdida de Sá-Carneiro (se la quedó el dueño del hotel tras su suicidio hasta que se abonaran las deudas y jamás pudo luego encontrarse), me pareció un buen pretexto –trabajo, por supuesto, no vacaciones– para darme una vuelta por Lisboa.
            Albino me citó en el café de la librería Bertrand. “Seguro que no lo conoce, se ha inaugurado hace poco”. No lo conocía, y estaba vacío cuando yo llegué media hora antes de la hora fijada para el encuentro. Decorado con citas e imágenes de Pessoa, como no podía ser de otra manera, y con un espejo que duplicaba el espacio, me pareció particularmente grato y en seguida lo adopté como mi oficina particular para las próximas visitas a la ciudad.
            Como me suponía, a Albino le habían engañado. Salvo la carta, de la que me confesó no tener el original, sino una copia escaneada, aquellos papeles nada tenían que ver con Sá-Carneiro, podían ser de cualquier turista portugués en el París de 1916.
            ––¿Y no sospechó al verlos en la feria de Ladra? Su propietario podía pedir por ellos lo que quisiera al Estado portugués. Valen su peso en oro.
            ––Quizá el vendedor se los encontró vaciando un piso e ignoraba su valor. Ocurre a menudo. Los herederos quieren el inmueble libre de libros y papeles para poder alquilarlo o venderlo pronto.
            Sonreí. Seguro que el vendedor sabía bien el valor de lo que vendía y llevaba un tiempo aprovechándose de la pasión pessoana de los más ingenuos. Era lunes, al día siguiente quedamos Albino y yo en darnos una vuelta bien temprano, como hacen los buscadores de gangas, por el campo de Santa Clara, en los alrededores del Panteón Nacional.
            Fue una visita inesperadamente provechosa. Resulta que Albino Santana era pariente de un famoso anarquista portugués, autor de varios libros autobiográficos, a quien yo había conocido fugazmente en 1988, el mismo año en que murió. Debió de ser una de sus últimas intervenciones públicas. Yo estaba en Lisboa con motivo del centenario de Pessoa (¡siempre Pessoa en mis memorias portuguesas!) y cuando subía hacia el Castello me encontré con una especie de mitin en las escaleras del Marqués de Ponte de Lima. Hablaba, con mucho brío, un anciano de cabellos blancos. Me dijeron que era Amídio Santana, uno de los autores del atentado del 4 de julio de 1937 contra Salazar, el único que el dictador tuvo en su vida, y del que salió milagrosamente ileso, afianzándose así su mito.
            Eran las diez de la mañana de ese día cuando el Presidente del Consejo bajó de su automóvil, un Buick negro, frente a la casa de su amigo el musicólogo Josué Trocuado –número 96 de la Avenida Barbosa de Bocage–, en cuya capilla particular tenía intención de oír misa. Sonó entonces una explosión que rompió los cristales de los edificios cercanos, hizo saltar las tapas de las alcantarillas y abrió un socavón de más de veinte metros de diámetro, pero que milagrosamente ni siquiera logró despeinar a Salazar, que sacudiéndose el polvo entró en el edificio y escuchó misa con toda tranquilidad, entre las lágrimas y las gracias a Dios de quienes le acompañaban.
            No eran buenos tiempos para la dictadura: ciertas reformas militares habían disgustado a amplios sectores del ejército y la aliada tradicional de Portugal, Inglaterra, no veía con buenos ojos el apoyo que Salazar prestaba a los militares sublevados en España. El atentado resultó providencial. Dios protegía a aquel nuevo don Sebastián que había llegado para quedarse y llevar al país a días de gloria como los que cantara Camoens y profetizara Pessoa, cuya gloria empezaba a crecer y a crecer tras su fallecimiento.
            Fue precisamente un amigo de Pessoa, António Ferro, quien supo sacarle todo el partido posible al atentado. El mismo año 1937 se estrena la película A Revoluçao de Maio, de López Ribeiro, financiada por el Secretariado de Propaganda Nacional, que dirigía Ferro, y con guion escrito por él mismo. Ferro era un genio de la promoción, menos demoníaco pero no menos talentoso que Goebbels. Gracias a él aquel oscuro profesor de misa y olla, António de Oliveira Salazar, se convirtió durante los años treinta en un estadista admirado por los intelectuales europeos: Paul Valery prologó la versión francesa de sus discursos.
            Hubo quien sospechó que el atentado había sido preparado por el propio régimen, quizá en colaboración con agentes franquistas. Aumentó la sospecha el que, a los pocos días, la policía política detuviera a un puñado de infelices que, tras los habituales y brutales métodos de persuasión (uno de los cuales recibía el curioso nombre de “Arriba España”), confesaron su autoría y que obedecían órdenes del comunismo internacional.
            Pero tras este éxito ocurrió algo poco frecuente en una dictadura. Rivalidades entre cuerpos policiales distintos hicieron que se revisara la causa y que un juez profesional e imparcial, Albes Monteiro, echara por tierra toda la instrucción de la policía política (que todavía no era la famosa PIDE), declarara inocentes a los detenidos y los pusiera en libertad. No solo hizo eso, sino que también detuvo a los verdaderos autores, principalmente anarquistas, aunque entre ellos hubiera algún simpatizante comunista o algún republicano.
            No contaban con ayuda exterior, cometieron todas las chapuzas posibles y fue fácil dar con ellos. Emídio Santana estuvo en prisión hasta 1953. Escribió un pormenorizado libro sobre los hechos. El fracaso se debió al amateurismo de los participantes, que cometieron una torpeza tras otra, en este atentado y en los que intentaron antes. En cierta ocasión, huyeron abandonando un coche con una pistola, una nota manuscrita firmada por uno de ellos y una tartera con guiso de conejo.
            La conclusión es que aquel atentado del 4 de julio de 1937 había sido un regalo para la dictadura (fue seguido de infinidad de manifestaciones en apoyo de Salazar), pero sus servicios secretos no habían tenido nada que ver con él ni tampoco los sublevados españoles, que en buena parte habían preparado el golpe contra la Repúblicaen Lisboa y contaban entre sus principales apoyos con el colaboracionismo salazarista.
            Y sin embargo… El martes siguiente a mi encuentro con Albino Santana en la librería Bertrand fui con él a la feria de Ladra. Por supuesto, no encontramos nada que tuviera que ver con la maleta perdida de Sá-Carneiro. Sí, una primera edición de Mensagem más falsa que Judas, varios libros dedicados de Concha Espina, O Terror Vermelho de Fernández Flórez, y un puñado de cartas que, desde Salamanca escribía un tal Luis Leal (hermoso nombre) a un amigo portugués, Joaquim de Carvalho, que vivía en la Praça da Figueira. Compré las cartas, porque me sorprendió la coincidencia: yo estaba alojado en un hotel de esa plaza, cada mañana al despertarme lo primero que veía eran las ruinas del Carmo, el elevador de Santa Justa sobresaliendo sobre los tejados de la Baixa y el arbolado del mirador de San Pedro de Alcántara.
            No tenían mucho interés esas cartas, que leí ya de vuelta a Oviedo, salvo una, en la que, sorprendentemente, se hablaba del atentado a Salazar. Se mencionaban detalles curiosos, como el lugar de la Avenida donde estaban colocadas las bombas (un lugar, por cierto, desde el que podían hacer más ruido que daño). Bueno, pensé, nada de extrañar. Un suceso tan llamativo no podía faltar por aquellas fechas en la correspondencia entre un amigo portugués y otro español.
            Lo raro era que quien lo comentaba era Luis Leal desde Salamanca, no su corresponsal portugués. Y que faltaba todavía más de un mes para el atentado cuando lo hacía, si hemos de hacer caso al matasello de aquella carta no fechada.
            Se me ocurrieron dos explicaciones: que la carta estuviera en un sobre equivocado o que las sospechas sobre la intervención de los servicios secretos españoles y portugueses en la preparación de aquel rentable atentado tuviera algo de razón.   
           Demasiado novelera me parece esta última hipótesis para ser cierta. A fin de cuentas, los extremistas nunca han necesitado ayuda para ser los más eficaces colaboradores de sus enemigos.




La verdadera historia; El milagro de Éfeso

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Ana Catalina Emmerick fue una monja alemana que, sin haber estado nunca allí, describió minuciosamente la casa cerca de Éfeso en la que la virgen María pasó sus últimos años.
            Heinrich Schliemann fue un comerciante aficionado a la arqueología que, tras quedar fascinado cuando niño con la lectura de la Iliada, descubrió Troya, encontró el tesoro de Príamo, adornó con él a su joven esposa griega, Sophía, con la que tuvo dos hijos, Andrómaca y Agamenón.
            Durante muchos años soñé yo con una torre con reloj junto a la cual, a media noche, esperaba a un desconocido. Me despertaba siempre cuando oía sus pasos acerándose.
            Y esa torre la entreví de pronto desde la ventanilla del coche que me traía de Éfeso, donde había visitado la casa de la Virgen, y el día antes de partir hacia la colina de Hisarlik, donde visitaría las ruinas de Troya. “Algo que no se llama azar rige estas cosas”, pensé con Borges.
            La torre estaba en Çanakkale, junto a los Dardanelos, y ese mismo día, cerca de la media noche, abandoné el hotel para dirigirme a ella. Durante largo rato, mientras poco a poco se iba calmando el bullicio veraniego de la ciudad, esperé la llegada del desconocido.
            No se me acercó nadie, pero a la mañana siguiente, sentado en un banco frente al canal y la península de Gallipoli, mientras a la memoria me venían los versos de Espronceda (“Asia a un lado, al otro Europa, / y allá a su frente Estambul”), un desconocido de cabellos blancos y piel curtida se paró frente a mí, me llamó por mi nombre y me saludó en italiano. Ante mi extrañeza, bastaron dos palabras suyas –Perugia, 1980-- para que un tiempo remoto se me hiciera súbitamente presente.
            ––¡Ibrahim!, dije.
            Y él me abrazó y me dio dos besos. Fuimos muy amigos en aquellos días de la Università per Stranieri. Él me presentó a sus amigos turcos, entre ellos a uno que pronto se haría famoso, Ali Agca, el autor del atentado contra el Papa un 13 de mayo de 1981. Cuando vi su rostro en las primeras páginas de los periódicos y en los telediarios, ya de regreso a España, la verdad es que me sobresalté un poco, incluso temí que me involucraran en los hechos. De mi amigo Ibrahim supe que lo habían detenido, acusado no sé si de participación también en el atentado o solo de ser miembro o simpatizante de una organización llamada los Lobos Grises, y dejé de tener cualquier contacto con él. Y ahora estaba ante mí, sonriente, contento de verme, olvidado, si alguna vez lo tuvo, de cualquier resentimiento por aquella brusca ruptura.
            La sonrisa le rejuvenecía, y el brillo de los ojos, que seguía siendo el mismo de hace casi cuarenta años. Le hablé de la torre del reloj que aparecía en mi sueño y de la casa de la Virgen, que acababa de visitar, y de las ruinas de Troya, que conocería por fin al día siguiente. Soltó una carcajada.
            ––¿Ahora crees en esas patrañas? No eres el Martín que yo conocía. Debe ser cosa de la edad. La llamada casa de la Vírgen es, en realidad, una capilla bizantina del siglo VI o VII. Supuestamente, el lugar lo describió una monjita histérica en 1822 y en 1892 lo encontraron dos sacerdotes de un colegio de Esmirna siguiendo sus palabras. Pura superchería. Nadie parece haber leído el libro de 1852, Vida de la bienaventurada virgen María, en el que Clemens Brentano, el amanuense de la beata, reunió y reescribió sus visiones. En él se nos dice que la Virgen no vivía sola, sino en una aldea con casas diseminadas y con familias refugiadas en cuevas a causa de una persecución. También afirma que muy cerca había un castillo en el que vivía un rey destronado con quien el apóstol Juan charlaba a menudo. ¿Dónde están esas cuevas, dónde ese castillo? ¿Quién era el rey destronado? Lo único verdadero es que la capilla está en un alto y rodeada de bosques, algo muy propio de todas las capillas. Los libros escritos en colaboración por la monja de las llagas y el escritor romántico alemán son una curiosa saga novelesca, una fantasía neotestamentaria, que se lee con gusto, con pasajes emocionantes y otros disparatadamente divertidos. En el Arca de la Alianza, entre otras reliquias, coloca un hueso de Adán, que luego al parecer la Virgen llevaba siempre consigo. La única verdad en todo eso es que alrededor se ha montado un buen negocio en el que los papas, que se llevan su parte, no dejan de colaborar. Ya sabes que todos ellos se han apresurado a visitarla para asegurar los ingresos, aunque se cuidan mucho, para no hacer demasiado el ridículo, de asegurar su autenticidad. Alí Agca estaba en contra de todas las mentiras religiosas. Era un gran admirador de Atatürk. Creía que el mundo sería mejor sin Juan Pablo II, que mezclaba la religión con la política de la peor manera posible: financiaba movimientos anticomunistas con dinero negro (recuerda la quiebra del banco Ambrosiano), protegía y alentaba a personajes tan siniestros como Marcial Maciel, el de los Legionarios de Cristo, porque hacía grandes donaciones y le llenaba las plazas de jóvenes entusiastas. Ali Agca se convenció de que debía librar a la humanidad de esa lacra. Admiraba a Atatürk, ya te dije, un personaje de la talla de los héroes homéricos, que levantó un país nuevo de las ruinas del imperio otomano, que le dio la vuelta como a un calcetín a las tradiciones heredadas. Lo de la pista búlgara, que se comentó entonces, lo de la intervención de la Unión Soviética, no tiene ningún fundamento. Alí Agca actuó solo. Si lo sabré yo, que muchas noches fui testigo de sus confidencias y que a punto estuve de pasar largos años en la cárcel como él. De Atatürk hay muchas cosas a las que ni siquiera se puede aludir aquí en Turquía, se corre casi tanto riesgo como al mencionar el genocidio armenio. No se puede decir, por ejemplo, que tenía escaso interés romántico por las mujeres. No es que las minusvalorara, no. Él les concedió el derecho a voto mucho antes que otros países europeos. Pero prefería la compañía masculina, estar rodeado de camaradas jóvenes. Se casó tarde y se divorció pronto. Sus hijos son adoptados. No se le conoce ningún gran amor, ni hombre ni mujer. Su amante fue Turquía, como Hitler decía de Alemania mientras escondía a Eva Braun en la trastienda. Se le ha comparado con Hitler y con Mussolini y quizá fue tan dictador como ellos, pero era un héroe de verdad, no un sanguinario fantoche como los otros.  Murió muy pronto, a los cincuenta y siete años, de cirrosis hepática (le gustaba demasiado el raqui, nuestro licor nacional), como tu admirado Pessoa. Porque lo sigues admirando, ¿verdad? En Perugia no hacías más que hablarnos de él. Cuando se hundió el imperio otomano, al final de la Gran Guerra, cuando las potencias vencedoras se repartieron con el tratado de Sèvres, no solo el imperio, sino también territorios de la propia Turquía, Atatürk se recluyó en su tienda, estuvo días sin comer ni beber, sin hablar con nadie. Sus allegados temían que intentara suicidarse. De pronto, en medio de la noche, se oyó el aullido de un lobo gris. Y entonces ocurrió algo extraordinario. Atatürk –le llamo así, pero entonces era solo Mustafá Kemal– lanzó un aullido que sobrecogió a todos, que se oyó en la entera Turquía. Fue como si hubiera recibido una fuerza sobrenatural. Comenzó la lucha para expulsar a las potencias extranjeras que culminó en 1923 con la proclamación de la República. Ahí tienes el origen del grupo de los Lobos Grises, del que Alí Agca no era un miembro destacado, como se ha dicho, sino solo un lobo solitario.
            A Ibrahim le gustaba hablar, siempre le había gustado, y a mí escucharle. “Visité en Ankara el mausoleo de Atartük”, le dije. “Me pareció un perfecto ejemplo de arquitectura fascista”.
            ––Más bien de reinterpretación racionalista del clasicismo. Es de una solemnidad y grandiosidad que no abruman. Atatürk más que con los dictadores fascistas tiene que ver con Pedro el Grande y con los monarcas del despotismo ilustrado.
            Nos pasamos la noche entera charlando, como en los buenos días de Perugia, siempre discrepantes en todo, salvo en lo fundamental. Al día siguiente, me acompañó a visitar las ruinas de Troya. Nos reímos con el caballo de madera, lleno de ventanas a las que se asomaban los turistas para hacerse fotos.
            ––No es la Ilíada la que les trae aquí, sino la película de Brad Pitt. Y Schliemann no fue más que un megalómano y un farsante. No descubrió el lugar leyendo a Homero, se lo recomendó Frank Calbert, el cónsul británico en los Dardanelos. Aquí se encontraron las ruinas superpuestas de muchas ciudades, todas dedicadas a controlar el estrecho. Él utilizó dinamita para llegar a las más antiguas. Su tesoro de Príamo no es de Príamo, que nunca existió, sino de muchos siglos anteriores a la época de ese personaje.
            ––Schliemann sería un megalómano y un farsante, pero sin él nadie vendría ver estas ruinas tan poco espectaculares. La Troya de Homero no estuvo nunca en ninguna parte, salvo en la imaginación de quienes escribieron los versos que se le atribuyen. Estas ruinas tienen tanto que ver con Héctor y Aquiles como la casa de Julieta en Verona con Romeo y Julieta. También la verdad se inventa y a veces esa verdad inventada es la única verdad. ¿Sabes una cosa? Junto a la casa de la Vírgen, hay un muro de los deseos y una fuente milagrosa. Yo bebí de esa agua y escribí un deseo. Doblé el papel, lo colgué, y allí sigue. Si quieres volvemos a la colina de Éfeso para que veas lo que pedí: dar con la torre que aparecía en mi sueño, encontrarme con el desconocido. Y me encontré con él, aunque no era –sonreí– un desconocido.


