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Si trampa ni cartón: No quieras decirlo todo

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Sábado, 29 de abril
EL SECRETO DE OPORTO

“Las ciudades son como las personas, tienen sus secretos y a veces los guardan muy bien guardados”, escribió Eugénio de Andrade en su libro sobre Oporto.
            ¿Y dónde guarda sus secretos esta ciudad? No en el centro histórico, que parece haberse convertido en un parque temático para uso y disfrute del turista. Qué tristeza acercarse a la Casa Oriental, junto a la torre de los Clérigos, y ver en qué se ha convertido. El “cha, café e chocolate”, que vendía antes, los balaos y las cajas de frutas se han convertido en ridículos cachivaches turísticos,
            En cambio, la colas que aguardan para entrar en la librería Lello me dan risa: podrían desaparecer todos sus libros, ser sustituidos por papel pintado o doradas encuadernaciones vacías y el éxito sería el mismo.
            La Rua de las Flores, que tanta memoria mía guarda, me da la impresión de una repintada cortesana.
            “Porto ha expulsado del centro a los tripeiros”, me escribe un amigo de la ciudad. Es la misma queja que en Venecia o Barcelona. Las ciudades, como las personas, también pueden morir de éxito.
            Pero Oporto sigue siendo Oporto y tras la primera impresión no tarda en volver a seducirme. En el Largo da Pena Ventosa, en las callejuelas que bajan de la Sé hasta la Ribeira, continúa el fresco silencio de siempre, la ropa tendida en las ventanas, el alma popular de la ciudad.
            Subo y bajo solitarias escaleras, llego hasta el mirador de la Victoria, con su dorada cochambre frente al amontonamiento de los tejados, las torres, el puente y el río, y pienso en Camilo y en Agostina y en Aquilino  y en Vitorino Nemésio y en tantos amigos como me descubrieron esta ciudad.
            Muchos de ellos la amaban y la odiaban, o tardaron en amarla, como Eugénio de Andrade, que tuvo casa mucho años en la Rúa Duque de Palmela y luego en el Passeio Alegre, donde le visité una tarde y me enseñó su biblioteca y la puesta de sol sobre la Foz del Douro.
            A mi la peñascosa pesadumbre de Oporto me sedujo desde el primer momento. Y no debería entristecerme, sino alegrarme, compartir esa pasión con cada vez más gente.
            Vuelvo al hotel, en la Praça da Batalha, tras el primer paseo agridulce, y cuando salgo ya no soy un turista más que abomina de los turistas. Estoy en casa, tengo mis costumbres. Bajo a la FNAC, compro un libro (los Diarios de Al Berto, aunque me dan la impresión de ser más documento que literatura), paseo lentamente por la Rua de Santa Catarina, deteniéndome en los escaparates como un porteño más, dejo a un lado el concurrido Majestic y me voy a tomar un café y a leer a Al Berto al centro comercial. Exactamente como en Oviedo. Ceno allí mismo, en uno de los puestos de comida rápida que tanto detestan mis amigos, todos ellos exquisitos gastrónomos: cuando vienen por aquí, cenan siempre en un restaurante típico, uno de estos restaurantes tan típicos que jamás entra en ellos ningún cliente portugués.
            Al pasar delante del Grande Hotel do Porto, donde me alojé alguna remota vez, siempre tengo un recuerdo para la desdichada Florbela Espanca, que en sus salones conoció a su último amante.
            Las ciudades, como las personas, tienen sus secretos y Oporto guarda el suyo con tanto pudor como yo los míos. Con tanto pudor y tanta transparencia.


Domingo, 30 de abril
LO QUE QUEDA DE ABRIL

Los solitarios tenemos un sexto sentido para reconocernos. Ceno solo en un bullicioso local de la Praça da Liberdade, que antes fue el más hermoso café de Oporto, cuando oigo mi nombre y luego un barbudo sonriente me pregunta si puede sentarse a mi mesa: “Posso?”. Puede, por supuesto.
            Resulta que es uno de esos cinco mil amigos, conocidos y desconocidos, que uno tiene en Facebook. ¡Y luego dicen que las redes sociales no sirven para nada!
            Charlamos de esto y de aquello, como si nos conociéramos de toda la vida, y al final le acompaño al Cine Batalha, al lado mismo de mi hotel. Para conmemorar el 25 de abril y el 1 de mayo, el Bloco de Esquerda ha organizado un ciclo de cine insumiso, “Desobedoc 2017”. Proyectan la película “A felicidade”, de Aleksandr Medvedkin, un film mudo al que ponen banda sonora en directo –“vozes, vinis e barulhos de muita espécie”– Ana Deus y Diana Combo.
            Muchas veces pasé por delante del Batalha, y admiré su elegante curvatura y la cristalera del “foyer” que abarca todos los pisos, pero nunca tuve ocasión de entrar. Ahora lo comparto con “lo que queda de abril”, con quienes no han perdido del todo la esperanza de convertir en realidad las ilusiones de entonces.


Lunes, 1 de mayo
RÍO DUERO, RÍO DUERO

El barco se desliza lento por el ancho río, se detiene en las angostas esclusas. Yo me canso pronto de contemplar el pintoresco discurrir de las dos orillas (no estoy hecho para la vida contemplativa, ciertamente), me siento en una esquina, abro el cuaderno y me pongo a escribir versos. A escribir o a transcribir porque es como si una voz cantara unas coplas de amor y paradoja.
           
            Ya están juntos para siempre
            el amor que no tuviste
            y el que tuviste y no tienes.
           
            No lamento lo perdido.
            Lo que tuve no lo tengo
            porque nunca lo he tenido.
           
            Cuando tú me dejas solo,
            siempre te alejas conmigo
            y yo me quedo más solo.
           
            Amar es haber amado
            y estar contigo alejarse
            para siempre de tu lado.
           
            Vino un día Dios a verme,
            pero yo había salido
            y te perdí para siempre.
           
            Mira que cosa más rara,
            ya no quiero que me quieras
            y te quiero más que a nada.


Martes, 2 de mayo
GRITAR O SUSURRAR

La arquitectura de Álvaro Siza resulta un buen pretexto para darse una vuelta por Oporto. Es una arquitectura que no llama la atención, que habla en voz muy baja, casi susurrando, como hablan los portugueses (o así nos parece a los españoles). Que una de sus primeras obras maestras sean unas piscinas, tan mimetizadas con el paisaje que casi no se ven, resulta significativo. Inevitable resulta la comparación con Calatrava, cuyos edificios siempre parecen estar diciendo “aquí estoy yo”.
            Cuando vamos hasta Leça das Palmeiras para ver las Piscinas das Marés, el Atlántico se muestra airado y en todo su esplendor. El oleaje parece engullir la obra de Siza.
            Los edificios de Calatrava dejaban con la boca abierta a todo el mundo. Por eso fue el arquitecto preferido por los políticos durante tantos años: no solo votan los entendidos en arquitectura. Los de Siza requieren que nos detengamos, que nos fijemos en los detalles, que los expliquen.
            La Facultad de Arquitectura dicen que es una lección de arquitectura, pero a la gente no le suele gustar que le den lecciones. Yo comparo su Casa de Té sobre las rocas con la ermita que hay al lado o el faro un poco más lejos; la Casa de Té es hermosamente camaleónica; su belleza requiere acercarse a ella, abrir deslumbrados los ojos por el regalo que nos aguarda dentro, el mar enmarcado y que parece sentarse a nuestra mesa como un comensal más. Pero a mí no me gustan menos la ermita y el faro, que se ven desde lejos, orgullosos de ser lo que son.
            El barrio obrero de Bouça me trae viejos recuerdos. Sé lo que son estos barrios: crecí en uno de ellos. El de Bouça está cerca del centro de Oporto. Se comenzó a construir tras la Revolución de Abril y el arquitecto pretendía ponerse al servicio de las clases populares. Los barrios obreros de Avilés se construyeron en las afueras, como una especie de guetos, por eso el centro se ha conservado intacto. Recuerdo la desilusión cuando no nos tocó una vivienda en el Barrio de la Luz, que entonces parecía casi de lujo. Nos concedieron un piso, al año siguiente, en La Carriona, junto al cementerio. Yo hice poca vida de barrio, iba mañana y tarde hasta Avilés, al instituto o a la biblioteca, siempre a pie (quizá por eso no me molesta caminar los kilómetros que haga falta). Allí en la Carriona escribí mi primer libro de poemas, allí vivía cuando se publicó, recibí las primeras cartas de escritores (la primera de todas, lo he contado muchas veces, de Vicente Aleixandre). No tenía a nadie con quien hablar de literatura ni de nada de lo que me interesaba; me sentía un poco como extraterrestre (hace tiempo que no). Pero no guardo malos recuerdos de aquel pequeño piso en que se amontaba una familia numerosa. Yo leía con la televisión encendida y rodeado del barullo familiar; no había en la casa un rincón tranquilo para hacerlo. Quizá por eso me guste leer en los centros comerciales. No necesito el silencio para concentrarme. Todo lo contrario.
            No me acaban de convencer estos bloques de viviendas de Bouça, con sus estrechas escaleras al patio y sus corredores comunales. Tampoco los que vi en Campo di Marte, en la Giudecca, durante la Biennale de 2016 (se les dedicó una exposición a Siza y a Aldo Rossi). Habría que entrar en uno de los pisos y preguntar a los que en él viven.
            Siempre me sorprendió que Álvaro Siza, minimalista y un tanto soso, llamara al primer edificio que construyó fuera de Portugal, un curvilíneo bloque en el Berlín anterior al muro, “Bonjour Tristesse”. Me divierte enterarme que todo fue obra del azar y la economía. Resulta que, con el bloque aún no terminado, unos grafiteros escribieron esa frase en la fachada. Siza cree que fue obra de un grupo de extrema derecha que contó con la complicidad del guarda (al parecer protestaban contra la llegada de inmigrantes turcos al barrio). El caso es que, al borrar las letras, quedaba una mancha en la fachada, lo que obligaría a repintarla entera. Tuvieron que dejarla y lo que iba a ser  un bloque sin nombre en Schlesisches Tor se convirtió en el sugerente Edificio Bonjour Tristesse.


            La arquitectura debe respetar el entorno, pero no demasiado. También tienta alzar la cabeza y decir “estoy aquí, miradme”. Por eso me gusta la Casa de Música, en la Rotonda de Boavista, muy cerca del cementerio de Agramonte, donde me enredo largo rato con  mis melancolías. Un soldado de bronce que toca la corneta me hace de pronto sonreír. Qué sorpresa se van a llevar los muertos si el otro mundo es solo un cuartel. Y los arcángeles que tocan a gloria, sargentos chusqueros.


Miércoles, 3 de mayo
QUIZÁ

Las ciudades que más me gustan están hechas sobre todo de tinta y de papel. Las personas que más me gustan son las que no conozco demasiado bien. Quizá la felicidad solo es posible en los lugares de paso, en los encuentros de una noche.


Viernes, 5 de mayo
UN CONSEJO

            No quieras decirlo todo.
            Las cosas que más te importan
            guárdalas para ti solo.




Sin trampa ni cartón: No tengo enmienda

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Sábado, 6 de mayo
UN PREMIO

Mientras paseo por el parque Ferrera, en Avilés, me llama Xuan Bello para preguntarme qué me pareció el acto de ayer, la entrega del Primer Premio Nacional de Lliteratura Asturiana en el Campoamor.
            “Recuerda que eres mortal, habría que decirte como a los emperadores romanos cuando recorrían la ciudad en apoteosis. Estuviste muy bien. Fue un acto sobrio y emocionante. A mí me alegró que citaras a la tertulia Óliver como una de tus influencias, allá por los primeros ochenta, porque resulta que yo acababa de dejar la tertulia para asistir al acto y a las nueve y media en punto dejé el teatro para regresar a ella. Sentí que el tiempo, que ni vuelve ni tropieza, había algo que respetaba. Una ilusión, ya lo sé. Pero que por un instante –solo por un instante– me sentí como favorecido por el don de la perpetua juventud. A ti te dieron un premio solemne y merecido, pero a mí sin que nadie se enterara me dieron otro mejor”


Domingo, 7 de mayo
PERDIDO Y ESPERÁNDOTE

Veo Z. La ciudad perdida, de James Gray, con la misma emoción con que en mi adolescencia leía las novelas de aventuras geográficas de Julio Verne. Qué bien suenan los versos de Kipling: “Hay algo oculto. Ve y descúbrelo. Ve y mira tras las montañas / Algo hay perdido tras las montañas. Perdido y esperándote. ¡Ve!”
            Percy Fawcett, el explorador que vuelve una y otra vez al Amazonas en busca de una ciudad soñada, hasta no regresar jamás, es el hombre que yo hubiera querido ser.
            Yo también tuve un sueño, como él, como tantos, pero me rendí al primer fracaso.
            Quizá aún hay tiempo, quizá aún hay algo que está perdido y esperándome detrás de las montañas. ¿Algo o alguien?


Lunes, 8 de mayo
UN BANCO EN LA PLAZA

Tengo tendencia a pasarme de listo, ya lo sé. Mi amigo Hilario Barrero, durante la presentación de su libro Educación nocturna, lee un poema que se titula “Plaza de San Marcos, Venecia”. El primer verso dice así: “Sentados en un banco, bajo los soportales”.
            Yo, de inmediato, replico: “Bajo los soportales de la plaza de San Marcos no hay ningún banco, solo las mesas del Florian y del Quadri. Quienes no tienen dinero para pagar sus abultados precios se sientan en los escalones de mármol que separan el paseo soportalado del pavimento de la plaza, a menudo apoyados en alguna de las columnas. Yo mismo lo he hecho muchas veces, esperando encontrar a alguien que me ayudara a no pasar la noche solo”.
            Hilario Barrero me responde: “Pues tengo fotos, si quieres te las enseño”.
            Y yo, cuando las veo: “¡Pero esos son los arcos del Palacio Ducal! Esa no es la Piazza de San Marco, sino la Piazzeta”. Como si eso tuviera alguna importancia.
            En sueños vuelvo muchas veces a quedarme solo, ya bien entrada la noche, en la Piazza de San Marco o en la Piazzeta, esperando el encuentro con alguna otra sombra solitaria. Como aquella vez.
            Que no ha vuelto a repetirse, aunque yo vuelva una y otra vez, y no solo en sueños.
           

Martes, 9 de mayo
CINE Y LITERATURA

“Mi amado enemigo” me llama Juan Manuel de Prada cuando agradece mi presentación a su conferencia en la Cátedra Alarcos. ¡Hombre, tampoco hay que exagerar! Ni una cosa ni otra.
            Habla de cine y de literatura durante algo más de una hora y las dos únicas ideas que yo encuentro en la larga charla son: 1/ que se trata de dos actividades artísticas que tienen mucho menos en común de lo que la gente cree porque adaptar una obra maestra de la literatura al cine rara vez da como resultado otra obra maestra, y 2/ que la literatura copia cada vez al cine desvirtuándose así como literatura y no logrando el éxito de masas que pretende. Bueno, también formuló otra idea, pero esta era tan falsa que no valía la pena rebatirla: que la palabra (o sea la literatura) tiene que ver con la razón mientras que la imagen (el cine) tiene que ver con el sentimiento y el mito.
            Naturalmente, muy en mi papel de telonero, no le repliqué en el coloquio final, pero como soy tan maleducadamente transparente, a la salida se me acercó alguien del público: “Se le veía en la cara que no estaba de acuerdo, debería haber dicho algo”. Y yo: “Se lo diré luego, en la cena”. Y él: “Mejor lo cuenta el domingo en el diario y así nos enteramos todos”.
            Durante la cena, en el Club de Tenis, un escenario que no debería faltar en una nueva versión de La Regenta, apenas si tuvimos ocasión de hablar de estas cuestiones. Pero yo, ya al final, no pude reprimir la tentación de reprocharle que, en su último artículo de XL Semanal, volviera a repetir, aplicada esta vez a Alex de la Iglesia, la frase que le dedicó, como supuesto elogio, a Mel Gibson: “Preparaos, patulea, porque vuelve Alex y os va a partir la jeta a pollazos”. Partir la jeta, pase, pero lo demás… Da un poco grima leerlo, suena a porno cutre gay.
            ´”Qué delicado eres, Martín” fue toda su respuesta. Parece que se siente muy orgulloso de tal aporte a la crítica cinematográfica.


Miércoles 10 de mayo
HIJA Y NIETA DE CAMBORIOS

Cena con algunos amigos, y amigos de amigos, en un restaurante vasco de Barcelona. En estos casos, siempre conviene evitar el tema político, si queremos tener la fiesta en paz. Pero quienes me tocan cerca son votantes socialistas desencantados y no podemos evitar aludir a las primarias. Yo digo que estoy muy ilusionado con la posible victoria de Pedro Sánchez.
            ––¿Y tú crees que eso va a cambiar algo? ¡Pero si tenemos a Rajoy presidente porque Sánchez no se atrevió a pactar con Podemos!
            Lo más educadamente que puedo, que no es mucho, les explico que ese pacto no fue posible porque, para empezar a negociarlo, Pablo Iglesias exigió primero que se rompiera un pacto anterior, el de Ciudadanos, y porque, antes de nada, exigió que a él se le diera el puesto de vicepresidente. “Algo que se puede pactar, pero no exigir, porque, según la constitución, ese nombramiento es una competencia exclusiva del presidente del Gobierno”.
            En fin, que doy la tabarra durante una hora sobre ese tema y sobre los candidatos a liderar el partido y al final Xaime Martínez, que también asiste a la cena, me dice:
            ––En conclusión, que para ti Susana Díaz es el Pablo Iglesias del PSOE, el candidato preferido por Rajoy, y Pedro Sánchez es el Íñigo Errejón.
            ––Algo de eso hay, salvado las distancias intelectuales –infinitas– entre Susana Díaz e Iglesias. La andaluza se parece más a Esperanza Aguirre: es lista y simpática en las distancias cortas, pero nada más. ¿En todas las declaraciones políticas de estos días alguien ha sido capaz de encontrar una sola idea?
            ––Pero las dos ganan elecciones. Sí, la una con dinero de la Gurtel, que financiaba bajo cuerda las campañas…
            ––¿Y la otra?
            ––-De la otra prefiero no hablar.
            ––Para no hablar de los ERE, ¿no? ¿Os habéis dado cuenta de que “el mayor escándalo de la democracia” ha desaparecido de los periódicos? Ahora ya las noticias que tapan la corrupción del PP son exclusivamente las del caso Pujol.
            ––No te preocupes, que si Susana Díaz, hija y nieta de Camborios imputados, es elegida secretaria de los socialistas, al día siguiente volverán  los ERE a primera plana y servirán de réplica cada vez que “el primer partido de la oposición” saque el tema de la corrupción a Rajoy. Ese olvido momentáneo, para ayudar a la candidata, no es casualidad.


Jueves, 11 de mayo
LOS PAPELES DE ALEIXANDRE

Soy la persona más torpe del mundo. Cuando hablo con algún amigo siempre trato de evitar los temas que le pueden molestar, pero al final, no sé cómo me las arreglo, no hablo de otra cosa. Quedo con Alejandro Duque Amusco, a quien aprecio y admiro desde hace cuarenta años, en la cafetería del hotel 1898, que está en La Ramblas, en lo que fue sede de la Compañía de Tabacos de Filipinas, donde trabajó Jaime Gil de Biedma.
            Con Duque Amusco no quería hablar de su antología última sobre Francisco Brines ni, muy especialmente, del tema catalán.
            Sobre ese asunto yo trato de no tomar partido y, cuando me preguntan, siempre respondo lo mismo: “España será lo que quieran los españoles y Cataluña lo que quieran los catalanes. Si los catalanes, en unas elecciones libres y sin coacciones, deciden seguir formando parte del Estado español, contarán con todo mi apoyo, exactamente igual que si toman la decisión contraria”.
            Pero esa postura mía irrita a muchos. Parece que no tomar partido y atenerse al sentido común democrático ya es tomar partido.
            Duque Amusco, el mayor experto en la vida y en la obra de Aleixandre, sabe mucho del asunto de sus papeles y del pleito entre Ruth Bousoño y los herederos del poeta (fue incluso testigo en el juicio).
            Ese pleito (que finalmente ganó la viuda) daría para una fascinante novela. Yo me entero de algunos detalles que desconocía: muchos de esos papeles los tenía Bousoño en su casa porque se los había prestado o regalado Aleixandre para sus estudios, pero otros estaban en carpetas que se llevaron después de la muerte del poeta. Y en esas carpetas había de todo: cartas, borradores, viejos certificados médicos e incluso facturas de la luz.
            Hablamos de literatura y de la vida erótica de algunos poetas admirados (en ese aspecto todos somos un poco contertulios de Sálvame), pero de pronto, no sé cómo, surge el tema catalán y yo siento luego el mal rato que he hecho pasar a Duque Amusco, profesor de Instituto que vio como su materia –la lengua y la literatura española– iba perdiendo peso, hasta casi desaparecer.
            “Aunque tú seas como un robot, como una máquina que razona en el vacío, los demás tenemos sentimientos”. Y yo me esfuerzo en respetarlos, aunque no lo consiga. La mentira abriga, pero yo prefiero morirme de frío.





Sin trampa ni cartón: Otra manera de hacer política

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Viernes, 12 de mayo
POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS

Hablábamos distraídamente en la tertulia de esto y de aquello, o contra esto y aquello, como de costumbre, cuando apareció Javier Almuzara con gesto desolado, contra su costumbre.
            ––Mariano Arias se muere –dijo–. El sábado pasado habíamos quedado, como cada sábado, para tomar un café, pero no pudimos hacerlo porque yo estaba en Madrid. Mañana ya no podremos ni ningún sábado más. Se sentía cansado y desanimado, pero lo atribuía a motivos psicológicos. Los médicos no le encontraban nada. Cuando se lo encontraron, hace tres o cuatro días, ya no había nada que hacer. Las células dañadas se habían escondido bien, fueron maestras en el arte de la emboscada: no asomaron la nariz hasta que ya todo el campo de batalla era suyo.
            Y de pronto yo –con ese egoísmo que caracteriza a los humanos, y yo en eso soy muy humano– siento, más que tristeza, terror. ¿Quién me dice que en mi interior no aguarda ya el enemigo invisible y, mientras disfruto despreocupado del día a día, no va tomando posiciones para dejarme, en el momento menos pensado, sin escapatoria?
            “No me asusta lo que hay después de la muerte –le oí repetir a Ángel González–, sino lo que hay antes”.
            A mí lo que hay después –la nada, la maravillosa nada de la que venimos– no solo no me asusta, sino que me parece preferible a ninguna eternidad en esta vida o en la otra. Me aterra el dolor de los que quedan, el desgarro que supone la muerte para quienes queremos y nos quieren.
             
Sábado, 13 de mayo
EN PRIMERA PERSONA

Me gusta presumir de vanidoso, pero ya se sabe que de lo que más se presume es de lo que más se carece.
            Le temo más a un gran amor que a una enfermedad mortal.
            Si pudiera volver a la juventud, volvería a los sesenta y seis años, diez meses y veintiséis días que tengo ahora.
            Me basta ser feliz una hora al día y no ser desdichado las horas restantes.
            Si no fuera quien soy, me gustaría ser quien soy.
            Soy un hombre poco ambicioso: he vivido entera la segunda mitad del siglo XX, me conformaría con vivir enterita la primera mitad del siglo XXI.
            ¿Soy único o soy como todo el mundo? Depende de si me miras de cerca o de lejos.
            Soy tan egoísta que, aparte de mí, no me interesa nada en el mundo, salvo tú y el resto del mundo.
            Me gusta aprender bien las cosas para poder olvidarlas mejor.
            Escribo para fastidiar a mis amigos.


Domingo, 14 de mayo
NO LAS TENGO TODAS CONMIGO

Cómo me he reído leyendo hoy la columna "Ortografía pringosa", de Alex Grijelmo. Habla de la famosa (pero ya olvidada) carta que un tal Javier Fernández (pronto también olvidado) dirigió a Pablo Iglesias. Estaba escrita de su puño y letra, sin ayuda de nadie, algo raro en un político, algo que a Pedro de Silva le pareció insólito y admirable. Creo que incluso comparaba esa epístola con las de Cicerón.
            Alex Grijelmo, el más sensato e informado comentarista actual sobre cuestiones gramaticales, es de otra opinión: "Sobran siete comas, faltan cinco, dos tildes se quedaron escondidas en el tintero, se aprecian tres errores sintácticos y una ausencia de dos puntos, hay una confusión semántica, saltan a la vista dos erratas y las mayúsculas y minúsculas se repartieron a voleo". Y todo eso en pocas líneas más de las que se necesitan para enumerarlo.
            ¿Ortografía pringosa? Sospecho que la ortografía de quien se atrevió a ponerse al frente, como testarudo testaferro, de la conjura contra los votantes del PSOE no es lo más pringoso que hay en el partido.
            A ver qué pasa el próximo domingo, a ver si logramos mandar por fin al museo de cera a todas las beneméritas momias que ya son, como el rey Juan Carlos, historia antigua, afortunadamente; a ver si logramos mandar a la basura a tantos otros que convirtieron el partido en una agencia de colocaciones y en un club de los negocios raros. Pero yo no las tengo todas conmigo. Los partidos, ya lo dijo El Roto, son cada vez más de los accionistas y menos de los militantes.

Lunes, 15 de mayo
LA MÚSICA, EL ÉXITO Y EL CHOCOLATE

Con la música me pasa lo mismo que con el éxito y el chocolate. No me desagradan, incluso me atrevería a decir que me gustan bastante, pero puedo prescindir perfectamente de ellos.


Martes, 16 de mayo
TODO LO QUE SE PRODIGA

Me llegan los primeros ejemplares de mi, por el momento, último libro. Es de aforismos y se titula Todo lo que se prodiga cansa, pero como yo no me canso, por mucho que prodigue (aunque canse), lo celebro llenando sus páginas en blanco con más aforismos mientras me tomo un café en Los Porches.
            El futuro solo llega rápido cuando no quieres que llegue.
            El universo tiene el tamaño de nuestro cerebro.
            La admiración se falsifica con facilidad.
            Mejor que ser protagonista de la historia, ser el testigo que desde un rincón lo ve todo y vive para contarlo.
            En las parejas de dos, siempre hay uno que falta o uno que sobra.
            A la gente demasiado inteligente se la engaña con facilidad.
            Los sueños son sueños porque de ellos se despierta.
            El pasado solo importa cuando aún no ha pasado del todo.
            A veces acertamos al equivocarnos.
            Las cosas que no tienen precio acaban saliendo demasiado caras.
            El silencio no se calla nunca.
            El ignorante no sabe lo mucho que sabe.
            Despacio se llega lejos, pero deprisa se vuelve primero a casa.
            Cuando un amor termina, descubrimos que no ha empezado nunca.
            El mayor explorador es el que descubre nuevos mundos sin salir de casa.           
            Tres amores equivalen a un incendio.
            Las primeras bodas casi nunca salen bien; yo creo que la gente debería casarse solo por segunda vez.
            Nos tranquilizan las explicaciones, aunque sean falsas, y por eso tienen tanto éxito la religión, la filosofía y la física cuántica.
            El amor comienza siendo un deslumbramiento y acaba convirtiéndose en una mala costumbre.
            Tras vivir un amor eterno, en el cielo se divorciaron: dos eternidades juntos ya sería demasiado.
            Hay cosas que, aunque no acaban nunca, acaban antes de tiempo.


