Sábado, 16 de septiembre
CAFÉ SPORT
Entré en Chaves por primera vez hace cuarenta años. Recuerdo un día oscuro; las columnas miliarias que bordean el puente de Trajano, sobre el Támega, como fantasmas en la niebla. Sobre el caserío, al final del puente, parecía cernerse la sombra de don Sebastián, rey del misterio. No olvidaría ya nunca la torre solitaria, los cañones que apuntaban hacia España, calles en cuesta y casas con escudo, gente pausada saludándote como si te conociera de toda la vida.
Viajaba solo, a pie, y el primer lugar en que entré fue el café Sport, con sus vidrieras a la gran plaza que tiene al fondo la biblioteca. Pedí un café, me puse a hojear el periódico y al poco rato ya no era el viajero de paso, sino un provinciano más preparado para envejecer sin prisa y sin moverme de mi rincón.
Luego he vuelto a Chaves en más de una ocasión, pero siempre de camino a otros lugares. Solo una vez dormí en el Forte de San Francisco. Quizá por eso la ciudad no ha perdido el encanto inicial, sigue teniendo algo de llave que abre la puerta a un reino desconocido.
Cruzo de nuevo el puente de Trajano en este día luminoso, con la ciudad y el parque mirándose en el río, vuelvo a recorrer sus calles, a sentarme en el café Sport, a hojear un fatigado periódico local que podría ser el mismo de entonces si no fuera porque la fecha es de cuarenta años después.
Seguro que el milenario Chaves, la romana Aqua Flaviae, ha cambiado mucho en ese tiempo, seguro que yo también he cambiado. Pero tengo la impresión de que seguimos siendo los mismos. Y que como siempre, quizá porque nos vemos poco, nos llena de alegría el reencuentro.
Domingo, 17 de septiembre
FEDERACIÓN IBÉRICA
En Ovar, al comienzo de la ría de Aveiro, participo en una mesa redonda sobre las relaciones entre cultura y poder. Se celebra al aire libre, en un parquecillo atravesado por el manso río Cáster, y clausura el festival literario con el que esta localidad quieren competir con el de Póvoa de Varzím (inspirado, por cierto, en la Semana Negra).
A mí se me dan muy mal las generalidades. La cultura puede ser un antipoder o el sustento del poder. No hay dictadura, ni democracia autoritaria, que no cuente con literatos y pensadores que le sirvan de coartada. Y que a veces no son peores que los de la oposición. Stalin fue adulado por muchos literatos mediocres, pero también por Neruda. Y la poesía de Leopoldo Panero resiste bastante mejor que la de tantos poetas antifranquistas.
Por eso preferí hablar de por qué yo me siento en casa cuando estoy en Portugal. El amor es sin porqué, como la rosa de Angelus Silesius, pero para mi amor por Portugal encuentro dos razones. El 25 de abril tenía yo veintitrés años. Estaba a punto de tomar un tren para ir al trabajo cuando escuché las primeras noticias del golpe militar. Al principio no lo tenía muy claro y temía otra militarada como la de Chile, en este caso para endurecer la dictadura. Pocos meses después me detuvieron y, en el registro de mi casa, una de las cosas que se llevaron los policías fueron los pocos libros que tenía en portugués y las cartas de un poeta de Braga. Luego, durante los interrogatorios, me pareció adivinar el miedo de los funcionarios de la dictadura a acabar teniendo que escapar en paños menores como los sicarios de la PIDE. Desde entonces, Portugal y libertad van asociados en mi subconsciente. Cruzo la frontera, la ya inexistente frontera, y me basta oír las primeras palabras portuguesas para sentir que respiro mejor.
Pero hay otro motivo para mi amor a Portugal. En el 76 o en el 77, llegó a mis manos un libro de un autor que desconocía: eran las poesías de Álvaro de Campos en la blanca edición de Ática con su caballo alado en la cubierta. Comencé a hojearlo y enseguida su poesía me cogió del cuello para no soltarme ya nunca: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo”. Así descubría a Pessoa, su enigmática y múltiple personalidad; en la biblioteca de la Universidad de Coimbra, leí sus libros y todo los estudios sobre él y comencé a escribir una biografía –la publicó Júcar en 1983– que tenía mucho de autorretrato.
Sin Portugal me sentiría mutilado, como dicen ahora muchos a propósito de Cataluña. Me gusta Portugal libre y cercano, amigo y aliado, nunca sometido al Estado español. Soy iberista, creo en la unidad cultural de la Hispania romana, pero eso nada tiene que ver con la añoranza de “un monarca, un imperio y una espada”.
“¿Cómo ve el futuro político de la península?”, me preguntan. Soy muy malo haciendo profecías. Por eso me refiero solo a cómo me gustaría que fuera dentro de cincuenta años o de diez. Una Federación Ibérica formada por la República de Portugal, el Reino de España y la República de Cataluña, con los territorios asociados de Andorra y Gibraltar. La presidencia de la Federación sería rotatoria: un año el presidente de Portugal, otro el rey de España, otro el presidente de Cataluña. También la capital: un año en Lisboa, otro en Madrid y otro en Barcelona. Por supuesto, se trataría de una unión entre Estados libres y soberanos.
“No me gusta del todo esa utopía tuya”, me dice Carlos Quiroga, mi compañero de mesa, galleguista y lusista (cree que el gallego debe abandonar la ortografía castellana y utilizar la portuguesa). “¿Dónde dejas a Galicia? ¿Y por qué el reino de España y no la república española?”