La verdadera historia: Incidente en Estambul

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Dos cafés llevan en Estambul el nombre de Pierre Loti y los dos están junto a un cementerio. Uno, el que dicen que frecuentaba el escritor, en la apartada colina de Eyüb, al fondo del Cuerno de Oro; el otro, muy céntrico, en Divan Yolu, la calle del tranvía, frente al majestuoso cementerio de Mahmud II, visitable día y noche, donde están enterrados tres sultanes.
            La historia que me propongo contar, o mejor no contar (no quiero acabar de mala manera), comienza en este último, en el que a mí me gustaba cenar (siempre había alguna joven sola, escribiendo en su portátil y fumando de la pipa de agua, con la que me había gustado conversar), para luego tomar un té de manzana en el café al aire libre en lo alto del cementerio mientras contemplo cómo la luna y algún raro curioso se paseaban entre las tumbas y el olor a jazmín.
            Pierre Loti fue un personaje curioso, que hizo soñar a los lectores de su tiempo –especialmente a las lectoras– y que hoy nos hace sonreír. Era oficial de la Marina francesa y a bordo de un navío de guerra recorrió los siete mares. Supo aprovechar su experiencia para describir paisajes exóticos y para fantasear sentimentales aventuras. Su primera novela, la que de un día para otro le hizo célebre, Aziyadé, de 1879, transcurre en Estambul. A ella vuelve con Fantasma de Oriente, el libro que yo leía cuando me encontré con Pedro Cubillo. Comencé a leerlo con una sonrisa irónica, pero acabó haciéndome llorar.
            Los amores clandestinos con Aziyadé –una hermosa joven turca–  terminaron bruscamente cuando Pierre Loti (que en realidad se llamaba Julien Viaud) tuvo que partir de la ciudad. Volvió diez años después y en Fantasma de Oriente nos cuenta sus intentos de reencontrar a la amada, con la que había perdido el contacto tras el intercambio de unas pocas cartas.
            Desde su hotel en Pera contempla, en la otra orilla del Cuerno de Oro, “el santo arrabal” en que transcurrieron sus amores: “Los diez años que me separan del tiempo en que yo vivía en él acaban de desvanecerse tan por completo que hasta me forjo la ilusión de volver allá, a mi casa, entre rostros familiares. Iré a sentarme al antiguo cafetín en que Achmet y yo pasábamos las veladas de invierno, en compañía de derviches, recitadores de fantásticas historias de encantamiento”.
            En un esquife atraviesa las tranquilas aguas. Pero nada de lo que se encuentra es igual a cómo él lo había dejado: “Mi casa vieja, y las dos o tres que la rodeaban, ya no existen. No había previsto yo esta destrucción y siento que mi corazón se oprime. Echo pie a tierra, tratando de orientarme, de reconocer alguna cosa. ¿Dónde está el cafetín de los derviches narradores de historias? En el lugar que ocupaba se alza ahora un gran muro blanco que yo no conocía, un cuartel flamante custodiado por centinelas”.
            El café de la colina de Eyüp, que no se pierden los turistas más enterados, con sus camareros vestidos a la turca y su decoración decimonónica, parece que es tan auténtico como la casa de la Virgen en Éfeso. Pero las hermosas vistas, la mezquita y el cementerio siguen siendo verdaderos.
            Yo acabé leyendo Fantasma de Oriente  con lágrimas en los ojos, ya dije. Julio Camba, que estuvo por aquí el año 1908, cuando los Jóvenes Turcos impusieron un gobierno constitucional al Imperio Otomano, se burlaba de Pierre Loti, enamorado de un pintoresquismo que solo era atraso y miseria. Pero Loti fue un verdadero amigo de los turcos y en las diversas guerras balcánicas siempre se puso de su lado, aunque eso supusiera enfrentarse a su propio país.
            Junto a la terraza del café, discurría la animación de Divan Yolu y yo, que cenaba solo, me entretenía observando a los transeúntes, entre los que no abundaban demasiado –contra lo que pudiera pensarse– los turistas. Se reconocían por su pintoresco atavío. Uno de ellos –camisa floreada, pantalones cortos, gorra y gafas de sol, aunque ya era de noche– se detuvo frente a mí, sorprendido.
            –-¿Qué haces aquí? A estas horas deberías estar sentado en el Vetusta o comprando en el Mercadona del Fontán.
            Tardé en reconocerle y, cuando creí hacerlo, tuve mis dudas. Si era quien yo creía que era, hacía más de treinta años que no nos veíamos.
            –-¿Cubillo? ¿Pedro Cubillo López?
            ––¡José Luis García Martín!
            Había entrado en el café y me abrazó muy efusivamente. Estudiamos juntos en la Universidad allá por los primeros años setenta y, en aquel entonces, todavía había profesores que pasaban lista –parece que no tenían cosa mejor que hacer– y el sonsonete completo de nuestros nombres se nos había quedado en la cabeza.
            Yo estudiaba y trabajaba, eran muchas las clases que me veía obligado a perder. Cubillo –le llamábamos así por el apellido– no se perdía una. A menudo tenía que recurrir a él para que me prestara los apuntes. Luego supe que también trabajaba y que su trabajo consistía en tomar buena nota de lo que decían ciertos alumnos y determinados profesores díscolos. Era policía, de la Brigada Político Social, y pronto lo supimos todos. Muchos se apartaron de él, pero yo seguí siendo su amigo. Conmigo se portó siempre bien e informó favorablemente –“solo le interesa los libros, no se mete en política”– cuando yo tuve un serio percance con la justicia militar en los últimos tiempos de la dictadura.
            Perdí contacto con Pedro Cubno hace muchos años. Me imaginaba –su trabajo, como a mí el mío, no le impedía ser buen estudiante– que se habría jubilado como profesor de secundaria.
            ––¡Ya me habría gustado! No tuve suerte en las oposiciones. O quizá no fue solo cosa de mala suerte. El haber sido policía con Franco no era un buen aval para los recién conversos a la democracia. Acabé en una empresa de seguridad privada, en ella me jubilé. Hicimos trabajos que se pagaron bastante bien. No me quejo. Seguro que los ahorrillos que tengo yo para la jubilación no los tienes tú en la tuya.
            ––¡Yo aún no estoy jubilado!
            ––Pues no te quedará mucho. Alguna vez he pensado en escribir mis memorias, materia no falta, pero lo más interesante no lo puedo contar. Acabaría como el comisario Villarejo, para el que, por cierto, hice algunos trabajitos.
            ––Por ejemplo…
            ––No te empeñes, que no te voy a contar nada. ¡Bueno eres tú! Acabaría en tu diario, que yo leo todas las semanas, por eso me sé al dedillo tu vida. ¿Recuerdas aquella obra de Gregorio Martínez Sierra sobre la que hiciste un trabajo para Martínez Cachero? No recuerdo su título, era una obra en un acto, muy poco conocida, que nada tenía que ver con el meloso teatro de ese señor que firmaba los trabajos que escribía su señora. Tú la comparaste con los esperpentos de Valle-Inclán. Describía la juerga de unos señoritos con varias prostitutas. Una de las gracias que hacían era colgarlas boca abajo, sujetándolas por los pies, de alguna ventana o de algún palco, no recuerdo bien. Una de aquellas pobres infelices se resbala de las manos del borracho que la sujeta y muere. Tú investigaste y llegaste a descubrir que algo así había ocurrido en una fiesta en la que participaba un futuro Grande de España, en 1905 o 1907. La policía declaró que había sido un accidente y no pasó nada. Yo viví algo semejante, pero de eso no puedo contarte nada, aquí en Estambul, en uno de esos palacios fabulosos de la orilla del Bósforo. Fue en los años ochenta, con Felipe González como presidente. Pero me parece que ya te estoy contando demasiado. ¡Bueno eres tú! La fiesta era de esa que dejan a las de las Mil y una Noches a la altura de un bodorrio de pueblo. Entre los invitados había algún príncipe saudí, un magnate mexicano del petróleo y un político español –no te voy a decir de quién se trataba– que, aparte de su guardia oficial a cargo del contribuyente, nos había contratado a nosotros, también a cargo del contribuyente.
            ––Me estás contando demasiado, Cubillo. No me cuentes más, que no quiero tener que acabar pidiendo amparo a la justicia europea.
            ––Pues hablemos de otra cosa. A mí me divierte mucho ese empeño tuyo de tener razón contra todo el mundo, ya de estudiante eras así. Recuerdo cuando, a la salida de clase, te pusiste a discutir con Gustavo Bueno sobre alguna de sus rotundas afirmaciones y se indignó tanto que gesticulaba como si estuviera dispuesto a pasar a las manos. Amigo Martín, si los catedráticos de Derecho Constitucional, los jueces, los fiscales, los políticos y los contertulios de la Sexta dicen que, acuerdo con la Constitución, el rey de España puede –hablando en hipótesis, por supuesto– cobrar comisiones ilegales, malversar caudales públicos, incluso atracar bancos o asesinar prostitutas sin que le pueda juzgar pues será que la Constitución afirma eso. No pretendas se más papista que el papa.
            ––¡La Constitución no afirma tal cosa! La inviolabilidad del rey se refiere solo a sus actos como jefe del Estado, los que han de ser refrendados por el gobierno. De su vida privada no dice nada la Constitución y por eso el código penal se le ha de aplicar como a cualquier ciudadano. Lo único que no está claro es que tribunal ha de juzgarle, eso lo ha de decidir el Constitucional cuando un juez le haga la correspondiente consulta.
            ––¡No te metas en camisa de once varas, amigo Martín! Si los españolitos de bien están contentos con una Constitución que, según ellos, no según ella ni según tú, permitiría –no se ha dado el caso, pero podría darse, fiarlo todo al azar de la genética es lo que tiene– a un Calígula ser jefe del Estado español, pues con su pan se lo coman. ¿Conoces el verdadero café de Pierre Loti, no este, que podría estar en cualquier parte, que parece un McDonald’s? Te invito a tomar allí una copa contemplando como riela la luna en el Cuerno de Oro.


Revelación de secretos: El Rey está desnudo

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Domingo, 26 de agosto
YO, ROBOT

Al verme empujar a menudo un carrito de bebé, los conocidos me miran extrañados. “¿Un nieto?”, me preguntan algunos. A ninguno se le ocurre –tampoco soy tan viejo– que pudiera ser mi hijo. Pero no es ni una cosa ni otra, es solo mi ahijado. El hijo de dos queridos amigos que me han concedido el privilegio de aceptar mi ayuda –más simbólica que otra cosa– en una de las más fascinantes aventuras de la humanidad.
            Al pequeño Martín –se llama así porque así me llaman mis amigos– le tuve en los brazos el día en que nació. Desde entonces –pronto va a cumplir dos años– apenas hay día en que no haya tenido ocasión de aprender de él.
            Pocos seres tan prodigiosos y tan desvalidos como un recién nacido. Nos sostiene el amor, sin el amor siempre alerta no podríamos sobrevivir.
            Hoy he pasado la tarde con Martín y Marta en el Parque de Invierno. Nunca había estado antes por allí. Martín me ha enseñado un Oviedo de zonas verdes y parques infantiles que desconocía. Hoy, gracias a él, he divagado por un laberinto verde, cruzado puentes y atravesado un largo túnel –el del antiguo ferrocarril vasco– que desconocía.
            Martín me ha enseñado a observar las hormigas, las orugas, las hojas secas, el musgo en el tronco de los árboles, las piedras y las conchas, todas las mínimas maravillas por las que pasaba sin fijarme.
            En cuando la luna aparece en el cielo del atardecer, no importa lo diminuta y desvaída que pueda ser, Martín alza la mano, la señala con el dedo y grita “lúa”. Creo que es la primera palabra que le he oído pronunciar.
            Con Martín el mundo vuelve a ser creado, y a alta velocidad, delante de mí.
            Pero no todo es disneylandia, un niño no es un juguete, es una preocupación constante. Ahora está en edad de salir corriendo cuando menos lo esperas. Y ahí estoy yo corriendo tras él y gritando que pare mientras le veo dirigirse hacia la calzada. No para, claro, sino que acelera. Menos mal que he inventado un nuevo juego: cuando le grito “stop” ha de detenerse donde esté y dar un salto. Eso me permite alcanzarle.
            Antes era un ser rutinario, que no soportaba los cambios y que para sentirme a gusto tenía que hacer siempre lo mismo y a la misma hora. Con Martín no hay horario, le acompaño a pasear cuando a él le apetece salir a pasear; estoy con él –y el tiempo pasa sin sentir– hasta que quiere volver a casa. Cien ojos, mucha paciencia y algo de inteligencia: esa es mi receta para cuidar de este pequeño superhombre.
            Antes yo era una especie de robot, ahora soy casi un ser humano. Martín ha hecho el milagro.


Lunes, 27 de agosto
EN CAMISA DE ONCE VARAS

Al volver de la redacción de Clarín, me encuentro con una nueva librería de viejo en la Avenida de Galicia. No puedo resistir la tentación de entrar, y lo primero que veo son varios números de la Revista de Occidente. Compro uno, de 1985, dedicado a la Transición. Entre las colaboraciones, un espléndido artículo de Ignacio de Otto, “La Constitución abierta”.
            Ignacio de Otto fue catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo. Murió muy joven, con poco más de cuarenta años. Lo que dice de la Constitución me confirma que la que yo voté nada tiene que ver con la que esgrimen como amenaza los llamados partidos constitucionalistas.
            Ignacio de Otto no le diría nunca, a quien no entiende que la Constitución blinde ante la justicia las actividades privadas del jefe del Estado, lo que a mí me dijo uno de sus discípulos, Francisco Bastida, también catedrático de Derecho Constitucional: “Si quiere saber la razón, matricúlese en la Universidad y venga a mis clases”.
            Ignacio de Otto, sin necesidad de matrícula previa, nos explicaría el punto 3 del artículo 56 no como una garantía de impunidad, sino todo lo contrario. Tanto he discutido sobre ese artículo (que se interpreta habitualmente de manera ofensiva para la democracia española) que me lo sé de memoria: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2”.
            El artículo 64, que también me sé de memoria, tantas veces lo he citado, dice: “1. Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes. 2. De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden”. 
            Y el artículo 65.2: “El Rey nombra y releva libremente a los miembros civiles y militares de su casa”. Hay otra actividad del Rey que no necesita refrendo del gobierno, la señalada en el artículo 65.1: “El Rey recibe de los presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su familia y Casa, y distribuye libremente la misma”.
            Francisco Bastida, en un debate anterior (mi combate por la decencia y contra la impunidad viene de lejos), me arguyó que la Constitución no hablaba del Rey, sino de “la persona del Rey” y que así quedaban incluidas todas sus actividades, tanto las públicas como las privadas. Pero, si así fuera, las actividades privadas también deberían estar refrendadas por el presidente del Gobierno o por algún ministro, que serían los responsables de las mismas. La Constitución española –esto lo sabía muy bien Ignacio de Otto, pero no alguno de sus discípulos– lo que hace es eximir al Rey de responsabilidad política ya que no ha sido elegido ni puede ser cesado. Se equivoque o acierte –el caso de su discurso del 3 de octubre–, quien asume la responsabilidad es el gobierno, no él.
            La Constitución no ampara delincuentes, como nos han querido hacer creer. Si hay indicios racionales de que un político, ocupe el cargo que ocupe, ha cobrado comisiones ilegales, oculta una fortuna en paraísos fiscales, aloja a sus amantes en residencias del Estado, la justicia debe de inmediato investigar. Luego ya se verá a quien corresponde procesarle y juzgarle (lo decidirá el tribunal constitucional, que es el encargado de interpretar una Constitución voluntariamente ambigua en muchos de sus puntos).
            En el caso de que el presunto delincuente fuera el Rey, antes de juzgarle, sería destituido por el Congreso ya que, al ser proclamado por las Cortes Generales, ha prestado juramente “de guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes”. Si incumple las leyes, es infiel a su juramento y no puede seguir siendo jefe del Estado, aunque pudiera seguir siendo Rey por graciosa concesión de un gobierno que no parece haberse leído muy atentamente la Constitución. Pero ese es un asunto que dejaremos para otro día.



Martes, 28 de agosto
PERDER AMIGOS

Llevo toda la vida perdiendo amigos, y en la mayor parte de los casos no por culpa suya, pero no termino de acostumbrarme. Cesan a Juan Manuel Bonet en la dirección del Cervantes y mi primer impulso es comentarlo con Andrés Trapiello, lo mismo que cuando leo alguno de sus artículos que me parece especialmente feliz. Comienzo a escribirle un correo o un whatsapp y solo un momento antes de enviarlo me doy cuenta de que ya no es amigo mío.
            Voy a tomar un café por la tarde, pensando en mis cosas, y cuando quiero darme cuenta estoy bajando por el Campillín hacia la librería de Valdés, donde solía proveerme de de siempre apasionante lectura. Afortunadamente, me doy cuenta a tiempo de que ya no soy allí bien recibido y me evito el mal rato de las caras largas.
            No sé conservar a los amigos. Esa es una de las asignaturas que todavía me queda por aprobar. A ver si me enseña el pequeño Martín.


Miércoles, 29 de agosto
EL CONSORTE DE LA REINA

¿Es constitucional el título de Rey que el gobierno otorgó al anterior jefe del Estado por decreto del 13 de junio de 2014? No lo parece. La Constitución afirma que “el Rey es el jefe del Estado” (artículo 56) y no otorga ese título a nadie más: habla de “Reina consorte”, pero no de Rey consorte cuando el jefe del Estado sea una mujer, sino de “consorte de la Reina” (artículo 58). A ese “consorte de la Reina”, el Real Decreto del 6 de noviembre de 1987 le otorga “la Dignidad de Príncipe”,
            ¿Puede reformarse la Constitución con un Real Decreto –el 470/2014– que modifica otro? Parece que no, pero doctores tiene la santa madre Constitución y esos doctores no han dicho ni mú al respecto.
            La reforma constitucional ha de cumplir unos muy concretos requisitos. No se puede cambiar el texto del artículo 56. 1 para que en lugar de decir “El Rey es el jefe del Estado” diga “El Rey es (o ha sido) jefe del Estado” así por las buenas, justificándolo solo en la gratitud “por décadas de servicio a España y a los españoles” y en continuar “la senda de precedentes históricos y de la costumbre en otras monarquías”.
            Por cierto, ¿qué precedentes históricos son esos? En España solo hubo dos reyes en la época de las guerras carlistas, pero solo uno era el rey legítimo, o entre 1975 y 1977. cuando uno era heredero de Franco y efectivo jefe del Estado y el otro solo poseedor de los derechos dinásticos.


Jueves, 30 de agosto
DE CATALUÑA NI HABLAR

“Pedro Sánchez, / Pedro Sánchez, / no digas que no te aviso”, parafrasee yo un famoso romance histórico cuando la alevosa y vana traición. Ahora también me permito advertirle de que puede autorizar o no un referéndum en Cataluña, pero que si no lo hace no es porque se lo prohíba la Constitución, sino por más o menos atinadas consideraciones políticas.
            La Constitución, en su artículo 149.1, enumera las materias sobre las que el Estado tiene competencia exclusiva. Una de ellas, la número 32, es la “autorización para la realización de consultas populares por vía de referéndum”. Y no veta ningún tema. El que el gobierno central –el anterior y este– impida aclarar de una vez por todas si la mayoría de los catalanes está o no a favor de la independencia se debe a una decisión política –o al miedo a saber la verdad–, no  a una prohibición constitucional.
            Pero yo no de Cataluña no hablo, que no quiero perder a una de las pocas amigas que me quedan.

