Sábado, 1 de marzo
Escojo mis lecturas para cada ocasión con el mismo cuidado que los elegantes dedican a su indumentaria. Esta tarde he traído conmigo, además de los habituales suplementos literarios, el manual de historia de Rusia que acaba de publicar mi primo Pedro García Martín, catedrático de Historia en la Universidad de Madrid, y también novelista y hombre de muy variados saberes. Me parece lo más adecuado para los intermedios de El príncipe Igor.
Los largos descansos de la ópera, que tanto me aburren en el Campoamor, los aprovecho, en las retransmisiones neoyorquinas de Los Prados, para tomar un café y leer un poco. A la música de Borodin, a su exaltación de la vieja Rusia, le pongo como contrapunto unas líneas de Gogol que se citan en el manual: “Cuanto más se adentraban en la estepa, más hermosa se volvía. En aquel entonces, todo el Sur, hasta el Mar Negro, era un territorio virgen. Nunca el arado había atravesado las inmensas olas de vegetación salvaje. Solo los caballos, ocultos entre ellas como en un bosque. Toda la superficie de la tierra parecía un océano verde y dorado sobre el que hubieran salpicado millones de flores distintas. Mezclados con los tallos finos y delgados de las altas hierbas, se veían muchos cardos de color azul celeste, azul oscuro y lila; la retama erguía su pirámide de flores amarillas; el trébol blanco, con caperuza en forma de paraguas, resaltaba en lo alto; una espiga de trigo traída de Dios sabe dónde maduraba al sol; entre las gruesas raíces corrían las perdices estirando el cuello…”
Y se escucha el canto de un millar de pájaros distintos, los halcones se mantienen inmóviles en el cielo con las alas extendidas, una bandada de gansos salvajes se alza sobre un distante lago. Ese es el paisaje que sigo viendo luego mientras escucho la música y me invade la melancolía. “Gime la tierra rusa y ruega por los tiempos pasados y por los antiguos príncipes”, como dice uno de los versos del Cantar de la hueste de Igor.
¿Quién ganará en la partida de ajedrez que ahora se juega en Ucrania? Mis simpatías, aunque me cuide de reconocerlo para no despertar demasiadas antipatías, se inclinan hacia Rusia. Yo creo que, si aprovecha bien sus bazas, el golpe de Estado propiciado por la Unión Europea , le brinda en bandeja la ocasión para arreglar el entuerto de Crimea, ese regalo de un dictador soviético, como si los países pudieran regalarse.
Lunes, 3 de marzo
PRETEXTO PARA VOLVER
Salgo de la librería de Valdés con dos viejos números de Revista de Occidente, disfrutando por anticipado el placer de hojearlos mientras tomo un café. El primero es de mayo de 1925 y está, como era de esperar, lleno de maravillas, ya desde la colorista y primaveral viñeta de Bores.
Fernando Vela habla de cine y Jorge Guillén publica por primera vez sus décimas, que tanto asombro causaron, entre ellas la del beato sillón en que se afirma que el mundo está bien hecho. No faltan ni Benjamín Jarnés ni Antonio Espina ni Díez-Canedo. Pero no me admira menos, y me sorprende más, el otro número, de 1966, de los años oscuros del franquismo. Comienza con unos poemas de Salvador Espriu, en catalán por supuesto, titulados “Pais basc”. Eran otros tiempos, entonces los intelectuales de izquierda aún no habían demonizado el nacionalismo.
Tras los versos de Espriu, unas páginas de Julián Gállego sobre Venecia que enseñan a mirar de otra manera las fachadas barrocas tan denostadas por Ruskin: San Moisé, Santa Maria Zobenigo, el Ospedaletto. Son fachadas menos arquitectónicas que pictóricas y están hechas para ser vistas de cerca, de abajo arriba, tal como propicia el estrecho lugar en que fueron construidas. La Calle Ancha del 22 de Marzo no existía cuando se construyó San Moisé y por eso la vemos deformada.
