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Después y todavía: El síndrome de Calígula

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Sábado, 7 de noviembre
POR QUÉ SOY MONÁRQUICO
 

Siempre he tenido simpatía por los que defienden causas perdidas. Sergio Vila-Sanjuán, director del suplemento cultural de La Vanguardia, publica un libro de desafiante título: ¿Por qué soy monárquico? Lo leo de un tirón y puedo adelantar que no da pie para ningún debate intelectual de cierta altura sobre las formas de gobierno. Sergio Vila-Sanjuán es monárquico porque lo fue su abuelo, porque lo fue su padre y porque él trabaja desde 1987 en un diario monárquico y es invitado habitual a los eventos culturales que tienen relación con la casa real e incluso ha conversado más de una vez con Felipe VI y doña Letizia solo le debe gratitud: cuando algún ejecutivo cuestionaba Cultura/s, dijo que era lo que más le interesaba del periódico.

            El libro vale poco, ya digo, es como un artículo cortesano muy estirado. Pero en la primera parte, donde nos cuenta la historia de su abuelo, gentilhombre de Alfonso XIII y partidario de Eduardo Dato, no deja de haber alguna anécdota de interés.

            Se rumoreaba que cierta cantante francesa, que actuaba en el Teatro Real representando primero Salomé y luego Manon, tenía amores con el rey. Y un día, como para confirmarlos, salió a cantar con “un enorme medallón de brillantes sujeto al lindo cuello con cadena de oro” –la frase textual es del abuelo, no de Vila-Sanjuán-- que llevaba en su centro la efigie del rey. Ante el escándalo consiguiente, Eduardo Dato le pidió al abuelo del autor que se encargase de conducir “a la célebre diva a la frontera”, ya que él “no la podía expulsar, ni mucho menos detener oficialmente, pero que dado el escándalo producido por su impertinencia y los comentarios de la prensa, no podía permanecer ni un día más en Madrid”.

            La amante orgullosa no tenía intención de desaparecer y le dio una bofetada al emisario oficioso gritando: “Pour votre patron”. A pesar de ello, según cuenta en un artículo de 1971 que su nieto reproduce, pudo dejar “a la preciosa francesa en Irún y desaparecieron rumores y chismes”. Lo que no nos cuenta este gentilhombre, tan devoto de Dato, es cómo lo consiguió si carecía de autoridad para ello. ¿Ofreciendo dinero a la gentil dama? ¿Apuntándola con una pistola? Tampoco nos cuenta que le pareció al rey aquella expulsión. Lo que sí nos dice es que “el amor no se cancela con un viaje obligado” y que pronto supo que “el idilio clandestino había seguido en Biarritz y Arcachon”.

            La anécdota, como indica Sergio Vila Sanjuán, tiene todo el encanto de la belle époque y no le falta un melodramático final, como de libreto de ópera: arruinada, casi convertida en mendiga, la un tiempo famosa cantante conserva entres sus escasas pertenencias el medallón, pero ya sin brillantes y sin cadena de esmeraldas. Pablo Vila San-Juan, el servicial gentilhombre, se hace con él –iba “imprudentemente firmado al dorso”-- y lo envía “a un hotel de Roma”.

            Hubo un tiempo en que estas anécdotas tenían gracia, eran como una versión veraz de “Un escándalo en Bohemia” y otras historias de Conan Doyle, pero nunca tuvieron tanta como para incluirlas en un alegato en favor de la monarquía.

            ¿Y quién pagó el importe de ese lujoso medallón? Quizá Alfonso XIII de su fortuna privada (se lucraba con los barcos que llevaba  a los españoles a luchar a Marruecos y con las minas del Rif que defendían). Pero su nieto parece que tiene otras costumbres: la fortuna propia es sagrada y ni se toca. A las Bárbaras y a las Corinas de su biografía, que les ponga pisos patrimonio nacional y escoltas el gobierno, y si hay que evitar chantajes, o chantajear para evitar que ciertas cosas salgan a la luz, pues que se ocupe de el CNI, que para eso está. Pero no vamos a entrar ahora en esa cuestión. Ni en si esa ahorrativa costumbre la tenían los otros miembros de la familia real (parece que la esposa del anterior jefe del Estado, que trabajaba en España pero vivía en Londres, pagaba sus viajes privados con una tarjeta que no estaba a su nombre, aunque cobre un nada despreciable sueldo por sus labores representativas). Termina el volumen con un capítulo titulado “Mis razones para ser monárquicos”. Y una de ellas es de índole económica: “La aportación del rey al Estado es muy superior a lo que cuesta al contribuyente”.

            Cuando lo leí me puse a reír y todavía me estoy riendo. Creía que me iba a encontrar con un debate intelectual sobre las formas de gobierno y resulta que resulta que se trata de un libro de humor.