Viernes, 31 de agosto
SER PADRE

Nunca quise tener pareja, pero siempre quise ser padre. Lo primero –con mucho esfuerzo– lo he conseguido. Lo segundo… No diré ni que sí ni que no, eso son asuntos privados. Prefiero hablar de la Constitución y del paradójico desconocimiento que de ella muestran los partidos constitucionalistas, especialmente el animoso paladín de la nueva Reconquista, Albert Rivera: apenas hay declaración suya que no sea dudosamente constitucional o claramente inconstitucional.


Revelación de secretos: Contra este y aquel

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Sábado, 1 de septiembre
LO ESTOY DEJANDO

Enamorarse es una costumbre que suele tener la gente. Una mala costumbre. Yo ya casi la he dejado del todo. Casi, amor mío.
            Recuerdo unos versos del Cancionero de Palacioque escuché cantar una noche restallante de estrellas en el patio renacentista del museo Machado de Castro, en Coimbra, y que nunca he podido olvidar: “Mal que no puede sufrirse / imposible es que se encubra, / forzado será decirse / o que muerte lo descubra”.


Domingo, 2 de septiembre
YO, JUDÍO

Al comprar el periódico en el quiosco del Fontán, como cada domingo, me encuentro abiertas las puertas de la pequeña sinagoga de enfrente, habitualmente cerrada y sin ningún signo identificativo exterior, como en los peores tiempos de la clandestinidad. Hoy es jornada de puertas abiertas.
            Entro, tomo un sorbo de vino kosher, asisto a una charla sobre la cultura judía, escucho la lectura de algunos cuentos. Sonrío cuando oigo decir que “el judío está siempre discutiendo, a los judíos le gustan las discusiones; en el judaísmo, salvo que hay un solo Dios, todo lo demás es discutible”.
            De ser así, yo sería un perfecto judío. Me gusta ponerlo todo en cuestión. Por principio, no me creo nada de lo que leo o me cuentan si no viene de fuentes fiables o no se prueba adecuadamente. Mis amigos lo saben bien.
            Me gusta discutir como jugar al ajedrez. Para ganar, para derrotar al contrincante. Pero sin hacer trampas. Nada detesto más que al sofista, al que defiende hoy una cosa y mañana la contraria.
            Me gusta tener la razón, no creer que la tengo, aunque de sobra sé que todos los paranoicos creen tenerla.
            Me gusta rectificar, que me señalen un dato erróneo (algo relativamente fácil) o un razonamiento erróneo (ahí lo tienen más difícil). Esa es la demostración de que mi búsqueda de la verdad es verdadera, que no se me reveló –como a los fanáticos de cualquier religión– de una vez y para siempre. Yo me esfuerzo en encontrarla en cada asunto concreto.
            Pero quizá amo más la verdad que a mis semejantes. Soy cruel, no tengo piedad con el interlocutor, trato siempre de aplastarle contra el suelo con el peso de mis razonamientos. Se me da mejor el uso y abuso de la razón que la delicadeza en el trato con los demás.
            A veces pienso que yo habría sido un buen rabino, si fuera posible un rabino ateo. A fin de cuentas, yo todo lo pongo en cuestión –como buen judío–, salvo que, de haber Dios, habría –por definición– un solo Dios.


Lunes, 3 de septiembre
INCONSCIENCIA

Tras enterarme de la brutal catástrofe en Avilés, que me afecta especialmente porque ha ocurrido en la compañía de autobuses y en la ruta que yo frecuento desde hace medio siglo, mientras camino hacia Las Salesas, me encuentro detenido ante un semáforo a uno de los vehículos de Alsa y tengo que frotarme los ojos ante el mensaje que aparece en su parte de atrás.
            Sobre el hashtag“viajamosjuntos”, se lee “puede ser el último”. ¿Figuraba ese anuncio –al parecer financiado por la Dirección General de Tráfico– en el Alsa que se aplastó brutalmente contra un poste al salir de Avilés? En ese caso, los viajeros estaban advertidos.
            Cualquier viaje, cualquier día puede ser el último, pienso mientras camino pesaroso por mi ruta habitual. Pero ¿cómo podríamos vivir si no lo olvidáramos? Bendita inconsciencia.


Martes, 4 de septiembre
UN ESCRITOR PROFESIONAL

Con los años, uno aprende estrategias de supervivencia. A engañar, por ejemplo. A decirle a cada uno lo que quiere oír.
            A lo que yo aún no he aprendido –y bien que lo lamento– es a mentir por escrito, a engañar a los muchos o pocos lectores que pueda tener. Hojeo el último número de Mercurio, la a medias revista literaria y a medias boletín promocional del grupo Planeta, y siento un poco de vergüenza ajena ante los elogios que Jesús Aguado le dedica a una bien intencionada y desastrosa antología del aforismo. Habla de “extraordinario trabajo”, de perfecta selección, de “palabras inteligentes y sensibles puestas al servicio de la vida”.
            Pero si hubiera tenido la curiosidad de leer el libro que reseña, Fuegos de palabras. El aforismo poético español de los siglos XX y XXI, de Carmen Camacho, se habría encontrado, no ya con vaciedades como  “la unidad de la trinidad es la trinidad de la unidad” (Cirlot), sino con frases del estilo de “El poeta inglés Peter Redgrove, en 1981, recordando un viejo sueño” (Jordi Doce, el autor, afirmó que había sido recortada de un texto más amplio). Y hay otras cosas estupendas en esta antología de lo mejor del aforismo poético español de los siglos XX y XXI. Por ejemplo, esta eutrapelia de Fernando Arrabal: “No consigue hablar español, pero ya ha aprendido a no tirar de la cadena después de orinar”.
            ¿Seguimos? No vale la pena. Carmen Camacho es tan buena conocedora del aforismo español que olvida los que escribió Eugenio d’Ors (ni siquiera sabe que la mayor parte de su obra está en español), pero no los de los hermanos Álvarez Quintero.
            El final de la reseña es un ejemplo de literatura en el peor sentido de la palabra, en el que la identifica con la vacua retórica: “Así que Carmen Camacho ha conseguido susurrarle al oído a cada uno de los aforismos de este libro para que no corran, para que se calmen, para que dejen de dar coces a sus vecinos. Se les ve tranquilos, en paz, ocupando sus respectivos huecos. Algo les habrá dicho. Algo les habrá prometido. Algo les habrá contado. Pero qué. Me temo que tendré que volver a comenzar desde el principio para averiguarlo. Es lo que tienen por otra parte los libros infinitos”.
            Qué cosas. ¿Seguro que lo ha leído desde el principio? ¿Y no se ha dado cuenta del barullo conceptual, de la ensalada pseudopoética del prólogo?
            Pero Jesús Aguado –excelente poeta, por otra parte, y buen conocedor de la cultura hindú– es un escritor profesional y sabe de sobra que no le pagan –en Mercurio o en Babelia– para orientar a los lectores sobre las novedades literarias, sino para elogiar los libros que le envían. Y sabe también que para elogiar un bodrio que te encargan reseñar conviene no leerlo con demasiada atención.
            Él es un escritor profesional, se justificaría, y el suyo es un trabajo tan digno como otro cualquiera. ¿Tan digno como otro cualquiera? No estoy yo muy seguro de que la publicidad encubierta sea un trabajo del todo decente. Está demasiado cerca de la estafa.
            Afortunadamente, yo no tengo que ganarme la vida escribiendo.


Miércoles, 5 de septiembre
EL CORAZÓN BLINDADO

El próximo lunes es el Día Internacional para la Prevención del Suicidio. Me invitan a participar en una mesa redonda sobre la literatura y el dolor y hoy asisto a la inauguración de las jornadas, al aire libre y bajo la lluvia, ante un Mupi en la calle Pelayo. Me parece muy adecuada la frase, de Shakespeare, escogida como lema: “El dolor que no habla gime en el corazón hasta que lo rompe”. Y la ilustración que la acompaña: un corazón blindado.
            Como está el mío. Nunca he sido capaz de llorar sobre el hombro de nadie, nunca he sido capaz de abrazar a nadie para tratar de aliviar su dolor. Entre los demás y yo, siempre una distancia de seguridad.
            Escribo poesía porque no sé cantar, he dicho a veces. Escribo porque no sé llorar, podría decir ahora. Solo llorar a solas, como avergonzándome.
            Me siento un impostor interviniendo en estos actos. ¿Cómo puedo yo aconsejar a los demás que hablen de su dolor, que no dejen que se pudra en el corazón, si yo no sé hablar del mío?
            No hago confidencias, hago literatura y en literatura un corazón al desnudo no está nunca desnudo. Está blindado, como el mío, guarda su dolor como en una caja fuerte de la que he acabado por olvidar la clave.


Jueves, 6 de septiembre
NO TENGO ENMIENDA

“Las personas inteligentes no se aburren nunca”, oigo decir. Pues yo debo de ser bien poco inteligente porque todos los días me sobra tiempo para aburrirme. Me consuela pensar que Sherlock Holmes a nada le temía más que al monstruo insaciable del aburrimiento que continuamente le acechaba.
            “Siempre hay un roto para un descosido”, leo en un escaparate. ¿Y qué necesidad tiene un descosido de ningún roto? Lo que le hace falta es aguja e hilo. ¡Y luego hablan de la sabiduría popular!
            Los amores no correspondidos se diferencian de los amores correspondidos en que si los primeros acaban mal los segundos acaban peor. Y no lo digo por experiencia. Soy de los que escarmientan en cabeza ajena.
            Nada me levanta tanto el ánimo, cuando estoy deprimido o aburrido, como una buena discusión o un bodrio bien promocionado que destrozar en dos folios.


Viernes, 7 de septiembre
GRACIAS, ANDRÉS

Andrés Trapiello, con quien desde que he dejado de ser amigo tengo una relación menos conflictiva, trata de consolarme ante mi inminente –apenas dos cursos– jubilación.
            “Sé de tu melancolía por lo que vienes escribiendo estos últimos años de ese momento que imaginas peor de lo que es: ingresarás en el mundo de los que tienen que inventar la vida cada mañana. Bienvenido al club. En tu caso, ni siquiera tendrás que ganarte el pan de cada día (como otros falsos jubilados), porque tendrás una jubilación aceptable. Leerás (más), viajarás (más), escribirás (más), en definitiva, como siempre, pero mejor”.
            Estoy completamente de acuerdo con todo lo que dice, salvo la última palabra: seguiré leyendo (más), viajando (más), escribiendo (de más), en definitiva, como siempre, pero peor.





Revelación de secretos: Vaquilla, bañera y momia

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Sábado, 8 de septiembre
LA VAQUILLA

El verbo amar no admite el imperativo. Vuelvo todos los años al pueblo en que nací, Aldeanueva del Camino, pero desde el mismo instante en que bajo del coche ya estoy deseando marcharme. No me encuentro a gusto. Ya era un niño y allí me asfixiaba porque no había libros y yo necesitaba los libros –casi desde antes de nacer– como el aire que respiraba. Recuerdo con terror aquellos interminables veranos en el pueblo, ya viviendo en Asturias, agotado a los pocos días el material de lectura que había conseguido reunir, recuerdo con terror aquellas horas de la siesta (todo el mundo sepultado en sus casas) que duraban una eternidad.
            Llego a Aldeanueva para cumplir un rito anual, como homenaje a mis mayores, y en cuanto puedo, nada más dejar la maleta en la vieja casa junto a la carretera, me escapo a Hervás.
            Hervás es otra cosa. Cómo me gusta pasear por las calles angostas y retorcidas del barrio judío, subir hasta la iglesia-fortaleza de Santa María, contemplar los hermosos montes de alrededor, pasear hasta el viejo puente de hierro por donde cruzaba el ferrocarril de vapor que por primera vez –era el año 1959– me sacó de estas tierras.  
            El verbo amar no admite el imperativo. El amor es sin porqué, como la rosa de Angelus Silesius, según a mí me gusta repetir.
            Yo en Aldeanueva era un desterrado, y vuelvo a sentirme un desterrado en cuanto pongo el pie en ella. Encontré mi patria el día en que crucé por primera vez las puertas de la biblioteca Bances Candamo, mi primera biblioteca, la Biblioteca de Alejandría en mi memoria. Por eso vuelvo siempre a Avilés, por eso no me he ido nunca de Avilés. Y por eso no vuelvo nunca al pueblo en que nací, aunque vuelva cada año.
            De mi pueblo, Aldeanueva del Camino, lo único que me gusta es el camino, la sensación de que es solo un lugar de paso, un punto de partida. A un lado Hervás, al otro Abadía, con su jardín perdido; más allá, Baños de Montemayor con sus termas romanas, y Béjar con su castañar y sus nieves, y Plasencia amurallada sobre el Jerte, y Yuste, digno de un emperador, y aquella fuente en Cuacos, que mana  y corre como en los versos de San Juan…
            Ya sé que estas cosas no se deben decir, y yo no las digo nunca, pero de mi tierra extremeña me gusta todo, salvo el pueblo en que nací. Cuando llego hoy, son las fiestas. En la plaza de toros junto al río, una peculiar plaza excavada en el suelo, se celebra una capea. Me llego hasta allí y me encuentro en una película de Berlanga con guión de Azcona.
            Afortunadamente, no hay maltrato físico del animal, una hermosa vaquilla que sale al ruedo con brío y que pronto se cansa del juego, de perseguir a uno o a otro de aquellos mozancones que se agitan en torno a ella, se queda quieta y nos mira con sus grandes ojos inocentes sin entender nada de aquella burla.
            Me fui de allí angustiado por no poder sacarla de aquel atolladero y llevarla a pastar libremente.  Seguro que a ella también lo que más le gusta de Aldeanueva del Camino es el camino abierto, los montes libres y los campos de alrededor.
           


Domingo, 9 de septiembre
LA MOMIA

En la fachada del colegio Jeromín, de Cuacos, hay un texto explicativo de por qué a los habitantes del pueblo se les conoce tradicionalmente como “los perdonados”. Al parecer, el pequeño Jeromín (futuro don Juan de Austria) tuvo una pelea con otros chicos del pueblo y el emperador, que ya no lo era, llamó a los padres a su presencia. Fueron temblando, temiendo ser cruelmente castigados, pero el magnánimo Carlos de Gante los perdonó, considerándolo cosa de chiquillos.
            Pedro Antonio de Alarcón, que anduvo por estas tierras en 1873, cuando la primera República, lo cuenta de otra manera: “Los habitantes de este lugar se complacieron en desobedecer, humillar y contradecir a Carlos V durante su permanencia en Yuste, llegando al extremo de apoderarse de sus amadas vacas suizas, porque casualmente se habían metido a pasar en términos del pueblo, y de interceptar y repartirse las truchas que iban destinadas a la mesa del emperador. Hay quien añade que un día apedrearon a don Juan de Austria (entonces niño) porque lo hallaron cogiendo cerezas en un árbol perteneciente al lugarejo… Aún hoy mismo los hijos de Cuacos, según nuestras noticias, se enorgullecen y ufanan de que sus mayores amargasen los últimos días del César, por lo que siguen tradicionalmente la costumbre de escarnecer el entusiasmo y devoción histórica que inspiran las ruinas de Yuste”.
            Eso era entonces, ahora las referencias al emperador –convertido en una atracción turística– están por todas partes y a los niños se les engaña, como si fueran adultos, contándoles una versión edulcorada de la historia.
            ¿Y por qué el emperador, que había permitido el saqueo de Roma y no había tenido piedad ni con el papa, consintió las burlas de aquellos lugareños? “Si hubiera castigado a aquellos insolentes  –refiere Alarcón–, el desacato y desamor de estos se habrían hecho públicos y dado margen a mil comentarios en toda Europa. El emperador se hizo, pues, el desentendido y devoró en silencio, como una penitencia, aquellas mortificaciones de su orgullo”.
            No era lo único que devoraba. “Con ingenio propio de un gran jefe de Estado Mayor resolvió la cuestión de las vituallas, consiguiendo en aquellas soledades de Yuste los más raros y exóticos manjares”, continúa Alarcón. Y pone un ejemplo: “Con decir que comía ostras frescas cuando no había en España ni siquiera caminos carreteros, bastará para comprender las artes de que se valdría a fin de hacer llegar en buen estado a la sierra de Jarandilla sus alimentos favoritos”.
            Si vivía como un monje en aquellas soledades, era como un monje glotón de los que luego se cuecen en las calderas de Pedro Botero.
            Más cosas cuenta Alarcón y yo superpongo su visita a la mía. Llegar a Yuste, cuando él lo hizo, no era tan difícil como en tiempos del emperador, pero casi. Había que saber montar a caballo y contratar un buen guía en Navalmoral de la Mata, a donde llegaba la diligencia de Cáceres que salía diariamente de la calle del Correo a las siete y media de la tarde. Se necesitaban por lo menos cuatro días y treinta duros para poder visitar Yuste desde Madrid.
            Más fácil resultaba ver la momia del emperador, que se convirtió en costumbres exhibir en el Escorial tras la revolución del 68. El propio Alarcón no pudo resistirse a la tentación de asistir a una de esas exhibiciones. Descansaba en el Real Sitio cuando se enteró del espectáculo, que parece se había convertido en habitual: “Acudimos, pues, al panteón de los reyes de España a la hora de la cita. ¿Y qué vimos allí? ¿Qué vieron las tímidas jóvenes y los atolondrados niños y los zafios mozuelos que nos precedieron o siguieron? Vieron, y vimos nosotros, la tumba de Carlos V abierta y delante de ella, sobre un andamio construido ad hoc, un ataúd cuya tapa había sido sustituida por un cristal. En las primeras exposiciones, no había tal cristal, por lo que no faltó quien pasase la mano por la renegrida faz del cadáver. A través del cristal, vimos la momia del nieto de los Reyes Católicos, de la cabeza a los pies, completamente desnuda, perfectamente conservada, un poco enjuta, es cierto, pero acusando todas las formas de tal manera que, aun sin saber que eran los despojos mortales de Carlos V, los hubiera reconocido cualquiera que hubiese visto los retratos que de él hicieron Ticiano y Pantoja”.