Miércoles, 17 de mayo
UNA NOVELA EN CLAVE

Hace una semana, comía con mi amiga Rosa Navarro Durán en un restaurante del Carrer Tallers, en la vieja Barcelona, a la que hacía años que no volvía. La escuchaba hablar de La Lozana Andaluza, la novela de la ramería romana, que tanto le gustaba a Rafael Alberti, cuando entre el ir y venir de la gente por la estrecha calle, creí reconocer a una vieja sombra que se me quedó mirando un momento y luego siguió su camino.           ¿Cuántos años han pasado desde que nos vimos por última vez? Pronto hará treinta, si no me equivoco. Aquel mismo año había estado yo en Sao Paulo, en un congreso dedicado al primer centenario de Fernando Pessoa.
            Nunca he contado aquella historia, de la que no me siento especialmente orgulloso, tampoco me apetece contarla ahora. Me alojaba yo en el hotel Oriente, el mismo desde el que Cristian Andersen, como recuerda una placa, contempló la gran tormenta que inundó la ciudad a mediados del siglo XIX.
            Rosa seguía hablando de las claves que ha encontrado en la novela, que parece hablar de una cosa y según ella habla de otra muy distinta; yo la escuchaba con un cierto escepticismo (soy un investigador de la escuela positivista: mi maestro es Sherlock Holmes), tratando de no prestar atención a la borrosa cinta de amor y terror que se iba proyectando en mi memoria.
            Una poeta cordobesa, que vivía con una amiga medio bruja, nos llevó a su destartalado piso del Raval, todavía un aguafuerte entre Goya y Genet, y yo acerté a marcharme poco antes de que llegara la policía (oí las sirenas mientras me alejaba). Durante muchos años, en mis pesadillas, soñé que daban conmigo y venían a buscarme para que testificara sobre lo que allí había pasado.
            ¿Y qué fue lo que pasó? Si lo cuento ahora, me parecería un cuento. Pero yo te vi caer, arrojarte desde los tejados, como te vi hace una semana cruzar ante el alargado ventanal del Restaurant Pelai, mirarme un momento con la misma sonrisa que entonces y desaparecer una vez más para siempre, o para nunca, de mi vida.
            Rosa seguía hablando de las claves que ha encontrado en la novela de Francisco Delicado. Algunas las ha enunciado ya en la revista Clarín, todas ellas quedarán pronto minuciosamente explicadas en un libro que le va a publicar Renacimiento. Y yo, que no puedo dejar de pensar desde entonces en aquel encuentro, pienso que mi vida es también una novela en clave de la que nunca tendrá nadie la clave. Como cualquier vida.


 Jueves, 18 de mayo
DIOS Y YO O ELOGIO DE LA MODESTIA

Dios no se cansa nunca de oír hablar de Dios y todas las alabanzas le parecen pocas. Yo soy bastante más modesto y me canso pronto, aunque parezca lo contrario.

Viernes, 19 de mayo
ESPAÑA EN MARCHA

“Este domingo es el gran día”, me dice el camarero de Los Porches. “¡Hay sí que harían falta observadores internacionales y no en las elecciones de Venezuela!”
            Pienso lo mismo, pero no digo nada. Me limito a sonreír. Como votante del partido socialista estafado pude decir lo que pensaba de los estafadores que convirtieron mi voto en contra de Rajoy en la otra muleta de los corruptos; como militante, he de guardar las formas.
            Y conservar la esperanza hasta el último momento. El domingo no se debata una cuestión interna de un partido, se enfrentan dos maneras antitéticas de hacer política, la del juancarlismo, que tanto nos abochorna, y la que representa el nuevo jefe del Estado, que tanto nos ilusiona.




Sin trampa ni cartón: El hoy es malo, pero el mañana es mío

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Sábado, 20 de mayo
LO QUE ME ESPERA

“Yo hace tiempo que no puedo comprar ningún libro. ¡No me caben en casa!”, me dice un amigo, más o menos de mi edad, cuando le enseño el último que he publicado.
            “Y me imagino que tampoco te cabrán ideas nuevas en la cabeza”, pienso yo, aunque no digo nada, me limito a sonreír.
            ¿Ese es el porvenir que me espera? En lo de los libros, no creo (pasan por casa cada semana para llevarse los libros que van quedando obsoletos o los que me llegan sin pedir ni necesitar); y en cuanto a las ideas, de momento todavía me caben algunas más.


Domingo, 21 de mayo
ENHORABUENA

Salgo de ver El caso Sloane. de John Madden, un trepidante y algo tramposo thrillersobre las zonas oscuras de la democracia americana, enciendo el teléfono e inmediatamente recibo una llamada de Xuan Bello.
            ––Enhorabuena, Martín.
            ––¿Ya se saben los resultados? Desde que voté esta mañana no he querido escuchar ninguna noticia.
            ––¡Ha ganado Pedro Sánchez!
            ––¿Pero ya ha terminado el recuento?
.           ––No, pero ya todo está claro, Martín, ya todo está claro.
            Soy una persona muy desconfiada, siempre me temo lo peor, nunca vendo la piel del oso antes de cazarlo ni pongo el carro delante de los bueyes. Hasta que no llego a casa, enciendo el televisor y veo el programa de la Sexta, no respiro aliviado.
            Si he de ser sincero, tenía bastantes esperanzas desde que fui al primer mitin de Pedro Sánchez en Gijón. Ahí me di cuenta de que la rabia y la indignación que yo sentía eran compartidas por mucha gente.
            Ahora toca olvidar la ofensa y perdonar a los ofensores. Perdonar me va a costar un poco (me temo que soy algo rencoroso), pero olvidar no me cuesta nada. Seguro que dentro de dos o tres días ya ni me acuerdo de ese buen hombre –¿cómo se llamaba?-- al que los gonzález, los cebrianes y otras manos invisibles del mercado pusieron al frente de la gestora. Quien no se va a olvidar de lo que hizo seguro que es él. Si “un bel morir tutta la vita honora”, una pifia final puede embarrar cualquier trayectoria. Seguro que cada noche, antes de dormir, se repite “Dios mío, Dios mío, ¿en qué estaría yo pensando? Después de lo de Fernández Villa, esto”.
            Me voy a la cama feliz. ¡Ha ganado Pedro Sánchez! Los problemas no han desaparecido, pero hemos evitado la tormenta perfecta. Si la izquierda queda en manos de Pablo Iglesias, el rey del espectáculo, y de la campechana Susana Díaz (una especie de Esperanza Aguirre en versión de los hermanos Quintero, no de Arniches), la derecha, apoyada cuando hiciera falta en la muleta socialista, gobernaría en España para toda la eternidad.



Lunes, 22 de mayo
NO SE LE PUEDE NEGAR

La verdad es que tenemos una idea muy equivocada de nosotros mismos. Yo creo ser una persona discreta, que no habla en público de sus problemas personales, tampoco de sus opciones políticas (sean las que sean siempre van a molestar a alguien), pero parece que soy bastante más transparente de lo que creía. Me paso buena parte de la noche de ayer y casi todo el día de hoy, recibiendo felicitaciones, como si yo fuera Adriana Lastra.
            Procuro ser discreto en cuestiones políticas porque sé que mis lectores piensan de la más diversa manera (no me gustaría perder a ninguno) y también mis amigos: los de mi edad se inclinan por el PP o Ciudadanos; los más jóvenes, por Podemos.
            Procuro mantenerme ecuánime, como el jefe del Estado (el único cargo político que me habría gustado desempeñar), pero a veces –también yo soy humano, aunque algunos lo duden–, resulta imposible.
            ¿Cómo no reaccionar si te dan una patada en la espinilla o un bofetón en la cara? Fue lo que hizo ese señor, ¿cómo se llamaba?, que volvió del revés mi voto contra Rajoy para convertirlo en el apoyo que le hacía falta. Pero hay que decir a su favor que, al contrario que los nacionalistas vascos, que lo hicieron a cambio de conseguir unos cuantos millones de euros para mejorar la vida quienes les habían votado, él lo hizo desinteresadamente, sin beneficio para nadie (que se sepa), salvo para Rajoy. Esa generosidad con sus oponentes políticos, ese sacrificio en defensa de las ideas ajenas, no se le puede negar.


Martes, 23 de mayo
CULTURA POLÍTICA

A la salida de Las Salesas, muy contento porque el camarero de mi cafetería habitual me ha felicitado por mi artículo del domingo, me encuentro con Amelia Valcárcel y con Lluis Álvarez. A ella la admiro desde siempre, él me parece una de las personas más divertidas y cultas que conozco.  “¿Qué llevas ahí?·, me pregunta la catedrática de Ética y miembro de todos los patronatos habidos y por haber. Le enseño la biografía de Pessoa, de Joao Gaspar Simoes, que estoy releyendo, y luego añado, por decir algo:        
            ––¿Qué te ha parecido lo que ha pasado?
            ––¿Qué me ha parecido qué?
            ––Pues lo que ha mí me ha hecho tan feliz y tanto ha fastidiado a otros.
            ––No sé a qué te refieres.
            ––Mujer, a qué va a ser, a las primarias –interviene su marido, el catedrático de Estética.
            Y solo entonces me fijo en la cara de Amelia, que tiene el mismo rictus de despecho que el de Susana Díaz la noche electoral, y comprendo que he metido la pata.
            ––¿Así que estás muy contento? Se ve que no andas muy sobrado de cultura política.
            No sé si ando muy sobrado o poco de cultura política, pero de lo que estoy seguro que no ando sobrado es de tacto y diplomacia.


Miércoles, 24 de mayo
LABERINTO

A veces, de toda la obra de un poeta, solo nos quedan unos versos en la memoria. De Mário de Sá-Carneiro, a quien releo estos días, solo me acompañan, desde los tiempos de Coimbra, estos dos: “Me perdí dentro de mí / porque yo era laberinto”.
            Sigo siendo laberinto, pero un laberinto en el que Teseo y el Minotauro se han hecho buenos amigos y no echan en falta a ninguna Ariadna.


Jueves, 25 de mayo
UN DÍA EN SEVILLA

Nada más levantarme, recién amanecido, subo a la terraza del hotel y me encuentro de pronto en el escenario de una de mis fotografías favoritas: Borges y Torrente Ballester conversan apaciblemente mientras tras ellos se alza, esbelta y deslumbrante, la Giralda. Me uno a la conversación, más atento a las chispeantes ocurrencias de Borges que a la lenta sabiduría del novelista gallego, que me interesó un tiempo remoto, pero que luego me fue interesando cada vez menos (su decadencia fue tanta que creo que llegó a ganar incluso el Planeta).
            Desayuno con José Luna Borge, compañero de estudios en aquella Facultad de Alarcos, Gustavo Bueno y Martínez Cachero, que hoy mismo se acaba de jubilar. Los conocidos que se encuentran le felicitan, cuando yo creo que deberían darle el pésame. Pero luego lo comprendo cuando me entero de su trabajo en el Instituto Andaluz de la Juventud, no más trabajoso que el mío, pero acompañado de una condena de arresto: a las ocho debe fichar y permanecer en la oficina hasta las tres, tenga o no tenga algo que hacer. De ese arresto kafkianamente funcionarial es de la que ha quedado libre.
            Con el poeta Juan Lamillar visito el palacio de las Dueñas. Él ya lo conocía: había sido invitado por Jesús Aguirre, aquel duque de Alba que convirtió la alta comedia y la astracanada, para escucharle leer sus poemas. Para mí ningún hecho de su historia tiene tanta importancia como que en él naciera Antonio Machado y ninguna de sus estancias más o menos neomoriscas me emociona tanto como el huerto claro donde madura el limonero, deslumbrante en esta mañana de primavera.
            Aquilino Duque, que sigue tan incansable como siempre en sus arremetidas contra el mundo moderno, me cuenta que está escribiendo un libro sobre los cuatro nuevos jinetes del Apocalipsis: el feminismo, el nacionalismo, el ecologismo y el pacifismo. Todo el mundo ve en esa enumeración tres disparates; parece que yo soy el único que veo cuatro.
            Visito el consulado de Portugal, lo que queda del antiguo pabellón de ese país en la Exposición Iberoamericana de 1929, y me sorprende el retrato oficial del nuevo presidente de la República, Marcelo Rebelo de Sousa: se le fotografía al aire libre, con el sol dándole de lleno y resaltando sus arrugas, como un abuelito en el parque disfrazado con la banda presidencial. Contrasta esa apariencia –muy acorde con su campechana e hiperactiva manera de entender la presidencia– con este suntuoso pabellón. Portugal fue invitado a la exposición, pero no tenía demasiado interés. Eran tiempos de inestabilidad política y preocupaban otras cosas. Pero en esto llegó Salazar y buscó un espacio mejor y mayor y en menos de un año construyó el más suntuoso pabellón (lo que hoy nos admira es solo una parte): había que demostrar que Portugal no era un país pequeño, que seguía siendo un imperio.
            Jorge Monteiro, el cónsul de Portugal en Sevilla, me pregunta de dónde vino mi interés por Portugal, y yo le respondo que tuvo dos causas: una fue Fernando Pessoa, de quien no había oído hablar cuando encontré las poesías de Álvaro de Campos en la vieja edición de Ática; la otra, el 25 de abril, aquel hecho prodigioso que nos deslumbró en las postrimerías de la larga noche de piedra del franquismo. Tantos años después, aquel abril no ha perdido para mí su capacidad de fascinación;  ni tampoco Pessoa, mi alter ego favorito.
            Hablo, en el espléndido salón de actos bajo la historiada cúpula, de la relación entre Pessoa y Sá-Carneiro. Fernando Pessoa inventaba poetas que hacía pasar por personas reales, sus heterónimos, y convertía en personajes de su “drama en gente” a los poetas amigos. Lo mejor de António Botto, lo único que nos interesa de él, es lo que tiene de semiheterónimo de Pessoa; lo mismo pasa con el desdichado Sá-Carneiro, cuyo suicidio, tan teatralmente preparado, tuvo mucho de sacrificio expiatorio, como el del amante de Adriano, Antinoo, que Pessoa glosó en uno de sus poemas ingleses.


Viernes, 26 de mayo
UNA FÁCIL PROFECÍA


El PSOE obsoleto (el de próceres y varones sobrados de educación política) le dio alas a Podemos; el nuevo PSOE viene para cortárselas.


Sin trampa ni cartón: Grandes hombres y alguna mujer

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Domingo, 28 de mayo
UN TEST DE PERSONALIDAD

Frío, calculador, manipulador… ¡Uf! Leo los resultados de un test de personalidad y el resultado es como para echarse a temblar. Menos mal que lo encuentro en una revista de divulgación que carece de cualquier fiabilidad científica y lo hago solo para entretenerme. El horóscopo resulta más halagador: “Su natural tendencia al liderazgo le hará brillar hoy en una reunión social”.
            Frío, calculador, manipulador… Por la noche tardo en dormirme y me da por pensar que esos calificativos, aplicados a mí, no son tan inexactos y que además, bien mirado, tampoco resultan tan negativos.
            Frío: siempre he tratado de no perder la calma y de no dejarme llevar por las emociones, aunque me temo que pocas veces lo he conseguido.
            Calculador: me gusta planificar mi vida como un jugador de ajedrez, anticipar todas las posibles reacciones de los demás y tener en mente la respuesta adecuada a cada una de ellas. Lo único malo es que soy un pésimo jugador de ajedrez.
            Manipulador: no dejarme llevar por los acontecimientos, sino intervenir en ellos para que transcurran en la dirección que a mí me interesa. Por lo demás, suelo tener éxito –aunque no siempre– cuando trato de manipular mis propias emociones, pero fracaso estrepitosamente cuando se trata de otras personas.
            Pero le doy demasiadas vueltas a un asunto que no tiene importancia ninguna. Ya sé que “frío, calculador, manipulador” son las características de la pareja que conviene evitar, pero ese test, que hice solo por aburrimiento, carecía de valor científico y además yo, por si acaso, hace años que he tomado la precaución de huir de cualquier pareja que tenga la intención de ser estable.
           

Martes 30 de mayo
GIRA PROMOCIONAL

Qué humildes, qué pacientes son la mayoría de los escritores. Mi amigo Hilario Barrero ha pasado este mes recorriendo España –Gijón, Barcelona, Málaga, Sevilla, Toledo, Madrid– para presentar su libro Educación nocturna; Alejandro Guillermo Roemmers hace lo mismo con su antología poética, también editada por Renacimiento, y el uno viene de Nueva York y el otro de Buenos Aires para esta gira española.
            Tras la cena que Roemmers ofrece a amigos y conocidos de la vida cultural asturiana, fatigados ya todos y con ganas de retirarse (cómo me acuerdo, en estos casos, de la frase de Teresa Sanjurjo: las cenas deben terminar el mismo día en que empiezan), le veo inclinado sobre la mesa, aplicado como un escolar, firmando sus libros a unos y a otros.
            Recuerdo que delante de José Hierro, tras las interminables cenas en que se concedía el premio Esquío, siempre se formaba una larga cola de comensales con el Cuaderno de Nueva York en la mano (o con un trozo del mantel de la mesa, que de todo había) para que se lo dedicara con algún dibujito. A mí, sentado a su lado, me fatigaba solo mirarle. “¿Pero no te cansas?”, le decía yo. “Tengo que hacerlo, qué remedio. ¿Por qué crees tú que mi último libro lleva tanto tiempo entre los más vendidos?”
            Yo, a la segunda dedicatoria, ya me aburro y comienzo a hacer apresurados garabatos, como los de Borges en La cifra, pero sin la disculpa de la ceguera. Firmar más de seis libros seguidos me parece trabajos forzados y presentar dos veces el mismo libro un aburrimiento. No valgo para la promoción, está visto. Nunca seré un autor de éxito. me temo.
            Y es que a mí el éxito, si hay que sudarlo, no me interesa. Correr tras él (correr en general, aunque sea para hacer deporte) me parece una vulgaridad.
            Quizá por eso siempre he admirado la humildad de la mayoría de los escritores. Ir de un sitio a otro promocionando la mercancía, por muy poética que sea, no está hecho para mí, aunque me desplazara –como Alejandro Guillermo Roemmers, una de las dos o tres primeras fortunas de Argentina– en avión privado.
            Me habla Roemmers durante la cena de cuándo en los primeros años setenta acudía al mismo club de golf que el entonces príncipe de España. Muchas veces charló con él. También conversó a menudo, antes y después de que fuera papa, con Jorge Bergoglio. Yo le digo que por qué no escribe sus memorias. “¿Para qué? –me responde sonriente–. Lo más interesante no lo podría contar”.
            Quienes no tenemos nada que contar, en cambio, lo contamos todo.  


Miércoles, 31 de mayo
HOTEL DOÑA MARÍA

Hablo de Jorge Luis Borges con Abelardo Linares y con Roberto Alifano, que forman parte del séquito que acompaña la gira española de Roemmers. Les digo que la semana pasada estuve en Sevilla y que me alojaron en el mismo hotel que Borges durante su estancia en 1984, cuando participó, junto con Italo Calvino y Torrente Ballester, en un curso sobre literatura fantástica organizado por Jacobo Siruela. Lo reconocí en cuanto subí a la terraza y me encontré con la mirada atenta de la Giralda, como en la foto famosa que se utilizó al año siguiente como cartel
            Pregunté en recepción si recordaban al escritor. “Por supuesto, lo alojamos en la habitación número 2, la misma que ocupa usted, porque prefería no tener que subir escaleras. La habitación de al lado fue para la señora que le acompañaba”.
            Esa señora era María Kodama. Dormían en habitaciones separadas, como los novios de antes. Ningún amigo de Borges habla bien María Kodama. “Solo le interesan los derechos de autor”, me dice Alifano, “es una caja registradora”.
            Releo lo que escribió de ella Bioy Casares: “María es una mujer de idiosincrasia extraña; acusaba a Borges por cualquier motivo; lo castigaba con silencios (recuérdese que Borges estaba ciego); lo celaba (se ponía furiosa ante la devoción de los admiradores); se impacientaba con sus lentitudes. Junto a ella vivía temiendo enojarla. Por lo demás, María era una mujer de tradiciones muy distintas a las suyas. Borges alguna vez me dijo: Uno no puede casarse con alguien que no sabe lo que es un poncho o lo que es un dulce de leche”. Y Bioy añadía: “En lugar de poncho y dulce de leche podemos poner infinidad de otras cosas que jamás compartieron María y Borges. Creo que con María podía sentirse muy solo”.
            ¿Celos de amigo abandonado por una mujer joven y acaparadora? Es posible. Alifano va a publicar el diario que llevó puntualmente durante los diez años que acompañó al escritor. Sin duda será un libro tan apasionante como el de Bioy, aunque muchas de sus anécdotas las conozcamos ya. Como aquella de los dos sacerdotes que le visitaban, a instancias de su madre, muy creyente, para tratar de hacerle recuperar la fe. “Con uno de ellos no tengo nada de qué hablar –le contó Borges–, no hace más que recitarme el catecismo, como si yo fuera un crío, pero el otro, un jesuita, es muy inteligente y parece haberlo leído todo. Con él tengo muchas cosas en común, sospecho que, como yo, aunque no se atreva a confesarlo claramente, tampoco cree en Dios”. Ese jesuita era el actual papa.
            En la habitación del hotel sevillano soñé con Borges y con Stephen King. Se abría de pronto la puerta del vestidor y por ella entraba una Maria Kodama disfrazada de enfermera, como la de la novela Misery. En la mano llevaba una maza con la que parecía dispuesta a partirme, si no la cabeza, sí al menos una pierna.
            ––No te preocupes, cariño, me tendrás a tu lado siempre que me necesites, la vida entera y toda la eternidad.
            Yo quería gritar, pedir ayuda, pero como suele ocurrir en los sueños no me salía la voz.
            Siempre me han aterrado las admiradoras tenaces y ahora que me voy haciendo viejo me aterran cada vez más. Pero yo he tomado mis precauciones para evitar el riesgo de caer en brazos de ninguna María Kodama: no ser importante, no ser rico, no dejar sustanciosos derechos que administrar.
            Y sin embargo… A veces me siento enredado en hilos de insistente amabilidad y sé que el monstruoso insecto comienza a acercarse y pronto los años me quebrarán el ánimo y no seré capaz de escapar.


Jueves, 1 de junio
CATASTROFISMO

En la entrega del premio Jovellanos a Amador Menéndez, Pedro de Silva contrapone a la visión optimista que el ganador tiene de la revolución tecnológica, la suya propia, catastrofista.
            Charlamos después del acto. “Se acerca la hecatombe”, dice él. “Debajo del pavimento del presente hay minas a punto de estallar”.
            “Siempre han estado ahí”, le respondo, “y casi siempre hemos sido capaz de arreglárnosla para que no estallaran. Pero, cuando uno se acerca a los setenta años –hablo por mí, pero en seguida me doy cuenta de que he metido la pata porque él ya los ha cumplido– sí que no puede dejar de pensar en una hecatombe inevitable que, aunque solo afecta a cada uno individualmente, va a borrar de un plumazo la humanidad entera y el universo mundo”.


Viernes, 2 de junio
COSAS QUE NUNCA DIRÍA

Cuando yo era niño, me hablaban del ojo de Dios –un ojo dentro de un triángulo– que todo lo veía. A mí, que siempre fui algo vanidoso, no me aterraba ni me preocupaba esa observación, sino que me halagaba: me hacía sentir como si yo fuera su hijo predilecto y siempre quisiera tenerme ante su vista.
            ––Ahora el ojo de Dios es el ojo de Ian Gibson –les diría a mis amigos si me atreviera a mencionar en público de estas cosas.
            ––¿Cómo? ¿Cómo? ¡Qué tontería! –exclamarían menos asombrados que burlones.
            ––Quiero decir que ahora vivo como si un futuro biógrafo minucioso, un biógrafo semejante al Ian Gibson que se ocupó de Lorca, estuviera continuamente observándome y, al igual que de niño procuraba no hacer nada que me avergonzara a los ojos de Dios, ahora intento no hacer nada que me avergüence a los ojos de la posteridad.
            ––¡Qué vanidoso eres, Martín! ¡La posteridad tendrá otras cosas más importantes en que ocuparse!
            ––Por supuesto. Pero perder no pierdo nada y además me parece divertido. Ser vanidoso es mi deporte favorito. La humildad la dejo para los grandes hombres.
               



Mi vocación frustrada

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Sábado, 3 de junio
UNA CURA DE HUMILDAD

Hace algún tiempo colaboraba, invitado por Luis María Anson, en el ABCverdadero, como diría él. Por entonces aún no existía, o no se había generalizado, la prensa digital, solo leían mis artículos quienes compraban el periódico. Ninguno de mis conocidos lo hacía, así que nadie me los comentaba.
            Un día me equivoqué y atribuí a Horacio unas palabras de Virgilio: “tempus irreparabile fugit”. De inmediato me llamó un amigo para señalarme el error
            ––¿Pero tú lees ese periódico?
            ––Lo hojeo todos los días, lo compran en casa. A ti te leo siempre.
            Me leía siempre, pero había esperado para decírmelo a que metiera la pata.
            Me ha venido ahora a la memoria esta anécdota porque desde hace algunos años (desde 1999, creo), he sido Jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Este año he quedado fuera porque al parecer, según las nuevas normas, no se puede repetir más de cuatro veces seguidas.
            Nunca he pintado mucho, la verdad. Mi candidato caía siempre derrotado en las primeras votaciones (solo hubo una excepción: Muñoz Molina) y la reunión con la prensa antes de que comenzaran las deliberaciones constituía una reiterada lección de modestia: jamás ningún periodista quiso saber mi opinión. A veces veía acercárseme a uno sonriente, seguido del cámara. Pero la sonrisa no era para mí, sino para Sánchez Dragó o Rosa Navarro Durán o Víctor de la Concha, que se encontraban detrás. Y eso que yo, inasequible al desaliento, siempre llevaba preparaba alguna frasecita que podría servir de titular. “¿Cree que este año obtendrá el premio por fin Antonio Gamoneda?”, le preguntaban por ejemplo a unos y a otros (por entonces el poeta astur-leonés tenía ya todos los galardones oficiales de algún relumbrón). Pero no a mí, que me quedé sin poder utilizar la respuesta: “Ni está ni se le espera”. (No figuraba siquiera entre los candidatos.)
            No pintaba yo nada como jurado, ni nadie se acordaba de que lo era, pero ahora que no lo soy la mayoría de mis amigos y conocidos se han apresurado a llamarme para darme una especie de pésame. “Lo siento mucho, qué pena”, se limitan a decir la mayoría. Pero hay algunos otros con peor intención: “He oído a la directora de la Fundación que están echando fuera a los de siempre para darle otro aire a los premios, que se iban quedando obsoletos por el envejecimiento del jurado”, “Muy bien esa idea de traer caras nuevas, no está bien que los mismos premien siempre a los mismos”, “O te jubilas o te jubilan, es ley de vida”.
            Y yo, que no pensaba en ello, tengo que repetir una y otra vez que no tiene importancia y que dudo que Teresa Sanjurjo, tan gentil siempre, haya dicho eso que le atribuyen para fastidiarme.
             

