Domingo, 9 de marzo
CITAS
Escribe Andrés Barba al comienzo de una reseña: “Hay un hermoso proverbio chino (que más de uno ha atribuido a Borges) que asegura que Dios inventó el gato para que el hombre pudiera acariciar al tigre”.
Yo siempre creí que ni era chino ni era de Borges, sino de José Emilio Pacheco. Lo he citado como suyo incontables veces. Y no creo que mi memoria me engañe. En seguida lo encuentro en mi edición de Tarde o temprano, comprada en los ochenta, leída y releída con admiración y asombro. El poema “Gato” dice así: “Ven / acércate más. / Eres mi oportunidad/ de acariciar al tigre / –y de citar a Baudelaire”. Me doy cuenta de que parte del poema está en cursiva; quizá sea efectivamente un proverbio chino que José Emilio Pacheco se limita a copiar, añadiéndole una culta coletilla.
El poema que yo más veces he citado es también de José Emilio Pacheco. Se titula “Antiguos compañeros se reúnen” y dice exactamente lo que mi memoria recuerda: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”.
Mi memoria no suele ser tan fiel. Le gusta corregir, cambiar, retocar. Y a mí me gusta respetar esos arreglos. Casi todas mis citas son inexactas, o simplemente inventadas. Cualquier ocurrencia parece siempre más ingeniosa cuando se la atribuimos a Oscar Wilde: “La gramática es el esqueleto de la poesía”, “Los grandes poetas, como las mujeres enamoradas, están siempre ciegos”, “En una pareja siempre hay alguien que falta, o que sobra”.
Para compensar, muchos de mis páginas más personales y más confidenciales las han escrito otros. El poema mío que más me gusta es de Manuel Altolaguirre: “No me has querido y huyes por tus años / hacia un país en donde yo no existo”. Se titula “Despedida” y todos los poemas de amor que yo he escrito glosan ese poema.
Lunes, 10 de marzo
CONFESIONES PERSONALES
Como a los políticos, me gusta más hablarle a la gente que hablar con la gente.
Yo no soy una persona normal; yo soy como todo el mundo.
No he estado nunca casado, no sé lo que es odiar de verdad a alguien.
Si toda la mala gente desapareciera de pronto, el mundo dejaría de funcionar.
Quizá a veces sea un mal amigo, pero siempre soy un buen enemigo.
Martes, 11 de marzo
ANTES DE LO PREVISTO
Vierten este día periódicos y televisiones ritualizadas lágrimas de cocodrilo por los muertos de hace diez años. Pero a mí no me duelen ya esos muertos (y creo que a los políticos que componen el gesto mirando de reojo al electorado, tampoco). Uno no manda en su dolor. Me aterra hoy el naufragio de Avilés, la desaparición de un avión en Malasia. Salió el Santa Ana en la madrugada de un puerto que conozco bien. Sus tripulantes se fueron a dormir. Uno se quedó al mando. Ninguno sabía que el puerto de destino estaba muy cerca, frente al Cabo Peñas, en un lugar bravío y hermoso que a mí me gusta contemplar. Un amigo mío, Manuel Ferreira, ha viajado incontables veces con los pescadores de Asturias para hacer fotografías. En invierno y en verano, con buen y con mal tiempo. Hace unos días me llamaba para decirme que había estado en el Gran Sol, como el novelista Ignacio Aldecoa. Y me dijo que si no me apetecía embarcarme a mí también, que él podía hablar con algún patrón de pesca. Y yo soy tan temerario que pensaba aceptar, a pesar de mi edad y de que ni sé nadar ni he practicado jamás ningún deporte. Uno de los desaparecidos en ese barco si sabía nadar y era un gran deportista. Se llamaba Marcos del Agua Chacón, y el nombre ya parece una predestinación. Ahora está bajo el agua, en el estrecho camarote, con forma de nicho. Ojalá a él, como a los otros desaparecidos, no le diera tiempo a despertarse.
Y en el cielo de Malasia un avión desparece, con más de doscientas personas a bordo, sin dar el más mínimo aviso, sin dejar rastro, como raptado por extraterrestres. Si pasa el tiempo, y siguen sin encontrarse sus restos, nada me extrañaría que algún experto ufólogo fuera al programa Cuarto Milenio a contarnos peregrinas teorías.
No más peregrinas que las que otros contaron, y muchos interesadamente creyeron, a propósito de aquellos muertos de hace diez años. Que nunca importaron a nadie, salvo a sus familiares y amigos, sino como arma arrojadiza contra el contrincante político. Creo que ya va siendo hora de que se los deje en paz.
Hoy me aterra ese barco que se desvió en el mar en calma, ese avión volatilizado, los tripulantes y los pasajeros que creían ir hacia un destino y en realidad iban a otro. Al mismo al que vamos todos. Pero ellos llegaron antes de lo previsto.
Miércoles, 12 de marzo
ANÉCDOTAS
Leo lo que cuenta Armas Marcelo de su admirado Jorge Semprún: “En una ocasión, Pasionaria lo llamó a París y le ordenó que tomara un tren hasta Moscú. Cuando Semprún llegó, Pasionaria estaba a punto de salir para el balneario del Mar Negro y le dijo que la acompañara. Por fin, tras muchas horas de viaje, llegaron al balneario del Mar Negro, a la ciudad de Constanza, donde Augusto desterró a Ovidio. Pasionaria tomó el coche que la estaba esperando y Semprún la acompañó hasta la dacha. Cuando llegaron, Pasionaria le dijo que no bajara del coche, que volviera a la estación y que allí tomara el tren para Moscú y luego de inmediato volviera a París”.