Miércoles, 12 de septiembre
TAPARSE LAS NARICES

––¿Has visto como no tienes razón? –se burla un amigo en el café Vetusta–. La fiscalía ha archivado la causa de las acusaciones de Corina al rey Juan Carlos y el congreso se ha negado a abrir una comisión de investigación. El exjefe del Estado es inviolable, aunque nunca fuera capaz de distinguir lo legal de lo ilegal, según afirma su antigua amantes
            ––Pues si todo el mundo lo dice, será verdad que en España tenemos una constitución que da al jefe del Estado licencia para delinquir. Si es así, yo la acato por imperativo legal pero dejo de estar orgulloso de ella y paso a estar tan avergonzado como lo está de su título cualquiera que tenga un máster de la Rey Juan Carlos.
            ––Lo dices con la boca chica, tú seguro que sigues pensando que la constitución no permite al jefe del Estado cobrar comisiones, tener dinero oculto al fisco ni otras trapacerías.
            –-Lo seguiré pensando hasta que el tribunal constitucional se pronuncie al respecto.
            ––¿Pero tienes alguna prueba de que sea un delincuente?
            ––Pruebas no, por supuesto, solo indicios, que es lo que se precisa para iniciar una investigación. Debería exigirla el propio afectado para que su honor quede a salvo. Indicios hay bastantes más de los que había contra Jordi Pujol, al que todavía no se le ha juzgado por nada y ya ha sido vilipendiado por todos y despojado de todos sus honores y  prebendas. Pero este es un tema más grave de lo que yo creía. Me cuentan que muchos de esos presuntos delitos no se habrían cometido en actividades privadas, de las que solo él sería responsable, sino en otras públicas o semipúblicas de las que serían responsables el presidente del Gobierno o el ministro correspondiente, según dice la constitución. Una investigación seria de las actividades del anterior jefe del Estado acabaría implicando, por acción u omisión, a todos los presidentes de la etapa democrática (salvo a Pedro Sánchez) y supondría, sin duda, el derrumbe del sistema. Puede ser peor el peligro que la enfermedad. Mejor hacer lo que hacen fiscales, jueces, padres y madres de la Patria: taparse las narices y mirar para otro lado cada vez que nos llega alguna nueva tufarada más o menos corina y más o menos saudí.


Jueves, 13 de septiembre
LA BAÑERA

Asisto a la representación de Fuenteovejuna temiéndome lo peor, y no por el libreto, que conozco desde que Javier Almuzara le puso punto final, ni por la música, sé que Jorge Muñiz no me va a defraudar, sino por el director de escena, Miguel del Arco, que hará todo lo posible por ser la estrella de la función.
            Como me esperaba lo peor, al final me parece que no era para tanto. Paso por alto sus tres o cuatro patochadas actualizadoras y me divierto con la escena de la bañera, que habría hecho las delicias de Visconti y Pasolini. Como Visconti a Burt Lancaster en El Gatopardo, Miguel del Arco desnuda al comendador y lo mete en la bañera rodeado de sus fornidos guardaespaldas. “No viene a cuento, pero hace bonito, ¿no?”, diría el afamado director teatral.
            Cuando se pone pesadamente gore, yo cierro los ojos, algo a lo que el Campoamor nos tiene más que acostumbrados.
            Pero qué precisa y plural música, qué sentencioso texto, lleno de alusiones literarias, y qué emoción final al ver a Almuzara saludar desde el escenario. Me sentí un poco como el padre de familia numerosa –en el fondo es lo que soy– que ve triunfar a uno de sus hijos predilectos.






Revelación de secretos: Cumpleaños

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Sábado, 15 de septiembre
MI IDEA DEL PARAÍSO

Creo que fue el poeta Robert Browning el primer escritor vivo que asistió a un congreso sobre su obra. Luego se ha convertido en algo bastante común. Yo recuerdo cuando asistí en Oporto, en la Fundación Serralves, a un encuentro internacional sobre Eugénio de Andrade, que no faltó a ninguna de las comunicaciones y asentía a los repetitivos elogios con agradecida sonrisa.
            Pablo Núñez me cuenta su visita a Neuchâtel, donde asistió a un congreso universitariol sobre la intertextualidad –los periodistas de la caverna y Albert Rivera hablarían de plagio–  en la poesía de Luis Alberto de Cuenca. El convidado principal era el propio poeta.
            Qué envidia. No de Pablo Núñez, claro (aunque tampoco me desagradaría haber estado en Suiza como abogado del diablo), sino de Luis Alberto. ¡Cómo me gustaría que en cualquier hermoso y perdido rincón del universo se reunieran una veintena de deferentes investigadores que dedicaran tres o cuatro días a hablar de mí!
            ¿Me gustaría? No sé, quizá mi vanidad me engaña. Lo más probable es que me aburriera ya en las primeras protocolarias palabras y me fuera a dar una vuelta por los alrededores y no volviera hasta que hubieran terminado. Me parece que donde yo disfrutaría de verdad es en un congreso de detractores sobre mi vida y obra. ¡Tres días discutiendo con este y con aquel, todos doctores o doctorandos, todos más jóvenes que yo y todos casi tan inteligentes como yo! Eso se parece bastante a mi idea del paraíso.  
            Por cierto, ¿se puede discutir en el cielo con ángeles y arcángeles y también, si no está demasiado ocupado, con el propio Mandamás? Si no se puede, conmigo que no cuenten.


Domingo, 16 de septiembre
FONS VITAE

Toda la vida queriendo conocer los jardines de Abadía, a dos pasos de Aldeanueva,que me eran familiares por los versos de Lope y Garcilaso, y por fin el pasado lunes –los actuales dueños solo permiten su visita de diez a once un día a la semana– pude hacer realidad mi sueño.
            Poco queda del esplendor del palacio de los duques de Alba, ahora un caserón dedicado a la explotación ganadera y agrícola. ¿Poco queda? Queda el patio mudéjar con su doble arquería y sus secretos emblemas; queda la estatua de Andrómeda cuya belleza no logra desfigurar el ultraje de los siglos; quedan los grandes muros con escudos que separan el jardín alto del jardín bajo, que quizá fuera más huerta que jardín; quedan los cuatro historiados arcos sobre el río, y el alto cielo y el rumor de las aguas del Ambroz: si se escucha bien, todavía parece susurrar endecasílabos.
            En el que fue prodigioso jardín con fuentes y alegorías mitológicas, tan bien descritas por Lope, ahora pastan las ovejas: los pastores fingidos –Salicio y Nemoroso juntamente– se han convertido en  reales.
            “El que viniere a ver esta abadía / este jardín y huerto esclarecido. / para notar bien su valía / muy necesario es que haya corrido / lo que nuestro Felipe poseía”, advertía Lope. Ha de conocer los jardines de Flandes y “de Italia ha de tener mucha noticia”, continuaba.
            En la llamada plaza de Nápoles –jardín alto– había una gran fuente traída de Italia. Era obra de Francesco Camilliani, uno de los grandes escultores del Renacimiento. Se la encargó Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba, porque le gustó la que había visto en la finca de su primo hermano Luis de Toledo, cuñado de Come de Medici, en los alrededores de Florencia.
            De aquella prodigiosa fuente, que no tenía par en España, que deslumbró durante dos siglos a los visitantes de este palacio a dos pasos de Aldeanueva, donde yo nací, no queda apenas nada: una especie de pilón. ¿No queda apenas nada? Eso creía yo.
            Hoy me entero, rebuscando en la Red, que queda su hermana gemela, la que le sirvió de modelo. En 1573, Luis de Toledo se la vendió a la ciudad de Palermo y allí sigue en la plaza Pretoria, donde fue colocada con gran escándalo de los bien pensantes, dada su profusión de desnudos, y muy especialmente de las monjas de un convento vecino, que tomaron la costumbre de frecuentar las ventanas que daban a la plaza para poder escandalizarse mejor.
            Me gustan los secretos senderos que traza el azar. Cuando yo, en mis días sicilianos, me llegaba hasta la plaza Pretoria y escuchaba el rumor del agua y me entretenía descifrando pormenores alegóricos, no sabía que una fuente semejante, en un jardín junto al río en que yo me bañaba de niño, admiró al mundo y dejó oír su rumor en los versos de Lope y en las églogas garcilasianas.


Lunes, 17 de septiembre
NO TE FÍES DE LOS EXPERTOS

¡Cuántas tonterías dicen los expertos! Jaron Lanier, que ya tiene sesenta años y ha sido al parecer uno de los pioneros de Internet, acaba de publicar un libro titulado 10 razones para borrarse de las redes sociales de inmediato. Lo entrevistan en Babelia y yo voy subrayando y sonriendo ante cada una de esas presuntas razones.
            La primera, que las redes sociales no añaden nada a lo que Internet te da: “Usando las capacidades normales de Internet, como tener una página Web o mandar un e-mail, no necesitas estas compañías”.
            Pasemos los de “las capacidades normales de Internet” (confunde lo que primero aprendió con lo “normal”), pero lo de que no añaden nada Facebook, Tuiter o Whatsapp a las utilidades que proporciona una página web o el correo electrónico solo puede decirlo alguien que no sabe de qué van esas redes sociales, como él mismo confirma:. “Nunca he tenido una cuenta en una red social, ni Facebook, ni Tuiter ni nada”.
            Está en su derecho el bueno de Lanier, pero no debería pontificar sobre lo que ignora.
            Siempre me han divertido esas personas que presumen de no tener televisor o teléfono móvil o de no estar en las redes sociales. Lo dicen con suficiencia, dando a entender que están por encima de los demás. Ignoran que esa es una de las maneras más seguras de reconocer a un tonto. A un tonto ilustrado, que son los más ridículos.
            Por correo –carta postal, correo electrónico– enviamos una comunicación privada de persona a persona; en Fabebook nos dirigimos a una comunidad de amigos que nosotros mismos hemos creado.
            Cuando no había Facebook, era común que, a quien le hacía gracia un chiste, se lo mandara a todos sus corresponsales.; ahora lo pone en su muro de Facebook. ¿Es lo mismo? Todavía quedan personas –mi admirado Antonio Masip, por ejemplo– que en cuanto escriben un artículo, antes de que aparezca en el periódico, se lo envían a todos sus corresponsales, y si hacen la más mínima corrección se lo vuelven a enviar. ¿Y qué hago yo con esos correos y qué sospecho que hacen los demás corresponsales? Borrarlos sin leerlos. En algunos casos, ni tengo que molestarme: el antivirus, al ver que son envíos colectivos, los considera spam y los manda directamente a la papelera.
            Cuanto más apocalíptico se pone Lanier más nos divierte. Las redes sociales suponen “un control por parte de monopolios gigantes en el que cualquier conexión entre dos personas solo se puede financiar si hay una tercera que quiere manipular a esas dos. Creo que esa es la receta para la locura y la negatividad. Y ha calado tanto que quizá no sobrevivamos”. ¡Ahí que da eso! ¿Vale la pena replicar?
            Claro que el bueno de Lanier tiene la solución para evitar el fin del mundo: que Facebook sea de pago, como Netflix, así nos libraríamos del demonio perverso de la publicidad, la causa de todos los males.
            Si pagáramos por Facebook, la empresa trataría de satisfacernos a nosotros y no quienes ponen publicidad en ella. ¿Pero cómo puede nadie poner publicidad en Facebook o interesarse por sus big datasi los usuarios, insatisfechos, se borran masivamente?
            Es que no pueden borrarse, diría Lanier, no pueden dejarlo como no se puede dejar la heroína o el alcohol: las redes sociales crean adicción. Ya –le respondería yo– y por eso cada día se encuentra uno con un amigo que te dice: “Me he borrado de Facebook porque me aburría y me hacía perder el tiempo”. ¡Terrible adicción! ¿No será solo que ofrece utilidad y entretenimiento para muchos tipos distintos de personas?
            Lanier es tan ingenuo que piensa que, cuando se pagaba por los periódicos, estos ofrecían información fiable. Ni siquiera sabe que todavía –y por muchos años– hay prensa en papel y de pago. Y que no por eso –si supiera español yo le aconsejaría que hojeara El Mundo, Abc, La Razón o El País cuando se refiere a Cataluña o Venezuelaengaña o manipula menos que lo que engañan o manipulan las gratuitas redes sociales.


Martes, 18 de septiembre
Y VIVA ESPAÑA

El Español, subtitulado “Semanario de los españoles para todos los españoles”, fue una de las publicaciones más destacadas de la prensa franquista (detrás estaba nuestro Goebbels particular, Juan Aparicio).
            Xurde Blanco, de la librería La Noceda, me ha pasado unos cuantos ejemplares de los años cincuenta. Yo los leo con curiosidad. Son los años en que la mujer empieza a destacar en literatura y a ganar los principales premios de novela. Las entrevistas con Carmen Martín Gaite, Carmen Laforet o Ana María Matute están llenas de verdad y encanto antiguo. En la de Matute, entonces casi una adolescente, interviene mucho su marido, el escritor Eugenio de Goicoechea, que siempre quiere tener la última palabra. “Ella ganará premios, pero soy yo quien manda en casa”, parece decir.
            Se elogia a Trujillo y Salazar, que han convertido en una Arcadia feliz sus países, y se insiste en la decadencia de las democracias. La justicia en Francia, por ejemplo, es un desastre. Las razones son varias. Una de ellas, casi la principal, las mujeres: “Una quincena de muchachas son, en la actualidad, jueces de Instrucción. En el departamento del Orne, tres magistrados de cuatro, pertenecen al sexo femenino. En algunos casos, no existe nada más que una mujer como juez instructor. Recientemente, detenido un gánster y llevado al primer interrogatorio se enfrentó con una joven. El hombre se volvió, furioso: ‘Yo no quiero una secretaria, yo quiero vérmelas con el juez’. ‘El juez soy yo’, contestó la mujer. El hombre enfurecido se levantó: ‘Cierre la boca y váyase a buscar a su novio’. El juez, es decir, demoiselle le juge, se desmayó”.


Miércoles, 19 de septiembre
HOLA, MUNDO

Mi amigo Martín López cumple hoy dos años y su padre le hace el más hermoso regalo: el libro Hola, mundo. Es el segundo que le dedica. En el anterior, Pallabres pa Martín, le contó su infancia americana, tan distinta y tan semejante. Ahora narra las prodigiosas aventuras del niño en su primer año de vida.
            ––Hola, mundo –dice Martín.
            –-Hola, Martín –dice el mundo, al que de pronto se le borran las arrugas y por un instante, olvidado de todos sus achaques, se vuelve a sentir como recién creado.


Revelación: Breve tratado sobre la estupidez humana

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Domingo, 23 de septiembre
PARA SER UN TRIUNFADOR

¿Para ser un triunfador resulta imprescindible vender el alma al diablo? ¿Ser un insumiso por fuera y de lo más sumiso a todo el que tenga algún poder por dentro?
            Lo malo es que parece haber tal exceso de oferta que el diablo ya no quiere las almas –al menos, la mía– ni regaladas.
            Yo, para ser un triunfador, sería capaz de cualquier cosa, salvo acostarme tarde, hacer deporte, presentarme a un premio literario o practicar la falsa modestia.


Lunes, 24 de septiembre
NADA ESTÁ PERDIDO

Poco antes de salir del despacho hacia clase, se me ocurre revisar el horario y resulta que hoy me toca la primera “tutoría grupal”, uno de esos inventos atribuidos a Bolonia, pero en realidad fruto solo de la mentalidad reglamentista de los gestores universitarios.
            ¿Y en qué consiste una tutoría grupal? Nadie lo sabe bien. Parece que, en lugar de dar la clase habitual, hay que reunirse con los alumnos que tengan alguna duda a cuatro horas distintas y en cuatro aulas distintas. Pero la de hoy sería la segunda clase teórica del curso, así que pocas dudas pueden tener.
            Voy hacia el aulario con un humor de mil demonios, como se decía en las novelas de antes. Y escribiendo mentalmente la carta de protesta al vicedecano correspondiente (el mismo que decidió que, ya que la inauguración del curso no iba a ser un miércoles, como estaba previsto, las clases comenzarían el miércoles pero con el horario correspondiente al jueves). Como en la comedia de Moliere, en la Universidad hay quien prefiere “morir con arreglo a las leyes de la medicina que vivir con vilipendio de ellas”, o sea aplicar el supuesto reglamento de Bolonia, con mentalidad cuartelera, aunque ello suponga poner todas las trabas posibles al adecuado desarrollo de la docencia, que en realidad no es más que una obligación de los malos profesores. El premio a un buen profesor universitario, al que investiga, es irle quitando horas de clase.         
            De lo que se entiende por investigar en las Facultades de Letras, que son las que yo conozco, mejor no hablar. Y de quienes controlan la calidad de esas investigaciones, mejor callar. Yo sentí vergüenza ajena al leer la sentencia de un tribunal que les decía que, para valorar negativamente un artículo de investigación. era necesario leerlo previamente.
            Menos mal que no tuve necesidad de escribir ese desahogo epistolar. Como no soy nada diplomático, me podría traer problemas. Lo fácil que es encogerse de hombros y aceptar como una calamidad inevitable la estupidez de costumbre (es lo que hace el público de la ópera con las ocurrencias de los directores de escena).
            Antes de ir a la clase donde me tocaría esperar, primero de doce a una, luego de una a dos, más tarde de cinco a seis y luego de seis a siete, si algún alumno tiene dudas sobre lo que aún no se ha explicado, me asomo al aula habitual.
            ¿Y qué me encuentro? A todos los alumnos esperándome, con el ordenador o el bolígrafo a punto. “¿Pero no era hoy el día de la primera tutoría grupal?”, pregunto.
             Eso dice el horario, pero como les parecía una tontería no han hecho ningún caso. Sonrío feliz. La inteligencia puede ser un bien escaso entre los gestores de la Universidad, y no solo entre los de la Rey Juan Carlos (el nombre ya lo dice todo), pero no lo es entre los alumnos. Nada está perdido.


Martes, 25 de septiembre
POCA PACIENCIA

Homenaje a León Felipe en el Campus del Milán. Intervienen Josefina Martínez (lo organiza la cátedra Alarcos), Aurora Luque, Carlos Marzal y yo. Los tópicos de costumbre. Yo me atrevo a disentir. Es poeta en unos pocos de sus primeros poemas (los de Versos y oraciones de caminante) y en algunos de los últimos (los de Oh este viejo y roto violín); en medio, apolillada palabrería y declamatorias jeremiadas.
Allá en los setenta, cuando estudiaba en la Universidad, formaba parte, con Celaya y Blas de Otero, de la trilogía protagonista de los recitales multitudinarios que acaban a veces con la intervención de la policía.
            En su libro de verso y prosa Ganarás la luz, escribe: “Los poetas sabemos muy poco. Somos muy malos estudiantes, no somos inteligentes, nos gusta mucho dormir y creemos que hay un atajo escondido para llegar al saber”.
            “Habla por ti” se me ocurre responder, aunque sospecho que él –como tantos otros poetas que van de malditos y pobrecitos por la vida– fue un buen empresario de sí mismo. En su juventud quiso ser actor y quizá eso fue lo que acabó siendo, actor y autor de los monólogos autobiográficos y quejumbrosos –español del éxodo y del llanto– que representaba por los teatros de Latinoamérica mientras su sobrino, el torero Carlos Arruza, actuaba en las plazas de toros.         
            Para terminar, escuchamos una grabación de sus poemas. Lee, espléndidamente, sus primeros versos. Entre ellos, el poema en que parece aconsejar a los demás, pero en realidad aconsejaba al que llegaría a ser: “Más bajo, poeta, más bajo… / no lloréis tan alto, no gritéis tanto… / más bajo, más bajo, hablad más bajo. / Si para quejaros / acercáis la bocina a vuestros labios, / parecerá vuestro llanto, / como el de las plañideras, mercenario”.
            Y eso es lo que parece el suyo en cuanto se pone a recitar, con voz de plañidera, sus poemas de guerra y posguerra. A un poema le sucede otro, cada vez más declamatorio y envejecido. Yo comienzo a rebullirme en el asiento, a poner cara de qué tortura, a cerrar los ojos como si me durmiera ante aquella melopea. La verdad es que tengo poca paciencia. Acabo protestando, ya pasa una eternidad de la una, la hora en que debía terminar el acto, y logro que se corte la grabación y se pronuncien las palabras de despedida.
            Creo que me voy volviendo cada vez más irrespetuosamente adolescente. No sé aburrirme educadamente. Soy un pésimo ejemplo para los alumnos. Pero yo, con los años, me he ganado el derecho a ser joven, a no aguantar rollos, a decir alto y claro que la historia de la literatura está llena de textos apolillados y muertos, que pueden interesar al historiador, pero desde luego no al lector actual.
            Y también digo que la mayoría de los profesores no distinguen entre la literatura viva –sea del siglo que sea– y la letra muerta. Carlos Marzal y Aurora Luque sí saben distinguir, pero como vienen invitados se creen en la obligación de disimular y de camuflar su disentimiento entre anécdotas personales y las habituales vaguedades. No llegan a mentir como los reseñistas estrella de Babelia, dispuestos siempre a elogiar lo que les mande el grupo Planeta, pero casi.