Domingo, 4 de junio
QUIEN MANDA MANDA

Sabía de sobra que La promesa, la película que Terry George ha dedicado al genocidio armenio, no era precisamente una obra maestra, pero quería ver cómo contaba esa masacre que todavía Turquía se niega a aceptar. No es que niegue que murieran más de un millón de armenios en tiempos de la Gran Guerra, algo que ni siquiera se pudo ocultar cuando ocurría, solo que habrían sido “efectos colaterales” del conflicto, no el resultado de la decisión de exterminar a todo un pueblo.
            Un pueblo de traidores según el gobierno turco, de potenciales o reales aliados de otros países en conflicto, especialmente Rusia.
            La película, que quizá debería llamarse El compromiso (es un compromiso matrimonial con dote anticipada lo que sirve de punto de partida) vale tan poco como me esperaba. Pasa sin transición de un idílico Estambul muy belle époque, con los comerciantes y los profesionales armenios perfectamente integrados en la alta sociedad, a una especie de “noche de los cuchillos largos” en que toda la furia popular se desencadena contra ellos sin que se nos ofrezca justificación alguna. "Los imperios caen, el amor sobrevive", leemos en el cartel: del intento de solución final para los armenios, ni palabra.
            Qué consolador pensar que los genocidas –los nazis, los turcos de entonces– son unos monstruos que nada tienen que ver con nosotros.
            Pero tienen que ver, somos nosotros o podemos serlo en cualquier momento.
            La Turquía de 1915 estaba en guerra, luchaba por su supervivencia como Imperio al lado de Alemania. Dentro de su territorio tenia a quienes pedían ayuda al enemigo e incluso, en algunos casos aislados, tomaban las armas para luchar junto a él.
            El enemigo del tambaleante imperio democrático es hoy el Estado Islámico, simpatizantes suyos cometen atentados estúpidamente crueles en París o Londres (y en países árabes, pero ahí no cuentan). Esos terroristas son de religión islámica. Al presidente de los Estados Unidos se le ocurre que la mejor defensa es prohibir la entrada a quienes proceden de países musulmanes, aunque los terroristas no vienen de esos países: ya estaban aquí en la mayor parte de los casos.
            ¿Cuál sería el siguiente paso, encarcelar a todos los musulmanes que viven en Europa o en Estados Unidos? Theresa May, tras ahorrar en policías, dice que hay que dar más poderes a la policía y respetar un poco menos los derechos humanos. ¿Solucionaría el problema disparar a matar a cualquier sospechoso, torturar para obtener información?
            Los turcos del imperio se nos parecen demasiado: también hoy sería posible un genocidio, si no aplaudido, sí justificado por la buena gente a la que se le ha hecho creer que el Islam es el mal absoluto. Y también impediríamos, con la ley en la mano, que fuera considerado como genocidio.
            A la vez que la muerte de una treintena de inocentes al salir de un concierto llena todas las primeras páginas de los periódicos y despierta la indignación mundial (con toda razón), unas pocas líneas escondidas informan de que en no sé qué ciudad siria, al parecer controlada por el Estado Islámico, han muerto ochenta personas, la mayoría mujeres y niños, a consecuencia de una bomba de los países aliados. Lamentable, si, pero la noticia ni siquiera aparece en todos los periódicos y cuando lo hace es en letra pequeña: son solo daños colaterales.
            Pienso en estas cosas mientras veo el convencional melodrama de La promesa. Me distrae reconocer a Albarracín en la supuesta Anatolia. Y al ver la escena del tren, tan peliculera y falsa,  recuerdo la fotografía que sirvió de pretexto para esas imágenes a lo Indiana Jones. Las fotografías, tomadas clandestinamente, exponiendo su vida los fotógrafos, permitieron visibilizar la catástrofe. Pero sirvieron de bien poco.      
           Turquía sigue negando un genocidio que no fue capaz de ocultar cuando ocurría. Si Alemania hubiera ganado la guerra, tampoco el holocausto habría sido un holocausto: habrían muerto muchos judíos, quizá millones, pero eso no sería sino una más de las inevitables consecuencias del conflicto.
            Los hechos, los desnudos hechos, son cosa de los historiadores. Pero la calificación de los hechos –terrorismo, crimen contra la humanidad o simples daños colaterales– la decide el que manda.


Lunes, 5 de junio
NON OLET

Le pregunto a una amiga si fue a la presentación del libro España en mí y otros poemas, editado por Renacimiento y prologado por Luis Alberto de Cuenca, el pasado miércoles en el hotel Reconquista y ella me dice que no, aunque estaba invitada.
            ––¿Y por qué no? Pocas veces la poesía se promociona tan suntuosamente. Me cuentan que parecía una fiesta organizada por el Hola. Estaba el todo Vetusta, no faltó ni nuestra Isabel Preysler.
            Por toda respuesta me alarga la fotocopia de un artículo de Rosa Montero (“Consumidores engañados y cautivos”), en el que ha subrayado unas líneas: “los laboratorios farmacéuticos dedican el 90 % de su presupuesto a enfermedades que solo padece el 10 % de la población mundial, inventan dolencias para medicalizar a la gente (convertir a los tímidos en fóbicos sociales); crean alarma para forrarse (el Tamiflú y la gripe A); tienen más beneficios que los bancos; ponen precios salvajes a los fármacos (el tratamiento contra la hepatitis C); dicen que esos precios son para costear la investigación, cuando Gobiernos y consumidores les pagamos el 84 %  de la misma y los laboratorios dedican el 13 % de su presupuesto a la investigación y un 30-35 % a marketing (fuente: Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública)”.
            –-¿Y qué importa cuál sea el origen de la fortuna del poeta que se promociona de tan generosa manera? Recuerda la frase del emperador Vespasiano cuando le reprocharon que pusiera un impuesto sobre las cloacas y el acercó un puñado de las monedas así obtenidas a las narices de los críticos: “Non olet”. El dinero, venga de donde venga, no huele. Algunos de nuestros próceres más destacados del siglo XIX, todavía con estatuas de bronce plazas y jardines, hicieron su fortuna con el comercio de esclavos.
           

Martes, 6 de junio
SOY UN HIPÓCRITA

La verdad es que soy más falso que Judas, me gusta inventarme defectos muy humanos, como la vanidad, para tratar de caer mejor a la gente, mientras disimulo cuanto puedo los verdaderos, tan antipáticos como la mayoría de las virtudes.        


Jueves, 8 de junio
ABOGADO DEL DIABLO

El año pasado, en los premiso Príncesa de Asturias, el poeta polaco Adam Zagayewski, al que yo apoyaba, se quedó a unos pocos votos del premio; este año, que yo no estoy en el jurado, lo gana. Está visto que como abogado defensor valgo poco. A mí me va más el papel de fiscal. O el de abogado del diablo.


Viernes, 9 de junio
LO QUE A MÍ ME GUSTA

“¿Y si tú fueras heredero de una inmensa fortuna, como el poeta argentino que vino con Abelardo, a qué la dedicarías?”, me preguntan en la tertulia.
            ––A cumplir algunos de mis deseos frustrados. Por ejemplo, ser guía. Nada me gustaría más que invitar de vez en cuando a unos cuantos amigos –más que las gracias, pero menos que las musas, como quería Eugenio d’Ors– y enseñarles mi Perugia o mi Plovdiv o mi París o mi Palermo. Les pagaría el viaje, les buscaría un buen hotel y, temprano en la mañana, estaría en el hall para comenzar a mostrarles la ciudad. Tendrían que ser jóvenes, o estar en muy buena forma, para poder seguir mi ritmo, molto accelerato.
            ––¡Qué tontería! Puedes hacer lo mismo, pero cobrando.
            ––Ya, pero quien paga manda. Y a mí lo que me gusta –aunque lo disimule– es mandar. Esa es mi verdadera vocación frustrada. Tener mucho dinero ayudaría.




Sin trampa ni cartón: Doy las gracias

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Sábado, 10 de junio
LAS PERSONAS NORMALES

Las personas normales son aquellas a las que hemos tratado poco. Basta establecer una relación de cierta intimidad  para darse cuenta de que no hay nadie que no sea peculiar.
            Esas peculiaridades unas veces nos hacen gracia y otras resultan insoportables. Para llevarme bien con cualquiera (también conmigo), hay un remedio infalible: frecuentarlo poco.
            Por la tertulia de los viernes ha pasado una buena colección de tipos curiosos (no en vano comenzó allá por 1980), que darían para un destartalado y barojiano anecdotario. Nunca se le cerró la puerta a nadie. Los tipos más vanidosamente insoportables terminaban pronto enfadándose conmigo, que no prestaba suficiente atención a sus versos y a su prosa, y desaparecían.
            Lo que más he temido siempre –en la tertulia oficial de los viernes y en cualquiera de las otras que acaban improvisándose donde me siento a tomar un café– son los admiradores incontinentes. Que ni siquiera halagan tu vanidad, porque lo mismo que te admiran a ti, admiran a cualquier poetastro que se prodiga en Internet, a Félix de Azúa o a cosas peores.
            Por suerte soy de esos escritores picajosos e impertinentes que tienen más detractores que admiradores. No sé qué sería de mí si yo fuera un escritor de éxito.
            ¿Cómo librarse del acoso de las buenas personas sin hacerles demasiado daño?
            Anoche, tras la tertulia, mientras pensaba en estas cosas, volví a ver un capítulo de Perception, la serie en la que un catedrático de neuropsicología ayuda al FBI a resolver enigmas. Ese catedrático, el doctor Daniel Pierce, es esquizofrénico, padece alucinaciones, pero eso no le impide dar clases ni resolver casos complejos. El episodio que vuelvo a ver se titula “Asilo”; la pregunta que el profesor plantea a sus alumnos es “¿Puede el cerebro curarse a sí mismo?” y la trama tiene que ver con el trastorno obsesivo-compulsivo.
            Aprendo mucho de doctor Pierce, pero todavía no he aprendido cómo librarme de quien agobia y no deja espacio para respirar con la mejor intención del mundo.
            No soy precisamente yo, con mi obsesión por el orden y la puntualidad, con mi alergia al más mínimo cambio, quien puede dar lecciones de normalidad a nadie. A fin de cuentas, sé algo de muchas cosas, pero experto, lo que se dice experto, solo lo soy en una, en la misma que casi todo el mundo: en ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.


Domingo, 11 de junio
AMARILLISMO

Creo que está en desuso el término amarillismo para calificar a ciertas prácticas periodísticas. Pero no se me ocurre otro  más preciso para referirme al reportaje sobre Juan Goytisolo que hoy coloca cierto diario –antaño de referencia y todavía una costumbre (¿una mala costumbre?) para muchos españoles de mi edad– en su primera página. Parece que quiere emular a la denostada televisión basura.
            A pocos días del entierro, Francisco Peregil nos cuenta que “el escritor Juan Goytisolo vivió sus últimos años aquejado de enfermedades y acuciado por la depresión y la falta de dinero”.
            Otra vuelta de tuerca al mito del escritor un tiempo célebre que muere en la miseria olvidado de todos. Pero Juan Goytisolo no era un escritor olvidado y lo que de sus finanzas nos revela el indiscreto Peregil no avala precisamente la tesis de la miseria: desde 2007 cobraba por parte del diario que ahora exhibe su cadáver tres mil euros mensuales (escribiera o no escribiera); en 2004, cuando al parecer comenzaron sus dificultades económicas, el ministro de Cultura le organizó una gira por los Institutos Cervantes y pidió por favor a las distintas universidades que le encargasen cursos de verano; en 2014, le concedieron el Premio Cervantes, dotado con 125.000 euros; además seguía cobrando regularmente la liquidación de sus derechos de autor (varios de sus libros eran lecturas obligatorias y se reeditaban con frecuencia). Una miseria semejante resulta envidiable para la mayoría de los españoles (y no digamos de los marroquíes).
            El poco elegante reportaje (y tan falaz en el asunto de la pobreza) nos desvela detalles que habría sido piadoso no airear. Y deja en el aire un interrogante aterrador: ¿Dependían solo de sus ingresos las seis personas, todas ya adultas, con las que vivía? ¿Era la gallina de los huevos de oro en “la tribu”, así la llamaba él, que ocupaba el antiguo hostal que había comprado en Marrakech? ¿Toda historia de amor acaba convirtiéndose en una historia de terror?
            Cómico en cambio resulta que el susodicho diario que dedica portada y dos páginas a la presunta pobreza y a las enfermedades del escritor, se ocupe en el editorial de recordarles a los socialistas que “no es no” y por lo tanto no deben abstenerse sino votar “no” en la moción de censura que presenta Podemos el próximo martes. La historia de la manipulación periodística se repite dos veces: una como tragedia y otra como farsa.    



Lunes, 12 de junio
OLVIDOS

Una estudiante de La Universidad de las Islas  Baleares, que está haciendo un Trabajo de Fin de Grado sobre los mitos clásicos en la poesía española, me pregunta que dónde publiqué el poema “Odisea”, que ha encontrado en varias páginas Web sin indicación de la procedencia.
            Como no recuerdo haber escrito ningún poema con ese título, le digo que me lo envíe. Son seis versos que no me suenan de nada. Compruebo que aparece con mi nombre comentado en varios blogs. Busco mis libros de poemas, reviso índices, no lo veo por ninguna parte.
            Me siento como el regador regado. Yo, que presumo de haber escrito apócrifos de tantos poetas –Brines, Sandro Penna, Eugénio de Andrade– y de haberlos visto citados como auténticos, ahora resulta que también he sido objeto de un “homenaje” semejante.
            No me hace ninguna gracia, la verdad. Releo el poema:
            “Hay una casa abierta con balcones dorados / y mujeres que venden el placer. / Hay un perro en la puerta de la casa / y hay un hombre que viene de muy lejos. / Pronto será de noche. Ulises, muy cansado. / manda callar al perro y sigue su camino”.
            Me gusta el final, que podría ser mío. ¿Quién habrá sido ese aplicado imitador que conoce bien mi estilo? Y entonces me da por hojear Al doblar la esquina, un libro mío de 2001, y allí lo encuentro. No aparece en el índice porque se incluye en “Márgenes”, una serie de diez poemas de seis versos cada uno. Están escritos de manera casi automática, de un tirón, y por eso no los guardé en la memoria. Creo que no los volví a leer desde que apareció el libro. Lo hago ahora. “Amantes” me parece que tiene la concisión de un epigrama clásico: 
            “De niño nos bañábamos y jugábamos juntos, / hoy me mira y aparta la mirada, / ella es hija de un dios, yo de un mendigo, / hay en su rostro estrellas, pústulas en mi piel, / pero antes de estar en otros brazos, / derramó su hermosura entera entre los míos”.
            Envejecer, y no preocuparse nada de lo que uno ha escrito, sino de lo que queda por escribir, aparte de ayudar a mantenerse joven, tiene estas sorpresas.


Martes, 13 de junio
A LOS LECTORES DEL FUTURO

Me hago la ilusión de que escribo, no solo para los lectores de hoy, sino para los de dentro de veinte, cuarenta o cien años. ¿Qué les diría de lo que ha ocurrido en el Congreso este día de Santo António, patrono de Lisboa, en que yo siempre celebro el cumpleaños de Fernando Pessoa?
            Que se ha celebrado una moción de censura, perdida de antemano (como todas las mociones de censura: ganarlas es prácticamente imposible), en la que el partido del gobierno, según lo previsto, ha puesto una vez más de relieve su catadura moral, mientras que el líder de Podemos ha sorprendido (me ha sorprendido a mí al menos) con un discurso cuyo rigor intelectual solo encuentra parangón en los de Manuel Azaña.
            ¿Quién era entonces el presidente del Gobierno?, se preguntarán los lectores de dentro de veinte, cuarenta o cien años (quién era el líder de Podemos me parece que no necesitarán preguntárselo).
            ––-Bah, no vale la pena recordar su nombre. Era el líder de un partido que se financiaba ilegalmente y estaba en el poder gracias a un torpón golpe de mano que, tras descabezar al principal partido de la oposición, obligó a sus diputados a votar en contra del compromiso que tenían con los electores. Luego las aguas volvieron a su cauce, gracias al esfuerzo de los militantes de base –que no eran el paciente rebaño que se imaginaban los banqueros, la prensa y los jarrones chinos–, pero el mal ya estaba hecho y resultaba difícil (aunque no imposible) de deshacer..
            Los folios que leyó, trabucándose, ese borroso presidente respetaron el máximo común divisor de los discursos de su partido cuando se refieran a Podemos: cuatro gracietas más o menos machistas, dos infamias y una referencia a Venezuela.
            Del discurso de Pablo Iglesias me emocionaron especialmente sus alusiones a España, una España que nada tiene que ver con la de un Monarca, un Imperio y una Espada ni con la de garrote y tente tieso a golpes de Constitución en la cabeza.
            La España de los reaccionarios españoles, la España unitaria y monocolor que tratan de imponer, no es más que un invento francés poco respetuoso con nuestras tradiciones. Sospecho que incluso Felipe II entendería mejor que el legal pero ilegítimo presidente actual del Gobierno español lo que es una España plurinacional.


Miércoles, 14 de junio
INFAMIA Y GLORIA

Siento vergüenza ajena al escuchar al portavoz del partido del gobierno en el epílogo de la moción de censura. Sólo le soporto unos minutos, la verdad. Él no utiliza en su discurso el máximo común divisor del argumentario contra Podemos, sino el máximo común múltiplo de la babeante infamia.
            Sospecho que con ello multiplica las simpatías hacia ese partido. ¿También los votos? Me imagino que también, aunque el mío sigue siendo para Pedro Sánchez.
            Pero para un Pedro Sánchez que tenga muy en cuenta todo lo válido que hay en Podemos, un partido rejuvenecedor y vigorizante que ha llegado para quedarse.
            Con ellos en el Congreso, se respira mejor. No les voto, pero les doy las gracias.

Sin trampa ni cartón: Fuera de casa, pero en casa

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Viernes, 16 de junio
VOLVER

Soy una persona con bastantes limitaciones, pero creo que los años me han ido enseñando a sacarles partido. La principal, mi amor a la rutina. Si por mí fuera, me pasaría la vida haciendo las mismas cosas, las que me gustan.
            El primer día en un lugar nuevo me encuentro perdido, como en medio de la jungla; el segundo ya voy haciendo caminos; el tercero me encuentro como en casa. Y guardo esas rutinas en la memoria, para cuando regrese (volver es mi deporte favorito). Tengo así pequeños rincones familiares dispersos por el mundo.
            Uno de ellos es este, el Campo Santi Apostoli, una plaza siempre animada y a la vez recoletamente provinciana. Alguna vez me alojé en el hotel frente a la iglesia, un viejo palacio. Esta vez lo hago en un apartamento del Campiello del Lion Bianco, escondido a la derecha de los arcos que lleva que lleva a Rialto, uno de esos rincones típicamente venecianos que solo pisan los que en ellos viven.


            En medio del Campo, hay un colorista quiosco. Ahí compro Il Gazzetino y La Reppublica. Los hojeo mientras desayuno en el Blubar, en la esquina de la Salizada del Pistor, frente a la iglesia luterana, con su ángel custodio en la fachada neoclásica. Como me gusta madrugar, asisto al desperezarse de la ciudad sin el ajetreo turístico, al saludo y a las conversaciones de los vecinos en buen veneciano.
            Acabo de llegar y ya me encuentro como en casa, hasta he ayudado a una señora mayor a subir la compra por la empinada escalera, una de esas escaleras que parecen multiplicar los pisos dentro de los viejos caserones, casi todos sin ascensor.
            Por eso procuro no ir a ningún lugar por primera vez. Por eso me gusta tanto regresar. Soy la persona menos aventurera del mundo. Si por mí fuera, no saldría nunca del barrio. Afortunadamente, poco a poco he logrado que mi barrio, esas pocas calles en las que me estoy a gusto, se encuentre disperso por el ancho mundo.


Sábado, 17 de junio
UN DÍA CUALQUIERA

No me disgusta cumplir años, todo lo contrario. Lo considero un regalo más, el mejor que todos. ¡Sesenta y siete ya! Esto hay que celebrarlo.
            Y lo celebro con la mejor de mis rutinas. Me levanto pronto (pero el sol se ha levantado antes); bajo a la plaza (siempre me sorprende el esbelto campanile que parece inclinar la cabeza para saludarme por debajo de los arcos que bordean el canal); cruzo el puente, saludo al quiosquero que acaba de abrir; tomo mi capuchino y mi cruasán mientras me entero de las minucias de la ciudad y de los desastres del mundo; voy luego hasta Ca’ d’Oro para tomar el vaporetto; desciendo en Arsenale; camino sin prisa hasta el Campo della Tana; recorro la Biennale como un divertido, sorprendente, algo fatigoso parque de atracciones; vuelvo al vaporetto para comer en Casa Mia, muy cerca de la que es ahora mi casa; descanso y leo durante un rato en el apartamento del Lion Bianco; asisto, un año más, en Ca’Foscari a la inauguración de la Art Night Venezia, la noche en que Venecia abre gratuitamente las puertas de la mayoría de sus museos e instalaciones; me uno a una visita guiada a los palacios de la Universidad: admiro la antigua aula magna reformada por Carlo Scarpa, un antecesor de Siza en la arquitectura sabiamente sigilosa; saludo al pintor Elías Benavides; callejeo hasta la Punta della Dogana para admirar los pecios prodigiosos que Damien Hirst ha rescatado del naufragio de una gigantesca nave; me entretengo con el espectáculo de una gaviota que, tras posar largo rato en uno de los postes de la laguna, frente a San Marco, se lanza al agua, atrapa a un pez y lo sube al muelle para irlo devorando poco a poco, rodeada de turistas que la fotografían mientras ella alza de vez en cuando la cabeza orgullosa de la expectación que despierta… El sol, al ponerse, copia celajes que ha admirado en Turner.
            El día de mi cumpleaños nunca doy ninguna fiesta. ¿Para qué? Cualquier día, si la salud y el buen ánimo acompañan, ya es una fiesta.


Domingo, 18 de junio
JARDÍN Y REFERENDUM

Paso la mañana en Giardini, la otra sede de la Biennale y sigo con el mismo ánimo curioso y juguetón que un niño en un parque de atracciones. No ser un experto, no ser un crítico, no ser un entendido le deja a uno mucha libertad.
            Al pabellón de España, el primero que me encuentro, no le dedicó más de medio segundo. No me apetece pararme a ver sus vídeos, no me atraen sus grises maquetas de hojalata. “¡Únete!”, me pide en grandes letras. Que se una otro, Jordi Colomer.
            En el Pabellón Central, sección “degli Artisti e dei Libri”, se me ocurre pensar que resultaría difícil decidir quién ha destruido más libros si Hitler o los artistas contemporáneos. El gusto por destrozar libros o hacerlos ilegibles debe refleja un trauma infantil en mucho creadores, seguro que tuvieron que padecer más de una lectura obligatoria. Yo prefiero la peor edición de bolsillo al mejor libro de artista.
            Algunos se toman demasiado en serio lo del parque de atracciones. ¿Es Australia o es Austria, ahora no lo recuerdo bien, quien pone un camión haciendo el pino frente al pabellón? Y luego dentro una caravana con agujeros por los que los visitantes pueden sacar la cabeza o una pierna para que les hagan fotos, como si fuera las víctimas de un accidente. A mi no me hace ninguna gracia. Prefiero el pabellón del Canadá, destruido por una potente fuga de agua.
            No faltan los que  hacen realidad algún viejo chiste: en el pabellón del Japón, una de las instalaciones consiste en una fregona y un trapo, de los que se usan para dar lustre al suelo, y el frasco de cera correspondiente. “Out of disorder”, creo que se titula. A veces lo mejor del pabellón es el propio pabellón, como ocurre con el de Venezuela. Pero si lo que está dentro te defrauda, nunca lo hace lo que está fuera, los sombreados jardines a los que se asoma el azul deslumbrante de la laguna.
            Hoy se celebra el “referendum popolare” para que las grandes naves, los bulímicos cruceros, no atraviesen la laguna. La fiesta final se celebra en el Campo de S.  Margherita. Y allí estoy yo, no faltaría más, es mi Campo favorito. Asisto al recuento, con los voluntarios sentados en corro en el suelo abriendo las cajas de cartón y amontando en dos grupos las papeletas, y luego a la actuación del grupo Pharmacos. Es un referéndum sin demasiada intriga: todo el mundo está en contra, salvo los que hacen dinero con esos hoteles flotantes que destrozan la laguna y cualquier día un despiste como el del Costa Concordia hará lo mismo con la ciudad.