La revista trae muchas cosas más (entre ellas las famosas notas sobre lo “Camp”, de Susan Sontag, que tanto juego darían luego a Castellet y los novísimos), pero a mí “La visualidad veneciana”, de Julián Gállego, me ofrece un buen pretexto para regresar a Venecia a la primera ocasión y comprobar su teoría.
Martes, 4 de marzo
DEBATIR POR DEBATIR
––Martín, Martín, deja ya de meterte con Savater, a quien antes admirabas tanto. El que apoye un partido político distinto al que tuyo no me parece motivo suficiente para que le descalifiques de esa manera.
––No le descalifico por eso, ni tampoco porque avale con su nombre material intelectual averiado, como el famoso libro Las ciudades y los escritores.
––-Desde que te conozco has actuado igual. ¿Cuánto tardaste en arremeter contra Aleixandre o contra Bousoño o contra Villena? A ti lo que te fastidia de Savater es que desmonte, con muy buenas razones, los argumentos de los nacionalistas.
––¿Con muy buenas razones? Eso es que le has leído poco. Vamos a ver lo que dice en el enésimo artículo que dedica a la materia, “Otra asignatura pendiente”, que hoy mismo publica en El País. En el debate actual echa de menos “la elucidación de la cuestión de fondo: en qué consiste la ciudadanía misma”. Y continúa: “Porque desespera ver que en la disputa actual los protagonistas siguen siendo Cataluña, Andalucía, Euskadi y demás territorios, con sus agravios o exigencias, pero nunca los ciudadanos con los derechos y deberes que los configuran como tales. Es la confusión entre pertenencia (prepolítica, acrítica, sentimental e intelectualmente irrefutable) y la participación basada en derechos civiles y leyes, en acuerdos institucionales y en la deliberación de cada cual. O si prefieren entre ‘identidad’ que es una construcción esencialista a base de rasgos culturales o folclóricos, y ‘ciudadanía’, que es la titularidad del ejercicio democrático moderno para la que no cuentan particularismo previos religiosos, raciales o regionales”. Creo que cito lo fundamental de su pensamiento, sin desnaturalizarlo ni caricaturalizarlo para rebatirlo más fácilmente.
––Citas bien, citas bien. Yo también he leído ese artículo. Y ahora me gustaría saber en qué no estás de acuerdo.
––Estoy de acuerdo en todo lo que acabo de citar, y me atrevo a suponer que, no ya Artur Mas u Oriol Junqueras, estarían de acuerdo, sino hasta Arnaldo Otegui. En Cataluña lo que se pretende (y se trata de impedir por todos los medios) es preguntar a los ciudadanos de Cataluña con derecho a voto cual es su opinión sobre un asunto político de especial importancia. Preguntar a los ciudadanos de Cataluña, sean cristianos, musulmanes o judíos, bailen o no la sardana, les guste o no el pan con tomate, hayan nacido en Cataluña, en Andalucía (no olvidemos que un andaluz fue presidente dela Generalitat ) o en Mozambique. No es necesario que compartan ninguna construcción ‘esencialista’, basta que estén empadronados en Cataluña y tengan derecho al voto. Savater combate un espantajo que él mismo se ha formado, no el derecho de los ciudadanos de Cataluña a decidir su futuro político. Detrás de sus razonamientos presuntamente racionales hay un dogma nacionalista, esencialista, de la peor especie, un dogma que expresó de la mejor manera José Antonio Primo de Rivera: “España es una unidad de destino en lo universal” y Cataluña ha de formar parte de España porque sí, lo quieran o no los catalanes. Y cómo da igual cuáles sean los deseos de los ciudadanos de Cataluña, ¿para qué preguntárselo? Hacer una consulta es perder tiempo y dinero, aunque el noventa por ciento quisiera formar un Estado propio no se lo íbamos a permitir. Esa es la razón última de Savater, la razón de la fuerza, del porque no nos da la gana y si estás a disgusto pues te jodes. Y su habilidad retórica le sirve de poco, solo engaña con ella a los previamente convencidos.