Miércoles, 26 de septiembre
TRAMPAS DE LA MEMORIA

Ayer, durante la comida para fallar el premio Emilio Alarcos (de las deliberaciones, callo para no incurrir en revelación de secretos), se me ocurrió recitarle a Luis Alberto de Cuenca uno de sus sonetos: “La otra noche, después de la movida, / en la mesa de siempre me encontraste / y con pocas palabras me quitaste / no sé si la cartera o si la vida”.
            Me interrumpió de inmediato: “Y con pocas palabras, no; y sin mediar palabra”.
            ¿Por qué cambiaría yo una expresión por otra? Quizá porque inconscientemente me pareció más verosímil que, si alguien, conocido o no, se acerca a la mesa en que uno está sentado, lo primero que haga –antes de robarle no sé si la cartera o si la vida– sea por lo menos saludar.
            Recuerdo docenas y docenas de poemas ajenos (ninguno propio) y me gusta citarlos al azar de la conversación o de la escritura sin comprobar la cita, que no siempre es exacta. Algún día me gustaría publicar una antología de la poesía española –y universal traducida al español: el Verlaine de Díez-Canedo, el Li Po de Marcela de Juan– tal como yo recuerdo los poemas, con pequeñas infidelidades que no siempre los empeoran. Es lo que llamo el Taller de la Memoria.
            A veces, y eso es más grave, mi memoria no solo cambia el texto sino que cambia también al autor. Unos versos que leí en la enciclopedia Álvarez, y que se me quedaron en la memoria como todos los que leí en la infancia (“Bendito seas, Señor, / por tu infinita bondad, / porque pones con amor, / sobre espinas de dolor, / rosas de conformidad. / Gracias si queréis que mire, / gracias si queréis cegarme, / gracias por todo y por nada, / y sea lo que queráis”) siempre se los atribuí a José María Pemán hasta que el preciso registrador de la propiedad intelectual que es José Cereijo me dijo que los cuatro primeros eran de Pemán, pero los otros cuatro de Juan Ramón Jiménez. Y efectivamente, como pude comprobar, forman parte de un poema, “Lo que Vos queráis, Señor”, en el que se dedicó a plagiar al gaditano con algunas décadas de anticipación. Quizá pensaba en ese poema Cernuda cuando mencionaba a José María Jiménez y Juan Ramón Pemán, entre los colaboradores habituales de Caracolay otras revistas españolas del franquismo.


Jueves, 27 de septiembre
UN TRIUNFADOR

“He sido el arquitecto de mi propio destino”, repito a menudo. “Un mal arquitecto, por lo que parece”, se me puede responder observando la destartalada leonera –libros por todas partes– en la que vivo solo, pero en la mejor compañía.
            No seré un triunfador, pero sí un conformista y nadie más feliz con su triunfo que yo con mi fracaso, que me permite seguir siendo impertinente abogado del diablo. que es lo que más me divierte.


Viernes, 28 de septiembre
GÉNERO NEUTRO

Abro el buzón y me encuentro con EL Breve tratado sobre la estupidez humana, de Ricardo Moreno Catillo, recién publicado por Fórcola. El título resulta sugestivo, así que comienzo a leerlo de inmediato.
            No es un libro irónico como el Elogio de la locurade Erasmo. El autor se cree realmente un valeroso Quijote enfrentado al pensamiento único, que ha engendrado horrores como el nacionalismo y el lenguaje inclusivo.
            En el prólogo, Francesc de Carreras arremete contra una de las mayores estupideces del mundo contemporáneo: hablar de “hombres y mujeres” cuando se quiere hablar de hombres y mujeres, de “compañeros y compañeras” cuando se quiere hablar de compañeros  y compañeras. Quien hace eso “alberga un cierto grado de estupidez pues olvida que en gramática, además de los géneros masculino y femenino, también está el neutro, lo cual permite referirse a ambos sin ser repetitivo y confuso, es decir, facilitando la comprensión, una de las funciones, sin duda la más importante, del lenguaje”.
            ¿Cuándo decimos “los niños” para referirnos a niños y niñas empleamos el género neutro? ¿Dónde habrá estudiado gramática el bueno de Francesc de Carreras? ¿Y comenzar una charla con un “señoras y señores” es repetitivo y confuso frente a la claridad que aporta emplear “el género neutro” y decir solo “señores”?
            Yo creía que Francesc de Carreras era un autodidacta desinformado y por la Wikipedia me entero de que es nada menos que catedrático de Derecho Constitucional y uno de los fundadores de Ciudadanos. Pero todo eso no le impide hacer estrepitosamente el ridículo en su prólogo. Del libro, mejor no hablar.


Revelación de secretos: La posteridad ja ja

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Sábado, 29 de septiembre
A OTRO PERRO CON ESAS PARADOJAS

Siempre he sido una persona muy segura de sí misma, demasiado. ¿De dónde me viene esa seguridad? No tengo ni idea, pero la verdad es que no la he perdido con los años, aunque he aprendido a reírme de ella.
            Ando ahora con los últimos trámites jurídicos para que mis libros y papeles no se dispersen y queden a disposición de todo el que en el futuro quiera ocuparse de mi “obra”. Pero ¿y si la posteridad le dedica el mismo escaso interés que los contemporáneos?
            Como me gusta mucho la historia de la literatura –la historia de mi familia, en realidad–, sé de sobra que si enmienda el juicio de los contemporáneos es solo para bajarle los humos a algún figurón, pero que a los grandes –Lope, Galdós, Lorca– los deja en su sitio. Hay excepciones, claro, pero se trata de autores que, o murieron jóvenes o dejaron buena parte de su obra inédita. Es el caso de Bécquer o Pessoa, pero no el mío.
            Recuerdo el comienzo de “Enoch Soames”, el relato de Max Beerbohm: “Cuando el señor Holbrook Jackson publicó un libro sobre la penúltima década del siglo XIX, miré con ansiedad el índice en busca del nombre Soames Enoch. Temía no encontrarlo. Y en efecto, no lo encontré. Todos los otros nombres estaban ahí. Muchos escritores, así como sus libros ya olvidados, o que solo recordaba vagamente, renacieron para mí en las páginas del señor Holbrook Jackson. Era una obra exhaustiva, brillantemente escrita. Aquella omisión confirmaba el fracaso total del pobre Soames”.
            ¿Le pasará lo mismo, allá por el 2070 o 2080 a alguno de los más jóvenes contertulios de Óliver? ¿Abrirá un minucioso tomo sobre la poesía de finales del siglo XX y principios del XXI y se encontrará a todos loa nombres que ahora suenan, incluso a aquellos de los que nos burlamos en la tertulia, incluso a Carmelo C. Iribarren, Isla Correyero o David González, pero no a José Luis García Martín?
            La verdad es que no lo creo, pero aunque ocurriera así, aunque yo tuviera la certeza de que iba a ocurrir así, no perdería ni un átomo de seguridad en mí mismo. Le echaría la culpa al historiador falto de criterio.
            Tenía yo diez años y ya le discutía al maestro de Valliniello –al mejor maestro que he tenido, don José Ramón, que todavía vive, casi centenario– alguno de los axiomas de la geometría, como que dos puntos solo podían ser unidos por una línea recta. ¿Y por qué no por dos que vayan muy juntas, casi pegadas? Confundía el punto que dibujaba en el encerado con el punto abstracto de la geometría, pero eso era más o menos lo que confundía Zenón de Elea en su paradoja de Aquiles y la tortuga, que todavía se sigue citando y a mí ya me parecía una tontería a los quince años, tan tontería como eso de que según la mecánica cuántica algún día podremos estar en dos lugares al mismo tiempo. Yo el argumento de autoridad siempre lo he respetado poco. Siempre he respetado mucho, en cambio, mi capacidad de razonar. Quizá demasiado.



Domingo, 30 de septiembre
SUGERENCIA PARA EMPRENDEDORES

Todos los días me sobra un montón de minutos que dedico a aburrirme minuciosamente ¿A nadie se le ha ocurrido inventar una aplicación que nos permita guardar el tiempo que nos sobra para cuando nos falte?


Lunes, 1 de octubre
NO ES POLÍTICA, ES DECENCIA

Yo en política, no me meto, que luego siempre acaba uno en discusiones absurdas y perdiendo amigos. Pero ¿es meterse en política decir que siempre estaré del lado de los que quieren resolver los problemas políticos votando y no del lado de los que quieren resolverlos apaleando a los que votan?
            Yo creo que eso no es política, como tampoco es política afirmar que una constitución democrática no puede impedir que se investiguen los delitos comunes cometidos por ningún ciudadano, ocupe el cargo que ocupe.
            Tampoco es política afirmar que la clase política tiene hoy en España dos problemas: uno se llama Villarejo –que se las sabe todas de todos, que no podría haber hechos sus desmanes sin muchas complicidades– y el otro –que ídem de ídem– se llama como una universidad de cuyo nombre no quiero acordarme.


Martes, 2 de octubre
COMIENZO DE POEMA

Garabateo dos versos para un comienzo de poema: “Poco a poco ir perdiendo / lo que nunca he tenido”. Y un título: “Envejecer”.
           

Miércoles, 3 de octubre
NO TENGO ENMIENDA

No acostumbro pedir prólogos a nadie, pero como tengo por costumbre alterar de vez en cuando mi inalterable costumbre, se me ha ocurrido solicitárselos a Xuan Bello y a Juan Bonilla para dos libritos en prensa.
            La verdad es que, como los pedía con cierta urgencia, esperaba que se disculparan y me dijeran que les era imposible en tan corto plazo. Entonces yo les propondría el plan B: que los escribiera yo, en su estilo, que conozco bastante bien, y lo firmaran ellos.
            Me gustan esos juegos desde los tiempos de Jugar con fuego y los he practicado a menud. Pero tuve mala suerte y los dos aceptaron. Xuan Bello, cumplido el plazo, me dice cada día que lo tiene a punto, que solo le faltan los retoques finales (y yo traduzco: aún no ha empezado).
            Juan Bonilla cumplió con eficacia el encargo, pero dio la casualidad que al día siguiente de hacérselo me llegó un libro suyo de sugerente título, La novela del buscador de libro. Lo leí de inmediato, me defraudó un tanto –en contra de lo que esperaba– y escribí una reseña como suelen ser las mías con los libros de los amigos: subrayando lo negativo y despachando los elogios en dos o tres líneas. El prólogo me llegó cuando acababa de mandarla al periódico. Se lo dije: “He escrito algo que quizá no te va a gustar”. Y él: “No importa, estoy acostumbrado a que en cada reseña digas que mi mejor libro es el primero y que después he ido cuesta abajo”.
            Pero parece que lo ha pensado mejor: “Espero que la crítica del sábado no sea tan grave que me tenga que disfrazar de JRJ –porque eso te convertiría en Jorge Guillén– y enviar un telegrama (whatsapp) que memorablemente diga: ‘Quedan hoy retirados prólogo y amistad’ Por supuesto, esto último es broma. Ya sé que te gusta perder amistades, así que solo retiraría el prólogo”.
            La historia es bien conocida. En los años treinta los poetas del 27 publicaban la revista Los cuatro vientos. En ella, sus poemas venían encabezados por los de algún maestro. Para uno de los números pidieron colaboración a Juan Ramón Jiménez. Cuando estaba en prensa, Jorge Guillén, que era quien la había solicitado, recibe un tajante telegrama: “Retiro poema y amistad”. Los ataques de Juan Ramón fueron constantes desde entonces, Guillén nunca replicó en privado, pero en las cartas a Salinas no se quedó corto en descalificaciones.
            Hasta los años cincuenta, no supo Guillén la razón de aquel enfado. La contó Juan Ramón en la revista Índice: un trabajador de la imprenta –el poeta tenía espías en todas partes– le avisó de que su poema no iba a publicarse el primero y esa fue la razón para cortar por lo sano una amistad de años sin más explicaciones. ¿Y por qué aquella postergación? Pues porque les había llegado un poema a Unamuno.
            De sobra sé que Juan Bonilla no es tan susceptible como el autor de Platero y yo, pero la verdad es que mi antipática reseña no es de las que se hacen a un amigo. Lo que ocurre es que yo, cuando hago crítica, no tengo amigos, o si los tengo es para ser con ellos un poco más exigente que con los demás.
            No fue una buena idea pedir esos prólogos. Si uno no tiene amigos a la hora de escribir reseñas, tampoco debería tenerlos a la hora de pedir favores. Xuan Bello aceptó de inmediato mi petición, pero le dijo a Carlos Marzal: “Este Martín es la leche, quiere un prólogo mío para un libro en el que se mete conmigo tres o cuatro veces”. La verdad es que ni me acordaba. Como todo el mundo, tengo escasa memoria para los pisotones que doy, aunque muy buena para los que me dan.


Jueves, 4 de octubre
LOS CARGA EL DIABLO

No son cosa de hoy las noticias falsas. Recuerdo la escandalera que se armó cuando se dijo que la Unión Europea iba a quitar la letra eñe del alfabeto español. No hubo articulista que no hiciera su gracieta. “Europa prohíbe decir coño” tituló alguno. ¿Y que había de cierto en ello? Pues que en España estaba prohibido vender ordenadores que no tuvieran la letra eñe en su teclado y la Unión Europea recordó que eso iba en contra de no sé qué acuerdos. Eso era todo.
            Guardo los recortes de entonces, y me acuerdo de ello cada vez que leo la prensa patriótica española, o sea, toda la prensa española. Con la Patria hay que estar con razón, sin razón o contra ella: en eso coinciden El País y La Razón, Abc y El Mundo.
            Me imagino que, al leer esto, mi amigo José Luis Piquero saltará de inmediato: “¿Y no manipulan TV3 y los periódicos catalanes?”. “Manipularán, pero a mí eso no me afecta porque yo ni veo esa cadena ni leo esos periódicos”, “¿Y de dónde sacas la información tendenciosa que difundes en tus diarios?”, “Pues de los periódicos patrióticos españoles, que lo que dicen en los titulares suelen desmentirlo en el cuerpo de la noticia. Solo engañan a quien está deseando dejarse engañar. Te pondría ejemplos, pero no lo hago porque he decidido no meterme en política, que a los patriotas los carga el diablo”.


Viernes, 5 de octubre
ELOGIO DEL OLVIDO

Soy un hipócrita. Afirmo una y otra vez que a aspiro a seguir siendo leído dentro de cien, doscientos o mil año y en realidad no me molestaría nada que la posteridad no se ocupara de mí. No es ya que me aterre la idea de un Dalmau hozando en mi biografía como en la de Gil de Biedma (yo no tengo tantos turbios claroscuros) o de un aplicado García Gil contando el divorcio de Carlos Edmundo de Ory (yo no tengo divorcios en mi pasado) o de Estela Canto aireando los problemas materno-sexuales de Borges (yo no dejo atrás novias despechadas), pero la vida –cualquier vida– no es más que “una red de triviales miserias” si se mira de cerca. “Mejor ser la ceniza / de que está hecho el olvido”, como dice el poeta menor de la Antología Palatina.
            Mejor que el autor ilustre del que se cuenta todo lo que él quiso olvidar para siempre, ser el poeta del que solo se recuerda un nombre y un puñado de versos.
            Y si de mí no se recuerda ni eso, tampoco me voy a enfadar. Me divierto imaginando una escena de 2080: “¿Cómo se llamaba aquel poeta y crítico que tenía una tertulia y que se creía un genio?”, preguntará uno de los millennials que ahora pasan por Óliver. “Sí, hombre, aquel que escribió un diario en no sé cuántos tomos”. Y el veterano cantautor Xaime Martínez se encoge de hombros: “Tengo una vaga idea, pero tampoco recuerdo. Algo así como Pérez o Martínez o García”.


Revelación de secretos: No debería decirlo

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Sábado, 6 de octubre
EL ÚLTIMO DEL ESCALAFÓN

––Estoy harto de oírte hablar bien de ti mismo. ¿Pero es que no tienes ningún defecto?
            ––Tengo por lo menos uno, y bastante grave: no soy ambicioso. Me conformo con poder vivir sin jefe, con trabajar cuando me dé la gana, con ganar solo un poco más de lo que necesito, con poder decir lo que pienso y tratar de vivir conforme a lo que pienso… Con eso me conformo y no me importa nada jubilarme siendo el último del escalafón.