Lunes, 19 de junio
LA ÚLTIMA CENA

Hoy Il Gazettino me mancha de sangre el desayuno. Aquí al lado, en Mestre, un profesor de inglés invita a cenar a su antigua novia –lo habían dejado hacía un año– con su actual pareja. Tras la cena, que transcurrió de la manera más amical posible, les puso un somnífero en la última copa y luego la estranguló a ella y le destrozó la cabeza a golpes a él. Ella, la rusa Anastasia Shakurova, tenía treinta años (veinte menos que el profesor), había sido alumna suya; la misma edad tenía, Biagio Buenomo, el nuevo prometido.
            El profesor era un buen profesor, muy querido de sus alumnos. Comenzaba sus cursos de verano en el F30 Coffee Bar, a dos pasos de la estación de Santa Lucia. “Do you spritz English?”, se titulaba la primera lección.
            “Es lo mejor que me ha ocurrido en la vida”, cuentan los amigos que decía después de conocer a Anastasia. Luego la relación se enfrió, ella encontró a otro, un brillante ingeniero napolitano; él no pareció tomarlo demasiado mal. Se saludaban, se veían de vez en cuando, les invitó más de una vez a cenar a su casa y ayer domingo finalmente aceptaron.
            Parece que trató de ocultar los cuerpos, de limpiar la sangre, pero se cansó y él mismo llamó a la policía. Los vecinos avisaron a la madre del profesor, que fue una de las primeras en llegar.
            No sé por qué esta tragedia, de la que el periódico local da todos los detalles como hacía El Caso, me conmueve especialmente, más que el atroz incendio portugués.
            El profesor ejemplar, brillante, apasionado de su trabajo que un día se enamora de una de sus alumnas. Y ella se deja querer, pero se cansa pronto: lo suyo es más admiración que amor.
            No puedo dejar de pensar en esa cena, minuciosamente preparada, los platos exquisitos, los mejores vinos, la cena de los condenados a muerte.
            ¿Qué pasó por la cabeza del viejo profesor, juez y verdugo, mientras sus invitados reían felices, se miraban de vez en cuando a los ojos, le confesaron –aún no lo sabía prácticamente nadie– que ella estaba embarazada?
            Somos una caja negra para los demás y para nosotros mismos. El profesor ejemplar, el hijo ejemplar, el amigo ejemplar va regando a escondidas la semilla del crimen. Me aterra pensar que cualquiera de nosotros puede ser la víctima o, peor aún, el asesino.
            Qué cerca están infierno y paraíso.


Martes, 20 de junio
MENTIRAS VERDADERAS

Más que una exposición la de Damien Hirst en la Ponta della Dogana y en Palazzo Grassi es una superproducción, un fascinante espectáculo de Hollywood. Después de visitarla, en el Cinema Rossini vi el documental Michelangelo. En otra de las salas, proyectaban The mummy. Se podría pensar que Hirst tiene más que ver con Tom Cruise y su sentido del espectáculo que con Miguel Ángel. El escultor se encerró con un inmenso bloque de mármol y durante varios años, sin ayudantes, sin que nadie viera lo que hacía, esculpió el David. Damien Hirst, como un gran productor, contrata a un inmenso equipo, les explica su idea y durante varios años prepara su exposición como quien monta una película. Le da titulo y argumento: “Los tesoros del naufragio del Increíble”. Pero lo más increíble es que esa mentira se hace verdad. Y que entre las doscientas obras que llenan las dos sedes hay muchas impactantes y un puñado de obras maestras. Algunas bordean el pastiche, pero que la mayoría escapan de él con humor y desmesura, como el Demonio con un cuenco –más de dieciocho metros de altura– que parece enjaulado en el patio central del Palazzo Grassi.
            También la verdad se inventa parece decir Hirst parafraseando a Machado. Y él ha inventado una deslumbrante verdad, una superproducción que nos hace abrir los ojos asombrados como las películas de romanos que veíamos de niños.


Miércoles, 21 de junio
DIGO LO QUE PIENSO

Como ya todo el mundo sabe que siempre digo lo contrario de lo que pienso, ahora cuando quiero que no se sepa lo que pienso digo lo que pienso.





Serpientes de verano: Sherlock Holmes en Venecia

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 En los veranos de antes, cuando las vacaciones duraban tres meses, la actualidad también se iba de vacaciones. No ocurría nada importante, pero los periódicos tenían que seguir llenando páginas. En su ayuda solía venir un monstruo entrevisto en el lago Ness, una oleada de avistamientos Ovnis, un crimen misterioso con marqueses y mayordomos implicados.
            El verano de 1967 se habló mucho de un artículo perdido de Rubén Darío que refería el robo en Venecia de unas joyas de la familia real española y la intervención de Sherlock Holmes. Una de esas joyas, por cierto, ha vuelto a ser usada recientemente por la actual reina de España.
            Fue Amando Lázaro Ros, editor en España de la aventuras de Sherlock Holmes, quien dio noticia de ese artículo inédito que contaba el encuentro de poeta y detective en la ciudad de Venecia.
            Estaba destinado al libro Tierras solares, de1904, en principio dedicado a un viaje por tierras andaluzas. Como al editor, Gregorio Martínez Sierra, le pareció que quedaba un volumen de pocas páginas, se le añadieron otros artículos viajeros, entre ellos dos sobre Venecia. Pero en la edición final solo aparece uno; el otro fue retirado en el último momento para no herir sensibilidades. Lázaro Ros lo resumió en una tercera del ABC, pero no lo publicó íntegro, por lo que algunos –Pere Gimferrer entre ellos– lo consideraron apócrifo. Pero el artículo existe –pronto aparecerá en Ínsula– y, si lo que cuenta es ficción, fue el propio Rubén Darío quien la dio como cierta.

UN ENCUENTRO EN EL LIDO

Antes de encontrarse con el detective, se tropezó Rubén con los otros protagonistas de la historia: don Carlos de Borbón, el pretendiente carlista, y su esposa, doña Berta de Rohan. Fue en el Lido, a donde llegaron en “una especie de automóvil marítimo”, uno de los primeros barcos con motor que circularon por la laguna. Aquella modernidad le pareció al poeta una profanación al recuerdo ilustre de Lord Byron, que se llegaba hasta allí a nado para luego cabalgar incansable de un extremo a otro de la alargada isla. La pareja real parecía una pareja de acomodados turistas a la moda: “ella muy elegante, muy parisiense, él muy sportman, muy inglés, con su sombrerito de paja y doblado el ruedo de los pantalones, como es de uso entre la correcta gente británica”. Con ese aspecto desentonaba la bandera española en la popa de la lanchita automóvil y los marineros “vestidos como comparsas de zarzuela patriótica, con cintas amarillas y rojas en vestidos y sombreros”. Al poeta le pareció un espectáculo lamentable. No sabía cuando escribió el artículo en que lo cuenta, publicado en La Nación, como casi todos los suyos, que pronto iba a tener ocasión de saludar al monarca proscrito en su palacio de Loredan, junto al Canal Grande, y acompañado del detective que por entonces –eran los primeros años del siglo XX– causaba sensación en toda Europa.



CAFFÈ FLORIAN

A Sherlock Holmes lo reconoció de inmediato tras los ventanales del Café Florian. Fumaba abstraído, inmóvil, y así enmarcado tras el cristal parecía la ilustración de una de sus aventuras. Se le quedó mirando fijamente, quizá más tiempo de lo que permite la cortesía, pero el detective no hizo un gesto de fastidio. Todo lo contrario. Con un leve movimiento de mano, le invitó a pasar.
            –-Sé que tiene usted un problema, sé qué se siente perseguido, sé que quien le persigue es una mujer, quizá una prometida con la que ha renunciado a casarse en el último momento –-le dijo en inglés, pero ante la respuesta titubeante del poeta cambió de inmediato al español–. No sé preocupe, puedo hablarle en su lengua y en otras cuarenta y cinco lenguas vivas, además de quince muertas y alguna moribunda, como el dálmata, de la que ya solo quedamos tres hablantes. En español está escrita la carta que asoma de su bolsillo, leída una y otra vez, arrugada, que no se ha atrevido a destruir, aunque ha estado tentado, y la caligrafía nerviosamente femenina me dice que no es una carta de negocios. Pero usted no es español, de Centroamérica tal vez, tiene rasgos mestizos y unas manos delicadas, usted es periodista, poeta tal vez, le he visto pasear abstraído por la plaza y tomar alguna nota, quizá escribir un  verso. ¿Se preguntará usted qué hago tan lejos de Baker Street y sin mi fiel Watson al lado?

EL PRETEXTO DEL DOCTOR WATSON

––Debo reconocer que sin Watson me siento como pez fuera del agua. Mi inteligencia necesita del contraste de su romo sentido común para brillar en todo su esplendor. Pero resulta que, en uno de los más dificultosos retos, no podía acompañarme. ¿Y sabe usted cuál es el pretexto? Pues que su mujer ha salido de cuentas y dará a luz uno de estos días. ¿Se da cuenta de qué pretexto más trivial? ¿Qué tiene que hacer él allí? Pero si un hombre comete la debilidad de casarse ya todo va cuesta abajo. Hasta ahora, siempre que lo necesitaba, bastaba que le enviara un mensaje para que dejara lo que tenía entre manos y se presentara de inmediato en el lugar y en la hora indicados. “¿Puede usted disponer de un par de días?”, recuerdo que le escribí cuando el asunto del valle de Boscombe. “Acaban de telegrafiarme desde el oeste de Inglaterra y me gustaría que usted me acompañara. Salgo de Paddington en el tren de las 11.15”. Y a las 11.14 allí estaba él, dejando a su esposa terminar sola el desayuno. Y ahora, cuando la aventura es en Venecia y el reto viene de mi enemigo mayor, que no es Moriarty, sino una mujer, Irene Adler, me dice que no con la excusa de que tiene que asistir al nacimiento de su primer hijo. ¿Querría usted sustituirle por esta vez? Usted es corresponsal de algún periódico americano, de lo contrario no podría estar aquí, se adivina que no es hombre de fortuna. Podría quizá hacer de cronista en esta insólita aventura, la más extraña que me ha ocurrido nunca.

ENIGMA CON DIAMANTES

––Todo ocurrió cuando recibí una cajita con un diamante y una tarjeta en la que Irene Adler había escrito su nombre y dibujado una flor de lis. Nada más. En seguida adiviné que quería ponerme tras la pista de unas joyas robadas. La flor de lis es el símbolo de los Borbones, que actualmente solo reinan en España. El rey actual es un jovenzuelo tarambana que entretiene su soltería dando tumbos por los cabarets de París. Como comprenderá usted, aquel reto parecía superior a mis fuerzas. Pero entonces leí en The Timesun suelto que hablaba del robo de joyas a un pretendiente al trono español, el infante don Carlos, que vivía en Venecia. Y aquí vine con el diamante, pero solo, porque Watson, ¿se lo podrá usted creer?, se negó a acompañarme.
            Me alojé en el hotel Europa, frente a la iglesia de La Salute, y al día siguiente de mi llegada me presenté en el palacio de Loredan, un decrépito caserón que se cae a pedazos, como todo en esta ciudad tan pintorescamente maloliente.
            Al ver el diamante don Carlos lo reconoció de inmediato, era la pieza central de una de las joyas que le faltaban, y ¿lo querrá usted creer? pensó que yo era un chantajista, que venía a pedirle dinero para que pudiera recuperar aquellas joyas familiares, las pocas que su antepasado había logrado quedarse cuando le fue arrebatado el trono de España, que le correspondía legítimamente, para dárselo a su sobrina, una niña de pocos años.
            Pero de esos asuntos de la historia de España sabrá usted más que yo. No ignoraba yo que el hombre que tenía ante mí había entrado en su país al frente de un ejército y, tras luchar valerosamente, había escapado con riesgo de su vida. Le expliqué que yo era el famoso Sherlock Holmes y de inmediato me pidió disculpas por no haberme reconocido.
            No solo habían desaparecido joyas, sino también documentos de la causa carlista que comprometían a gente importante. La caja fuerte estaba en su dormitorio. No había sido forzada. Solo él conocía la combinación. Respondía de la lealtad de cada uno de sus servidores.
            Lo más extraño, y lo que me llevó a la resolución del asunto, es que en la caja había otras joyas, además de dinero en efectivo, pero los ladrones solo se había llevado, desdeñando el dinero, aquellas que habían sido heredadas y habían lucido tradicionalmente las reinas de España. Y los papeles comprometedores desaparecidos, según me dijo, eran solo los que tenía que ver con gente muy cercana a la que había sido reina-regente, doña María Cristina.
            Un asunto peliagudo, como podrá usted ver. Digno de mi talento. Pero tardé en resolverlo más de lo conveniente, echaba de menos las sugerencias de Watson, disparatadas casi siempre, pero que tenían la virtud de ponerme en el buen camino.
            ¿Y qué papel jugaba en todo esto Irene Adler? De París me llegó una carta suya, que no contenía más que un recorte periodístico en el que podía leerse que una guapa bailarina denunciaba la desaparición de un collar de diamantes que le había regalado un amigo. Sospechaba que el collar se lo había robado una mujer, que se había ganado su amistad y a la que había cometido el error de llevar a casa y dejarla compartir cama. ¿Era el propio don Carlos quien, a pesar de su venerable barba y aire patriarcal, perdía la cabeza por alguna pelandusca llegando incluso a regalarle las joyas de la corona?
            En cuanto me presentó a su actual mujer, doña Berta Rohan, comprendí que esa no podía ser la solución porque estaba completamente enamorado de ella. ¿Lo estaba ella de él? Don Carlos de Borbón, como tantos otros, como seguramente usted, y de ahí esa carta que le atormenta y que tiene en el bolsillo, podía dormir con su peor enemigo. Me bastó intercambiar cuatro banalidades con ella para dar con la solución. Irene Adler había fracasado una vez más en su intento de probar que es más inteligente que yo.
            Esta tarde me acompañará usted al palacio Loredan. Le pediré a don Carlos que no esté presente nadie más, ni su secretario ni su mujer. Usted será el único testigo de ese encuentro y dejará constancia para la posteridad.

EL ENEMIGO EN CASA

––Le adelanto la solución, pero no los pasos que he dado para llegar hasta ella, pasos que la convierten en evidente, sin necesidad de más pruebas. Solo una persona tenía acceso a la caja fuerte, además de don Carlos, su esposa, Berta Rohan. Una mujer que se convirtió en ladrona y en traidora por un exceso de sentido del deber. Esta paradoja parece propia de ese desdichado de Oscar Wilde, ¿no cree? Berta Rohan llegó a la conclusión de que en el pleito dinástico que enfrentaba a su marido con la familia reinante en Madrid la razón estaba de la otra parte y por eso quiso restituir las joyas a sus legítimos propietarios y poner alerta al joven rey de los traidores que tenía a su alrededor. O eso fue lo que ella quiso creer. Algo tuvieron que ver los celos de la anterior esposa, la difunta princesa Margarita de Borbón-Parma, y el odio a los hijos que tuvo con ella, especialmente al infante don Jaime ¿Conoce usted la historia de Fedra e Hipólito? El doctor Freud, buen amigo mío, algo tendría que decir al respecto.
            Pero el rey español es un “viva la virgen”, como se dice en su país, y una noche de juerga le regaló el collar a una francesita. E Irene Adler, que también tuvo algo que ver con ella, me puso sobre la pista de ese inverosímil enredo para darse el gusto de verme fracasar. No he fracasado, como usted contará en toda la prensa. Tendrá el honor de ser la primera persona en seguir los pasos que llevan a la solución, más apasionantes que la solución misma. La solución de un misterio siempre es trivial y desilusiona un poco. Lo que importa son los chispazos de la inteligencia que nos llevan a ella. Pero el doctor Watson, que goza del privilegio de ver a Holmes en acción, esta vez ha preferido quedarse en casa para asistir a algo tan trivial, tan doméstico, tan sin importancia, como el nacimiento de su primer hijo. Gracias a ello tendrá usted, ¿cómo me dijo que se llamaba?, el honor de sustituirle.


Serpientes de verano: Borges en Taormina

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Había estado yo leyendo la noche antes un libro de Borges que desconocía, Veinticinque Agosto 1983, publicado en Italia (ignoro si hay edición española) en 1979, cuando cumplió ochenta años, y en el que anticipaba su suicidio, y de pronto me sorprendió su silueta inconfundible, apoyado en el bastón, la cabeza alta, como observando atentamente la silueta nevada del Etna que se alzaba frente a él.
            Era a comienzos de 1984, yo había estado los últimos meses un tanto retirado e ignoraba si aquella profecía se había cumplido o no. Cerré un momento los ojos, como ante una imagen ilusoria. ¿Qué iba a hacer Borges solo en una plaza de Taormina aquella desapacible mañana de invierno?
            Me acerqué cauteloso. Inmóvil, parecía una de esas estatuas hiperrealistas que por entonces comenzaban a ponerse de moda. Sorprendentemente, como si su ceguera fuera fingida, notó mi presencia y me hizo un gesto para que me sentara a su lado. Comenzó a hablar muy despacio, con un borroso tartamudeo. Me costó al principio entender lo que decía.
            ––¿Tiene usted papel y lápiz? Acabo de recordar una historia que leí hace tiempo en los Anales de primavera y otoño, de Lu Bu We , y que me olvidé de dictarle a Adolfito cuando preparábamos la antología Cuentos breves y extraordinarios.
            Por un momento pensé que no era Borges, que era un actor que hacía el papel de Borges, como me ocurrió una vez en el Chiado lisboeta con Pessoa. Pero saqué mi moleskine, el bolígrafo y me dispuse a escribir.
            Pronunciaba cada frase muy despaciosamente, repitiéndola varias veces. Me recordó a los dictados que hacíamos en la escuela.

ENTRE DOS DEBERES

            Un noble señor se paseaba a caballo por el bosque. Al llegar a un puente, su caballo se espantó y no quiso seguir adelante. El noble le dijo entonces a Tsing Ping, su criado:
            ––Ve a ver qué pasa. Parece que hay un hombre escondido.
            Tsing Ping avanzó unos cuantos pasos y vio a su amigo Yu Yang al acecho, con un arma en la mano.
            ––Abandona a tu amo, tengo una cuenta que ajustar con él.
            ––De jóvenes fuimos los mejores amigos y me hiciste grandes favores. Si algo tramas y yo lo delato, falto a mi deber de amigo. Pero quieres causarle un daño a mi señor. Si no le advierto, falto a mi deber de sirviente. Un hombre en mi situación no tiene más remedio que morir.
            Dicho esto, se retiró y se suicidó.



REMORDIMIENTO

            ––¿Usted cree que yo debería suicidarme, como ya conté en un cuento? Apoyé el gobierno de unos caballeros que venían a poner orden en mi país, enfangado por las hordas peronistas. Luego resulta que no lo eran tanto y robaron niños y torturaron inocentes. ¿Tengo yo las manos llenas de sangre por haberlos aplaudido y no haber hecho nada cuando a mi apartamento de la calle Maipú comenzaron a llegar los siniestros rumores? Alguna vez asistió a mis conferencias algún coronel o general y yo le di la mano y lo consideré un gran honor. Y seguramente se iba después a la Escuela de Mecánica de la Armada, o a cualquier otra sucursal del infierno, a disfrutar con sus fechorías. No sé por qué le cuento esto, que nunca he contado a nadie. Pero a veces, ¿recuerda usted la película de Hitchcock Extraños en un tren?, le contamos a un desconocido lo que no nos atreveríamos a contar a nuestro amigo más íntimo.
            Luego se quedó en silencio, como admirando el panorama. Al frente, la mole del Etna, blanca y rosa, con una fumarola en la cumbre que se difuminaba en el azul del cielo; a un lado, las villas que escalaban la ladera de la montaña; al otro, el hondo valle y la bahía surcada por algún velero.
            Iba ya a despedirme, cuando comenzó de nuevo a hablar.

CONFIDENCIAS

            ––¿Está usted casado? Yo lo estuve y preferiría pegarme un tiro antes de volver a cometer semejante estupidez. Afortunadamente ya soy viejo, muy viejo, y eso trae muchas desventuras pero también nos aleja de ciertos peligros. Para nosotros los argentinos, ¿sabe usted?, la amistad es quizá más importante que el amor.
            ¿Le gustan a usted las historias de Sherlock Holmes? Yo ahora ando dándole vueltas en la cabeza a un poema que quiero dedicarle: “Es casto. Nada sabe del amor. No ha querido. / Ese hombre tan viril ha renunciado al arte / de amar. En Baker Street vive solo y aparte”.
            Digo que vive solo, pero no es verdad. Vive con John Watson. A mí siempre me ha gustado vivir de la misma manera. Tuve diversos Watson, que alguna vez fueron mujeres. Pero con una mujer la amistad siempre está a punto de echarse a perder. Suelen acabar buscando el contacto físico, que a mí me parece poco higiénico y nada desagradable. Con la amistad viril no se corre ese riesgo.
            En el peor momento de mi vida, cuando me sentía más desdichado, cuando había cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer, casarme, y no sabía cómo escapar de aquella trampa, encontré en Massachusetts a uno de mis Watson. Gracias a él volví a escribir cuentos. Recuerdo, como uno de los momentos más felices de mi vida, las tardes que pasábamos en el despacho de la Biblioteca Nacional traduciendo conjuntamente mis libros al inglés o escribiendo a dos manos mi autobiografía.
            Cuando yo me escapé de casa, como un delincuente, ¿se lo podrá usted creer?, él estaba allí, apoyándome. Los dos estuvimos escondidos durante toda una semana, primero en Córdoba, luego en Coronel Pringles, mientras los abogados tramitaban la separación. Recuerdo cómo temblaba yo en el aeropuerto, al retrasar el vuelo el mal tiempo. De un momento a otro, temía ver aparecer en la sala de embarque a la mujer con la que me había casado, gritar mi nombre, tomarme de la oreja, llevarme a casa a empujones como a un niño malcriado. Me trataba así.

LA PAREJA PERFECTA

            ––¡Sherlock Holmes y John Watson, esa sí que es una pareja perfecta! ¡Trabajar juntos en ejercicios de inteligencia y tener cerca a la señora Hudson o a la fiel Fanny para las tareas domésticas!
            ¿Se ha dado usted cuenta de que, en las historias de Conan Doyle, lo que menos nos importa es la solución del enigma? Es el defecto de las novelas policiales, a las que en un tiempo fui tan aficionado. Demasiadas páginas para resolver un acertijo. Lo que nos interesa es la relación entre Holmes y Watson, su desinteresada amistad, su complementariedad. Algo así ocurre con el Quijote, escrito un poco a la diabla, lleno de páginas tediosas (que me perdonen los cervantistas), pero que se salva en cuanto el hidalgo y Sancho se ponen a hablar. No nos cansamos de escucharles. Lo que les pase nos da un poco lo mismo, siempre que les pase a ellos. Por eso Holmes y Watson siguen vivos, pueden aparecer en el cine, en el teatro o en la televisión, protagonizar modernas aventuras. Como el mito, son de todos los tiempos, no de la Inglaterra victoriana.

PESADILLA

            Yo escuchaba todo con mucha atención, pero no tomaba notas. La hoja con el texto que Borges me había dictado la arranqué del cuaderno y se la entregué. La guardó, arrugada, en uno de sus bolsillos. No sé hasta qué punto soy fiel a lo que le escuché entonces.
            ––Rubén Darío contó en un artículo cómo se encontró con Sherlock Holmes en Venecia y la aventura que le ayudó a resolver. No sé si conoce usted esa historia. Apareció en una de las crónicas de La Nación, pero luego no en ninguno de sus libros. Adolfito (perdone, yo siempre le llamo así, quiero decir Bioy Casares) me pasó la página amarillenta. El poeta sufrió persecución toda la vida por parte de una mujer con la que había cometido el error de casarse. Bueno, fue un crimen, no un error. Los primos o los hermanos de ella, no sé bien, le emborracharon y le obligaron a casarse a punta de pistola. La mujer se llamaba Rosario Murillo y, al parecer, cuando se encontró con Sherlock en el Florian llevaba una de sus cartas en el bolsillo. Me han leído esas cartas, llenas de insultos, amenazas y faltas de ortografía: “El hijo de tu querida no es tuyo porque dicen que corresponde a la fecha en que ella estuvo sola en París. A ella no la envidio, tener un amante que comete adulterio y estar expuesta a que a las seis de la mañana me presente yo con un comisario para constatar el adulterio y que la envíen a la cárcel no es ser feliz”. La vida de Rubén, por culpa de esa mujer, fue un cuento de terror. Como estuvo a punto de serlo la mía.
            Si tardé en separarme, si aguanté tanto, una eternidad, casi tres años, fue porque me temía que si la dejaba la tendría luego el resto de mi vida persiguiéndome, interrumpiendo mis conferencias, castigándome al cuarto oscuro como a un niño malcriado.
            La aventura de Sherlock en Venecia tenía que ver con el pretendiente carlista, que cometió el error de volverse a casar con una mujer más joven, una mujer que puso todo su empeño en enemistarle con los hijos y apartarle de la causa. Valle-Inclán, con quien coincidí una vez en el Regina, la llamaba  “el ángel malo del carlismo” y también otras cosas malsonantes que prefiero no repetir. En cuanto murió don Carlos, vendió a mejor postor todas las reliquias que guardaba en el palacio de Loredán.
            Yo cometí el error de casarme una vez y en mis pesadillas vuelvo a hacerlo. Mi Watson de estos años se quita la careta en el sueño y es una ambiciosa mujer que, una mañana, sin avisar a nadie, ni a mí siquiera, me cambia de casa, de ciudad, de país. Me impide comunicarme con cualquiera de mis amigos, echa a Fanny del apartamento donde convivió treinta años conmigo y con mi madre, se queda como un cancerbero a la puerta de mi celda mientras yo agonizo. Pero también tengo sueños más agradables, con final felia. Suena una música, como en las películas que veíamos de niño, y aparece Adolfito o Di Giovanni o Alifano la apartan de un empujón y me devuelven de nuevo a las calles de Buenos Aires.

CASTIGADO     

            Volvió a callar y a contemplar fijamente, o eso me pareció a mí, la mole cercana, casi a alcance de la mano, del volcán.
            ––¿Recuerda la historia de Empédocles? Se arrojó al Etna para que no se encontrara su cadáver y le creyeran un dios. Pero aparecieron sus sandalias y se vio que era solo un pobre hombre con ansias de gloria. Si yo decidiera ahora arrojarme al cráter, como el filósofo, ¿me ayudaría usted a llegar hasta allí?
            Yo me quedé mirándole, muy serio, pero él soltó una carcajada. “No haga caso, estaba bromeando”.
            Una mujer joven, de rasgos orientales, apareció de pronto y se lo llevó a empujones, sin mirarme, sin decir una palabra. Borges, antes de alejarse, tuvo tiempo de susurrar: “Cuando se enfada porque salgo sin ella, luego para castigarme no me habla”.