Si la anécdota es cierta –Armas Marcelo afirma que se la contó el propio Semprún durante “una noche gloriosa” en la Rumanía de Ceaucescu–, el afamado escritor no solo merecería el calificativo de “cabeza de chorlito” con que le obsequió Pasionaria cuando lo expulsó del Partido, sino el más entrañable de “perrito faldero”. Pero ya se sabe que las anécdotas que los escritores cuentan de sus amigos suelen ser un vengativo género de ficción.
La anécdota que yo suelo contar de Aleixandre creía haberla leído en Los encuentros, pero cuando he querido citarla textualmente no he sido capaz de dar con ella.
Poco después de que le concedieran el Premio Nacional de Literatura por La destrucción el amor, fue a su peluquería habitual. Como su nombre había salido en los periódicos, el barbero le recibió con zalamería, mostrándose muy orgulloso de contar entre sus clientes con alguien tan importante. Luego le dijo que también cortaba el pelo a otro señor que escribía versos. “No es un personaje como usted, pero dicen que escribe versos, es un señor mayor”. “¿Ah, sí? ¿Y recuerda usted como se llama?”, preguntó Aleixandre por decir algo. “Usted no le conocerá, no es famoso como usted, pero también escribe versos. Creo que da clase a niños. Se llama don Antonio”. Se trataba –lo supo después– de Antonio Machado.
Creo recordar ahora que esa anécdota, que yo creía tomada de Los encuentros, me la contó Carlos Bousoño cuando era profesor en los cursos de verano de la Universidad de Oviedo y yo le acompañaba, después de las clases, hasta su hotel, en el edificio de La Jirafa.
Antonio Machado no era importante para nadie; ni siquiera para su peluquero. Solo lo era para quienes le habían leído. Eso es lo que distingue a un escritor de un figurón.
Jueves, 13 de marzo
METAFÍSICO ESTÁIS
Tras la presentación del último libro de Lorenzo Oliván, Nocturno casi, le acompañé un momento al hotel, mientras los demás amigos esperaban en el café, y aproveché para ponerle algunos reparos, como en los años de la tertulia. “¿No crees que imprimir como prosa poemas escritos en verso no añade nada, sino que dificulta la lectura?”, “Juan Ramón lo hacía, y Valente”. “Y Unamuno”, añado yo. “Y este último fue el único que dio razones convincentes de esa práctica. Resulta que en su tiempo los periódicos pagaban los artículos pero no los poemas, así que él –que era muy tacaño– escribía los versos todos seguidos, como si fuera prosa, para poder cobrarlos”.
Otro reparo mayor le pongo y pronto nos ponemos a discutir, como en los viejos tiempos. Le acuso de utilizar lo que yo llamo “el efecto Gamoneda”, esto es, de emborronar el poema, eliminar referencias concretas, para hacerlo parecer más profundo. “¿Y cuándo he hecho yo eso? Lo que pasa es que a mí no me interesa el realismo en poesía, y en eso sí coincido con Gamoneda, yo soy un poeta metafísico; a mí, de lo que se ve, lo que más me interesa es lo que no se ve”. “Pues a mí a veces me da la impresión de que haces lo que se cuenta que hacía Eugenio d’Ors. Cuando escribía un artículo, antes de enviarlo al periódico, se lo leía a su secretaria, y le preguntaba si lo entendía. Si esta respondía que sí, él añadía: Pues oscurezcámosle un poco”.
Le leo el comienzo de su poema “Una alucinación” (el título remite a José Hierro): “Entraste en el recinto de lo cuadrado. La paleta metálica, repleta de cemento, golpea en lo cuadrado, precisa de un sonido seco, cortante, duro para alzar lo cuadrado”. Se habla luego de “visión cuadriculada”, de “alrededor cuadrado”, de “lapidación de la contemplación”, de “la razón suprema de todo lo cuadrado”.
“¿Y no entiendes de qué hablo? Vaya, Martín, estás perdiendo facultades. Pues ¿de qué voy a hablar? De un cementerio. Lo cuadrado se refiere a los nichos; en el poema cuento, bueno, no cuento, dejo que el lector la adivine, una cosa que me ocurrió cuando era niño en el cementerio de Castro”.
(En el fondo, lo que me fastidia es que Oliván, el poeta de la tertulia que ha llegado más lejos en el escalafón literario y ha ganado más importantes premios, deba sus éxitos en buena parte a no hacer ningún caso de mis consejos.)
Viernes, 14 de marzo
NUEVO DESCUBRIMIENTO DEL MEDITERRÁNEO
La tertulia de los viernes, iniciada allá por 1980 primero en el bar La Perla , frente al Campoamor, y luego en la cafetería Oliver, en la Avenida de Galicia, inicia una nueva etapa en el café del Paraíso, junto a los restos de la antigua muralla.
Decía Borges que la batalla de Junín, uno de esos episodios gloriosos de la historia argentina, “son dos civiles que en una esquina maldicen a un tirano”. Pues del mismo modo la historia viva de la literatura tiene menos que ver con premios Planetas, sesiones solemnes en la Real Academia o lectura de tesis doctorales que con un grupo de jóvenes que, en el rincón de una cafetería, comentan apasionadamente los Mediterráneos que acaban de descubrir, los poemas recién escritos.
Sábado, 15 de marzo
ELOGIO DE LA REPETICIÓN