Paso estos últimos días del verano en una cabaña encaramada en la ladera de una montaña, cerca del parque nacional de Redes. Estaba abandonada y tuvimos que acondicionarla en lo posible. Un mínimo espacio único, con cuatro camastros, un ventanuco, una mesa y fuera, no dentro, un rincón donde encender fuego.
Me acompañan dos amigos, al menos durante la noche. Durante el día andan por ahí, cada uno a su aire. Al contrario que ellos, yo soy un misántropo sobrevenido. Siempre me creí un urbanita irredimible. Me gustaba estar entre la gente. Podía concentrarme perfectamente y escribir o leer entre el bullicio de las conversaciones en cualquier café. Ahora la ciudad –las ciudades españolas: en julio estuve en Burdeos y era otra cosa-- me aterra. Salgo a la calle y me da la impresión de encontrarme en un nosocomio: todo el mundo se tapa la cara, este con un trapo negro hasta los ojos que cubre con unas gafas también negras, aquel con la siniestra sonrisa del Joker, el de más allá con la rojigualda; también los hay, claro, que llevan mascarillas más o menos sanitarias, que se bajan y se suben continuamente para sonarse, rascarse o ir dando sorbos al café o a la cocacola en alguna terraza. Ni en los alrededores me libraba de tan triste espectáculo: caminaba solo, a mi aire, por un camino rural, y de pronto venía venir a lo lejos a un enmascarado. Al principio ,me hacía a un lado para dejarle pasar, pero pronto tuve que huir por otros caminos. Una vez uno de ellos me gritó desde cien o doscientos metros: “¡La gente muere en Madrid y tú sin mascarilla! ¡Irresponsable!”
Se está bien aquí, con dos buenos amigos, lejos de las locuras del tiempo presente. Solo coincidimos al anochecer, en un rato de charla antes de ir a dormir. Por la mañana cada uno se levanta cuando le apetece, se prepara en silencio el desayuno y algo para comer a mediodía y no vuelve hasta que se hace de noche. Yo a veces me quedo escribiendo o leyendo bajo un árbol cercano.
Esta noche hemos encendido el fuego, ya comienza a hacer frío, y el pacífico ajetreo de las llamas, que me recuerdan a las noches de invierno en Aldeanueva, en casa de mi abuela escuchando cuentos de lobos, me ha vuelto extrañamente confidencial.
----Anoche soñé que al despertarme tenía veinte años, que toda mi vida en este último medio siglo había sido un sueño. Ya sé que no es algo muy original, que se trata de uno de los tópicos de la literatura, que es el tema del mago de Toledo que contó don Juan Manuel y recreó Borges, y por supuesto también de La vida es sueño y de una obra poco conocida obra del duque de Rivas, El desengaño en un sueño. Desperté, dentro del sueño, y tenía veinte años y recordaba todos los errores que había cometido y había aprendido a evitarlos.
Nunca se lo he dicho a nadie, os lo digo ahora a vosotros, seguro de que no lo repetiréis: vivo lleno de remordimientos. Y creo que en parte se debe a que tengo una idea de mí mismo demasiado alta. La verdad es que, aunque lo disimule bien y nadie se dé cuenta, soy de esas personas encantadas de haberse conocido. Me considero bastante más listo que la mayoría, aunque también procure disimularlo para no ofender.
¿Y teniendo tan buena idea de mí por qué vivo tan atribulado, por qué quiero cambiar?, os preguntaréis. Pues precisamente por eso. Seguro que he hecho algunas cosas meritorias, que he ayudado a alguna gente, pero no suelo recordarlo. Hacer las cosas bien, hacer lo correcto, me parece tan natural como respirar. Ni reparo en ello ni creo que tenga ningún mérito. Pero los errores, las meteduras de pata, no soy capaz de olvidarlos. Me pasa como al corrector de erratas que en un libro encuentra dos o tres por página y las elimina casi todas, más de doscientas, pero se le escapa una y nadie se percata de las que ha corregido, pero le reprocha la que se le ha escapado.
¿Y cuáles fueron mis errores? En el amor, las pocas veces que me enamoré de veras, no más de una docena, casi siempre fui yo el que lo pasó peor. Pero todo eso hace tiempo que está olvidado, no me queda ningún rencor, más bien gratitud: sin el daño, a ratos casi insoportable, no habría escrito ni la mitad de los poemas que he escrito. Lo que no olvido son las veces que yo hice sufrir. Fueron al menos tres, y daría cualquier cosa por poder reparar el daño. Por eso fui tan feliz al despertar de mi último sueño: podía evitar esos errores. Pero solo fue un despertar dentro del sueño.