Serpientes de verano: Lo que Baroja nunca contó

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El pacto de agosto del 39 entre la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin sorprendió a todo el mundo menos a Pío Baroja.
            En un artículo de octubre de ese año publicado en La Nación, cuenta el motivo. Había ido de Vera a San Sebastián para una reunión de la Academia Española que iba a celebrarse en el Museo de San Telmo. Al salir de una droguería de la plaza de Guipúzcoa, le saludó un hombre joven, de buen aspecto. Por la manera de hablar, le pareció un donostiarra típico. “¿A dónde va usted?”, le preguntó el joven. “Voy al Museo de San Telmo, donde me han citado”. “Yo también voy para allá”. Le hizo una señal al chófer de un automóvil estacionado cerca y los dos se fueron caminando.
            Hablaron de etnografía e historia y de varios asuntos que interesaban al novelista. Pasaron después a los asuntos del día. El desconocido se expresaba con mucha libertad, Baroja con toda la cautela de quien había sido detenido por los requetés, había escapado a Francia y luego había vuelto a España sin tenerlas todas consigo.
            Se despidieron en la plaza de San Telmo, donde el desconocido, tras estrechar con fuerza la mano del novelista, subió a un automóvil, que se alejó a toda velocidad. “Por la cara del chófer, rubia dorada, cara de soldado germánico; por la matrícula del coche, que no era española ni francesa, pensé que aquel señor no era de San Sebastián ni mucho menos. Debía ser un alemán”, escribió Baroja en el citado artículo.
            Lo volvería a encontrar algún tiempo después, ya terminada la guerra civil y recién comenzada la mundial.         

CANCIONES DEL SUBURBIO

Del segundo encuentro de Baroja y el desconocido no teníamos noticia hasta ahora. Baroja, antes de regresar definitivamente a España (en 1937 pasó seis meses en Vera del Bidasoa), se detuvo unos días en Bayona. Era en 1940, tras la caída de Francia, cuando la alegría de unos, que pensaban que los alemanes venían a poner orden en el desbarajuste del Frente Popular, se mezclaba con la desolación de tantos, que huían de los invasores llenando las carreteras.
            Allí conoció Baroja a una muchacha de Bilbao, de la que se enamoró un poco, según su costumbre, y para poder verla todos los días se le ocurrió alquilar una máquina de escribir y dictarle durante un par de horas. Lo que le dictó fueron los poemas de Canciones del suburbio, su único libro de versos, ripioso, destartalado, pero lleno de encanto. Se publicaría en 1944 y Pedro Salinas, lo consideró una ofensa a la poesía.
            A mí me gustan mucho algunos poemas, como “Bayona de noche”, cuyos versos me vienen siempre a la memoria al acercarme a esa ciudad: “Por el puente de piedra / pasa negro y siniestro / el Adour silencioso / con un vago lamento”.


UN LIBRERO DE VIEJO

La última vez que estuve en Bayona, hace pocos meses, caminando al azar  me encontré en una calle del barrio de Saint-Esprit, muy cerca de la neoclásica sinagoga, una librería de viejo que estaba escondida, tras un portal oscuro, al final de un largo pasillo. Los libros llenaban una especie de covacha, sin apenas luz natural, con una bombilla encendida que le daba no sé por qué el aspecto de cueva de alquimista.
            El librero, un viejo encorvado, de nariz ganchuda, tenía el aspecto de judío de caricatura, de los que aparecen a menudo en las páginas antisemitas de Baroja.
            Las librerías desordenadas me parecen las más propicias al hallazgo y al buen precio. No vi, sin embargo, en una primera ojeada, nada interesante en aquella: manoseadas ediciones de Pierre Loti, de Anatole France, mucho Maigret, aburridos best-seller, libros de esos que se amontonan en un cajón en la calle y se venden por un euro.
            Me iba a marchar, desilusionado, cuando el librero, que hasta entonces ni me había mirado, absorto en lo que parecía un manojo de facturas, alzó la vista y con un gesto me pidió que esperara. Entró en un zaquizamí y salió con una abultada carpeta de cartón sujeta con gomas.  Estaba llena de folios mecanografiados. La mayoría copias borrosas, de esas que se hacían con papel carbón. Eran poemas y algunas páginas en prosa. Estaban escritos en español. Quizá por eso el librero pensó que podrían interesarme (le había saludo en francés, pero reconocería mi acento).
            Puse un gesto que denotaba poco interés. De pronto comencé a leer un poema sin título y reconocí de inmediato al autor: “Son las diez de la noche, / el pueblo está desierto: / no hay un alma en las calles, / ni el menor movimiento. / Por el puente de piedra, / pasa negro y siniestro / el Adour silencioso / con un vago lamento”.
            En el prólogo a Canciones del suburbio, escribe Baroja: “Al marcharme de Bayona dejé los papeles y algunos libros en casa de una familia casi desconocida, y pensé que unos y otros se perderían y ya no me ocuparía de ellos; pero todos me han seguido como perros fieles al amo”.
            Los textos que le dictó a la muchacha de Bilbao le fueron devueltos, pero algunas copias debieron quedar por allí y ahora estaban en mis manos. Los poemas me resultaban todos familiares, pero las prosas no. Quizá fueran inéditas.
            Junto a uno de los poemas, alguien había dibujado a lápiz un corazón atravesado por una flecha, quizá la propia mecanógrafa. El sentimentalismo de los versos me recordaba al cuento de Mari Belcha: “Adiós, amiga mía, / no nos veremos más; / el sino nos arrastra / a cambiar sin cesar. / Yo tengo que ausentarme, / usted se casará. / La suerte y la distancia / nos van a separar / impidiendo que siga / nuestra dulce amistad”.
            Se me ocurrió pensar que aquel anciano tímido y enamoradizo, que había visto derrumbarse su mundo, tenía en los primeros meses de 1940, cuando le dictaba sus versos a una muchacha de Bilbao la misma edad que yo tengo ahora.
            El librero había notado mi interés. Me miraba con ojos codiciosos. Le pregunté el precio y me respondió con cifra astronómica, seguramente para empezar el regateo. Pero a mí nunca se me ha dado bien regatear.
            No dije nada, me puse a hojear las páginas de prosa. Todo me resultaba familiar, seguramente eran copias de artículos que luego iría publicando. Pero de pronto unas líneas me llamaron la atención. En Bayona, había vuelvo a encontrarse con el desconocido de San Sebastián. Y lo que esta vez contaba me dejó estupefacto.
            Tenía que hacerme con aquellos papeles. Traté de regatear, contra mi costumbre, pero contra lo que me esperaba el librero, seguro de mi interés, dijo que el precio era fijo.
            Al ir a pagarlo, resulta que no aceptaba tarjetas de crédito. ¿Dónde iba a conseguir yo esa cantidad? Del cajero solo podía sacar seiscientos euros. Se encogió de hombros, me quitó la carpeta de las manos y volvió a sus ocupaciones sin mirarme ni responder a mi saludo cuando salí de la librería.
            En el hotel en que me alojaba, pensé que había tenido suerte, que mejor no gastarse una fortuna en copias borrosas de textos ya conocidos, que el que tanto me había llamado la atención quizá ni siquiera fuera suyo.
            Pero, en el fondo, yo sabía que lo era. Y que alguna alusión a ese asunto hay en las páginas de Juan Benet o de Marino Gómez Santos sobre las tertulias de los años cincuenta en la calle Ruiz de Alarcón, cuando Baroja tenía ya un poco ida la cabeza. Quizá por eso no dieron ninguna importancia a aquella historia.
            De la que yo anoté lo que recordaba aquel mismo día, tratando de ser lo más preciso posible en los detalles, y que resumo ahora a la espera de que quien se hizo con la carpeta (volví meses después a Bayona y ya se había vendido) se decida a publicar unas páginas que, sin duda, serán noticia de primera página.


EL SEGUNDO ENCUENTRO

“El insomnio es un antiguo compañero mío. Me quedo leyendo hasta tarde y luego me entretengo en fantasías hasta que llega el sueño o llega la mañana. Pero hay veces en que esas imaginaciones se vuelven desagradables, uno da vueltas sin encontrar una postura cómoda, y entonces salta de la cama, se viste de cualquier manera y sale a la calle a tomar el aire.
            En Bayona, donde esperaba el momento de poder volver a España, yo había tenido suerte. Había salido de París poco antes del gran éxodo y pude viajar con cierta comodidad. El cuarto que alquilé, a un precio no excesivo, era bastante bueno, con una gran ventana que daba sobre un jardín de una villa vecina. Estaba en el camino de Marrac, muy cerca de los negros muros ruinosos donde los Borbones se entrevistaron con Napoleón. Había pagado dos meses por adelantado, pero pronto, con la gran afluencia de refugiados, los precios se multiplicaron tanto que el dueño buscó un pretexto para echarme. No sabía dónde ir.
Salí a dar una vuelta aquella última noche. Cuando quise darme cuenta, los pasos me había llevado delante de la casa donde se alojaba una amiga mecanógrafa. Parece que tampoco podía dormir porque, a través de una ventana abierta, creí oír su voz cantando una canción vasca: “Uso zuriya errazu”. En español dice así: “Paloma blanca, / di a dónde vas. / Los montes de España / están llenos de nieve, / esta noche tu albergue / tienes en mi casa”.
            Se me llenaron los ojos de lágrimas, no sé por qué. Verdad es que los viejos tenemos dentro del pecho corazón de niño. Y fue entonces cuando noté una mirada fija en mí. Me limpié las lágrimas avergonzado.
            Lo reconocí cuando me tendió la mano, sonriente. Era el desconocido de San Sebastián. Se puso a hablar conmigo como si siquiera la conversación de entonces, como si no hubieran pasado tres años terribles. Yo, recordando su atinada profecía de entonces, le escuchaba con mucha atención. Me dijo que los alemanes iban a poner orden en el mundo, que la guerra duraría unos meses, que los judíos dejarían de ser un problema. “Pero lo seguirán siendo los comunistas”, dije yo. “Pronto dejarán de serlo. Alemania invadirá Rusia y de la noche a la mañana aquello se convertirá en un feliz protectorado”.
            Me atreví a preguntarle quién era, cómo sabía esas cosas, por qué me las contaba. Sonrió, tenía una sonrisa seductora, como de galán de cine. “Da igual que en ayuda de Francia vengan Inglaterra e incluso Estados Unidos. A Alemania la estamos enseñando a preparar armas que no han sido vistas nunca en este planeta”.
            Caminando habíamos llegado hasta la gran plaza del teatro, donde se juntan los dos ríos. En el centro había un vehículo oscuro, con las luces apagadas. El desconocido, que me dijo era ingeniero, y que sonrió cuando le pregunté cómo hablaba también español siendo alemán, se despidió de mí. Luego entró en lo que yo creía un raro automóvil, pero que de pronto se elevó en vertical, giró hacia la derecha y desapareció como una exhalación. O estaba soñando o acababa de ver una nave de otro planeta, como en una novela de H. G. Wells”.


Serpientes de verano: Anatomía de un asesinato

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 El 22 de diciembre de 1870 moría Gustavo Adolfo Bécquer en su casa de la calle Claudio Coello; el 30 de diciembre de 1870 moría don Juan Prim, presidente del Gobierno, como consecuencia de las heridas recibidas tres días antes en la calle del Turco. Nadie hasta hoy ha señalado ninguna relación entre esas dos muertes. Yo tuve que desplazarme hasta un pueblo de Cáceres perdido en la montaña, Castañar de Ibor, para encontrarla.
            La historia había comenzado pocos meses antes, en febrero, y en la ciudad de Bayona. Allí, en un café que abría sus puertas bajo los soportales de la Rue del Port Neuf, se reunieron cinco españoles, emigrados por causas distintas: García Jiménez era carlista; Castelles, isabelino; Enrique Sostrada y Pedro Acevedo, republicanos; el quinto, José López, que desde el principio llevó la voz cantante, se declaraba independiente. Es quien los convoca y les propone crear una sociedad política, “La Internacional”, que tiene por objetivo llevar al duque de Montpensier al trono de España. De todos los candidatos, era el que tenía fama de ser el más generoso con sus partidarios.
            Lo primero que hace la sociedad es dirigirle una carta ofreciéndole sus servicios. La firma un inexistente Faustino Jáuregui, pero la redacta José López (durante el proceso por la muerte de Prim se sabrá que no era su verdadero nombre); la respuesta debe ir dirigida a Madame Luz. No se hace esperar y viene redactada por el propio duque. Dice que se ha resignado a ser rey de España para remediar las desgracias “de este pobre país”, y que por eso “está siempre dispuesto a recibir y a escuchar a todos aquellos que tengan esta misma idea”. Añade que irá a Madrid dentro de pocos días: “Madame Luz podrá venir y será recibida. Cuando las damas piden, nunca se las hace esperar”.
            La falsa señora Luz, o sea, el falso José López, se entrevistó primero con Topete, un de los héroes de Alcolea, que le dio una tarjeta para el duque, quien le recibiría en su residencia de la calle Fuencarral. El aspirante quedó muy complacido de la reunión y puso a José López en contacto con su ayudante, Solís y Campuzano. A partir de septiembre comenzaron a llegar a Madrid los asesinos contratados para acabar con la vida de Prim.
            En el sumario por su muerte, se conserva una carta dirigida por otro de los conspiradores de Bayona, Enrique Sostrada, a un amigo que trabaja en las minas de Puertollano: “¿Dispone usted de dos o tres hombres de los que vulgarmente se dice que pegan una puñalada al sol del mediodía? Ya puede usted comprender cuando le quiero decir. Si los tiene, puede usted mandármelos a Madrid para cuando nos vayamos, remitiendo a usted lo necesario. Esta clase de hombres no deben embriagarse jamás, ser tan reservados como estatuas y, a ser posible, libres de familia”.
            Pero ninguno de esos asesinos fue el asesino de Prim. El dudoso honor estaba reservado a José Paúl y Angulo, hijo de ricos bodegueros jerezanos que había ido a Londres por negocios y allí había quedado fascinado por la personalidad de Prim. Fue su más ferviente partidario, le acompañó en su regreso a España, estuvo a su lado durante la lucha, celebraron juntos el triunfo de septiembre del 68. La rotunda negativa de Prim a la solución republicana supuso la ruptura entre ambos.

CALLE DEL TURCO

En 1870, Paúl y Angulo, diputado en las Constituyentes, dirigía El Combate, el más feroz de los periódicos de la oposición. El 23 de diciembre anunciaba en primera página el cambio de “la pluma por el fusil”.
            Prim reconoció su voz, que estaba harto de oír en la tribuna de los diputados, arengando a los asesinos que habían fallado en el primer intento.
            La historia es bien conocida. Son las siete y media de la tarde de uno de los más fríos días de diciembre cuando, tras la finalización de una larga sesión en las Cortes, Prim sube a su coche para dirigirse al Ministerio de la Guerra,  donde tenía su sede la Presidencia del Gobierno. Sigue el camino habitual por la Calle del Turco. Cerca ya de Alcalá, dos vehículos le cierran el paso. Tras ellos surgen ocho o diez hombres embozados que rodean el coche el general por ambos lados. El conductor advierte que uno de ellos trata de sacar un trabuco, enredado en la capa. Solo tiene tiempo de decir “Cuidado, mi general!”. Un primer disparo, estallido de cristales, Prim resulta ileso.
            No era la primera vez. Prim sabía que se conspiraba contra su vida, pero se creía invulnerable. Todos los intentos de acabar con él habían resultado frustrados. Quienes debían protegerle se habían contagiado de su confianza y bajaron la guardia.
            Esa misma mañana, el director de La Discusión le ha entregado a uno de los íntimos del general, Ricardo Muñiz, la lista de los ejecutores materiales del atentado. Prim no le da importancia, pero se la pasa al gobernador. Poco antes de que Prim emprenda su último recorrido, el director del periódico se acerca a Ricardo Muñiz muy angustiado: los asesinos siguen libres. El gobernador dirá después que no hizo nada porque no creyó en esa denuncia, una de tantas, y porque el primer nombre era un diputado, contra el que no se podía proceder sin solicitar un suplicatorio.
            Prim salió ileso del primer disparo. La suerte le acompañaba. Los asesinos, no ajenos al temor reverencial ante el héroe, están a punto de huir. Y entonces suena una voz que Prim reconoció de inmediato. Era la voz de alguien que había sido casi un hijo y llevaba tiempo insultándole desde la tribuna: “Fuego, cojones, fuego!”. Suena una descarga por el lado derecho. “¡Ahora vosotros”. Y la descarga llega del lado izquierdo.
            La historia de España, en ese momento, da un quiebro. Pero todavía pudo parecer que la suerte no estaba echada. El general sube por su propio pie las escaleras del Ministerio de la Guerra.
            ¿Sabía Paúl y Angulo que su feroz libelo radical, El Combate, estaba financiado por Montpensier? Quizá entonces no lo supiera, pero tuvo tiempo de enterarse en los largos años que vivió huido de España, sin atreverse a regresar ni siquiera en tiempos de la primera República, que nada tuvo que ver con el crimen, aunque la mano ejecutora fuera la de un republicano.


DON JOSÉ

            Pero no era don Antonio de Orleans, duque de Montpensier, el único que veía en Prim una valla para sus ambiciones. El 4 de enero de 1871, cinco días después de la muerte del general, un cabo del ejército, Francisco Javier Janini, compareció ante el juzgado para explicar que, pocos meses antes, había conocido en un prostíbulo a dos matones vizcaínos, que se habían hecho amigos, y que estos le habrían propuesto participar en un atentado contra Prim. Él aceptó en un principio y le presentaron a quien financiaba la operación, un tipo “alto, delgado, con las patillas rubias y quebrada la color”, al que conocían como don José. Arrepentido, no quiso tomar parte en la operación. La policía decidió buscar al misterioso don José. Las reuniones con él habían tenido lugar en el café de Correos. Allí se apostaron. El cabo lo reconoció nada más verle entrar. Lo siguieron hasta la Presidencia del Consejo de Ministros. Su nombre completo era José María Pastor, jefe en aquel momento de la escolta de quien había sucedido a Prim en la presidencia del Consejo, el general Serrano, duque de la Torre.
            Cuando Amadeo de Saboya, recién desembarcado, fue a dar el pésame a la viuda de Prim, le dijo que no pararía hasta dar con los asesinos. Y esta le respondió: “No tendrá que buscar muy lejos”. Detrás del monarca, se encontraba Serrano.
            Todas estas cosas las sabía yo, las sabíamos todos desde que  Antonio Pedrol Rius, tras estudiar los dieciocho mil folios del sumario, publicó en 1960  Los asesinos de Prim. También que cuando el duque de Montpensier se convirtió en el padre de la reina de España, al casarse Alfonso XII con María de las Mercedes, el caso fue sobreseído por falta de pruebas y todos los acusados quedaron libres.
            Lo que yo no sabía era el papel que Bécquer tuvo en todo esto. La revolución acabó con su buena fortuna como censor de novelas y protegido de González Bravo. Pero su suerte empezó a cambiar a comienzos de 1870. Le nombran director de La Ilustración de Madrid, le ceden un piso amplio y confortable en la calle Claudio Coello. ¿Pero qué tiene que ver eso con la muerte de Prim? Bécquer era partidario de la restauración borbónica y la consigna que había dado Cánovas era esperar, simplemente esperar.

CASTAÑAR DEL IBOR

Tuve que ir hasta Castañar de Ibor para aclarar el asunto. La comarca de los Ibores, al sudeste de la provincia de Cáceres, no resulta de fácil acceso, pero es uno de los lugares más hermosos que conozco. Castañar de Ibor asciende por la ladera de una montaña, coronado por la blanca torre de la iglesia, y ofrece una bella estampa al irse acercando por la tortuosa carretera. Me detuve en la parte baja del pueblo y entré en un bar. Solo había un cliente, además del camarero. Les pregunté por la calle Federico García Lorca, donde vivía quien se hacía llamar Roque Barcia –no me dijo su verdadero nombre– con quien yo llevaba tiempo intercambiando mensajes privados en Facebook a propósito de un tema que nos apasionaba a ambos, el asesinato de Prim. Él decía tener un documento que demostraba la participación de Bécquer y que el autor intelectual no era el duque de Montpensier, de quien todo el mundo sabía, menos él, que nunca podría ser rey de España tras haber matado en un duelo al infante don Enrique, hermano del rey consorte, primo de Isabel II, nieto de Carlos IV, aunque un Consejo de Guerra hubiera decidido que el balazo en la frente durante un duelo en Carabanchel había sido un accidente.
            Dejé a mi hermano y a mi sobrina, que me acompañaban en el viaje a Extremadura (yo no sé conducir) en el bar de la carretera, y ascendí las empinadas y laberínticas calles del pueblo hasta dar con la que llevaba el nombre del poeta. Pero no fui capaz de dar con la casa de Roque Barcia: el número que había anotado no correspondía con ninguno de esa calle.
            En el asesinato de Prim, participaron desde el principio, elementos borbónicos. Para las aspiraciones políticas de Cánovas, los enemigos no eran los republicanos, cuatro gatos enfrentados entre sí, ni Serrano, útil solo como florero; tampoco, contra lo que pudiera pensarse, Montpensier, que llevaba soñando con ser rey de España desde que intentó casarse con una adolescente Isabel II y tuvo que contentarse con su hermana. El peligro era Prim, que propugnaba el cambio de dinastía. La consolidación de Amadeo de Saboya, culto y liberal, habría supuesto el fin de cualquier aspiración restauradora.
            Cánovas no tenía prisa. El príncipe de Asturias era aún niño. Había que alentar a unos y a otros, dejar que se anularan entre sí. Serrano, el general bonito, acabó guardando la silla hasta que Martínez Campos le dio un empujón para poner en su lugar al joven Alfonso.
            En el asesinato de Prim, el dinero lo derrochó un iluso Montpensier, pero los hilos los movió Cánovas. Y Bécquer, en el último año de su vida, estuvo a sus órdenes. O eso afirma Roque Barcia, quien quizá algún día se decida a mostrar los documentos que lo confirman.
            Cánovas, por cierto, acabaría como Prim. Al azar le gusta fingirse justicia divina.




Serpientes de verano: Pessoa, la Virgen de Fátima y un premio amañado

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Al fondo del café, alargado y estrecho como un vagón de ferrocarril, un hombre solo, con el sombrero y el abrigo puesto, fuma abstraído; de vez en cuando anota algo en un papel arrugado. Tiene unos cuarenta y cinco años, pero aparenta muchos más.
            Hasta él, sin que se dé cuenta, se acerca un caballero orondo, elegantemente trajeado, que despierta la curiosidad de los otros clientes: levantan sus ojos de las cartas o de la copa o del periódico y se le quedan mirando. Es el hombre del día. Hace poco, en el Diario de Notícias, ha entrevistado largamente a la Esfinge, al hombre providencial que, oculto en su despacho, solo con aplicar al presupuesto las operaciones elementales de sumar, restar, multiplicar y dividir, estaba sacando al país del abismo.
            ––Perdone, maestro, que le interrumpa. Vengo a darle una buena noticia y a pedirle dos favores.
            Al escuchar la voz, el hombrecillo triste levantó la vista; tras esbozar una sonrisa, con un gesto le indicó que se sentara.

UNA AMISTAD DEL TIEMPO DE ORPHEU

Las relaciones entre António Ferro, el Goebbels del Estado Novo, y Fernando Pessoa, el poeta de los heterónimos, ya bien conocidas, adquieren matices inéditos a la luz de los papeles inéditos de Almada Negreiros recientemente publicados por la Fundación Gulbenkian.
            António Ferro era un jovencito ambicioso cuando se acercó al grupo de Orpheu, la revista que en 1916 renovó la literatura portuguesa. En el segundo número, llegó a figurar como director porque, tras el escándalo del número inicial, nadie quería dar la cara. Los verdaderos directores, como es bien sabido, eran Pessoa y Sá-Carneiro. De António Ferro, autor de un mal libro de versos, Missal de Trovas, ansioso por figurar, todos se burlaban un poco. Algo después descubriría a Gómez de la Serna y sería el primero en greguerizar en portugués: “Lo mejor de la Venus de Milo son los dos brazos que le faltan”.


DOS FAVORES

––La buena noticia es que Salazar ha creado el Secretariado de Propaganda Nacional y me ha encargado que lo dirija. Tiene mucho interés en conocerle, maestro. Hemos de preparar el encuentro. Cuando a usted le venga bien. El jefe de Gobierno, alma de la nación como usted lo es de la literatura, tendrá siempre tiempo para recibirle.
            El primer favor es que prepare usted por fin un libro y lo presente al premio de Poesía, uno de los cinco grandes premios que pienso crear. Está dotado con cinco mil reales, cinco contos, no hay premios así ni en Francia ni en España. El primer premio será para usted, sin duda alguna.
            El segundo favor es un poco delicado. ¿Recuerda nuestra conversación cuando leímos en O Século el artículo de Avelino de Almeida? El sol había danzado sobre los miles de peregrinos que esperaban la aparición de la Virgen y usted sonrió y dijo: “Pues el sol de Fátima debe de ser distinto del de Lisboa porque aquí nadie le ha visto moverse”.
            “¿No cree usted en los milagros, maestro?”, le pregunté. “Creo que hay mundos que desconocemos, enigmas a los que la ciencia no sabe responder. Tengo una tía aficionada al espiritismo y más de una vez he participado en las sesiones que se celebran en su domicilio. Al principio era un tanto escéptico, pero poco a poco comenzaron a ocurrir cosas. Yo mismo comencé a ser medium. Estaba una vez en casa, de noche, recién llegado de A Brasileira, cuando mi mano pareció moverse sola, tomó pluma y papel y trazó la firma de Manuel Gualdino da Cunha; luego, varias líneas sin sentido y series de números. No le di ninguna importancia. Lo extraño es que poco después comencé a ser vidente, a tener visión astral y visión etérica. Veía el aura magnética de las personas y de mí mismo, irradiándome de las manos. Llegué incluso a ver el esqueleto de un individuo por debajo del traje y la piel cuando me encontraba en el Rossio. También era capaz de estar en dos sitios a la vez. Cuando el pobre Sá-Carneiro se suicidó allá en su cuarto de París, yo estaba aquí en Lisboa y al pie del lecho, viéndole tomar el veneno sin poder hacer nada. Creo que todo eso es anormal, en el sentido de poco frecuente, pero no antinatural. Hay mundos superiores al nuestros y habitantes de esos mundos en grados diversos de espiritualidad”.
            Yo no le creí, maestro, pensé que bromeaba conmigo. Y me ofrecí a ir hasta Fátima, entrevistar a los que decían haber visto a la Virgen y demostrar que todo había sido una estratagema de clérigos avariciosos que se aprovechaban de la ignorancia de unos niños para aumentar la devoción y los donativos.
            Usted se ofreció a acompañarme. Afirmaba sonriente que la Virgen, aquella señora de Galilea que había sido madre de Jesús, caso de gozar de la inmortalidad, tendría mejores cosas que hacer que plantarse encima de una encina y juguetear con el sol, pero suponía que podía haber algo, una presencia astral, seres de otro mundo.
            Allá fuimos los dos y a la vuelta escribimos un relato del viaje. Yo le entregué una copia del mío, pero el suyo no tuvo ocasión de leerlo, a pesar de lo interesado que estaba. El segundo favor que le pido, que lo haga desaparecer, es muy importante para mí. Yo entonces era un joven irreverente e incrédulo y dije cosas de las que ahora me arrepiento. Los obispos portugueses han consagrado Portugal a la Virgen de Fátima y Salazar me ha dicho que confía en ella más que en todos sus ministros y en toda su policía. Un pueblo que cree es un pueblo capaz de cualquier sacrificio. Si ese escrito mío sale a la luz, tendré que dejar mi cargo y no podré hacer por el país todo el bien que me siento capaz de hacer.