“A Galicia la dejo donde los gallegos, elección tras elección, quieren dejarla: en el reino de España. ¿Y por qué reino? Porque ese es el régimen que quieren los españoles. Si algún día los partidos republicanos, por decisión de los electores, son mayoría en el congreso, no te preocupes que el cambio llega en una legislatura”.
“Yo prefiero un régimen en que al jefe del Estado, si no cumple, podamos cambiarlo en la siguiente elección”.
“No te preocupes que si a un rey lo rechaza la mayoría también tiene que irse. Para echar a Alfonso XIII bastaron unas elecciones municipales y si Juan Carlos I no se llevó consigo la monarquía, al contrario que su antecesor, fue porque tenía un heredero que cuenta, al menos por ahora, con el aprecio mayoritario”.
Lunes, 18 de septiembre
LA PESCA EN ESPINHO
Muy cerca de Ovar está Espinho. Paseo al atardecer por sus inmensas playas de arena dorada y no puedo por menos de recordar el capítulo que le dedica Unamuno en Por tierras de Portugal y de España. Mi memoria está hecha de literatura. Tengo mucho del protagonista de El príncipe que todo lo aprendió en los libros, la olvidada obra de Benavente.
Llego al ponerse el sol y me parece verlo iluminando a los rubios bueyes, con sus adornados yugos, tirando de las cuerdas que traen a tierra las sobrecargadas redes. Ahora ya solo podemos contemplar ese espectáculo en los azulejos, en las postales antiguas y en la prosa de Unamuno, que yo vuelvo a leer, al llegar al hotel, rebuscándola en la red (esa inagotable biblioteca portátil): “Esto de sacar las redes con parejas de bueyes es lo que más carácter da a la pesca de Espinho, asemejándola a una labor agrícola y prestando asidero a la imaginación para cotejar con la labor de los campos en esta región en que, como digo, el mar parece que se ruraliza”.
Antes esa labor la hacían hombres y era tan penosa que quedaban exentos del servicio militar. Cita Unamuno una frase: “Bendigamos al que domó al caballo; pues, si no, la mitad del género humano estaría llevando a cuestas a la otra mitad”. Y algo así sucede a pesar del caballo, añade Unamuno. Era muy optimista. Son bastante más de la mitad los que siguen llevando a hombros a unos pocos.
Martes, 19 de septiembre
LO IMPOSIBLE
Unamuno encontraba de una triste monotonía la costa portuguesa del distrito de Aveiro, “una larga playa baja, de fina arena, y cadenas de dunas coronadas a veces por los pinos, que llegan a mirarse en las aguas”. Yo la recorro entera, desde Ovar hasta Mira, en un día gris en que el cielo parece confundirse con las aguas, y no la encuentro monótona ni triste, sino de una embriagadora melancolía. Dan ganas de parar el coche, olvidarse de obligaciones y compromisos, e imitar a esos pescadores que dejan pasar el tiempo sin pensar en nada. Pero seguimos por la carretera solitaria hasta que la interrumpe el canal que permite a los barcos llegar hasta el puerto de Aveiro. Hay que cruzarlo en el ferry. El trayecto, aunque corto, lleva su tiempo, un hermoso tiempo que parece fuera del tiempo, contemplando las dos orillas, las dunas, los bosquecillos de pinos, las grúas, el faro. Yo trato de no pensar en nada, de dejar que mis ojos se llenen con la hermosura cotidiana del mundo, pero a la memoria me vienen, como siempre, unos versos. El espectáculo de la realidad lo veo siempre subtitulado por la literatura: “Marinería. Viento. Canción antigua y vaga / de un puerto de otro tiempo. Nostalgia indefinible. / Torna un olor a brea. Un sol rosa se apaga. / En la playa un proscrito sueña con lo imposible”.
Miércoles, 20 de septiembre
LA FUNESTA MANÍA DE VOTAR
Mientras tomo un café en Vetusta, me llegan los ecos de una concentración en la plaza del Ayuntamiento. Me acerco a ver qué pasa y en seguida me sumo a ella. Un joven barbudo con micro invita a debatir sobre lo que está ocurriendo en Cataluña. Protesta un espontáneo porque, tras defender durante largo rato la intervención de la guardia civil para secuestrar papeletas, oye gritar “¡Urnas, urnas!”. El replica: “¿Ven ustedes? Son unos fascistas. No dejan opinar a los que opinamos de distinta manera”. Lo repite varias veces y yo, sin pensarlo dos veces, me acerco, tomo el micrófono y digo: “Ya hemos oído sus razones y si alguien no las ha oído no tiene más que escuchar hoy todas las noticias, o comprar mañana cualquier periódico, para enterarse de ellas. Aquí estamos para escuchar otras opiniones”. Afortunadamente me contengo antes de exponer las mías. Solo faltaría, a mi edad, comenzar a dar mítines, micrófono en mano, en la plaza pública.
Recuerdo que en Ovar, Pedro Guilherme-Moreira, otro de los participantes en la mesa sobre cultura y poder, dijo, tras elogiarme generosamente: “No tenemos un García Martín en Portugal”.
Que no lo repita mucho porque al paso que vamos (el españolísimo “lejos de nosotros la funesta manía de pensar” ha sido sustituido por “lejos de nosotros la funesta manía de votar”) es posible que pronto acaben teniéndolo.