 


Domingo, 8 de noviembre
SIN COMENTARIOS
 

“Perdona que te moleste a estas horas, Martín. Ya sé qué estarás escribiendo, pero es que necesito contarle a alguien lo que me ha pasado. Salía yo de casa esta mañana, a primera hora, cuando no había nadie en la calle y, a dos pasos de la puerta, apenas llego a la esquina, de un coche negro salen varios individuos que me rodean y me increpan: ‘¿Por qué no lleva usted mascarilla?’. Me dicen que son policías, aunque no llevan uniforme. Yo les respondo: ‘Porque acabo de salir de casa, no hay nadie en la calle, voy al trabajo y en el trabajo he de llevarla durante ocho horas seguidas y tengo la piel irritada y dañada, como pueden ver’. ‘No es excusa. A ver, documentación. ¿Dónde nació usted? Porque usted no nació en España. ¿verdad?’. Y me estuvieron haciendo preguntas, algunas bastante molestas, durante bastante rato. Llegué tarde al trabajo. A lo mejor ellos querían que me fuera de allí llorando asustada, pero me fui indignada. ¿Tú crees que hay derecho a tratar así a una trabajadora que va a casa de una persona que vive sola y que necesita su asistencia para levantarse y que le obliguen a llegar tarde?”

 


Lunes, 9 de noviembre
NO TE FÍES DE LOS ERUDITOS

Siempre me ha gustado la novela de la erudición, hacer de Sherlock Holmes entre viejos papeles. Leo Sangre de octubre: UHP, una novela sobre la revolución del 34 que acaba de reeditar Renacimiento y enseguida me doy cuenta de que el autor que figura en la cubierta, Manuel Navarro Ballesteros, no puede ser su autor. Navarro Ballesteros fue un militante del partido comunista, periodista autodidacta, que llegó a dirigir Mundo Obrero. Al final de la guerra civil fue detenido, condenado a muerte y fusilado en 1940. Antonio Plaza –doctor en Historia-- reconstruye en el prólogo lo poco que se sabe de su vida. Sangre de octubre apareció en 1936 firmada por Maximiliano Álvarez Suárez y fue saludada como ejemplo de novela proletaria. En la nota editorial a la primera edición, se incluye una autobiografía de Álvarez Suárez escrita a pedido de los editores. Pero nunca más se supo de este minero que antes había tenido otros muchos oficios y que decidió contarnos su experiencia de la revolución para exaltar la postura de los comunistas y denigrar a los socialistas. Probablemente se trataba de un autor ficticio creado por un escritor o varios próximos al partido comunista. Al parecer Víctor Alba, en una obra de 1979, señala que el verdadero autor es Manuel Navarro Ballesteros y eso le basta a Antonio Plaza, sin más averiguaciones, para atribuírsela y contarnos en el prólogo todo lo que ha averiguado sobre ese autor. Pero la primera parte de la novela se titula “Avilés” y en Avilés transcurre: se habla de la plaza del Ayuntamiento, denominada el Parche, del muelle, del barrio de Sabugo, de la carretera de San Juan, del chalet de Pedregal, de San Cristóbal, de Miranda. Con informaciones de segunda mano (Navarro Ballesteros, por lo que de él sabemos, nunca estuvo en Asturias), no se podría tener un conocimiento tan preciso de la toponimia urbana. El autor, si no es de Avilés, ha vivido en la ciudad. Y es asturiano. “Picamos a la puerta y nos colocamos con precaución alrededor de ella”, escribe. Ese “picamos”, por “llamamos”, es característico del castellano de Asturias. El autor conoce Avilés, pero no es de Avilés. En la segunda parte, cuando dejan la villa camino de Trubia, habla del Gorfolí, el monte totémico de Avilés, como si fueran los picos de Europa: “Llegamos a la cordillera del Gorfolí, donde no hay un mal camino de herradura, y al adentrarnos en ella comienza la tragedia de la jornada. Se suceden los tropezones; las caídas menudean con inminente peligro de rodar al precipicio. Del fondo del barranco, a nuestra derecha,  surge un sordo rumor, según doblamos una loma de la cordillera, en medio de la oscuridad, en las entrañas del abismo”.

            No sabemos quién es el verdadero autor de esta obra que firma Maximiliano Álvarez Suárez –quizá intervinieran varios--, pero si podemos afirmar que no hay ninguna razón de peso para atribuírsela a Manuel Navarro Ballesteros, un esforzado personaje, de trágico final, pero cuya obra no parece presentar mayor interés.

 


Martes, 10 de noviembre
PASEOS DE OTOÑO

Aprovecho estos hermosos días de otoño para tomar mi café sentado en un banco frente a la iglesia de la Tenderina y luego subir tranquilamente hasta Santa Ana de Abuli. Allí me gusta sentarme en uno de los poyos de piedra del caserón que hay frente a la ermita y seguir leyendo o fantasear con historias ocurridas en aquellos lugares. Por aquí cerca estaban las trincheras mandadas construir por Javier Bueno y Jesús Ibáñez, según cuenta José Antonio Cabezas, tan cercanas a las de los sublevados, que por las noches se hablaban de trinchera a trinchera y llegaban a cambiarse cigarrillos, pan y periódicos: “A los soldados de una y otra parte les hacía gracia leer las propagandas exageradas de los contrarios. Algunos se conocían como vecinos del mismo barrio. Los  de fueran preguntaban el estado de sus familias encerradas en Oviedo y les enviaban recuerdos. Nos decían que al amanecer cada uno se retiraba a su puesto en las respectivas trincheras y comenzaba el fuego de posición a posición”.