UN INÉDITO DE PESSOA

Durante bastante tiempo, se dudó de que Pessoa llega a escribir ese informe de su viaje a Fátima, ya que no se encontró ningún rastro de él en el archivo y el poeta tenía la costumbre de conservarlo todo.  Inesperadamente ha aparecido una copia dactilografiada entre los papeles de Almada Negreiros. Los estudiosos dudan sobre su autenticidad. Jerónimo Pizarro, que la ha analizado letra a letra, afirma que ha sido escrita con la misma máquina que otros textos del poeta, lo que si no la confirma del todo (Pessoa no tenía máquina de escribir propia, utilizaba las de las oficinas en que trabajaba), la vuelve bastante verosímil.
               António Ferro –escribe Pessoa–, admirador de Marinetti, como Álvaro de Campos, alquiló un automóvil y en él, a pasmosa velocidad, nos dirigimos a Fátima. Se averió dos veces, pero las dos tuvimos suerte y conseguimos ponerlo en marcha. Yo, que desde mi vuelta de Pretoria apenas había salido de Lisboa, me sentía como un explorador, un Stanley o un doctor Livingstone, supongo.
            Al llegar a la población, decidimos que cada uno haría el inquérito por su cuenta. Ferro, cuaderno y lápiz en mano, fue en busca de los pastorcitos. Yo comencé a sentirme un poco mareado, tras el ajetreo del viaje, y busqué un lugar en que sentarme. Lo encontré en un pequeño muro, en una calle apartada, a la sombra de un árbol.
            En seguida noté que no estaba solo, aunque no había nadie cerca. Lo que me rodeaba fue cambiando de color, hasta quedar en un sepia de fotografía antigua. Y entonces apareció una mujer vestida de blanco, con una túnica de bordes dorados. Sonreía. “¿Eres la Virgen?”, le pregunté. Siguió sonriendo sin decir nada.
            De pronto, un sonoro rebuzno seguido de varias maldiciones y la aparición desapareció. Distraído, había avanzado hasta el medio de la calle y casi me había atropellado un burro que cabalgaba un campesino. “¡A ver si andamos con más cuidado, pasmarote!”, dijo el Sancho Panza.
            Yo estaba como borracho sin haber probado una copa. Caminé hasta un descampado; parecía que alguien guiara mis pasos. Y allí me sorprendió una gran esfera metálica, con ventanas redondas, como las de los barcos. Se abrió una portezuela y bajaron dos hombrecillos. Se pusieron a mi lado y me invitaron a acompañarles.
            ¿En qué lengua hablaban? En ninguna. No abrieron la boca, pero yo sabía claramente lo que querían. Entré con ellos en la nave esférica. Sobre una mesa, tendida, desnuda, estaba la mujer que había visto antes. Pero no era una mujer, sino una especie de muñeco animado. Un boquete abierto en el vientre, permitía ver las ruedecillas, las tuercas y los muelles metálicos de su interior. Junto a ella, como el médico que hace una autopsia, con un bisturí en la mano, había un individuo que me pareció reconocer. Lo miré fijamente y, aunque estaba más delgado, no tuve ninguna duda: era Sá-Carneiro, el amigo que se había suicidado en París. Me miró a los ojos fijamente, como para hipnotizarme, luego me los cerró suavemente y yo quedé profundamente dormido.
            Me despertó Ferro, bajo el árbol en que me había sentado a descansar, ya anochecido. “¡Qué susto me ha dado! No le encontraba por ninguna parte. Y luego le veo aquí, como muerto”.
            Me puse las gafas, que se me habían caído, le tranquilicé y le pregunté qué tal le había ido en sus indagaciones. “¡Una estafa bien tramada, una engañifa! Traigo las pruebas. Los niños son unos inocentes que dicen lo que quieren que digan el cura y su ama, que lo han tramado todo. Tengo las pruebas”.


AQUEL DÍA DE 1933

Aquel día de 1933, en que fue a buscarlo al Martinho da Arcada, António Ferro quiso acompañar a Pessoa hasta su casa. “No es ninguna molestia, maestro. Déjeme que disfrute de su compañía. El Quinto Imperio, el imperio cultural del que tanto ha hablado, está cerca. Portugal volverá a ser grande. ¿Recuerda los versos con que termina su poema a Sidónio Pais, el presidente-rey brutalmente asesinado, esos versos que hablan de un lejano clarín matinal que anuncia el regreso de don Sebastián? Pues ha llegado la hora. António de Oliveira Salazar es el deseado y yo soy su heraldo. Los mejores intelectuales de Europa le apoyan. Estoy en contacto con Valery, con Maeterlinck, con Unamuno. Y de mi maestro Pessoa espero el libro que cante la gloria de Portugal, el nuevo Os Lusiadas”.
            Pessoa trató de cortarle el paso, pero fue inútil. Entró en el cuarto y se puso a buscar entre sus papeles. “Poemas de Reis, de Campos, de Caeiro, cuántas maravillas, maestro. Europa caerá a nuestros pies deslumbrada cuando esto comience a salir a la luz. Desde el Secretariado de Propaganda Nacional nos ocuparemos de ello. ¿Pero dónde está el informe sobre Fátima que le entregué hace años? Usted lo guarda todo, maestro. Dígame dónde está. Debo destruirlo. Si sale a la luz, se acaba mi carrera política y con ella el futuro glorioso que espera a Portugal”.
            ¿Hizo Pessoa desaparecer el escrito de António Ferro? No se ha encontrado ni rastro en el “espólio”.  Y Ferro cumplió su palabra: el poeta recibió cinco mil reales –una pequeña fortuna entonces– por su libro Mensagem, a pesar de haber sido descalificado al no cumplir con el número de páginas requerido.




Serpientes de verano: París-Buenos Aires

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––Señora, las fuerzas armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada.
            Era la madrugada del 24 de marzo de 1976. María Estela Martínez de Perón no pudo evitar un suspiro de alivio. “¡Ya era hora!”, dijo o dicen que dijo. “Esta noche por fin podré dormir tranquila”.
            Nunca un golpe de Estado fue tan deseado, ni tan anunciado, como el que llevó al poder al teniente general Jorge Rafael Videla, al almirante Emilio Eduardo Massera y al brigadier Orlando Ramón Agustí.
            Poco después, Joaquín Soler Serrano entrevistó a Jorge Luis Borges en su programa A fondo y en un momento de aquella la entrevista en borroso blanco y negro se le escucha decir: “Argentina está ahora en manos de unos caballeros”.


EL OTRO CIELO

Ese mismo día, a las cuatro de la tarde, estaba previsto un experimento que comenzaba en la Galería Güemes, el pasaje cubierto entre las calles Florida y San Martín, y terminaba en la Galerie Vivienne, en París, muy cerca del Palais Royal.
            Los nuevos descubrimientos de la física cuántica hacían posible convertir en realidad lo que Cortázar había soñado en “El otro cielo”, uno de los relatos de Todos los fuegos el fuego. Quien iba a llevarlo a cabo era uno de mis amigos del Carreño Miranda, Rafael Ablanedo, con el que yo había vuelto a coincidir un verano en París, cuando ya él se había trasladado con su familia a América.
            Rafa Ablanedo era famoso por su inteligencia y por su afición al disparate. Sacaba las máxima nota en todas las asignaturas, lo mismo en latín que en matemáticas, y un día estuvo a punto de hacer saltar por los aires todo el edificio durante un experimento en el laboratorio de Física, y otro se quedó completamente desnudo en clase porque, según decía, había descubierto una tintura, con la que se embadurnó antes de salir de casa, que le volvía invisible.
            Cuando me lo volví a encontrar, en el París de 1970, estaba obsesionado con los fenómenos paranormales, para él rigurosamente científicos. Le había deslumbrado El retorno de los brujos, de Pauwels y Bergier, y se había  suscrito a su revista Planète.
            Recuerdo bien la larga charla que tuvimos, en una terraza de la plaza de la Sorbona, muy cerca del jardín de Luxemburgo, a la sombra del positivista Auguste Comte. Él traía en las manos Regreso a las estrellas, de Erich von Daniken, recién aparecido; yo, un libro que me interesaba bastante más, Todos los fuegos el fuego, que acababa de comprar en la Librería Española de la rue de Seine junto con algunos números de Cuadernos de Ruedo Ibérico.
            Mi entusiasmo por Cortázar (al contrario que el dedicado a Borges), ha disminuido con el tiempo, pero la fascinación por “El otro cielo” continúa intacta. Un corredor de bolsa camina distraído por su ciudad, Buenos Aires, y sus pasos acaban llevándole siempre hasta la Galería Güemes, territorio ambiguo donde fue a quitarse la infancia “como un traje usado”: “Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se entremezclaban la entrevisión del pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas”.
            Entraba en el Pasaje Güemes y reaparecía en París, en “la Galerie Vivienne, por ejemplo, o en el Pasage des Panoramas con sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería de viejo o en una inexplicable agencia de viajes donde quizá nadie compró nunca un billete de ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo más próximo, de vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden las manos para ofrecer una guirnalda”.
            El viaje no es solo en el espacio, también en el tiempo. Los paseos por Buenos Aires tienen lugar en los años finales de la Segunda Guerra Mundial; los de París, en la época del Segundo Imperio, cuando la amenaza prusiana.


AGUJEROS DE GUSANO

No olvidaré nunca aquellos días en un París todavía con las pintadas y los adoquines levantados del 68 (o así aparece en mi recuerdo) ni a mi amigo Rafa afirmándome muy serio que las fantasías de Cortázar, como antes las de Julio Verne, acabarían pronto siendo realidad.
            Algún tiempo después, en una carta desde Buenos Aires, se refirió a esa profecía suya y me dijo que estaba a punto de cumplirse. Sus cartas siguientes venían llenas de complicadas fórmulas matemáticas, que yo no entendía, pero que en su opinión, dejaban meridianamente claro que el traslado instantáneo en el espacio, desmaterializarse en un lugar y materializarse a los pocos segundos en otro, era posible. Y el primer experimento público, en homenaje a Cortázar, tendría lugar precisamente en el Pasaje Güemes y la reaparición en la Galerie Vivienne.
            Ese es el acontecimiento que iba a tener lugar el 24 de marzo de 1976. La última carta suya incluía varios recortes periodísticos con anuncio del espectáculo. Porque, efectivamente, se trataba de un espectáculo: lo organizaba una asociación vecinal, no un departamento universitario.
            Mi amigo se disculpaba: “Ya sabes cómo es la ciencia oficial, no aceptan nada que los saque de sus caminos trillados, y como yo no soy catedrático, ni siquiera terminé la licenciatura, no han querido hacerme caso. Pero no se trata de un ejercicio de ilusionismo, te lo aseguro. Hemos invitado a autoridades y gente importante. Ernesto Sábato nos ha prometido que asistirá. Y en París estamos en tratos para que sea el propio Julio Cortázar quien me salude cuando me materialice en la Galerie Vivienne”.
            Un disparatado programa de televisión, de los que a mí me gusta ver antes de irme a la cama, me ha traído de nuevo a la memoria el experimento de mi amigo. Se titula Aliens y en él he vuelto a encontrarme con Erich von Daniken y con las líneas de Nazca y la constelación de Orión y las calaveras de cristal y los agujeros de gusano.
            Hablando de estos últimos oí mencionar de pronto, para sorpresa mía, el exitoso experimento de un investigador español en 1976. ¿Sería el de mi amigo?
            “Un agujero de gusano –explicaba un supuesto físico de no sé qué universidad– es un atajo en el espacio-tiempo descrito por Einstein en sus ecuaciones de la relatividad general.  También recibe el nombre de puente de Einstein-Rosen. Permite viajar en instantes de un planeta u otro, incluso de una galaxia a otra”.
            ¿Llevó a cabo o no mi amigo Rafa el experimento? La verdad es que yo me desentendí del asunto. Todo el mundo aplaudió aquel golpe tan limpio, tan educado, de los militares argentinos; en la dictadura española, había muchos que soñaban con una operación semejante. A Francisco Franco, le había sucedido el rey Juan Carlos, tras jurar defender los Principios Fundamentales del Movimiento, y el jefe de Gobierno, Carlos Arias Navarro, trataba de dar marcha atrás en sus tímidos intentos de apertura porque sentía que se le estaban yendo de las manos.
            La situación de España en general y la mía en particular eran lo suficientemente complicadas como para quitarme de la cabeza los disparates de mi amigo Rafa Ablanedo, de quien perdí la pista, disparates que todavía siguen siendo tomados en serio en el canal Historia o incluso en el presuntamente más riguroso National Geographic.



DOS DE AZÚCAR

Un acontecimiento inesperado, uno de esos azares que no caben en la ficción realista, que gusta de la verosimilitud, me ha llevado a pensar que el experimento previsto para el día 24 de marzo de 1976 se llevó a cabo y que quizá tuvo éxito.
            Estaba yo hojeando el diario El Comercio, como cada domingo, en la cafetería Dos de Azúcar, en el Fontán, cuando frente a mí, en la mesa común, se sentó una pareja de turistas que hablaban con acento argentino. Traían con ellos una edición reciente de Operación masacre, de Rodolfo Walsh, uno de los desaparecidos de la dictadura, y ese fue el pretexto para iniciar la conversación.
            Hablamos de Buenos Aires y de las librerías de la Avenida Corrientes y del Pasaje Güemes. “Mi padre –dijo la mujer– desapareció ahí el mismo día del golpe. Mi padre era asturiano, de Avilés”.
            Y supe así, de los labios de una de sus protagonistas, cómo había acabado aquella historia de hace cuarenta años. María Ablanedo tenía entonces solo dos años. Pero se lo había oído contar a su madre una y mil veces.
            El día del golpe, aplauso y alivio en público y secreto terror en muchas casas. Aquella misma noche se llevaron, por lo general para siempre, a estudiantes, sindicalistas, profesores de los que se sospechaba alguna simpatía hacía los subversivos, que también celebraron el golpe, que esperaban desde hacía tiempo, allá en sus campamentos remotos y en sus guaridas clandestinas.


LO QUE ME CONTÓ LA HIJA

El armatoste de hierro y de cristales, con sus válvulas y sus lucecitas que se encendían y se apagaban, estaba ya armado y listo para utilizarse en uno de los locales del Pasaje Güemes. Aquel día en que medio país temblaba y el otro aplaudía mi padre se empeñó en salir de casa y seguir con el plan previsto. Mi madre suplicó en vano. “Lo tengo todo preparado y bien preparado –decía–, será un éxito mundial, mañana apareceré en la primera plana de todos los diarios”.
            Y hasta allá fue, sin que nadie le detuviera, sin que nadie le preguntara nada en un Buenos Aires que retemblaba bajo las botas de los militares y todavía no podía ni imaginarse el horror que se avecinaba. Nadie esperaba, por supuesto, en el local del Pasaje Güemes. Él ya suponía que Ernesto Sábato no se habría atrevido a desplazarse hasta allí, pero confiaba en encontrarse al menos con un puñado de curiosos. No todos los días se lleva a cabo la confirmación de una de las hipótesis más aventuradas de Einstein.
            Antes de cerrar mi padre la puerta de  aquella especie de cápsula, pudo contemplar a una patrulla militar que avanzaba por la galería, quizá en su busca.
            No volvimos a ver a mi padre, desapareció en Buenos Aires como había previsto. No lo volvimos a ver, pero unas semanas después recibimos una carta desde París. Era suya, inconfundiblemente, como las que la siguieron, también manuscritas. Luego cesaron y ya no tuvimos más noticias de mi padre.         
            ¿Desapareció en París, sin dejar rastro, en un París al que había llegado pocos instantes después de desaparecer en Buenos Aires? En la primera carta nos decía que le habían recibido docenas de periodistas, que incluso el “larguirucho” Cortázar –ese adjetivo empleó– no había querido perderse el acontecimiento.
            Pero ningún periódico informó de ello ni nadie fue capaz de darme noticia de mi padre cuando fui a París en su busca.



            

Serpientes de verano: Luis Cernuda y el fantasma de Canterville

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En el verano de 2002, unos cuantos amigos viajamos a Buenos Aires. Cada uno llevaba su plan de trabajo (yo, revisar los archivos de La Nación en busca del artículo de Rubén Darío en que habla de Sherlock Holmes y el robo de las joyas carlistas), pero la verdadera razón era pasar unos días juntos en una ciudad que parecía haber comenzado a salir de sus años peores.
            El cambio nos era muy favorable y pudimos alojarnos en un excelente hotel al comienzo de la Avenida de Mayo. Desde la terraza, teníamos la entera ciudad a nuestros pies: a un lado, las torres y las cúpulas; al otro, las aguas turbias del Río de la Plata.
            Nos dedicábamos más a callejear, citar a Borges, frecuentar librerías y locales con música en vivo que al trabajo que nos había llevado allí. Lo pasábamos bien juntos, a pesar de que algunas vez nos enredábamos en esas discusiones a las que soy adicto.
            Un día, Xuan Bello dijo: “Esta tarde voy a visitar a mi tío Vitorio. ¿Alguien quiere acompañarme?”
            Ni Silvia Ugidos ni Martín López-Vega estaban por la labor, pero yo me apunté de inmediato, aunque, como todo el mundo, nada deteste más que las visitas familiares. El tío argentino de Xuan era todo un personaje: había sido compañero de Cernuda en Cambridge. Yo siempre dudé de su existencia, como de la de tantos otros protagonistas de las líricas fantasmagorías de mi amigo. Al principio, oyéndole hablar de su tío fabuloso, creí entender que se trataba de un amante del poeta (el que aparece en los poemas de Vivir sin estar viviendo), pero él me explicó que no, que solo habían sido colegas en el Emmanuel College.



EL TÍO DE XUAN

El tío Vitorio, –Manuel Victorio Fernández Valiela– existía de verdad. A punto de cumplir noventa y dos años, se conservaba erguido y con la mente clara. Nos invitó a tomar un café o un mate y luego a dar un paseo por la Recoleta para mostrarnos algunos de sus árboles favoritos.
            A Cambridge había ido, becado por el gobierno argentino, a estudiar fitología y era uno de los mayores expertos mundiales en la materia. Hablaba de los árboles con el mismo entusiasmo que otros de sus hijos o de su mujer.
            Un añoso roble le recordó a otro que crecía frente a su casa de la infancia, en Paniceiros, y Xuan y él se dedicaron a evocaciones familiares de las que yo, como era de esperar, me sentía ausente.
            Cada vez más aburrido, no sabía cómo llevar la conversación hacia su amistad con Cernuda. Me daba la impresión de que se trataba de un producto de la imaginación, tan cunqueriana, de Xuan y que no quería que lo descubriera.
            Adivinó lo que pensaba, o se apiadó de mi aburrimiento, e interrumpió amablemente la explicación sobre el envejecimiento de los árboles: “Perdona, tío, pero mi amigo García Martín no se cree que fuiste amigo de Luis Cernuda. ¿Podrías hablarnos un poco del poeta antes de que marchemos? Creo que ya te hemos fatigado bastante”.
            El tio Vitorio sonrió y no tuvo inconveniente en cambiar de asunto: “Era un tipo raro, y bastante arisco. Salvo a mí, yo creo que a nadie más le caía bien. Yo le gustaba porque era joven y le hablaba de árboles y no de poesía, ni siquiera de la suya, que entonces no había leído. Los dos vivíamos un poco al margen, o muy al margen, del medio académico. Nos alojábamos en el Emmanuel College y nos concedieron el privilegio de cenar en la High Table, corriendo nosotros con los gastos. La comida no era precisamente buena (estábamos en 1943), pero el escenario merecía la pena. Una sala larga y oscura, conventual, con borrosos vitrales de escenas bíblicas. En la mesa principal, a un extremo, se sentaban los profesores; en otras tres, perpendiculares a ella, los estudiantes. No había sillas, sino incómodos bancos. La primera vez que entramos, nos sorprendió ver, presidiendo, un gran retrato al óleo de Felipe II. Pero no era Felipe II, claro, sino un prócer inglés cuyo nombre ahora no recuerdo. Cernuda, lector de español y no profesor, se sentaba conmigo, becario, y con los otros estudiantes; le estaba vedada la mesa principal”.
            “Seguiste en contacto con él cuando os separasteis en el 45. ¿No es cierto, tío? ¿Conservas sus cartas?”
            “Por algún sitio andarán. También alguna fotografía. Incluso me envió el original de un libro suyo para que yo intentara publicarlo en Argentina. Lo aceptaron en Losada, pero luego lo rechazaron. El poeta se llevó un disgusto. Apareció más tarde en otra editorial, gracias a Ricardo Molinari, también buen amigo”.
            Habíamos vuelto a su apartamento. Se le notaba fatigado. “No dejes de volver a pasar por aquí antes de regresar a España, Xuan. A ver si para entonces te he encontrado las cartas. Casi todas se referían a lo mal que se encontraba en Inglaterra y al libro que quería publicar. Pero había una que te gustaría leer. Era larga, hablaba de un castillo y un fantasma. Me extrañó su tono confesional, impropio de él, al menos en su trato conmigo. Le escribí preguntándole si era un capítulo más que añadir al libro de cuentos que le rechazaron en Losada. No me contestó o no me llegó su contestación. Eras unos cuantos folios mecanografiados. Creo que se los quedó Molinari”.


XURDE, EL LIBRERO DE LA NOCEDA

El pasado jueves, como todos los jueves, pasó por mi casa Xurde, el librero de La Noceda, a llevarse unas bolsas de libros para dejar sitio a los nuevos que entran cada día. Siempre procura compensarme con alguna rareza que encuentra en su almacén. Esta vez fueron unos fatigados volúmenes de Joaquín Gómez Bas, el escritor (también pintor) que nació en Cangas de Onís, y que acabó siendo miembro destacado de la Academia Porteña del Lunfardo.
            Dentro de las páginas de Barrio gris, había varias holandesas mecanografiadas. En una de ellas, reconocí versos de un poema de Molinari; en otras, creí encontrar la carta de Luis Cernuda de la que nos había hablado hace quince años el tío de Xuan Bello en Buenos Aires.

LA CARTA PERDIDA
  
Tardé en dormirme y, al poco de hacerlo, me despertó el estruendo de una ventana que golpeaba contra el muro. Al principio, no supe qué hacía allí y no en mi pequeña habitación alquilada, frente a la arboleda de Hyde Park.
            No soy hombre al que le guste aceptar invitaciones, como bien sabe usted, aunque desde que dejé mi piso en la calle Viriato de Madrid haya tenido que vivir a menudo en casa ajena. Pero esta era una invitación especial.
            Con John Overy, paseaba a menudo, después de las clases. Era un jovencito frágil, silencioso, Yo tampoco soy muy locuaz, así que más que charlar, callábamos juntos. Me hizo alguna confidencia: no se llevaba bien con su padre, tenía un gran cariño por una hermana algo mayor, Virginia, que alguna vez nos acompañaba, cuando venía a visitarle, y que le hacía las veces de madre. Fue ella quien me invitó a pasar un fin de semana en su castillo apartado del mundo, rodeado de jardines y bosques y en el que se decía que había situado Oscar Wilde su relato “El fantasma de Canterville”. John me miró un momento a los ojos, luego bajó los suyos, y ruborizándose, dijo: “Acepte, por favor”. Acepté sin pensarlo. Me había divertido mucho, y también emocionado, con la historia de Wilde, con ese fantasma patoso al que asustan los rudos nuevos dueños del castillo y que al final se redime por amor.
            Acepté y ahora me arrepiento. Tras esperar largo rato, me levanté y fui a cerrar la ventana, que seguía golpeando. El castillo era tan inmenso que los demás no debían oírla. Salí al pasillo, muy débilmente iluminado, salvo cuando lo hacía algún rayo (era noche de tormenta, como en cualquier relato de terror).
            Caminé hasta la biblioteca, con pesadas estanterías que ocultaban los gruesos volúmenes tras de vidrios emplomados, pero allí todas las ventanas estaban cerradas. A la luz de un relámpago, creí entrever una gran mancha de sangre sobre el pavimento, como en el relato de Wilde. Me asusté. Volví a mirar. Ya no estaba. Todo había sido una ilusión óptica.
            Pero mi alivio duró poco.  Sentado en una esquina, envuelto en hopalandas de otro siglo y con un gesto serio que me resultaba vagamente familiar, un hombre me miraba. Pensé en una broma; ni siquiera me atrevía a pensar que fuera una aparición.
            Entonces oí su voz. “No malgastes tu vida en sueños”, dijo. Abrí los ojos. No estaba en la biblioteca, sino en el lecho que me habían asignado, bajo el amplio dosel, y la noche era apacible, no se oía el estruendo de ninguna ventana ni de ninguna tormenta. Frente a mí, había un hombrecillo menudo, ya de cierta edad, que no daba miedo ninguno. Vestía con cierta elegancia, como a mí me gusta vestir, y llevaba una pipa en la mano.
            “¿Por qué me despiertas? ¿Te inspira envidia el sueño humano?”
            “¿No me reconoces? ¿No te reconoces en mí? El hombre no solo forja a imagen propia su Dios, también su demonio”.
            Y como demonio que era me tomó de la mano y me llevó, atravesando paredes, hasta el dormitorio de Virginia. Ella, al verme entrar, alargó los brazos y se abrazó a mí con fuerza. Los dos estábamos desnudos. Yo quise separarme. “No lo conseguirás”, me dijo el hombrecillo de cabello blanco que nos contemplaba con gesto mefistofélico. “Ella está soñando contigo. Es una joven virtuosa, pero está enamorada de ti y no manda en sus sueños. Cásate con ella. La harás feliz y harás feliz también a su hermano John: sois las dos personas que más quiere”.
            Volví a despertar, sudoroso, en mi cama con dosel. Recordé entonces unos versos que había escrito poco tiempo antes: “Siento esta noche nostalgia de otras vidas. / Quisiera ser el hombre común de alma letárgica / que extrae de la moneda beneficio, / deja semilla en la mujer legítima / y confía en Dios, pues frecuentó su templo”.
            A la mañana siguiente, en el desayuno, todos teníamos mala cara: Virginia, yo, el  joven John, y también Lord Overy, el padre de ambos, amargado y viudo y de pocas palabras. Seguro que ninguno habíamos dormido aquella noche. Yo me inventé un compromiso ineludible y dije que tenía que partir ese mismo día. Virginia y John lo lamentaron, su padre fingió lamentarlo. Noté que Virginia se ruborizaba un poco al mirarme; a mí me pasaba lo mismo, no podía dejar de recordarla desnuda estrechándome entre sus brazos.
            Les dije adiós desde la ventanilla del tren, en Ascot, la estación más cercana, a siete millas del castillo, y al sentarme comprobé que en el departamento, hasta entonces vacío, había otro viajero. Le reconocí de inmediato. “No puede escapar el hombre a su destino”, dijo tras darle una larga calada a su pipa.
            La Navidad de 1946, ojalá fuera la última en este país o en esta vida, la pasé solo, como siempre hago, inventándome compromisos para escapar a las invitaciones de los pocos amigos que aún soporto.
            ¿La pasé solo? Eso hubiera querido. La pasé con quien más detesto: yo mismo. 