Domingo, 7 de octubre
UN CUENTO DE TERROR

No sé bien si es que no tengo nunca vacaciones ni fiestas de guardar o es que no trabajo nunca y todo el año es vacación. Como a los niños, me interesa todo; como los niños, me canso pronto de cualquier ocupación. ¿Y qué hago cuando me canso de una cosa? Pues me pongo con otra. Y cuando cambio de ocupación, me gusta cambiar de lugar. Mis oficinas son abundantes: la cafetería de la mañana, la de la tarde, la de media tarde, aparte de mi casa y el despacho en el Milán.
            Los sábados y los domingos, incluso en verano, suelo pasar un rato por el despacho del Milán. La tarjeta magnética nos permite entrar a cualquier hora y ese es uno de los lujos que más me agradan en mi trabajo de profesor universitario. ¿Trabajo? ¿Puede considerarse trabajo uno en el que pasamos por la oficina cuando nos da la gana? Bueno, también están las clases, eso que las autoridades académicas valoran tan poco, pero para mí son lo mejor de ser profesor; un regalo, el regalo de poder hablar de lo que te apasiona a quien quizá consigas apasionar también, no una carga, la famosa “carga docente”, que te disminuyen si un comité evaluador, que no lee tus investigaciones, las da por válidas según burocráticos criterios.
            Como me aburro en casa y no me apetece ir al cine, se me ocurre pasar por el despacho a corregir trabajos de alumnos que tengo pendientes. Cuando me canse de la corrección, me pasaré por el Titanic a leer la poesía reunida de Pedro Sevilla, que me acaba de llegar. Los libros de poesía son los más exigentes. Requieren atención plena, tempo lento, y que haya otros libros a la espera sobre la mesa (son muy celosos).
            Pero hoy no funcionaba la puerta de las tarjetas. Llamé a seguridad y vino el guarda a abrirme.
            –-Tiene que llamarme cuando quiera salir. Tampoco se puede abrir desde dentro.
            Subo al despacho, contesto  correos, corrijo unos pocos trabajos, ordeno algún fichero y cuando voy a llamar a seguridad para que me abran la puerta descubro –no me había ocurrido nunca– que mi teléfono se ha quedado bloqueado, que no soy capaz de encenderlo. Y me entra el pánico. Estoy encerrado en un edificio inmenso y medio a oscuras: hay luz en el despacho, pero en los pasillos y escaleras solo unas lucecitas de seguridad.
            ¿Tendré que pasar aquí la noche? Y si se declara un incendio, ¿cómo voy a salir? Y si, aparte de mí, hay encerrado un psicópata, algún asesino en serie. Me imagino historias que he visto en las series de televisión. Un sudor frío. Casi me dan ganas de abrir la ventana y ponerme a gritar.
            Bajo hasta la puerta. En ese mismo momento, pasa el guarda haciendo su ronda entre los diversos edificios del campus, toco en los cristales, me abre, respiro aliviado.


Lunes, 8 de octubre
MUÑOZ MOLINA HACE AUTOCRÍTICA

Sonrío al leer a Antonio Muñoz Molina en su habitual artículo de Babelia. Arremete contra lo que yo siempre he detestado “la vana morralla narrativa” (el pretexto son los miles de páginas de Mi vida, el bla bla bla de no sé qué famoso sueco o noruego) y añade: “No es que yo esté libre de culpa. Miro de soslayo y con remordimiento el grosor de unos cuantos de los libros que he escrito. A veces estoy haciendo una de esas lecturas públicas que son frecuentes fuera de España y me salto sobre la marcha frases enteras para terminar antes”.
            Exactamente, lo que hice yo con La noche de los tiempos y aún así no fui capaz de terminarla, a pesar de lo mucho que me interesa la época evocada y lo que me seduce, desde que lo leí por primera vez en El robinsón urbano, el estilo envolvente del escritor.
            Los lectores, los lectores de literatura culta, son un poco masoquistas, me temo. Si no les cuesta terminar un libro, tienen la impresión de que lo que leen no es literatura seria sino simple entretenimiento.



Martes, 9 de octubre
AMISTAD RECOBRADA

Estoy acostumbrado a perder amigos (azares de la vida literaria); no estoy tan acostumbrado a recuperarlos. Por eso –después de un áspero intercambio de palabras en la realidad real y en la virtual– me alegra tanto recibir, generosamente dedicado, el libro de Andrés Trapiello sobre El Rastro, el libro de una vida.
            ¿Durará mucho esta recobrada amistad? Si algo he aprendido de mi relación con los escritores, es que durará hasta la próxima reseña en que los reparos abulten más que los elogios. Ni un minuto menos, pero también ni un minuto más.


Miércoles, 10 de octubre
SOLEDAD SIN SOLEDAD

Recuerdo a menudo aquella cita apócrifa de Santa Teresa que Truman Capote coloca al frente de Plegarias atendidas: “Hay que tener cuidado con lo que se desea porque a veces los deseos acaban realizándose”.
            Pero algunos de mis sueños se han hecho realidad y no me han defraudado: siguen siendo tan hermosos como cuando eran solo un sueño.
            Sigo viviendo solo, que es como me gusta vivir, pero ya no vivo solo, que es lo que siempre he deseado.
            ¿He sido el arquitecto de mi propio destino, como en el poema de Amado Nervo? Digamos que he tratado de jugar de la mejor manera posible con las cartas –unas buenas y otras menos buenas– que el destino me puso en las manos. Y que he ganado alguna que otra partida. Hoy sonrío feliz.


Jueves, 11 de octubre
UN HOMENAJE

En el XL Semanaldel pasado domingo, leo un reportaje de Juan Manuel de Prada sobre los “negros” de los escritores, un tema con cierto morbo. Muchos libros se escriben en colaboración y quien firma es solo quien más ayuda a vender. A veces, el protagonista, como en las memorias de José María Aznar, Belén Esteban o James Costos. Resulta algo admitido socialmente, como que los discursos de los políticos no los escriban los políticos.
            En literatura, se admite menos, aunque está claro que el autor de bien documentadas novelas históricas no hubiera podido haberlas escrito sin un equipo que le ayuda en la investigación. ¿Y qué tiene de extraño que Cela contara con la ayuda de lexicógrafos para su Diccionario secreto? Pero en la portada debe figurar solo su nombre, que es el que vende.
            Juan Manuel de Prada, a propósito de la relación entre Gregorio Martínez Sierra y su mujer María Lejárraga, escribe: “La historia, sin duda, es turbia, con sus dosis de sacrificio heroico, sórdida morbosidad, resignación callada y monstruosa avaricia”. El bueno de Prada, siempre tan desaforado. Fue solo un acuerdo voluntario de colaboración: a María Lejárraga le gustaba escribir teatro, pero odiaba el mundo del teatro; su marido era un director teatral con talento de empresario. La colaboración beneficiaba a los dos: él era agente, relaciones públicas, quien se ocupaba de que las obras se estrenaran y fueran un éxito. Sin Gregorio Martínez Sierra, su esposa María es muy probable que no hubiera podido vivir de la literatura. El caso es extraño, ciertamente, pero la colaboración funcionaba tan bien que a ninguno le interesó romperla cuando el matrimonio dejó de funcionar.
            Los problemas de plagio tienen también mucho morbo, sobre todo cuando se convierten en armas arrojadizas para desacreditar a alguien. Pero la gran literatura siempre ha utilizado materiales ajenos, no sería verdaderamente grande si no se alimentara de la literatura anterior. Los ladrillos con los que se construye una obra propia no siempre son propios. En arte, apropiarse de lo ajeno para hacer algo distinto es muy habitual. Otra cosa es que, si la obra produce dinero, esté debe repartirse equitativamente entre todos los que han colaborado, aunque sea involuntaria y mínimamente, en ella.
            A mí siempre me ha gustado incluir en lo que escribo fragmentos de otros autores, unas veces indicándolo y otras no, unas veces dándoles la vuelta y otras copiándolos tal cual. Siempre recuerdo que José Camón Aznar, acusando recibo de mi primer libro, Marineros perdidos en los puertos, lo elogiaba y decía que en él había versos dignos del mejor Góngora. El verso que citaba para ejemplificarlo era, efectivamente, de Góngora. Yo lo había incluido entre los míos sin subrayarlo, como era bastante frecuente en aquellos años novísimos.
            Si yo fuera ministro, cómo iba a disfrutar el periodismo cavernario encontrándome plagios, material ajeno reciclado con y sin comillas. Pero nunca seré ministro y nunca interesarán a nadie mis triquiñuelas literarias. La intertextualidad en la obra literaria de José Luis García Martínpodría ser el título de una tesis doctoral de más de mil páginas. Hasta mis confesiones más íntimas a veces están copiadas de un poeta chino o de François Mauriac.
            Si yo entremezclo en mis textos tantos textos ajenos es para dar trabajo a los eruditos del futuro, pero me temo que ellos tendrán otras cosas en qué ocuparse. Una frustración más que añadir a mi currículum. Como la de que a nadie se le ocurra plagiarme, ahora que la actividad está tan de modo. En cuarenta años que llevo publicando, solo una vez lo hicieron y encima tuvieron la amabilidad de pedirme antes permiso. Allá por 1977 o 78. me llamó Fernando Ortiz, a quien había enviado mi tesina de licenciatura, y me dijo: “Me acaban de pedir de La Estafeta Literaria un artículo de conjunto sobre la poesía de Caballero Bonald; lo piden con cierta urgencia y ahora no tengo tiempo de hacerlo. ¿Te importa que arregle un poco las páginas que tú le dedicas? Es más o menos lo que yo pienso”.  “Encantado. Un honor”, respondí de inmediato, aunque la tesina, que sirvió de base para mi tesis doctoral, estaba inédita. Un homenaje semejante no se ha vuelto a repetir.


Viernes, 12 de octubre
DESDÉN

No debería decirlo, pero ya se sabe que me paso la vida diciendo cosas que no debería decir. Yo siempre he despreciado un poco a los escritores profesionales, a los que se presentan a premios o becas, a los que publican un libro y han de ir vendiéndolo, como los charlatanes de feria, de librería en librería o de centro comercial en centro comercial.
            ¿De dónde le viene al niño menesteroso que fui ese aristocrático desdén? Para mí, la literatura es un regalo que la humanidad se hace a sí misma a través de los escritores, no tiene precio, no puede ser un medio de vida. Ya sé que eso vale sobre todo para la poesía; no para la novela, que cuando es de género –Falcós, Templarios o Catedrales del Mar– puede ser un oficio como otro cualquiera.
            También yo, involuntariamente, he ganado un poco de dinero con la literatura, pero siempre he creído que mi obligación era devolvérselo de inmediato.


Revelación de secretos: Rojo es rojo

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Sábado, 13 de octubre
FALSOS CULPABLES

Abro al azar un libro que compré el domingo pasado en el mercadillo del Fontán: “El día 22 de octubre de 1945 se descubrió el cadáver de un leñador llamado Mario Pascual”. Yo conozco esa historia, pero según mis noticias ocurrió algunos años antes. Me la contó el nieto de quien fue condenado por el crimen.
            El cadáver tenía una cuchillada en el cuello y la cabeza aplastada por una piedra. En el barro de alrededor, había huellas de unos zuecos con suelas de goma. Las sospechas se centraron de inmediato en otro leñador con el que algunos vecinos dijeron que le había visto discutir: un español, de carácter hosco, hombre de pocos amigos. Se le interrogó, incurrió en múltiples contradicciones, nadie dudó de que fuera culpable. Su calzado se correspondía con las huellas, en su camisa había manchas de sangre. Dijo que procedía de un cordero que había sacrificado clandestinamente (trapicheaba en el mercado negro), pero pronto se descubrió que era en parte humana. Afirmó entonces que también había ayudado a un compañero herido. No se le creyó. Se le condenó a trabajos forzados y cadena perpetua.
            Ramón Solera fue compañero mío en los dos primeros años de la Facultad, los comunes, luego marchó a Madrid a estudiar una especialidad que no se impartía en Oviedo y dejé de verle. Le interesaba la filosofía y charlamos muchas veces, después de las clases de Gustavo Bueno, que no acabábamos de entender del todo, en el Cundo, donde a veces coincidíamos con algún catedrático pasado de alcohol.
            Me contó la historia de su abuelo analfabeto, condenado a cadena perpetua por un crimen que no había cometido. En clase de literatura, había salido a relucir el caso Dreyfus, y ese fue el pretexto.
            La historia que me contó mi amigo la encuentro ahora, más de cuarenta años después, en el libro de René Floriot Los errores judiciales, que ya estaba publicado entonces, pero que probablemente mi amigo no conocía.
            El condenado a trabajos forzados no dejó ni un momento de proclamar su inocencia. En prisión, donde la norma es que los culpables se declaran inocentes, a él cosa rara todos le creyeron. Dejaba una mujer enferma y un niño pequeño. Como era analfabeto, sus compañeros se ofrecieron a escribirles cartas de súplica a las autoridades judiciales y también al propio ministro de Justicia.
            Y el azar quiso que una de esas cartas fuera a parar al fiscal general del tribunal de apelación de Angers. Le llamó la atención el apellido, que era el mismo que el de un compañero suyo en la guerra del 14, al que le unía una gran amistad, que había muerto en sus brazos. Ese azar, esa casualidad, tuvo importantes consecuencias. Pidió que le entregaran el sumario y le llamó la atención lo débil de las pruebas. No se había determinado, por ejemplo, el grupo sanguíneo del leñador asesinado, por lo que no se pudo comprobar si coincidía o no con el de la sangre que aparecía en la camisa del acusado. Decidió ir a ver a Solera acompañado de un comisario de policía. Lo primero que le preguntó fue si tenía alguna relación de parentesco con el soldado muerto en la Gran Guerra. No tenía ninguna.
            Al fiscal le sorprendió que en la cárcel todo el mundo, sus compañeros, el capellán, los funcionarios que le trataban, estuvieran convencidos de la inocencia de Solera. Ordenó entonces una nueva investigación para encontrar algún dato que permitiera revisar el caso. Volvió a interrogar a los que habían declarado que conocían la animadversión de Solera hacia el leñador asesinado. No dudaron en desdecirse, o en afirmar que no estaba tan clara, o que habían dicho lo que la policía quería que dijeran, para cerrar pronto el caso, porque se trataba de un pobre español analfabeto.
            Descubrió también que había otros sospechosos, dejados de lado: un cazador furtivo que había sido visto por los alrededores; otro leñador que compartía amante con el muerto y que se había suicidado poco después de que se condenara a Solera. Se le había condenado por las huellas de pasos y por la camisa ensangrentada, pero todos los leñadores llevaban el mismo tipo de calzado y las huellas de sangre no podían proceder de Pascual. El médico forense había dicho que le habían dado un tajo en el cuello y luego le habían aplastado la cabeza. En realidad, había ocurrido al revés. Al ser la cuchilla “post mortem”, no había producido hemorragia ninguna, no podía haber manchado la camisa del asesino.
            Como Dreyfus, el abuelo de mi amigo fu solemnemente rehabilitado. Su abogado, Jean Rozier, del colegio de Burdeos, consiguió que le dieran una indemnización de ocho millones de francos antiguos.
            ––Poca cosa, pero permitió que el hijo de un pobre español analfabeto, mi padre, estudiara medicina. Ya ejerciendo fue a ver al médico forense que, con su apresurado y chapucero informe, había propiciado la condena de un inocente. Pensó decirle quién era, pero para qué, pensó, qué arreglaba con eso. Además aquel viejo doctor sintió de inmediato simpatía por el joven médico y le invitó repetidas veces a comer. Mi padre dudó bastante, pero acabó aceptando. En esa primera comida, luego habría muchas en común, conoció a una joven tímida, la hija más joven del doctor, mi madre.
            Qué folletinesca la vida. Ahora un libro sobre Los errores judiciales me trae a la memoria la historia que me contó mi amigo, y que yo había olvidado. Fue allá por el 73 o el 74. Poco después, tendría yo ocasión de experimentar en carne propia lo que son los errores judiciales. Pero esa otra historia.


Domingo, 14 de octubre
NO PRESUMAS TANTO

A veces pienso que tengo todos los defectos del mundo, salvo el de la hipocresía. “No presumas tanto –me replica alguien que me conoce bien–. Te falta alguno más”.
            A veces pienso que solo tengo uno, pero que es el peor de todos, el de creerse superior a los demás”.


Lunes, 15 de octubre
CONSEJOS DE PRÍNCIPE HEREDERO

Tuve una pesadilla. Un periodista entra en el consulado de su país para realizar unos trámites que le permitan contraer matrimonio y allí es detenido, interrogado, torturado, descuartizado, sacado en trozos en dos coches del cuerpo diplomático.
            Pero esta no es la pesadilla. Tampoco que el periodista activara su reloj inteligente al entrar en el consulado saudí en Estambul y que toda esa siniestra ceremonia fuera grabada por su teléfono, a disposición de los investigadores.
            Tampoco que el rey Salmán, tras la llamada de Trump, se entrevistara con el príncipe heredero, un poco asustado: “Hijo mío querido, creo que esta vez te has pasado un poco”, “De ninguna manera, papá. Ya sabes que quien paga manda y a la mayor parte de los mandamases de esos países que protestan los tenemos en nómina, de una u otra manera. Pero como dependen de las elecciones, no como nosotros, para contentarlos he ordenado que detengan a tres o cuatro agentes del servicio secreto, que los torturen, que confiesen que han sido ellos por motivos personales los que mataron al periodista, y asunto solucionado. Y no tendrán más remedio que creérselo, o hacer como que se lo creen, que viene a ser lo mismo. Ya lo verás, papaíto”.
            La pesadilla fue que cuando España amenazó con tomar represalias por ese crimen, quien había encargado la ejecución, el hombre fuerte del país, el príncipe heredero, soltaba una carcajada.
            ––¿Represalias? Sí, como con las bombas. Chasco yo los dedos y tengo a unos miles de obreros andaluces en huelga y manifestándose para que no hagan nada que pueda enfadarme y hacerme retirar los barquitos que estoy construyendo allí. Ahora hay elecciones en Andalucía. Ya convencerá la presidenta Díaz al presidente Sánchez de que no es el mejor momento para andarse con escrúpulos de moralidad.
            Pero no fue eso lo peor de la pesadilla. El sátrapa saudí volvía a España y en ella era recibido como en Bienvenido, mister Marshall, con cánticos y en hedor de multitudes. Y le agasajaban en el Palacio Real, como la última vez. Y en un momento de mi sueño-pesadilla se acercaba al jefe del Estado español y le susurraba al oído:
            ––Primo, creo que tenéis un problemilla con no sé qué súbditos díscolos. Pues ya sabéis el remedio. Mano de santo. Con la ventaja además, en vuestro augusto caso, de que España es una democracia sabia, no como otras, y al jefe del Estado le ha puesto al margen de la ley. ¡Ya quisiera Trump, perro ladrador pero poco mordedor, que la Constitución de su país le permitiera estar al margen de los tribunales tanto por sus actividades públicas como por las privadas, según fue el caso de vuestro augusto padre, el mejor amigo de mi país, y es el vuestro, de acuerdo con los más reputados catedráticos de Derecho Constitucional!
            (Me desperté bañado en sudor y todavía durante mucho rato, no sé si dormido o despierto, seguí escuchando la risa del príncipe y los alaridos del periodista mientras le iban destrozando los dedos uno a uno.)

Miércoles, 17 de octubre
COSAS DE POETAS

––Creo que no valoras mucho mi poesía –me dice César Iglesias en el Vetusta–, porque nunca te has metido con ella.
            ––Hombre, tampoco me he metido nunca con Jorge Manrique –le respondo.
            (Pero la verdad es que yo solo me meto con los poetas que juegan en primera división.)

Jueves, 18 de octubre
SIN TEMOR

Cuando camino por la calle, siempre me fijo en la publicidad. “Rojo es rojo. No es rosa después de treinta lavados. Lava sin temor”, leo en una parada de autobús.
            Sonrío y de inmediato lo convierto en otro tipo de cartel: “Rojo es rojo. No es rosa después de tres meses de gobierno. Gobierna sin temor”.