            Mientras doy un paseo por estos bucólicos lugares, la silueta de Oviedo al fondo, pienso en aquellas trágicas historias de otro tiempo para no pensar en las de este tiempo cada vez más sombrío, aunque luce el sol, trinan los pájaros y en la verde hierba pastan mansas las vacas como en tiempos de Clarín o de Virgilio.

 



Miércoles, 11 de noviembre
GRACIAS, RECTOR

Me hace ilusión recibir, por correo e inesperadamente, la insignia de oro de la Universidad de Oviedo, como reconocimiento a la labor realizada durante casi medio siglo. No es nada personal: se otorga a todos los profesores que se jubilan tras más de treinta y cinco años en la institución. Pero yo, que hice mis estudios trabajando, que preparé mi tesis doctoral mientras trabajaba, no estaba destinado a ser profesor universitario. La Universidad es un mundo muy jerarquizado, lleno de reglas no siempre explícitas. Y yo nunca fui capaz de respetar las falsas jerarquías ni la burocracia descerebrada. Pero tuve suerte y resistí hasta el final y nunca tuve que doblegarme ni dejé de ir a mi aire. Por eso sonrío al recibir esta insignia de oro. Claro que el mejor premio es que se me permita seguir yendo todos los días, incluidos sábados y domingos, a mi despacho del Milán. ¿Cómo podría sobrellevar si no estos tristes tiempos en que parece haberse declarado la guerra a la inteligencia?

 


Jueves, 12 de noviembre
LOS PELIGROSOS ZAPATOS

Aumentan los contagios en las residencias de ancianos y, como consecuencia, yo no me puedo comprar zapatos: cerrar zapaterías (de las que venden zapatos, no de las que ponen medias suelas, que esas siguen abiertas) y tiendas de ropa es una de las medidas estrella del gobierno de Adrián Barbón para frenar la pandemia. Y así nos va.

No sé si el mundo se ha vuelto loco, pero quien manda  por estos lares parece que sí. Es lo que los expertos llaman el síndrome de Calígula. A Adrián Barbón no le han concedido, como a Calígula, el poder absoluto (hay un ministro que puede frenar algunos de sus desvaríos), pero sí el suficiente para hacerle perder la cabeza: por la mañana se le ocurre un disparate (que los avilesinos pueden aglomerarse en el paseo de la ría, pero que no puedan pasear junto al mar en Salinas, por ejemplo), por la tarde lo anuncia en un tuit y por la noche aparece en el BOPA y es de obligado cumplimiento. Pero lo más triste no son las ocurrencias del jefe, sino que haya gente –gente como tú y como yo, lector, gente de apariencia totalmente normal, honestos padres de familia, profesores, incluso amigos míos-- que las aplauda. “¡Es que muere mucha gente!”, me dicen. “¿Y va a dejar de morir porque uno pueda ir a comprar al Carrefour y no, unos minutos de coche más allá, al parque Principado? ¿Una arbitraria división administrativa, que lo sitúa en otro concejo, hace que aumente allí la posibilidad de contagio?”. El miedo inducido ha deteriorado por completo la capacidad de razonar de ciertas personas, una capacidad que, a juzgar por lo que estoy viendo, no parece haber sido nunca excesiva.

   


        

Viernes, 13 de noviembre
MÁS DE LO MISMO

La calle Murillo, en la que vivo, terminar en un parque. En el final, junto a la hierba bajo los árboles, ponía su terraza Tres Tejos. Yo me sentaba allí cada mañana a tomar café y leer un libro. Me sentaba solo en una mesa lejos de las otras, respiraba el aire puro, era feliz. Ahora es imposible porque todas las cafeterías se han cerrado. La razón: aumentan los contagiados de Covid en las residencias de ancianos (las otras enfermedades, ni el maltrato que reciben, no cuentan). Subrayo el absurdo de tal comportamiento y una amiga –profesora, por cierto—me replica:

            ----Es que las normas tienen que ser generales, Martín. Tú cumples, pero hay bares donde se amontona la gente y hacen fiestas ilegales.

            ----¿Y no pueden cerrar esos bares y multar a sus dueños y dejar abiertos todos los demás, la inmensa mayoría?

            ----La policía no puede estar en todo.

            ----Claro, la policía no puede vigilar que no haya fiestas ilegales, está muy ocupada acechando a quien sale de madrugada para ir a su trabajo y camina unos pasos por la calle vacía sin llevar la mascarilla puesta.

 


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