Serpientes de verano: Amor en vilo

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Siempre que pasaba por delante del palacio Soranzo Cappello, lo encontraba cerrado, a pesar de ser actualmente una institución oficial. Por eso aquella tarde me sorprendió ver abierta la puerta del jardín. Se celebraba en él uno de los “eventos colaterales” de la Biennal.         
            Nada más entrar me di cuenta de que no podía ser, como se decía, el escenario de Los papeles de Aspern, la novela veneciana de Henry James. Era un jardín con estatuas mitológicas y de emperadores y con un neoclásico templete al fondo. A la derecha, un gran espacio (grande para lo habitual en Venecia) estaba destinado a huerta. ¿Qué tenía que ver con el raquítico jardín que se describe en la novela?
            Visto desde fuera, el palacio sí podía corresponder con el que habitaban las señoritas Bordereau. Henry James nos cuenta que “daba a un canal limpio, melancólico y bastante solitario, flanqueado a un lado y a otro por una estrecha riva o acera”.
            El palacio Soranzo Cappello se encuentra a dos pasos de la bulliciosa estación, pero aún así sigue siendo solitario. Quizá James solo lo vio solo desde fuera y se imaginó un jardín acorde con su aspecto exterior, “no tanto de decadencia, como de un manso desaliento, casi de fracaso, una de esas casonas venecianas que hasta en el más absoluto abandono conservan su arrogancia”.
            Ahora el palacio, cuidado y funcionarial, no tenía ningún encanto, pero el jardín era una secreta maravilla. Tras dar una vuelta para contemplar las esculturas expuestas, que me interesaron poco, me entretuve en imaginar a la solterona Bordereau asomada a uno de los ventanales mientras el admirador que quiere hacerse con los papeles de Aspern finge que trabaja en el jardín.
            Se escuchaba el rumor de una fuente, susurro de abejas, la brisa que agitaba las hojas, en aquel soleado y fresco día de junio. Cerré un momento los ojos, gozando del momento, feliz de estar allí, a medio camino entre la realidad y la literatura, y los abrí de golpe, asustado. Un desconocido me miraba sonriente.


ENC UENTRO EN EL JARDÍN

            ––Qué sorpresa encontrarle en este lugar. Aunque, bien mirado, tampoco tanta. He leído sus diarios. Soy amigo de Julián Rodríguez. Estuve en Plasencia en la presentación de El arte de quedarse solo.
            Esperaba que, tras el saludo, siguiera su camino, pero parece que tenía ganas de hablar. No tardó en despertar mi interés.
            ––¿Sabe que yo también he vivido una historia semejante a la de la novela de Henry James? No estoy orgulloso de ello y no suelo contarla, pero ahora me apetece hacerlo. Debe ser la magia del sitio, aunque eso de que la novela transcurre aquí no pasa de un invento para turistas. Conozco al menos otra media docena de palacios, hoy  hoteles, a finales del XIX casi en completo abandono, que podían haberse servido a James para situar su historia. Que se basa en un hecho real, como sabe. Poco antes de escribirla, se enteró de que un crítico bostoniano, adorador de Byron y de Shelley, descubrió que en Florencia vivía con su sobrina una anciana que había sido amante de Byron y que guardaban manuscritos de ambos poetas. No querían mostrarlos. El crítico, disimulando sus intenciones, se alojó en casa de las dos señoritas y poco a poco se fue haciendo su amigo, incluso llegó a cortejar, o a fingir que cortejaba, a la menor (mucho mayor que él en todo caso). Cuando murió la anciana, la sobrina le ofreció todos los papeles a cambio de que se casara con ella.
            Yo no recibí una proposición semejante, pero casi, y fui tan canalla como el protagonista de la novela, capaz de cualquier cosa por hacerse con los manuscritos del poeta admirado.
            No es que yo admirara demasiado a Alberti, la verdad. Tengo menos disculpa. En aquellos días, a mediados de los noventa, vivía en Roma, se me había acabado la beca, mis padres no me mandaban dinero y las revistas en que publicaba de vez en cuando algún poema o reseña tenían la mala costumbre de no pagar a los colaboradores. Me enteré de que Javier Rodríguez Marcos, el hermano de Julián, estaba becado en la Academia de España. Le llamé y me invitó a comer para enseñármela y para que pudiera contemplar de cerca el tempieto de Bramante. Comimos en la mesa comunal, con otros becarios (recuerdo a Anatxu Zabalbeascoa, que ahora escribe de arquitectura en El País) y luego, o quizá fue antes, no recuerdo bien, me llevó a dar una vuelta por el barrio. En el mercado de San Cosimato, me señaló a una señora vestida algo estrafalariamente y me dijo: “Es Beatriz Amposta”. Ese nombre no me decía nada, pero él me explicó que había sido amante de Alberti y que el poeta había escrito para ella todo un libro, Amor en vilo, del que guardaba la única copia.
            Yo no era un gran admirador de Alberti, ya le dije, pero tenía noticia de alguien que sí lo era, Luis María Anson, a quien por entonces habían echado del ABC y había fundado otro periódico al que se había llevado el suplemento cultural. Me puse en contacto con Blanca Berasátegui, que me ofreció una fortuna, o eso me pareció a mí, por conseguirles, si no el libro completo, al menos media docena de inéditos.
            Beatriz Amposta pasaba por el mercado casi todos los días a la misma hora. Un día tropezó y se le cayó parte de la compra. Una manzana llegó rodando hasta mis pies. La recogí y ese fue el principio de lo que pudo ser algo más que una gran amistad.
            Me ofrecí a llevarle la bolsa hasta casa. Quise despedirme en el portal de Via Garibaldi, pero ella vivía en el segundo piano, no había ascensor, o se había estropeado, y me pidió que la ayudara a subir las escaleras. Luego me preguntó si quería pasar un momento y yo me excusé. Era ir demasiado lejos el primer día.
            Me habían dicho que vivía sola rodeada de gatos, que no quería ver a nadie, que no se hablaba con ningún vecino, hartos de los malos olores y de que no pagara los gastos de la comunidad. A mí creo que me cogió cariño desde el primer momento. Fue ella quien me saludó la siguiente vez que me vio en el mercado. Volví a acompañarla a casa y en esa ocasión sí acepté su invitación a entrar.
            El piso era una leonera, todo revuelto, con muebles desportillados, papeles y ropa por el suelo. Olía a orín de gato, vi varios por allí.
            “Todo lo que tenía algún valor –comenzó a contarme–, todo lo que era de Rafael, ya se lo han llevado. Ahora quieren echarme a mí, pero no lo van a conseguir. Rafael me cedió este piso, tengo documentos. Cuando yo me muera, que se queden con él, pero mientras tanto…”


LA HISTORIA DE BEATRIZ

Me pareció que lloraba y le cogí una mano para consolarla. Ella se acercó un poco más a mí; me aparté instintivamente. Notó el rechazo.
            “Soy una vieja que da asco, ¿no cree? Pero no siempre fue así. En 1972, cuando conocí al poeta, tenía veinte años y era una preciosidad. Pero no fue eso lo que le atrajo. Yo era bióloga, trabajaba en un laboratorio de la Universidad, pero me interesaban también otras cosas. Mi padre era un estudioso del arte, amigo de Dalí, de Tàpies, de poetas como José Agustín Goytisolo. Yo desde niña había crecido en ese medio. Al principio me tomó un poco como su secretaria o acompañante. Íbamos juntos a las exposiciones. Su mujer, María Teresa León, ya estaba enferma, se quedaba en casa. En 1975 me dijo que en Santa Maria in Trastevere se alquilaba un apartamento bastante barato. Que me fuera a vivir allí para vernos con más frecuencia. La relación sentimental había empezado un poco antes. Me llevó a conocer su taller, al que no llevaba a nadie. Lo había alquilado para trabajar tranquilo (los españoles vienen a mi casa como van a Lourdes, me dijo una vez). Fueron años muy felices. Murió Franco, volvió a España. Yo era quien le acompañaba en aquellos días trepidantes de un mitin a otro, de un homenaje a otro. Lo que comenzó en Roma, terminó en Nueva York. Las últimas fotos de los dos felices y juntos se tomaron allí. ¿Quiere que se las enseñe? Aquí estamos en Washington Square, frente al arco; aquí comprando la prensa, el ABC con su suplemento, que entonces dedicaba muchas páginas al poeta comunista, quizá para compensar sus portadas. No era una relación clandestina, como se ha dicho, íbamos a casarnos. Para mis padres, más jóvenes que él, un hijo más. En ellos encontró el cariño que no había encontrado en los suyos. Rafael nunca dejó de ser un adolescente, siempre necesitó alguien que le llevara de la mano, cualquiera podía engañarlo. En aquel viaje a Nueva York, agradecido a los amigos que nos habían atendido en todo momento, quiso compensarles con una comida en el mejor restaurante. Comimos espléndidamente, contó muchas anécdotas, estuvo encantador, pero al final, a la hora de pagar, resulta que quiso hacerlo, no con un cheque, según costumbre entonces, sino dibujando unas palomas en una servilleta, como le había visto hacer a Picasso. El encargado alucinaba. Pagamos a escote, entre todos, invitándole a él. Ese era Rafael, el tonto de Rafael se llamó en un poema. Seguimos siendo amigos, cuando dejamos de ser amantes. No fue hombre de muchas mujeres, como se ha dicho. Maruja Mallo, María Teresa y yo, eso era todo. Cuando lo dejó conmigo, prefirió la camaradería adolescente. Ya sabe: Luisito, como él decía, Benjamín y otros poetillas. Fueron años locos, de estudiante tarambana. Iba de un lado para otro, de fiesta en fiesta, sin pensar en nada, el dinero que entraba por una mano desaparecía por la otra. Cambió con el accidente de coche. Se sintió vulnerable, le vino encima de pronto toda la vejez, ya no le bastaban los camaradas. Antes de casarse, me llamó por última vez: “Me han prohibido que hable contigo”. Desde que nos conocimos, incluso cuando todavía éramos amigos, me escribía poemas, un secreto entre nosotros. A veces me los traía escondidos en el zapato, para que no los descubriera María Teresa, desmemoriada y celosa. Mucha gente daría cualquier cosa por robarme ese libro. Incluso pagaron a alguien para que lo hiciera. Yo no los he mostrado nunca, pero te los voy a enseñar a ti. Eres un joven puro, sin malicia alguna”.
            Alberti escribía los poemas a mano, ella los pasaba a máquina. En una caja de zapatos guardaba los manuscritos; los folios mecanografiados abultaban mucho, eran más de cien. Amor en vilo debe de ser uno de los libros más extensos del poeta.
            Entonces no había teléfonos móviles que pudieran hacer fotos, o yo no tenía. Llevaba una pequeña cámara, como los espías en las películas. Cuando ella me dejó solo un momento, aproveché para fotografiar unas cuantas páginas, las suficientes para contentar a Anson.


FINAL EN EL PONTE SISTO

Me despidió con un beso, demasiado efusivo, y yo sentí asco, sobre todo de mí mismo. Me sentí un canalla, y sin duda lo era. Pero cruzando el Ponte Sisto, camino de la habitación alquilada en que vivía, abrí la cámara y dejé que se velara el carrete. Necesitaba mucho ese dinero, pero más necesitaba poder mirarme cada mañana al espejo sin sentir vergüenza.




Serpientes de verano: El caso de los suicidios justicieros

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Los extraños sucesos que pretendo relatar ocurrieron hace pocos días, pero tienen su remoto origen en una noticia publicada por el Journal de Genève el 6 de mayo de 1891. Se hablaba en ella de la desaparición de dos viajeros ingleses en las cataratas que del río Aar en Reichenbach. No se daban sus nombres, únicamente las iniciales: S. H. y J. M.


LA FUNDACIÓN MARTIN BODMER

Siempre que viajo a Ginebra, acostumbro visitar la Fundación Martin Bodmer, una especie de cueva del tesoro para quien ama los libros. Se encuentra más allá de Eaux-Vives, en una colina de seductoras vistas sobre el lago. Ocupa dos villas unidas por un jardín. El tesoro ocupa un sótano bajo ellas, un espacio apenas iluminado y con temperatura constante, diseñado por el arquitecto Mario Botta especialmente para exponer tantas vulnerables maravillas.
            Contemplé de nuevo tablillas sumerias, papiros egipcios, las copias más antiguas del Nuevo Testamento, la Biblia de Gutemberg, manuscritos de Goethe y de Byron, primeras ediciones de Shakespeare o del Robinson Crusoe y también la Brevísima historia de la destrucción de las Indias, de Fray Bartolomé de las Casas, y el Barco ebrio de Rimbaud y Alicia en el país de las maravillas… No siempre exponen las mismas piezas y esta vez busqué en vano la letra menuda de Borges en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”; me sorprendió, en cambio, encontrar la caligrafía clara de Conan Doyle: en una vitrina se exponía “The Adventure of Abbey Grange”, una de las historias de The Retorn of Sherlock Holmes que yo prefiero.
            El comienzo es espléndido. Una fría y oscura mañana del invierto de 1897 el doctor Watson se despierta al sentir que alguien le zarandea y repite su nombre. Abre los ojos. A la luz de una vela, ve el rostro de Holmes inclinado sobre él. “Vamos, Watson, vamos. El juego ha comenzado. Vístase y venga conmigo”.
            Y Watson se viste sin preguntar nada y poco después cruzan las calles desiertas de Londres, toman un té caliente en la cantina de la estación y se suben al primer tren que parte para Kent. Solo cuando están cómodamente sentados, Holmes se decide a hablar. Ha recibido una carta que le conmina a ir, lo más pronto posible, a Abbey Grange, donde ha ocurrido un asesinato en extrañas circunstancias.
            Como siempre en estas historias, que desdeñan los eruditos y desdeñaba su autor, la resolución del caso vale menos que el planteamiento. Lo que importa es la amistad y la promesa de la aventura, ese saltar de la cama sin preguntar nada, abandonar rutinas y comodidades para ir tras el caballero andante siempre que nos lo pida.
            En el tren, Sherlock critica la manera que Watson tiene de contar sus casos. Le reprocha que pase por encima de los aspectos más sutiles y refinados para centrarse en los detalles sensacionalistas.  El bueno de Watson se enfada un poco.
            “¿Por qué no los escribe usted mismo?”
            “De momento estoy muy ocupado, pero tengo intención de hacerlo”.


EL MANUSCRITO DE SHERLOCK HOLMES

Cuando salí de la exposición, mientras trataba de acostumbrar mis ojos a la dura luz veraniega, me sorprendió un grupo de profesores o funcionarios que parecían discutir en el jardín. Uno de ellos parecía muy enfadado. Los otros trataban de calmarle. De pronto, el que gritaba indignado se dio la vuelta y se alejó rápidamente dejándolos con la palabra en la boca. Los otros se encogieron de hombros.
            Unos pasos más allá, mientras esperaba el autobús junto a la iglesia, me lo volví a encontrar. Todavía irritado, parecía hablar solo. Al verme, se dirigió a mí, primero en francés, luego, al escuchar mi respuesta, en español con acento argentino.
            “Esos cretinos calvinistas han dejado escapar la oportunidad de su vida. Me pagarán lo que pida en cualquier Universidad. ¡Yo tengo lo que nadie tiene! Un manuscrito de Sherlock Holmes contando sus aventuras en primera persona”.
            En aquel momento llegó el autobús. Traté de alejarme y fui hasta un asiento del fondo, pero el locuaz argentino me siguió y se sentó a mi lado. No contento con eso, al bajar en Rive, me invitó a tomar algo para enseñarme el manuscrito. “No traigo el original, pero sí una buena copia”, dijo dando golpecitos al maletín que llevaba consigo.
            La letra era distinta de la que acababa de ver en “The Avventure of Abbery Grange”. Se lo hice notar.
            “Claro, ya le dije que estas páginas están escritas por el propio Sherlock, no por Watson”.
            Sonreí, aunque él parecía hablar muy en serio.
            “Pero el amanuense es siempre Conan Doyle, ¿no?”
            “Eso dijeron ellos, los presuntos expertos, y me acusaron de querer venderles una falsificación”.
            Falsificación o no, la historia que se contaba era apasionante. Solo pude leer aquellas páginas una vez. Holmes, tras fingir su muerte en las cataratas de Reichenbach, se quedó un tiempo a vivir en Ginebra. El viaje al Tibet, donde se entretuvo visitando Lhasa y entrevistando al Gran Lama, fue posterior. También sus aventuras en el Polo Norte, de las que informaron ampliamente los periódicos, como un presunto noruego apellidado Sigerson. O los viajes por Persia, la visita a la Meca disfrazado de árabe, la entrevista con el califa de Jartum, en la que obtuvo útiles informaciones que comunicó oportunamente al Foreign Office.
            Antes quiso llevar una vida discreta y para ello alquiló una casita cerca de la Place du Marché, en Carouge. Allí llevó la vida de un apacible caballero británico, recientemente viudo, que se había alejado de Londres para mejor sobrellevar sus penas. Paseaba, bebía discretamente, asistía a los oficios religiosos, trabajaba en casa en una monografía sobre la vida de las abejas y en traducir las Geórgicas de Virgilio. Hasta que una mujer se suicidó en el Arve, cuyas lodosas aguas contrastaban con las azules y transparentes del Ródano, y luego un hombre apareció ahorcado bajo la torre de Molard, en el centro mismo de Ginebra. No habían pasado dos semanas cuando un conocido banquero decidió poner fin a su vida arrojándose a las vías, en la estación de Cornavin, en el momento mismo en que partía el expreso para Lyon.
            La sorprendente frecuencia de suicidios dio mucho que hablar. Sherlock Holmes, casi desde el primer momento, sospechó que no eran tales. Tras el tercero –hubo seis en menos de un mes–, ya no tuvo ninguna duda: se trataba de un asesino en serie.
            Fue uno de los casos más difíciles de su carrera, según repite más de una y otra vez. Echa de menos la compañía de Watson. “Me ayudaba a pensar, era como un romo frontón en el que rebotaba mi intelecto para ir cada vez más lejos hasta descubrir lo que se escondía tras las apariencias”.
            Un caso difícil, particularmente difícil, porque las víctimas no tenían nada en común y el asesino –si es que había un único asesino, como era la hipótesis de Holmes– cambiaba en cada ocasión la manera del suicidio.
            A la hora de contar aquella sorprendente historia, me daba la impresión de que Holmes imitaba a Watson. No se centraba en los aspectos técnicos de su metodología, sino en los detalles más sensacionalista: alguien había arrancado un dedo a la mujer antes de arrojarla al agua (solo los muy lerdos, y el comisario Lerstrand de Ginebra lo era bastante, podían pensar en una automutilación); el exrector del seminario católico que se colgó de la Tour du Molard estaba bárbaramente castrado bajo la sotana.
            Para entonces ya nadie pensaba en suicidios. Sherlock Holmes, que oficialmente estaba muerto, no podía intervenir directamente. Le bastaron dos o tres cartas al director del diario ginebrino para encaminar adecuadamente las pesquisas policiales.
            Si quería saber yo quién era el asesino, y si finalmente fue detenido, tendría que recurrir a las páginas del periódico: al manuscrito le faltaban las últimas páginas.
            “Nunca lo encontraron”, me dijo Losada, que así se llamaba el argentino, guardando las fotocopias en la cartera. Pero el título ya proporcionaba una pista: “El caso de los suicidios justicieros”.
            Braulio Losada, de origen español, era gran admirador de Borges. Conocía a Alifano, que había sido secretario del escritor, y a Vaccaro, propietario de buena parte de su archivo; con los dos había estado yo recientemente en Oviedo con motivo de la presentación de un libro de Alejandro Guillermo Roemmers. A Roemmers pensaba Losada ofrecerle el manuscrito.


DE AYER A HOY

Lo que ocurrió a continuación en Ginebra tuvo para mí mucho de pesadilla, aunque pasara inadvertido en el estruendo de las noticias del mundo. Una mujer apareció ahogada en el Arve. Lo primero que me vino a la memoria fue el poema de Valente: “Salud, hermana. / En la noticia anónima / no te acompañan deudos / ni cercanos amigos. / Solo un rastro / de soledad arrastran sin tu cuerpo / los dolorosos ríos”.
            Luego hubo otras muertes, hasta tres. Todas parecían suicidios. Todas repetían, punto por punto, el mismo método que yo había leído en las páginas inéditas de Sherlock Holmes.
            Pensé que debía encontrar a Braulio Losada y hablarle de ello, pero no tenía su teléfono ni conocía su dirección. Quizá guardaran datos de él en la Fundación Bodmer, donde había querido vender su manuscrito.
            Poco después del atentado de Barcelona, ocurrió un cuarto suicidio, pero este no repetía ninguno de los de la historia de Holmes: se trataba del imán de una mezquita, que había estado recientemente en Cataluña, y que era conocido por sus ideas radicales.
            Intuí entonces cuál era el final perdido de “El caso de los suicidios justicieros”, la historia desconocida de Sherlock Holmes.
            “The Adventure of Abbey Grange” cuenta un caso de maltrato doméstico. El muerto es el marido violento; el homicida, un defensor de la mujer. Holmes lo deja escapar.
            Todos los presuntos suicidas merecían morir. El piadoso Holmes de Carouge se tomaba la justicia por su mano, eliminando a mala gente y jugando a despistar a la policía. Afortunadamente, pronto se puso en contacto con National Geographic y se dedicó a otro tipo de aventuras. En caso contrario, habría dejado el mundo muy despoblado.
            Me asusté al encontrar a Braulio Losada –a quien, sin embargo, había estado buscando– en el andén de la estación, cuando yo me dirigía a Lausanne. Me vio, se acercó a mí. Yo me alejé instintivamente del borde del andén. “Por su cara, veo que ya ha resuelto el misterio, pero las buenas personas, porque usted lo es, ¿o no?, nada deben temer”.
            Al día siguiente, se suicidó un banquero. La noticia ocupó apenas unas líneas en el periódico. Yo la leí ya en el aeropuerto, de regreso a Asturias. Ni allí ni aquí informé de mis sospechas a la policía. Dejé que el asesino en serie siguiera haciendo de las suyas, eliminando astutamente y por las bravas la basura del mundo.
            Lo cuento, por si todavía sirve de algo, para aliviar mi conciencia. Pero todos pensarán que es solo un cuento.


Acción de gracias: La historia continúa

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Domingo, 27 de agosto
CÓMPLICES INVOLUNTARIOS

¿Se aprende algo con la edad? Yo, cosas un tanto deprimentes como que, cuando uno pretende tener razón frente al resto del mundo (mi deporte favorito), casi siempre está equivocado.
            Pero, a pesar de todo, mientras leo esta mañana los periódicos en mi cafetería habitual, no puedo dejar de pensar que quienes llevaron ayer al jefe del Estado a Barcelona le hicieron, con la mejor de las intenciones sin duda (no creo que los independentistas tengan ningún infiltrado en la Casa Real), una mala jugada. ¿Qué hace el rey encabezando una manifestación, expuesto a ser abucheado, a compartir cámara con pancartas ofensivas? ¿Necesita el rey de España demostrar que está en contra del terrorismo? ¿No bastaba una visita de condolencia a las víctimas?
            Pero, en fin, doctores tiene la Santa Madre Iglesia (o la Santa Madre Constitución) que sabrán lo que hacen. Quién soy yo para llevarles la contraria.
            No voy a comentar, ¿para qué?, el júbilo con que, según dejó constancia un informativo de Al Jazira, se siguió en las covachuelas sirias del Estado Islámico la manifestación barcelonesa. Ellos sí que no tenían miedo. Lo que había sido un fracaso –se pretendían cientos de muertos en varios atentados simultáneos– se convirtió en triunfo, en un acontecimiento de resonancia mundial, gracias a las multitudinarias protestas.
            ¿Creerá alguien de verdad que el que las autoridades y la gente común se manifiesten contra los atentados disminuye el riesgo de que se repitan?
            Lo disminuye la acción policial y las medidas preventivas adecuadas. El resto es echar leña al fuego.
            ¿No han oído hablar de Eróstrato, el personaje griego que quería hacerse famoso a toda costa y para eso quemó el templo de Diana en Ëfeso? Los fanáticos de la yihad quieren inmolarse, como Eróstrato, logrando la mayor repercusión posible. Y para ello no les falta ayuda. Esos que organizan multitudinarias manifestaciones, esos que hacen “arder” las redes con sus repulsas, son, lo quieran o no, sus cómplices: sin ellos no serían más que unos criminales detenidos o abatidos por la policía. ¿Qué mayor regalo para un adolescente fanático y con sueños de gloria que ocupar las primeras páginas de los periódicos con su acción suicida, que trastocar el día a día de un país, que perdurar como un héroe en la memoria de los suyos?
            Estas cosas pienso yo, mientras leo los periódicos en la apacible mañana dominical y tomo un café en el Fontán con Cristian y el pequeño Martín, pero el resto de mis compatriotas, de derechas o de izquierda, piensa –con las vísceras, no con la cabeza– algo muy distinto.
            Seguro que estoy equivocado (no voy a ser yo la única persona con sentido común), pero no lo creo.


Lunes, 28 de agosto
VACACIONES NO, POR FAVOR

“¿Cómo te puede gustar el verano de Asturias si en Asturias no hay verano?”, me reprocha mi amigo José Luis Piquero.
            Sonrío. Ya sé que hay gente, aunque parezca increíble, que disfrutan aletargándose al sol como los lagartos. Yo prefiero los lugares donde es posible la vida inteligente durante todo el año (y sin necesidad de aire acondicionado). Oviedo, por ejemplo. O Gijón. O Avilés.
            ¿Dónde has ido este año de vacaciones?, me suelen preguntar a finales de agosto Al mismo lugar que todos los años: a ninguna parte. Mis viajes son siempre de trabajo (claro que mi trabajo es dejar constancia en verso y prosa del enigma inagotable del mundo). Yo, cuando quiero descansar, me quedo en casa.