Viernes, 19 de octubre
ADIÓS A TODO ESO

Como en la fábula de la zorra y las uvas, repito que me alegro de no estar invitado, como durante tantos años, a la entrega de los premios Princesa de Asturias: así no tengo que ponerme corbata ni que llegar tarde a la tertulia.
            Pero la verdad es que me fastidia un poco. Lo pasaba bien cotilleando con Rosa Navarro Durán y otros buenos amigos durante la comida del Reconquista y luego escuchando los discursos en el Campoamor (siempre el más largo y didáctico, y a menudo también el mejor, era el del príncipe, ahora rey). 
            El año pasado no tuve más remedio que rechazar la invitación, por razones de conciencia. Resultó muy provechosa la etapa en que formé parte del jurado y añoraré sus debates, a veces bastante ásperos, sus intrigas y sus buenos momentos, primero con Graciano García, todo espontaneidad y pasión poética, como director, luego con Teresa Sanjurjo, más diplomática, pero no menos inteligente ni cordial.
            Como soy un ser humano, aunque haya quien lo dude, tengo mis contradicciones. Nunca fui partidario de la monarquía, pero siempre apoyé a Felipe de Borbón. Hasta que, en un momento crucial de la historia de España, me pareció que dejaba de ser parte de la solución para ser parte del problema. Nada me gustaría más –sigue contando con todas mis simpatías– que estar equivocado.  


Revelación de secretos: Historia universal de la infamia

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Sábado, 20 de octubre
AQUÍ NO PASA

El periodismo miente, pero no engaña. Leo –Margot Cottens en la portada– una revista popular en la España de Franco, Ondas. Es de abril de 1957 y comienza con un reportaje sensacionalista.
            “Se venden hijos a precios populares. El mercado negro de niños en Estados Unidos”, leemos en el titular. Y en la entradilla: “Este deshonesto comercio, desdichadamente bastante difundido en América, produce sumas enormes: por un niño de ojos azules, se llegan a pagar hasta siete millones de liras”.
            Al autor del reportaje, lo que le preocupa de ese comercio es que los compradores puedan ser estafados: “En treinta y cuatro Estados no es ir contra la ley vender a un niño. Tan solo en estos últimos años, las autoridades americanas han empezado a tomar en consideración proyectos de ley con penas muy duras para los que hacen esta clase de comercio. Los riesgos, en esta transición, están todos de parte del que compra: un recién nacido, por ejemplo, puede estar tarado por un mal hereditario, puede ser ciego y epiléptico, se han dado muchos casos, y no hay ninguna ley que pueda obligar al vendedor a restituir el dinero por fraude en el negocio”.
            Estas cosas escribía un periodista italiano, Guino Gullace, hablando de la adopción de niños, en una revista española. Claro que semejante comercio sin garantías solo podía ocurrir en las decadentes democracias. Aquí la situación era muy distinta. Y por si alguien no había caído en la cuenta, se inserta la fotografía de una niña abrazando a un osito de peluche con el siguiente pie: “En España no ocurre el grandioso drama del mercado negro de niños. En nuestros centros benéficos, los niños son atendidos maravillosamente y, claro está, son felices”.
            En España no se vendían niños (aunque también se vendieran), solo se robaban a las malas madres (rojas o solteras) para dárselos a las buenas familias que vivían de acuerdo con las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia.
            El periodismo miente, el de entonces y el de ahora, pero no engaña –como ese troll parlamentario que atiende al nombre de Pablo Casado– más que a quien quiere dejarse engañar.


Domingo, 21 de octubre
TRES ERRORES

“Día en que no cometes al menos tres errores es día perdido”, leo en un viejo cuaderno chino.
            Pues, si eso es así, muy pocos de mis días pueden considerarse días perdidos.


Martes, 23 de octubre
BRAVO, ERDOGAN

La denostada Turquía, el país que no cumple los estándares democráticos que le permitan formar parte de la exquisita Unión Europea, la república laica que se está islamizando a marchas forzadas, nos ha dado una lección.
            ¿Qué habría ocurrido si el asesinato de Jamal Khashoggi hubiera ocurrido, no en el consulado de Estambul, sino en la embajada saudí en Madrid, Londres, París, Roma o Berlín? Pues que nos habríamos creído –habríamos fingido creernos– las explicaciones de Arabia Saudí: el periodista, tras salir por su propio pie del recinto diplomático, estaría en paradero desconocido.
            Pero Erdogan, el denostado Erdogan, vio desde el primer momento que esta era la ocasión de lavar su imagen, de dar una lección de democracia y respeto a los derechos humanos  a quienes se pasan la vida dándole lecciones a él.
            Ahora la Unión Europea no puede mirar para otro lado y dedicarse a su deporte favorito, practicar el bullying con Venezuela mientras hace buenos negocios con la venta de armas a sanguinosas dictaduras.
            –-Nada nuevo, Martín, nada nuevo. Cuando Churchill y Roosevelt tomaban el té, comían caviar y con Stalin se repartían Europa en Yalta, ya habían ocurrido las más feroces purgas y millones de rusos se pudrían en el gulag.
            ––Pero lo de esta vez es demasiado. Ha habido un exceso de confianza en las tragaderas democráticas de occidente. Yo creo que o el príncipe ensangrentado se retira o peligran los buenos negocios del país.
            ––Qué ingenuo eres, Martín. Otros buenos negocios son los que peligran, no los suyos. ¿Recuerdas quién hizo de intermediario en todos los intercambios comerciales entre España y Arabia, incluido el mayor de todos, el del Ave a la Meca? Exacto, el amante de Corina, según contaban laudatoriamente todos los periódicos. Pero no es necesario que el príncipe descuartizador amenace con tirar de la manta en ese asunto. En España, los trabajadores de Navantia le sacarán las castañas del fuego al principito. Y en los demás países,  razones de Estado semejantes. En pocos meses se habrá olvidado todo y veremos al benemérito Mohamed ben Salmán paseándose por las capitales del mundo, siendo recibido por jefes de Estado y de gobierno, incluso aspirando quizá –cuando acabe con los yemeníes gracias a esas bombas cuya milimétrica precisión láser fue alababa por el ministro Borrell– al premio Nobel de la Paz. El dinero no huele, pecunia non olet, como decía el emperador Vespasiano a quienes criticaban su impuesto sobre las cloacas. La sangre dejará rastro en las paredes del consulado donde descuartizaron al periodista (hay quien dice que retransmitieron la ejecución en directo), pero ni el más sofisticada instrumental podrá encontrar la menor salpicadura en los dólares que los negocios saudíes permiten ganar a unos pocos privilegiados (y con los que se pagan tantos sueldos de currantes anónimos).
            ––¿Y no podemos hacer nada? Es como si Pablo Escobar creara la Fundación Escobar, a la manera de la fundación March, y por eso tuviéramos que perdonarle todos sus crímenes.
            –-No podemos hacer nada, nada, nada. Y tú ten cuidado con lo que escribes, no vayas a molestar al principito o a los que hacen negocios con él, que ya sabes cómo se las gastan.


Miércoles, 24 de octubre
BATALLITAS

Los viejos siempre andan contando batallitas de cuando eran jóvenes. Yo he comenzado a hacerlo, señal de que la edad no perdona a nadie. ¿Cómo era la iniciación en la vida literaria antes de Internet?, me preguntan en la presentación gijonesa de Anáfora.
            Y yo recuerdo los tiempos de Poesía española, la revista que dirigía José García Nieto, y que yo compraba, a principios de los setenta, en la librería Santa Teresa. En los márgenes, de distinto color, publicaba críticas de libros y noticia de las otras revistas de poesía que se publicaban en España. Yo les pedía un número de muestra contra reembolso, muchas me lo enviaban gratis, y luego me suscribía a las más interesantes. Solo después de conocer la revista me atrevía a mandar mi colaboración. Recuerdo bien que el primer poema apareció en Caracola, de Málaga, allá por 1971. Y me hizo ilusión saber luego –cuando leí el estudio de Fanny Rubio sobre las revistas de posguerra– que en ella habían colaborado Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda y que en el grupo inicial de los fundadores estaba María Victoria Atencia.
            También publiqué en Álamo, la elegante revista salmantina que dirigía Juan Ruiz Peña, un poeta jerezano, becqueriano y juanramoniano que cultivaba también el aforismo y había creado un heterónimo, Verecundo Abisbal. Casi nunca firmaba entonces como José Luis García Martín, que más que un nombre propio me parecía un nombre común.
            Ya me dedico a contar batallitas, como la gente de mi edad. Mala cosa. Pero aún no me considero un superviviente de otros tiempos en un mundo que no acabo de entender. No soy de esas personas para las que el siglo pasado sigue siendo el siglo XIX.
            No soy el que fui en aquellos heroicos setenta y aturdidos ochenta, soy solo su heredero. Y me escucho evocar viejos tiempos con curiosidad (siempre me ha interesado la historia), pero me aburro pronto. Mi tiempo sigue siendo este tiempo, el tenebroso, fascinante, adolescente siglo XXI.
            La historia, la mía y la del mundo, es una novela por entregas llena de intriga y de golpes de efecto y cuyo último capítulo es siempre el más apasionante.


Jueves, 25 de octubre
HEREJES

Asisto a la presentación que Xaime Martínez hace de Fruela Fernández en la librería Cervantes. Los dos comenzaron a ir por la tertulia cuando tenían dieciséis o diecisiete años y los dos me parecieron geniales.
            Fruela dejó de ir pronto, porque se fue a estudiar fuera y porque en seguida, tras la publicación de su primer libro, Círculos, que yo presenté en 2001, creyó encontrar mejores apoyos en Manuel Borrás, el editor de Pre-Textos, en Luis Antonio de Villena, que lo incluyó en sus antologías, o en los poetas que organizaban ese macrofestival cordobés (siempre con algún Nobel incluido) que se llama Cosmopoética.
            Aunque no volvió a publicar ningún libro hasta 2013 (sí espléndidas traducciones), en todos los recuentos de poesía joven figuraba su nombre. Tardó en volver a la poesía y cuando volvió lo hizo con una poesía áspera en la que entrevera el español y el asturiano, que a mí me interesó muy poco.
            Escucho ahora sus divagaciones político-poéticas y la lectura de los poemas de La familia socialista y sigo sin encontrarle demasiado interés a una especie de memorias de infancia en una familia socialista de las Cuencas, escritas en un verso entrecortado y pedregoso.
            ¿Soy justo al pensar así? Probablemente no. Tras un espléndido y prometedor primer libro, Fruela Fernández calló poéticamente (aunque siguió figurando literariamente) y luego prefirió seguir una poética con la que yo no sintonizo.
            Quizá sea así, pero yo no puedo dejar de pensar que abandonó demasiado pronto la nave nodriza, que si hubiera seguido un poco más de tiempo en la tertulia habría salido al ancho mundo algo mejor pertrechado conceptualmente.
            Al salir de la librería, como sé que no le va a molestar demasiado –él piensa que quien se quedó anquilosado en una estética provinciana soy yo–, le digo: “Tú ya no tienes remedio, pero para Xaime todavía hay salvación”.
            Tengo mis dudas. Entre un fervor asturiano mal entendido, la perorata a lo Manuel Vilas y la cátedra Feijoo, puede acabar igualmente estrellado. Y eso me preocupa, soy así de paternalista.


Viernes, 26 de octubre
UNA IMAGEN

Para la historia universal de la infamia quede la imagen que han publicado en primera página casi todos los diarios: con gesto serio, un adolescente da la mano al hombre que ha mandado asesinar a su padre.
            Vive en Arabia Saudí, el país preferido por los inversores para hacer buenos negocios, y allí se andan con pocas bromas: o acudía a la audiencia con el rey y el príncipe heredero para recibir el pésame o a él y al resto de su familia le ocurriría lo que al periodista díscolo.
            ¿Podrá alguna vez contar lo que sentía cuando apretaba su mano esa otra mano chorreante de vísceras y sangre?



Revelación de secretos: Con las primeras nieves

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Domingo, 28 de octubre
SE HA ESCRITO UN CRIMEN

Tras las fatigosas curvas de la carretera que ascendía desde Cervera del Pisuerga, apareció el parador. De arquitectura impersonal, no me dio una impresión demasiado buena. “Parece el hotel de El resplandor”, dije.
            Luces mortecinas, que impedían leer en las habitaciones y casi en cualquier otro lugar, algunas familias con niños, empleados con porte de funcionarios franquistas.
            Había comenzado a nevar, no apetecía salir a dar una vuelta. Tardé en dormirme, pero luego tuve un sueño angustiosamente entretenido. Quedábamos aislados por la nieve, se cortaba la luz, no había cobertura en los móviles y el hotel aquel de los tiempos de pretencioso desarrollismo se convertía en el escenario perfecto para un episodio de Se ha escrito un crimen. Una de las participantes en la excursión del Círculo de Valdediós –una avispada profesora de latín, casi centeraria– resultaba ser Angela Lansbury y nos reunía a todos en el salón para averiguar quien había asesinado al director del Círculo. Todas las pistas apuntaban hacía mí: me habían visto discutir con él pocas horas antes. Había un juez entre los excursionistas y en el sueño decía: “Es una suerte que Bolsonaro haya restaurado la pena de muerte”.
            Me desperté sudoroso. A la la hora de siempre, pero una hora antes por el cambio horario. Me asomé al balcón: todo estaba cubierto de nieve, como en el sueño. Afortunadamente no se había cortado la luz. Me vestí y bajé a desayunar. El salón de desayunos estaba cerrado y el hotel parecía desierto: no me encontré con ningún huésped en los largos pasillos, tampoco en la cafetería, Ni siquiera había nadie en recepción. Subí a ponerme ropa de más abrigo y salí a dar una vuelta. Caminar solitario bajo la leve nieve que seguía cayendo, rodeado de altas montañas, sin nadie a la vista, era una experiencia nueva para mí. No caminé mucho, pero lo suficiente para perder de vista el hotel. Me sentí entonces como el protagonista de una de las novelas de Jack London que leía en la adolescencia o de los cuentos de lobos que me contaban en mi infancia extremeña. Incluso creí reconocer huellas de oso.
            A lo lejos, apareció una negra silueta que se fue acercando poco a poco. Cuando estaba más cerca, creí reconocerla. Y tuve miedo, un miedo irracional. El pasado jueves, en la librería Cervantes,Fruela Fernández había recordado la presentación de su primer libro, ganados del premio Asturias Joven. En el último momento, los organizadores del concurso, me pidieron que presentara también a los otros ganadores. Dije que sí antes de leerlos. La novela premiada me pareció un bodrio. No debía haberla leído, solo hojeado, que es el método mejor para hacer una buena presentación o una reseña de las que gustan tanto a editores y autores.
            Cometí el error de leerla, ya digo, y aunque traté de ser amable no fui capaz de ocultar del todo mi verdadera impresión. El autor me interrumpió, dijo que yo no sabía de qué hablaba, que su próxima novela iba a salir en Alfaguara y que su agente le había dicho que estaba a punto de ganar el Planeta. Pensé que era una dolida fanfarronada, pero no. Publicó luego varios best selleren Alfaguara protagonizados por un detective que combate en la División Azul. Algunas de esas historias fueron llevadas al cine.
            Creí que tanto éxito le habría hecho olvidarse de mí, el crítico provinciano que no se entera de nada. Pero un amigo, José Luis Piquero,  se lo encontró  en los Encuentros de Pravia y me advirtió: “Ándate con cuidado, te odia a muerte. Yo que tú procuraría no encontrármelo en un camino solitario”.
            Y ahora se acercaba a mí en medio de la nieve, como en uno de los parajes rusos en que sitúa sus novelas. ¿Quién iba a oír mis gritos si decidía tomarse venganza?
            Pero paso muy cerca de mí, casi empujándome provocativamente, me miró con rencor y siguió su camino. Lo encontré en el hotel, desayudando al otro extremo del hotel, y entonces pensé que quizá no era el afamado novelista con buenas razones para detestarme. Pero su cara me resultaba vagamente familiar. Seguro que era poeta, seguro que había ganado muchos premios literarios, seguro que yo había aludido a él despectivamente alguna vez o, peor aún, que no le había mencionado jamás.
            Cuando el autocar se puso en marcha lentamente en medio de la nieve, camino de Aguilar de Campoo y Las edades del hombre, me alegré de dejar atrás aquel hotel que parecía preparado para rodar una nueva versión de El resplandor protagonizada por Manuel Fraga.


Lunes, 29 de octubre
ENCENDIDA ENCARNADURA

En Moarves de Ojeda me sorprende como una aparición, al darle la vuelta a su iglesiuca románica –que parece una más de las tantas que hay en la comarca–, la “encendida encarnadura”  de una fachada que ya admiró a Unamuno cuando pasó por aquí el día de San Juan de 1934. Venía, como yo, de Cervera del Pisuerga y de admirar “el espléndido panorama de los picos de Europa, bosques al pie y cumbres veteadas de nieve sobre las que pasa la sombra de las nubes”.
            Un Pantocrátor con elegantes bigotes y disfraz de caballero medieval nos bendice rodeado de símbolos –ángel, águila, león y toro–, los apóstoles escoltándole a ambos lados. Muy serio, con los ojos cerrados, sonríe de pronto cuando, en la gélida mañana, el sol aparta las nubes y el mundo entero parece resplandecer.
            Enfrente, sobre la caediza fachada de un caserón, un escudo que lleva la fecha de 1614 proclama orgulloso: “De esta raíz los Calderones / descienden por recta ley / con la fe de los mayores / sirviendo a Dios y a su rey”.
            Martín Calderón son los apellidos de mi madre. ¿Desciendo yo también de este rincón repoblado por mozárabes? ¿Me mirarán mal mis mayores porque he olvidado su fe y ya no sirvo al rey más que por imperativo legal?