He sido una buena persona en general, pero no me siento especialmente orgulloso de ello; lo he sido sin esfuerzo alguno porque esa era mi naturaleza; pero he sido una mala persona con alguna gente que me quiso y a la que quise y ya no tiene arreglo, me moriré con esa culpa.
En literatura, en cambio, estoy donde quiero estar, no me cambiaría por nadie, a no ser por Virgilio. No importa que objetivamente pueda considerárseme un fracasado: vendo poco o nada, no tengo ningún premio. ¿Sería un triunfador si en lugar de escribir reseñas en suplementos de provincia, como se decía antes, lo hiciera en los suplementos de referencia? Me río de quien piense así. Dejé El Cultural porque, cuando me tocaba hablar del libro de la semana, el más destacado, eran otros quienes lo seleccionaban –sin haberlo leído-- y daban por supuesto que el tono debía ser elogioso. Por supuesto, podía no serlo, pero la reseña no se publicaba o no había más encargos. Y no creo que sea muy diferente la situación en otros lugares, tan dependientes de los lanzamientos editoriales de los dos únicos grupos que cuentan y de los compromisos. En cuando a los premios… La verdad es que estoy muy contento de no haber concurrido a ninguno, salvo al primero, cuando no conocía a nadie, que me vino muy bien para comprarme una máquina de escribir y pagar la matrícula en la Universidad. De lo que si me arrepiento es de haber sido jurado de algunos premios. Debería haber dicho que no, aunque en el Príncipe de Asturias aprendí muchas cosas sobre la condición humana. No me negué, cuando me invitaron amablemente, porque creía que era parte de mi trabajo como escritor. Ahora andan en líos con el premio Emilio Alarcos, que al parecer la consejera de Cultura quiere eliminar o convertir en otra cosa más asturianista y feminista. Como ya estuve desde el principio, querían prescindir de mí y la impulsora del premio me contó que les dijo: “¿Pero cómo vais a dejarle fuera ahora que el pobre se jubila?”
Sonreí al otro lado del teléfono. “Qué bien me conoce”, pensé. Pero eso son tonterías, lo mismo que el que reseñen o no mis libros, con amabilidad o con saña. La vanidad suele ser hemofílica: las heridas de la vanidad sangran y sangran y no cicatrizan nunca. No es mi caso: por muy mala intención que pongan, solo son capaces de hacerme rasguños que desaparecen antes de las veinticuatro horas. ¿Que me gustaría vender más? Por supuesto. Pero no por mí. Cuatro lectores atentos me valen lo mismo que cuatrocientos o cuatro mil o cuatro millones. Me gustaría por mis editores habituales, me gustaría que recuperaran lo que sospecho invierten a fondo perdido.
Otras son las razones por las que quisiera que todo hubiera sido un sueño. El daño que me hicieron lo he perdonado hace tiempo, el daño que hice no soy capaz de perdonármelo.
Pero no sé por qué cuento estas cosas, espero que no salgan de aquí. Cambiemos de tema. ¿Os ha llegado el rumor que circula estos días por las redes sociales? Me imagino que no.
Parece que nuestro más ilustre tuitero –“Aló, presidente”-- anda buscando nuevas ocasiones en que obligar a la gente a usar mascarilla, sirva para algo o no, que en eso no ha tenido tiempo de pensar.
“¿Ya todo el mundo en Asturias se la pone nada más salir de casa?”
“Ya todo el mundo, presidente”.
”¿Y se la ponen en las terrazas entre sorbo y sorbo?”
“Se la ponen, presidente. Los coches de la policía andan a todas horas rondando por las calles”
“¿Y se la ponen cuando van al baño?”
“Se la ponen, presidente”
“¿Y se la ponen cuando se sientan en la taza a hacer sus necesidades?
“ Eso no podemos saberlo, presidente”.
“¡Pues a partir de ahora, obligatorio! Que me redacten el próximo tuit. Y que retiren todos los cerrojos de los baños para que en cualquier momento pueda entrar la policía a ver si cumplen o no con la medida. ¡Ya le enseñaré yo a esta gente a ser solidaria! Son como niños, solo aprenden a golpes de multa. Y si aún así no bajan los contagios, los encierro a todos otra vez sin que me tiemble el pulso”.