Martes, 29 de agosto
ORACIÓN

Cada vez anochece más temprano y ese simple hecho, al que debería uno estar acostumbrado, me llena de melancolía. Camino por calles apartadas, al margen de la rutina, me cruzo con desconocidos, me vuelven de nuevo los fantasmas de la adolescencia. Uno de esos fantasmas me saluda con tímida cortesía y me sugiere que le acompañe. Lo que ocurrió después ya lo he contado muchas veces, demasiadas, y resulta fácil de adivinar.
            De camino a casa, recordé un poema de Carver: “A la edad que tú tienes, / casi toda la gente que admiras ya había muerto; / a la edad que tú tienes / ser un superviviente es un milagro / (como a cualquier edad, por otra parte) / y dormir como tú duermes, / de un tirón la noche entera /  casi todas las noches, un milagro aún mayor. / Agradéceselo a un Dios desconocido / y que tal vez no existe, / pero que siempre te ha mirado con amor, / pídele que siga sosteniéndote, / alto sobre el abismo, / por algún tiempo más / con su mano de ausencia y niebla y nada”.


Miércoles, 30 de agosto
NO PIENSO DECIR NADA

––¿Qué te parece la idea de que dentro de un mes tengamos ya república en Cataluña? ¡Quién nos lo iba a decir ayer mismo, en tiempos de Zapatero! Pero unos se quedan quietos y otros van cada vez más de prisa. Estoy deseando que dejes de contar historias de Sherlock Holmes y vuelvas a meterte en harina y a hablar de lo que pasa en la calle.
            ––Sobre Cataluña no pienso decir nada. Se lo he prometido a una amiga que vive allí. Y yo, como no soy político, cumplo siempre lo que prometo.
            ––Pues sigue con Sherlock y las historias de fantasmas y manuscritos perdidos, ya verás con cuántos lectores te vas a quedar.
            ––Opinión tengo sobre el asunto catalán, como todo el mundo, y hasta alguna posible solución, pero ya hay bastantes opiniones. Lo que me gustaría tener es capacidad de decisión o de influencia. Como no la tengo, ni la tendré jamás, lo mejor es no contribuir a la confusión. Por eso me limito a mirar los toros desde la barrera (qué remedio), impaciente por ver cómo acaba una historia en manos de otros, no en las mías..
            –-¿Y no temes, para continuar con la metáfora, que uno de esos toros se salte la barrera y te lleve por delante junto a algunos espectadores más?
            ––Es un riesgo que hay que correr. Yo me limito a mirar y a callar y a votar cuando me dejan. Y espero poder aplaudir al final de la faena.
            ––¿Y no nos piensan decir a cuál de los dos contrincantes te gustaría aplaudir?
            ––Al toro, por supuesto.
           


Jueves, 31 de agosto
NO HABLAR NUNCA DE UNO MISMO
           
Subrayo una frase en el diario de los Goncourt: “No hablar nunca de uno mismo a los demás y siempre hablarles a ellos de sí mismos, en eso consiste el arte de agradar. Todos lo saben y todos lo olvidan”.
            Yo, el primero. Pero lo mío no es el arte de agradar, sino más bien el de tocar las narices y no dejar a nadie indiferente. Me divierte más. Y conozco un medio infalible para ello.



Viernes, 1 de septiembre
DE CHARLA EN LA COCINA

Me gustan las historias de fantasmas, no lo voy a negar. Y a los fantasmas parezco gustarles yo, siempre estoy rodeado de ellos. Vivir solo es lo que tiene, que casi nunca está uno solo.
            Ayer me desperté un poco después de media noche. No tenía ganas de volverme a dormir. Me levanté, fui a la cocina, me preparé un té y me puse a escuchar música, muy suave. Llamaron entonces a la puerta. No con el timbre, con los nudillos. Pensé que había oído mal, que era un ruido en algún otro piso. Pero volvieron a insistir. Intrigado, miré por la mirilla. No había nadie. En ese mismo momento, llamaron de nuevo. Sin pensarlo dos veces, descorrí los cerrojos y abrí la puerta. Me quedé a la espera, sin temor y sin sorpresa, como en un sueño. Un rato de silencio y luego dije:
            ––Si eres un fantasma, ¿para qué necesitas que te abra la puerta?”
            ––No soy un fantasma, solo soy invisible.
            La voz me era familiar, me hacía sentirme cómodo. Volví a la cocina, serví otro té y con un gesto la invité a sentarse frente a mí.
            ––¿Te gusta Bach o prefieres que ponga otra cosa?
            ––¿Por qué no te has casado? No es bueno que el hombre esté solo.
            ––¡Yo no estoy solo!
            ––No puedes dormir. Algo te pasa.
            ––Que no tengo sueño.
            ––¿Y crees que has cumplido ya todos tus sueños?
            ––Casi todos, pero afortunadamente no todos.
            ––No has tenido hijos.
            ––Pero he escrito libros y plantado árboles.
            ––No es lo mismo.
            ––No, es mejor.
            ––No has hecho feliz a ninguna mujer.
            ––Ni a ningún hombre.
            ––No has sido feliz.
            ––Todos los días lo soy, al menos durante un rato.
            ––Te aterra la vejez.
            ––No demasiado, más bien me intriga.
            ––Te asusta el olvido.
            ––No creas, estoy acostumbrado a que nadie me haga caso. Pero bebe tu té, se está enfriando.
            ––Me gustan las cosas frías. No olvides que estoy muerta. ¿Vas a llorar ahora? Con lo a gusto que estábamos aquí los dos solos, charlando de tus cosas.
            ––No lloro, se me ha metido algo en un ojo.
            ––Te dejo. Ya sé que no te gusta que te vean llorar. Que nunca muestras tus sentimientos en público, aunque te pases la vida hablando de ti mismo. Te gusta fingir, decir lo contrario de lo que piensas.
            ––O decir lo que pienso para que todo el mundo piense que pienso lo contrario de lo que digo. Es lo bueno que tiene tener fama de irónico, que se puede mentir con la verdad.
            ––No le digas a nadie que me has visto o que no me has visto, pero has hablado conmigo.
            ––¿Y qué más da que lo diga o no si todos van a pensar que lo he inventado?
            ––Habla de política, que es más interesante. ¿Es cierto que en el reino de España pronto va a brotar una república? Lo malo de estar muerta es que al otro mundo los periódicos llegan con mucho retraso y el Wifi falla continuamente. Disfruta tú que todavía puedes con ese folletón. Y no llores, hijo mío.


Acción de gracias: Tengo la solución

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Domingo, 3 de septiembre
AZORÍN SALE EN APOYO DE PEDRO SÁNCHEZ

Si por mí fuera, me pasaría el día hablando de política, discutiendo con este y con aquel, tratando de demostrar –mi deporte favorito, como me gusta repetir– que yo tengo razón y que mi interlocutor está equivocado, pero comprendo que eso resulta bastante aburrido para los demás.
            Para no pensar en la que se avecina, abro un viejo libro que no había vuelto a releer desde la adolescencia: El licenciado Vidriera visto por Azorín. Está dedicado a Francisco Giner de los Ríos, “maestro que ha dejado tras sí un reguero de luz”. Comienza como un cuento, “Pues, señor, una vez era un rey…”, y yo me dejo llevar por su minimalismo poético a otro mundo mejor.
            Pero de pronto algo me hace descender de la nube. Uno de los capítulos se titula “Las naciones de España”. ¿Cómo es esto, me digo? ¿Es que también Azorín quiere meterse con Pedro Sánchez.
            Leo: “¡Las naciones de España! Hablando Baltasar Gracián, en su opúsculo El político don Fernando, de las diferencias que hay para el gobierno entre Francia y España, dice que en Francia todo concurre para que la gobernación sea fácil, en tanto que en España muchas cosas la hacen difícil. ‘Los mismos mares, los montes y los ríos, le son a Francia término connatural y muralla para su conservación. Pero en la monarquía de España, donde las provincias son muchas; las naciones, diferentes; las lenguas, varias; las inclinaciones, opuestas; los climas, encontrados; así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir…’ En otro lugar (El Criticón, segunda parte, crisis III), Gracián habla también de esas naciones, especificando alguna, como la catalana”.
            O sea que el bueno de Pedro Sánchez no ha inventado nada, que de la España plurinacional ya se hablaba hace cien, hace cuatrocientos años. Azorín incluso se atreve a enumerarlas: “Las naciones de España: Castilla, Cataluña, Andalucía, Galicia, Vasconia. Todas tienen nuestro profundo amor. ¡Naciones de España! Bellas y queridas naciones”.
            Claro que eso es lo que leemos en la primera edición de El licenciado Vidriera visto por Azorín, de 1915, y en la segunda, de 1921, pero a partir de la tercera, de 1941, “las naciones de España” son sustituidas por “las tierras de España”.
            Españoles, Franco ha muerto, pero su idea de España –una, cristiana y con bases americanas– sobrevive.


Lunes, 4 de septiembre
MATÓN DE BARRIO

Cada uno es como es. A unos les relaja una tumbona en la playa, una cervecita, una novela digestiva y dejar pasar las horas. A mí lo que me relaja es una buena polémica, una de esas discusiones encendidas en las que se exaltan los ánimos y uno tiene ocasión de llamar al pan pan y al memo memo.
            Pero discusiones no de pareja, ni económicas, ni profesionales, discusiones como un juego en el que no se juega nada, una partida de ajedrez que solo tiene por fin pasar el rato, acorralar al adversario y demostrar quién es el más listo.
            Soy un poco bruto, ya lo sé. Algo tengo de matón de barrio que anda por ahí buscando gresca, aunque las mías no sean a puñetazos.


Martes, 5 de septiembre
NO TODO ES BASURA CURRICULAR

Sensación extraña la de esta mañana al asistir a una tesis doctoral sobre los diarios de Andrés Trapiello. Yo comencé a leerlos en 1989, antes de que se publicaran en libro, en las páginas de “Citas”, el suplemento cultural del Diario de Jerez que dirigían Juan Bonilla y José Mateos. Tantos años y tantos volúmenes después (veinte para ser exactos), le veo convertido en un clásico.
            En todo este tiempo, le he ido acompañando como crítico y como lector (debo ser uno de los pocos que ha leído todos sus libros) y, a intervalos, como amigo. Es difícil ser amigo de un escritor cuyas obras se comentan puntualmente en público. Lo que el autor espera de los críticos amigos es lo mismo que esperan las editoriales: un publicitario ditirambo, un acrítico encomio (más o menos lo que hace José-Carlos Mainer, y excelentemente, con los encargos de El País). Yo siempre he sido más bien impertinente: enumero minuciosamente los errores, o los que yo creo tales, y sintetizo los aciertos en pocas frases (a ser posible en una, o en media).
            La lectura de esta tesis, la primera que se le dedica, la veo como una entrada de mi generación en la historia literaria. Recuerdo –nos lo contaba Martínez Cachero– que la primera vez que en España se dedicó una tesis doctoral a un escritor vivo fue en 1950, cuando Carlos Bousoño se ocupó en la suya de la poesía de Vicente Aleixandre. Poco tiempo antes a él no le dejaron dedicar la suya a las novelas de Azorín y tuvo que ocuparse de un poeta decimonónico que le interesaba poco. Bousoño lo consiguió porque el director era un gran amigo del poeta, Dámaso Alonso. Se me ocurre pensar que Aleixandre tenía entonces cincuenta y dos años, mientras que Trapiello se acerca a los sesenta y cinco. O sea, que tampoco se apresuran a canonizarnos.
            Le cuento estas cosas, a la salida de la lectura, a mi amigo Miguel. “En tu caso especialmente, no se apresuran nada. Seguro que te fastidia bastante.”
            La verdad es que he sentido un poco de envidia escuchando a Eva Miranda Herrero, la nueva doctora, hablar de Andrés Trapiello. Resulta que, hace más de una década, el profesor de literatura, Javier García Rodríguez, les hizo comentar en clase un fragmento de uno de los primeros diarios. A ella le gustó tanto que buscó el libro, luego los otros volúmenes del Salón de los pasos perdidos y terminó dedicándole la tesis doctoral, una tesis hecha solo por amor: es profesora de Lengua y Literatura en un Instituto, no la necesita para su promoción académica.
            Pero no todo es envidia y melancolía, también siento un poco de alivio. Nada envejece más que los homenajes. Las pompas, fúnebres, y los homenajes, póstumos. Ese es mi lema.
            La verdad –no debería decirlo para no perder mi bien ganada fama de mala persona– es que me alegra esta tesis dedicada a Andrés Trapiello como si se le dedicara a alguien de la familia (y así es: de mi familia literaria), aunque –como ocurre en el caso de Miguel d’Ors y de tantos otros compañeros de guerras poéticas– ya no seamos amigos. Una suerte para él, por cierto: yo, por aquello de demostrar que soy más imparcial que nadie, con los libros de los amigos me muestro mucho más exigente que con los de quienes no lo son.


Miércoles, 6 de septiembre
PREFIERO QUEDARME FUERA

Días de diarios estos. Ando por un lado, revisando una traducción del Journal de los Goncourt; ayer, asistí a una disertación sobre los de Andrés Trapiello y hoy me encuentro, al cruzar por la plaza de Riego, con Iñaki Uriarte, el diarista más reconocido en los últimos años.
            Yo le admiro mucho porque es exactamente lo contrario de lo que yo soy: ponderado, tranquilo, indolente. Para hacerse un sitio en la historia de la literatura le han bastado tres delgados volúmenes publicados después de los sesenta años.
            Claro que si yo, para hacerme un sitio en la historia de la literatura, tengo que dedicar los primeros sesenta años de mi vida a leer, pasear, tomar el sol en Benidorm, no escribir una línea, no pelearme con nadie, procurar caerle bien a todos, y luego limitarme a escribir unos libritos llenos de elíptica sabiduría y volver a no hacer nada, pues la verdad, lo siento mucho, pero prefiero quedarme fuera de la historia literaria.
            Cada uno es como es y yo el infierno me lo imagino como un resort en Cancún, un crucero de lujo o una temporada en Benidorm.



Jueves, 7 de septiembre
UNA MODESTA PROPOSICIÓN

Si hemos de creernos lo que nos cuentan todos los periódicos españoles (en esto El País no se diferencia nada de La Razón), en Cataluña se ha producido un golpe de Estado y los catalanes se encuentran al borde del abismo.
            Si todos lo dicen, será verdad. No voy a discrepar yo de algo en lo que coinciden los políticos y la gente de la calle, sean de derechas o de izquierdas. Pero todavía es posible una solución antes del tópico choque de trenes. Los hechos, al parecer, son los siguientes: la mayoría parlamentaria de Cataluña ha aprobado una ley por la que se consultará a la ciudadanía si desea seguir o no formando parte del Estado español. Parece que esa consulta solo puede hacerse legalmente si la autoriza el gobierno central, que no está por la labor.
            Y aquí es donde a mí se me ocurre una solución bastante simple para acabar de una vez por todas (o al menos durante unas décadas) con el problema catalán. En lugar de celebrar el primero de octubre un referéndum independentista, celebrar otro de sentido contrario. Ni siquiera habría que modificar los preparativos o las papeletas. Bastaría con cambiarle el nombre y llamarlo “Referéndum para reafirmar la españolidad de Cataluña”. A una consulta así no pueden oponerse ni la Constitución ni Inés Arrimada. Ya me la imagino gritando en los mítines: “El día uno todos a votar para mandar a casa a esa panda de indeseables que tiene secuestrada a Cataluña”. Porque si el uno de octubre gana el no, si los catalanes reafirman su españolidad (algo de lo que no dudan ni la oposición catalana ni nadie del resto de España), Puigdemont dimite, se convocan elecciones autonómicas y todo vuelve a ser como era antes de que una minoría de radicales y alborotadores se hiciera con el control de la Generalitat.
            Me extraña que a nadie antes que a mí, ni siquiera a Mariano Rajoy, se le haya ocurrido una solución tan fácil y tan de sentido común.


Viernes, 8 de septiembre
CON LOS AÑOS

Con los años, uno acaba conociéndose demasiado bien como para tomarse demasiado en serio.


Acción de gracias: Yo sí tengo miedo

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Domingo, 10 de septiembre
DISFUNCIÓN, NO TONTERÍAS

Me esfuerzo por ser políticamente correcto, algo bastante raro en un español. La razón es muy simple: detesto ofender sin motivo. No es lo mismo calificar a un individuo de impotente que decir que padece “disfunción eréctil”. Por eso, a partir de ahora tampoco calificaré de “tonterías” las ocurrencias de Javier Marías en su artículo semanal, como he hecho tantas veces. Incluso es un clásico en mis clases de “Literatura y periodismo” un artículo suyo en el que afirma que escribe a máquina porque así puede corregir sus artículos a mano, como si no se hubiera enterado (parece que no) de que existen las impresoras.
            Dos noticias periodísticas le han llevado a la conclusión este domingo de que “una quinta columna de curas y monjas y señoras remilgadas y beatos de antaño” se ha infiltrado entre nosotros y nos está llevando, como en las época más oscuras, a reprimir y prohibir, a multar a las mujeres “por enseñar las piernas o el escote”.
            ¿Y qué es lo que le lleva a una conclusión que puede desmentirse encendiendo la televisión, yendo a la playa o simplemente saliendo a pasear por cualquier parque? Pues dos noticias que ha visto en el periódico, las dos en la sección deportiva: en una se dice que “las azafatas ya no darán un beso en el podio al ciclista que reciba premios”; en otra, que el circuito femenino de golf prohíbe a las ciclistas profesionales “minifaldas, escotes y mallas”.
            Ambas prohibiciones tienen que ver con la actividad profesional, no con el comportamiento habitual en la calle, donde los novios (y las novias) pueden seguir besándose sin que la policía municipal les multe, como hacía con el franquismo. y las mujeres llevando minifalda o lo que les dé la gana.
            ¿Besan las azafatas de un congreso a la autoridad correspondiente cuando le indican dónde debe sentarse? ¿Puede el piloto de un avión comercial ir en pantalón corto?
            Los razonamientos (es un decir), las generalizaciones abusivas y las escandaleras de Javier Marías (algunas exageradas solo para conseguir más clicks en la página digital del periódico: así de bajo hemos caído), aunque nos muevan a risa, merecen un respeto, como la impotencia viril que antes tantos chistes suscitaba. Ahora sabemos que es solo una enfermedad, a menudo de fácil cura: la disfunción eréctil. Ahora sabemos también que calificar de tonterías a las tonterías semanales de Marías es de una crueldad innecesaria. Psicólogos norteamericanos, en una publicación de la Universidad de Harvard, acaban de definir la “disfunción lógica”, la incapacidad de ciertos individuos para la argumentación racional, aunque puedan ser muy hábiles en cualquier otra actividad que requiera un uso moderado de la inteligencia, como por ejemplo la escritura de novelas..
            Nunca, nunca más volveré a utilizar el ofensivo término de “tonterías” para referirme a lo que es solo manifestación de la “disfunción lógica”. Yo me esfuerzo, al contrario que Pérez-Reverte y la mayoría de mis colegas  escritores, por ser siempre políticamente correcto.


Lunes, 11 de septiembre
SOBRE UN VOLCÁN

En el libro de Literatura que yo estudié durante el bachillerado, escrito por Juan Ruiz Peña,se nos ponía el siguiente ejemplo de incongruencia retórica: “El carro del Estado navega sobre un volcán”.
            “Si en un carro, no puede navegar –explicaba el poeta y catedrático–; y si navega, no puede hacerlo sobre un volcán”.
            No podrá hacerlo, pero eso es exactamente lo que siento yo ahora: que el carro del Estado navega sobre un volcán a punto de entrar en erupción.
            Ganas me dan de pedir la nacionalidad portuguesa.


Martes, 12 de septiembre
UN HOMBRE AFORTUNADO

Rodeado de amigos en la librería Cervantes, presentado el cuarto o quinto libro que he publicado este año, pienso que soy un hombre afortunado.
            Con paciencia y astucia, he ido consiguiendo todo lo que quería. No grandes cosas –nunca he sido ambicioso–, pero sí las que necesitaba para ser moderadamente feliz (ya se sabe que la felicidad con mayúscula no es de este mundo).
            Ni el fracaso, que nos llena de resentimiento, ni el éxito, que atonta (véase Javier Marías). Como escritor, me basta con escribir lo que me apetece y con publicar todo lo que escribo.
            La musa es el encargo, decía Umbral, y yo he tenido la suerte de que los encargos que recibo casi siempre coincidan con aquello que estoy deseando hacer. Sentado frente a mí, está Graciano García, a quien un día se le ocurrió crear una revista literaria. “De los aspectos materiales, se encarga la editorial Nobel; del contenido te encargas tú, con total libertad”. Esto fue muy a finales del 95, a comienzos del año siguiente apareció el primer número de Clarín. Veintiún años después, sigue apareciendo cada dos meses. Y pagando las colaboraciones, a pesar de que la publicación –como cualquier revista literaria– no es precisamente un negocio.
            Muy cerca veo a Marcelino Gutiérrez, director de El Comercio. En el verano de 2005, su antecesor, Íñigo Noriega, me llamó para que colaborara en su periódico. Desde 1988, lo hacía en el diario de la competencia, pero durante julio y agosto el suplemento en el que aparecían mis reseñas dejaba de publicarse. Estaba libre, por lo tanto. Al menos teóricamente, porque el diario ovetense no perdona la menor infidelidad. Probablemente, no podría volver, pero a la oferta de Íñigo Noriega era imposible resistirse: una colaboración diaria o semanal, a mi gusto, y del tipo que yo quisiera. Elegí traducir y comentar diariamente un poema; del reto que salió un libro, Jardines de bolsillo. Tres mil años de poesía. Y cuando llegó septiembre, cuando yo creí que la competencia iba a despedirme con cajas destempladas, me hizo una oferta a la que tampoco pude resistir: publicar mi diario los domingos. Y así estuve durante una década: de septiembre a junio publicaba una reseña los jueves y la entrega semanal de mi diario en un periódico, y durante julio y agosto poesía, ficción o lo que me pareciera en otro. De esos veranos gijoneses surgieron libros como la autobiografía erótica Alrededores del paraíso (fue publicándose a razón de una entrega diaria) o las Ciudades de autor que presento hoy en Cervantes.
            Íñigo Noriega dirige ahora otro periódico, pero su sucesor tiene el mismo gusto que él por la literatura. Y ahí sigo, sonriente y feliz cada semana. Y con una poco frecuente libertad: el diario apoyaba la estratagema que llevó al poder a Rajoy, alterando el resultado electoral, y la candidatura de Susana Díaz, mientras que yo arremetía –con cierta virulencia– contra Javier Fernández, cuya aportación a la teoría política se centra en una frase: “Lo democrático es abstenerse para que no haya elecciones” (cualquier tiempo pasado fue mejor: entonces bastaba con abstenerse para que no hubiera elecciones, ahora con tal de que no las haya somos capaces de meter en la cárcel a la mayoría de los alcaldes catalanes).
            Y también veo a Carlos González Espina, quien, junto a Marina Lobo, ayer en Llibros del Pexe, hoy en Impronta, siempre me están encargando algún libro, a pesar de lo bien que saben –por propia experiencia– que no soy precisamente un best-seller.
            ––No presumas de ser un triunfador –se burla el diablillo de la contradicción que siempre va conmigo–. Después de dedicar toda tu vida a escribir, ¿cuánto dinero has ganado con ello?.
            ––Pues no sé, no lo he contado. Y lo de “dedicar toda la vida” suena demasiado fuerte. Suelo escribir todos los días, cierto, y nunca menos de una hora, pero tampoco nunca más de hora y media, y te recuerdo que el día tiene veinticuatro. Me ha quedado tiempo para todo lo demás, incluso para aburrirme. Y ya que estamos, otro secreto: nunca he escrito una línea por obligación o por dinero. Soy así de poco profesional.
            ––¿Un triunfador y desde niño soñabas con Nueva York, París o Roma y te has quedado anclado en la provinciana Vetusta para toda la vida?
            ––Los sueños dejan de serlo cuando se convierten en realidad. Porque nunca he vivido en Nueva York ni en París ni en Roma, ni en Lisboa o Venecia, nunca me han mostrado sus aristas y me siguen fascinando, como al adolescente que no tenía nada más que sus sueños, cada vez que paso por ellas.



Jueves, 14 de septiembre
SOY

Soy militante de base, muy de base, casi de subsuelo, del PSOE; simpatizo con las ideas de regeneración democrática de Podemos, y el Partido Popular de Asturias me invita a inaugurar sus jornadas culturales.
            Se me podrá acusar de muchas cosas, pero no de ser un hombre simple y unilateral que repite la voz de su amo.


Viernes, 15 de septiembre
 A LAS URNAS, NO A LAS ARMAS

Incluso yo, tan temerario, empiezo a tener miedo. La democracia española cada vez se parece más a la de ese país donde hablar del holocausto armenio es ilegal y puede llevarte a la cárcel. Y con todas las de la ley ya que lo prohíbe su constitución.
Aquí lo que prohíbe la Constitución (pobrecita constitución, con qué estupideces la hacen cargar los que dicen defenderla) es defender el derecho de los catalanes a ir a votar el uno de octubre para proclamar a los ojos del mundo que quieren seguir siendo parte indisociable de la nación española. ¿Cómo puede ser un delito que se les permita declarar alto y claro su españolidad?
            Pero doctores tiene la santa madre constitución que dictaminan que votar que no quieres ser independiente es inconstitucional (tan inconstitucional como votar que quieres serlo), pero meter en la cárcel a los alcaldes que faciliten que los ciudadanos voten es constitucional.
            Doctores tiene la santa madre constitución, ya digo. Pero sospecho que quienes autorizan semejante cosa con su firma no van a ocupar precisamente un lugar de honor en los libros de historia.
            ––¿Y no tienes miedo –me susurra mi diablillo– de que les dé por leer tu diario y tus comentarios en la red y te acusen de apoyar el derecho a decidir, algo explícitamente prohibido, si no por la Constitución, sí al menos por el Tribunal Constitucional, y que te vuelvan a meter en la cárcel como cuando Franco?
            ––¿Miedo? ¡Tengo pavor! Juristas muy respetables condenaron legalmente a muerte al rector Leopoldo Alas y la única prueba que encontraron en su contra fue la fotografía de un mitin en la que aparecía con la Pasionaria? ¿Cómo no voy a tener miedo? Por eso, me retracto, comulgo con ruedas de molino, me creo lo que dicen El País y Sáenz de Santamaría, y dejo de apoyar el  referéndum independentista. Lo que yo quiero es que deje hablar a esa mayoría silenciosa de catalanes que tanto han sufrido con Puigdemont y se les permita el uno de octubre mandarlo a casa llenando las urnas con un rotundo “no”.


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