Martes, 30 de octubre
ARTE Y PARTE

“En los museos de arte contemporáneo, el arte suele irse con la música a otra parte”, me dice un amigo cuando le cuento mi visita al Centro Botín.
            La verdad es que a mí de los museos lo que más suele interesarme es el propio museo y sobre todo las ventanas. El Centro Botín no es una excepción. Su mejor colección es la colección de vistas  sobre la bahía, los jardines de Pereda y los tejados de la ciudad. Si yo viviera aquí, no me cansaría nunca de admirarlas con la cambiante luz.
            El resto me interesa menos. El arte es, en buena medida, cuestión de fe y yo soy bastante escéptico, no solo en lo que se refiere a la fe de mis mayores. En los museos, como en las galerías, las obras deberían llevar en la cartela, junto al nombre del autor y los datos técnicos, el precio aproximado en el mercado. Así sabríamos con claridad, si vamos con prisa, dónde tenemos que detenernos más tiempo.
            Yo me detengo en las ingeniosas estructuras paseables de Cristina Iglesias. Todo arte es conceptual, como el mural de Sol LeWitt. Tiene más que ver con la ocurrencia, que es cosa del artista, que con la realización material, que puede estar a cargo de otros.
            Una mirada que piensa, una imaginación que razona. Eso es el arte. Cristina Iglesias traza unas líneas sobre un papel, dobla cartones, hace fotos. Luego en el taller, eficaces técnicos harán realidad estas celosías colgantes, estos laberintos que se abren y cierran sobre nosotros, estas broncíneas cortezas de árboles que se retuercen sobre sí mismas, estos herméticos cubos de cristal verde donde nos aguarda el murmullo del agua.
            Un mural de Sol LeWtt no es más que un dibujo sobre un papel y un conjunto de instrucciones, como la partitura de una pieza musical. Uno y otra se pueden hacer realidad tantas veces como se quiera.
            El mural que ahora veo aquí, a la entrada de la primera planta del museo, compitiendo vanamente con un gran ventanal, antes estuvo en el escenario del salón de actos. Cuando el director del museo decida, pintarán de blanco la pared parte, y el mural se irá con sus geometrías y sus colores planos a otra parte, o a ninguna parte, a dormir en los papeles hasta que una mano amiga le diga “levántate y anda”.
            Todo arte es así, “cosa mentale”, como decía Leonardo da Vinci. ¿En cuantos lugares me he encontrado yo El Pensador de Rodin? Recuerdo ahora la plaza de los Dos Congresos, en Buenos Aires, y los jardines de la Universidad de Columbia, en Nueva York. Y qué sorpresa la mía al tropezarme con La Maternidad de Botero, que yo creía exclusiva de la ovetense plaza de la Escandalera, en el parque Eduardo VII de Lisboa disfrutando de la vista de la Avenida de la Libertad, como un turista cualquiera..
            La obra original y única no es más que fetichismo, superstición del mercado para encarecer el producto. Eso resulta evidente en el caso de la fotografía. De cualquier fotografía se pueden obtener infinitas copias y la última no tiene menor calidad que la primera, o que las tres o cuatro primeras, que son las que firma el artista y tienen valor de original.
            Con la escultura pasa lo mismo. Hecho un molde, hecho un ciento de obras de arte que valen todas –la primera y la última– lo que vale ese molde, aunque no cuesten lo mismo.
            De la arquitectura no hace falta decir nada. Ahí está el caso de Calatrava, que vende llamativas maquetas –más esculturas que edificios– y que se desentiende por completo de la realización práctica de sus obras.
            ––Pero eso que dices no vale para el gran arte”, me replica mi amigo José Cereijo–. Las Meninas no se pueden pintar en cualquier parte, una reproducción de Las Meninas nunca equivaldrá a Las Meninas.
            ––No estoy yo tan seguro. En el refectorio del convento de San Giorgio, en Venecia, estaban Las bodas de Caná, de Veronesse, hasta que los soldados de Napoleón partieron en dos trozos y se llevaron al Louvre. Ahora ha vuelto a su lugar original si sin moverse de París. Una empersa española, Factum Arte, ha escaneado el original y lo ha reproducido tal cual, incluso con las imperfecciones del paso del tiempo. No hay ninguna diferencia, ni de tamaño ni de matices de color, entre la reproducción y el original. Si Veronesse tuviera que elegir entre uno y otro, seguro que la copia le parecería más próxima a lo que él pintó –entre otras cosas porque está en el lugar en que fue pintada–  que el original. Cuanquier museo que la quisiera, y estuviera dispuesto a pagar por ella, podría tener Las Meninas, como puede tener un mural de Sol LeWitt. Por otra parte, ya los museos están llenos de originales que no son más que copias hechas por algún discípulo en el taller del maestro. Arte es lo que se expone en los museos de arte. Y su valor, como la de cualquier otra mercancía, tiene que ver con la ley de la oferta y la demanda. Los herederos de Picasso, un artista de producción casi industrial, tienen mucho cuidado de sacar poco a poco sus obras al mercado para que no bajen de precio.


Miércoles, 31 de octubre
UN LUJO

Paso por el notario y en un cuarto de hora despacho el trámite. No creí que fuera tan sencillo. Sonrío al pensar que es noche de Halloween, víspera del día de difuntos. La verdad es que he escogido una fecha muy apropiada para hacer testamento. Siempre pensé que sería algo deprimente, pero todo lo contrario. Salgo tranquilo y feliz. Ya mis libros y papeles no acabarán en ningún mercadillo ni mis obras dependerán del capricho de los herederos (me aterraba que pudieran caer en manos alocadas como las de cierta viuda).
            La verdad es que, aparte del piso en que vivo (el único que he tenido de mi propiedad), los libros que me acompañan y los libros que he escrito, de poca fortuna más puedo disponer.
            Medio siglo de trabajo, una vida monacal y ni pingües ahorros ni otro patrimonio que el legado a la Fundación. Alguien dirá que soy un pésimo administrador. Yo pienso todo lo contrario. Llegar a la última o penúltima vuelta del camino sin haber despilfarrado un solo euro y sin un euro más de lo que necesito para vivir, y necesito más bien poco, es un lujo que no todos pueden permitirse.
           

Jueves, 1 de noviembre
PARECE QUE ESTOY SOLO

“Parece que estoy solo, pero llevo conmigo un mundo de fantasmas”, escribió Gastón Baquero.
            ¿Y quién no? Hace siglos que los muertos son más que los vivos. Es difícil dar un paso sin que nos los tropecemos. Unos duelen, otros asustan, todos acompañan. Qué poca cosa sería el mundo sin ellos.


Viernes, 2 de noviembre
NOSTALGIA DE OTRAS VIDAS

Paso un momento por el piso, tan lleno de amor y cachivaches, de mi ahijado Martín y qué gris y fría me parece luego mi casa, toda libros y papeles. No es un hogar, es solo la sede de una Fundación.

Revelación de secretos: Yo, antisistema

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Sábado, 3 de noviembre
LA PAREJA DEL PERA PALACE

A veces la vida imita a las malas novelas de intriga. Estaba yo, el verano pasado, tomando un café en la terraza del Pera Palace, en Estambul, el hotel donde dicen que Agatha Christie comenzó a escribir Asesinato en el Orient Express, cuando llamó mi atención una pareja de una mesa cercana. No eran demasiado jóvenes, pero eran altos, rubios, bronceados, de cuerpo esbelto y acostumbrado al deporte. Las pocas palabras que de su conversación llegaron hasta mí me descubrieron que eran argentinos, de los que tienen su fortuna en dólares y están al margen de los vaivenes económicos de su país.  Yo me entretuve observándoles disimuladamente.
            Al día siguiente, visitando San Salvador de Chora, me encontré con la mujer, que admiraba sola los mosaicos. Unos días después, leyendo las noticias digitales del diario Clarín, supe que la esposa de un conocido empresario argentino –emparentado con el presidente Macri– había desaparecido en Estambul.
            La reconocí de inmediato en la fotografía. Y al marido en el avión, de vuelta a Madrid. Me tocó sentarme a su lado. “Creo que nos alojamos en el mismo hotel –le dije después de un saludo–. Me pareció verle alguna vez en el Pera Palace”. “Se equivoca usted; yo nunca he estado en ese hotel”. “Perdone, me pareció verle con su esposa; seguramente era alguien que se le parecía”.
            Se agitó inquieto en el asiento. Las casualidades no acabaron aquí. Antes de volver a Oviedo, me quedé una semana en Madrid y aproveché para visitar el Prado. Me encontré a la mujer desaparecida, o a alguien que se le aparecía mucho, como en Vériigo, la película de Hitchcock. La seguí discretamente por varias salas. Luego, cuando se detuvo largo rato ante un cuadro de Mantegna, La dormición de la Virgen, me atreví a dirigirle la palabra. “Es mi cuadro favorito. También lo era de Eugenio d’Ors”. Ella no pareció molesta por mi atrevimiento. “Yo tengo otras preferencias. Estaba pensando en mis cosas”, me dijo sonriente. Y yo: “Usted no se habrá dado cuenta, pero coincidimos hace poco ante los mosaicos de San Salvador de Chora, que a mí me gustaron más que los de Santa Sofía. Parece que la voy siguiendo”. Ella se sobresaltó entonces: “Pues a lo mejor lo hace. ¿No será usted un detective contratado por mi marido?”.
            Le expliqué quién era y ella pareció creerme. Tomamos algo en la cafetería del museo, hablamos de literatura, sobre todo de Borges y de Victoria Ocampo, con quien estaba lejanamente emparentada. No sé por qué no le mencioné que la había visto en el Pera Palace –muy bien acompañada, la imagen misma de la felicidad– ni que había leído la noticia de su desaparición. Leí también, no mucho tiempo después,  la de la aparición de su cadáver. Al despedirnos me cogió inesperadamente de la mano, me atrajo hacía sí y me dio un beso. Mientras yo me volvía para pagar al camarero, pareció esfumarse. Salí rápidamente tras ella, pero inútilmente.


Domingo, 4 de noviembre
YO, NOVELISTA

Llevó tiempo dándole vueltas a qué voy a hacer con las horas sobrantes cuando me jubilen. Se me ha ocurrido que podría dedicarme a escribir novelas, que es algo que entretiene mucho, bastante más que los haikus o los aforismos con los que me entretengo. Ya sé que he renegado muchas veces de ellas, pero no sería cualquier tipo de novelas. Nada de pretensiones de alta literatura, solo entretenidos enredos por el estilo de los de Pérez-Reverte, Julia Navarro o Javier Sierra, algo sencillito y muy masticadito, con abundante uso de la Wikepedia, mucha imaginación y una redacción no demasiado ramplona.
            De la fantasía medieval y de los templarios, paso. Yo prefiero el género cosmopolita, con hoteles de lujo en Belgrado o Venecia, enredos internacionales y amores apasionados, perversos  y clandestinos. Y ciertos elementos autobiográficos, por supuesto, aunque el personaje del autor sea muy secundario.
            Escribir quinientas o seiscientas páginas con su toque de intriga y erotismo, su protagonista seductor y un tanto canalla, seguro que me ayudaría a pasar las mañanas y a algunas personas les ayudaría luego a conciliar el sueño en las noches de invierno o a soportar el tedio playero del verano. También el tocho final daría mucho juego en los clubs de lectura, casi todos formados por atentas lectoras.
            Lo que no me apetecería nada es tener que dedicarme luego varios meses a la promoción. Ahora publico un libro y el día después ya lo he olvidado y estoy pensando en el siguiente para desesperación de los editores. Para mí el éxito sería que mis libros se vendieran solos o que otros se ocuparan de todos los aspectos de la comercialización. Y que con ellos ganara dinero el editor, no yo.
            Por eso quizá lo mejor es que me asocie a alguien con ambiciones literarias. Yo escribo –ser ghostwriter es una de mis vocaciones frustradas– y que luego firme algún famoso o famosa con ansia de reconocimiento literario, qué sé yo, Belén Esteban (aunque ella quizá siga prefiriendo a Boris Izaguirre), Alfonso Guerra (la acción pasaría de la Venecia de Visconti a la Alejandría de Cavafis) o incluso Dani Mateo, para que se vea que no es solo alguien que hace bromitas con lo más sagrado.
            Tampoco estaría mal escribir guiones para alguna serie televisiva. Nada de retorcidas y complicadas obras maestras, de esas que emulan a Shakespeare. Solo algo amablemente desasosegante, con sus calles de Nueva York, su toque de tensión sexual no resuelta, sus frases ingeniosas… Todavía cito a menudo la que comenzaba, voz en off, uno de los episodios de Remington Steele: “Como todos los enemigos mortales, comenzando siendo los mejores amigos”.  


Lunes, 5 de noviembre
AJUSTE DE CUENTAS

Mentiría si dijera que me molesta el resentido y algo venenoso prólogo que Juan Bonilla ha puesto a mi último libro. Detesto los prólogos en los que un escritor más o menos consagrado habla de otro menos conocido, o un amigo encomia hiperbólicamente al autor. Los detesto casi tanto como las vacuas presentaciones. Esos elogios obligados por la cortesía no se los cree nadie: los prólogos se los salta uno a las pocas líneas y en cuanto el presentador se alargan más de lo debido yo saco mi cuaderno y me pongo a escribir haikus o aforismos.
            Juan Bonilla disimuló un poco en la primera redacción del prólogo, pero dio la casualidad que por entonces apareció mi reseña de su último libro, que no le sentó nada bien (le habrá gustado más la que le dedicó Babelia el pasado sábado) y se desahogó escribiendo dos párrafos en los que decía lo que de verdad pensaba sobre mí.
            Ahora estoy seguro de que puede haber quien comience a leer Sin trampa ni cartón, la nueva entrega de mis peculiares Episodios nacionales, y no termine de leerlo (hay gente muy rara), pero no habrá nadie que comience a leer el prólogo vengativo de Juan Bonilla y no llegue hasta la última línea. No estamos acostumbrados a los ajustes de cuentas en un género más propicio a la neblinosa pamplina laudatoria.
            (Debo confesar que, si no me molesta ese desahogo de uno de mis escritores favoritos, no es porque yo sea masoquista, sino porque, muy cernudianamente, en esas diatribas veo solo “formas amargas del elogio”).


Martes, 6 de noviembre
LA QUE HAN ARMADO

Consulto el teléfono, como hago siempre que me aburro, mientras espero a un amigo y n sé si reír o llorar al leer la noticia: “El Supremo decide en un duro debate, 15 votos contra 13, que el cliente pague el impuesto a las hipotecas”. Traducción: el Supremo decide desdecirse a sí mismo para no molestar a los banqueros. Y eso en el mismo día en que Estrasburgo confirma lo que todos sabíamos, que Otegi no tuvo un juicio justo, que la jueza que le juzgó dio muestra de parcialidad con luz y taquígrafos y debería haber sido aceptada su recusación. Qué poco respeto parecen tener por la justicia muchos profesionales de la misma.
            Tampoco sabe uno si reír o llorar al escuchar a un conocido político, uno de nuestros aspirantes a Trump o a Bolsonaro (pero no me parece que dé la talla intelectual para ello) que hay que impedir a toda costa el indulto… a unos presos que aún no han sido condenados. ¿No es ofender a los miembros de un tribunal dar por sentado cuál va a ser la sentencia?
            ––A veces uno se avergüenza de ser español, me dice un amigo.
            ––Ah no, yo no me avergüenzo de ser español, me avergüenzo de ciertos españoles: el anterior jefe del Estado, por citar solo un ejemplo (también de todos sus aduladores); un tal Fernández Villa, ese aguerrido líder minero que ponía y quitaba presidentes en Asturias (a los que yo votaba, por cierto); algún que otro arzobispo. ..
            ––Pues ya me dirás tú cómo nos libramos de tanta mugre.
            ––Optimista por naturaleza, yo siempre repito con Antonio Machado: “El hoy es malo, pero el mañana es mío”. Y bien mirado no es tan malo: mejor ahora que la porquería sale a la superficie y no antes cuando nos creíamos los cuentos de la transición española, envidiada por todos. Parece que el apaño del 78 ha dado de sí todo lo que tenía que dar. Ahora ese régimen está en “finiquito diferido”, como diría nuestra ilustre machega. Intentarán diferirlo todo lo que puedan, pero ya no hay marchar atrás.
            ––Sobrevaloras a nuestros queridos compatriotas. Yo más bien creo que acabaremos añorando a esta imperfecta democracia cuando le dé la puntilla uno de los tres superpatriotas que compiten por hacerlo. Yo no sé quién será peor que lo consiga si el del máster regalado, el defensor de la guardia civil (pobres de nosotros si no supiera ella defenderse sola) o el discípulo predilecto del filósofo Gustavo Bueno, hoy por hoy el que tiene menos posibilidades.


Miércoles, 7 de noviembre
TONTERÍAS DE AUTOR

Leo “Libros bajo la hierba”, un artículo de Kirmen Uribe, sobre uno de mis rincones del mundo favoritos, la biblioteca neoyorquina de la Quinta Avenida y el parque que hay tras ella. A Kirmen Uribe se le dio mucho bombo con su primera novela, Bilbao-New York-Bilbao, que ganó el Premio Nacional de Narrativa y que le convirtió en una especie de sucesor de Bernardo Atxaga, en el representante oficial de la literatura vasca.
               A mí esa novela, que me interesó solo por el tema, me pareció una insignificante nadería. Ahora leo su artículo y sonrío. Resulta que, según nos cuenta, se intentó vaciar las estanterías que están bajo la sala de lectura de la Biblioteca Pública de Nueva York y llevar esos libros a un depósito de New Jersey para crear así “un gran punto de encuentro y de ocio”. Los lectores podrían consultar los libros en formato electrónico.
               Muchos escritores, y hasta el alcalde de la ciudad, se opusieron: “Aducían que el edificio central de la Biblioteca Pública de Nueva York es sobre todo un centro de investigación y que para ello era necesario que los libros permanecieran en su lugar original”.
               Qué tontería. ¿De verdad cree Kirmen Uribe que los tres millones de libros de esa biblioteca están almacenados en su maravilloso edificio principal? ¿Están los libros de la Biblioteca Nacional de España todos en el palacio de Recoletos? ¿No sabe que todas las grandes bibliotecas cuentan con depósitos auxiliares y que eso no impide que se puedan consultar sus fondos? ¿Por qué había de hacerlo? Basta con solicitar los libros el día antes.
               No es la única tontería que contiene el artículo. Para algunos hacer literatura exime de pensar, de comprobar los datos.


Jueves, 8 de noviembre
ARDOR GUERRERO

            Lo que más me fastidia cuando intervengo en público es que al final no haya coloquio o que lo haya y nadie se decida a intervenir, cosa que ocurre cada vez con más frecuencia. Uno escribe para que cada lector le lea en su casa, ahora o dentro de cien años, pero habla en publico para debatir, para poner en cuestión las propias certezas, para encontrar la verdad al socrático modo. Pero pongo tanta pasión cuando hablo, se me ve con tantas ganas de pelea, que siempre los oyentes se quedan al final en silencio, un poco asustados.
            Tras presentar un libro (el penúltimo, del último me llegaron hoy los primeros ejemplares) en La sifonería, de Cangas de Onís, una maravillosa casa de comidas, pensé que yo soy un poco como esos pistoleros del antiguo Oeste que iban de pueblo en pueblo retando a todo el que quisiera enfrentarse con ellos. O como esos boxeadores que ofrecían una abundante bolsa al espontáneo que se atreviera a subirse al ring para tratar de noquearlos.
            A ver si a algún empresario le hace gracia la idea y me organiza una serie de debates por esos mundos de Dios. El tema puede ser literario (“¿Ha escrito Fernando Savater todos los libros de Fernando Savater?”, uno de mis clásicos) o no: “¿De verdad no permite la constitución española investigar los posibles delitos cometidos en su vida privada por el jefe del Estado?”, otro de mis clásicos.

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