––Hombre, en ese asunto, algo tenemos que decir también los demás españoles.
––Mucho tenemos que decir, por supuesto. Pero lo que no podemos es obligar a una región o nacionalidad (sea o no histórica) a ser española contra su voluntad. A eso no se puede obligar ni a los gibraltareños. Para que el Reino Unido salga de la Unión Europea basta que sus ciudadanos así lo quieran, no hace falta que también lo aprueben los alemanes y los griegos y el resto de los europeos. Para formar parte de una asociación hace falta que el resto de los miembros nos acepte; para salir, basta la voluntad propia libremente expresada.
–-Tú no tienes en cuenta la ley.
––Si hay una ley que impide a los ciudadanos de una comunidad expresar su opinión sobre una cuestión de capital importancia, esa ley debe cambiarse. Pero no hay ninguna ley que impida un referéndum meramente consultivo, no vinculante. No te dejes engañar, amigo Ángel. Ni todos los savateres del mundo pueden hacer que lo blanco sea negro. No hay ninguna ley que impida colocar una terraza frente a un local, pero hace falta el permiso del Ayuntamiento. Lo mismo pasa con las consultas. Basta con que el gobierno central la autorice para que sea perfectamente legal. Pero el gobierno central no está por la labor, su intención es ponerles una mordaza en la boca a los ciudadanos de Cataluña para que no digan lo que piensan. Empeño inútil porque lo que no digan de una manera lo dirán de otra: las elecciones autonómicas no se pueden prohibir, aunque sospecho que a más de uno le gustaría.
Sábado, 8 de marzo
TUVE UN SUEÑO
Soy una persona muy racional, tan racional que, a la hora de tomar cualquier decisión, jamás dejo de tener en cuenta mis sueños. Anoche dormí poco y mal, atormentado por borrosas pesadillas. Antes de despertar, y quizá ya medio despierto, tuve sin embargo un sueño claro y preciso. Navegaba, cerca de la costa, en un velero que se parecía mucho al barco-escuela de un pasado verano, pero que en el sueño, con su gran biblioteca, recordaba al Nautilus de alguna edición decimonónica de La isla misteriosa. En la biblioteca, parte de la tripulación y algunos polizontes bebían, fumaban, jugaban a las cartas. Los pasajeros se habían ido bajando en los diversos puertos. Solo yo, el capitán, seguía a bordo tras el motín. Pensé arrojarme al agua, nadar hasta la orilla y construir un nuevo barco.
Me desperté de la ensoñación pensando que era hora de dar un golpe de timón a la vieja tertulia que se viene reuniendo todos los viernes desde hace treinta años. Convertirla de nuevo en un lugar de descubrimientos. La próxima semana presenta su último libro de poemas Lorenzo Oliván en el Club de Prensa, el mismo lugar en que en 1988 –hace más de un cuarto de siglo– presentó sus Cuatro trazos, editado precisamente por la tertulia Oliver. ¿Podríamos descubrir hoy a un nuevo Oliván o a un nuevo López-Vega, que tardaría todavía algunos años en llegar? Me temo que no. Entonces publicábamos una revista (primero Cuadernos Óliver, luego Escrito en el agua, finalmente las más longeva Reloj de Arena), habrá que volver a hacerlo. Se me ocurre un título: Los Nuevos. Poemas del grupo de la tertulia y de autores que admiren, solicitados por ellos. La literatura siempre ha avanzado así.
Después de la mala noche, el amanecer me llena de optimismo. El día parece que va a ser soleado y luminoso. De las dos tertulias de los viernes, la primera, a las siete de la tarde, será solo para gente esté dispuesta a trabajar. Gente joven, la única capaz de aprender.
El problema será cómo decir estas cosas a los habituales de los últimos tiempos sin que se sientan como el lastre que hay que soltar para que el barco pueda seguir navegando. Tendré que ser muy discreto y sumamente diplomático. Pero ya se sabe que a discreto y a diplomático no me gana nadie.