EN EL MONASTERIO
Durante un tiempo creí que encontraría la felicidad lejos del mundo, refugiándome en una celda. Me habría gustado hacerlo en un monasterio de aire medieval, situado en una alta colina que dominara el horizonte. No creo en ningún Dios, pero me gustan los ritos. Los rezos que se repiten cada cierto tiempo, las comidas frugales a la misma hora, las largas horas en la biblioteca o en el huerto. Y las relaciones humanas reducidas al mínimo no me asustan, me hacen sentirme seguro.
Nunca se lo he contado a nadie, pero mi búsqueda fallida de la felicidad me llevó a fingir la fe, a encerrarme en un claustro, a comprobar lo cerca que están infierno y paraíso.
Fue hace mucho tiempo y el monasterio era un lugar perdido en un secarral de la meseta castellana. Cuando escapé de allí, solo llevé conmigo la ropa que llevaba puesta y un cuaderno rojo que creía haber destruido. Lo encuentro ahora y al hojearlo no veo ni profesiones de fe ni dudas razonables, salvo en un poema, “El eremita arrepentido”, que no parece escrito con mi letra. Yo no buscaba a Dios, buscaba alejarme del mundo. Pero no ya en un monasterio, donde toda pequeña miseria tiene su asiento, sino en la más apartada cabaña, encuentra uno lo peor del mundo porque lo lleva consigo.
EL CUADERNO ROJO
Conmigo mantengo una relación intermitente: unas veces estoy completamente enamorado y otras no me gusto nada.
Después de conseguido, todo importa un poco menos.
Hay cabezas en las que solo cabe una idea, pero apretadita y de costado.
La razón se impone con razones.
No hay buena memoria sin mala memoria.
¿Quién puede presumir de no haber perdido nunca el tiempo leyendo un libro?
Una historia con final feliz es siempre una historia a la que le falta el final.
El pensamiento mágico es consustancial al ser humano; el pensamiento lógico, una rareza que se da en algunas épocas de la historia y solo en algunos individuos.
También pueden defraudar los amigos imaginarios.
Pensar por cuenta propia es una costumbre que no suele tener la gente.
Los únicos problemas verdaderos son los que no tienen solución; los otros no pasan de un entretenimiento más o menos complicado.
Un hombre afortunado tiene muchos amores, pero no se enamora nunca.
Hay gentes a las que no les importa ser infelices siempre que los demás también lo sean.
También el pasado puede darnos sorpresas.
El odio es tan vivificante como el amor.
Lo que no se ha conocido no se echa de menos.
Nada tan fértil como el aburrimiento.
No hay certeza que no sea provisional.
Ser joven a los veinte años es muy fácil, lo difícil es serlo a los setenta.
EN LAS CALDAS
Nunca he necesitado aislarme para escribir. Rodeado de gente se me ocurren las mejores ideas. O se me ocurrían. Ahora tengo pesadillas y en ellas todo el año es carnaval y la gente sale a la calle con la cara tapada y dispuesta a cometer las mayores fechorías, segura de su impunidad.
Pero un amigo me ofreció su casa en Las Caldas y yo acepté encantado. Acababa de salir de una mala relación, no tenía dinero para irme lejos y me pareció la mejor manera de no tropezar por la calle con quien no quería volver a verme.
La casa era espaciosa y agradable, con un gran jardín y muy cerca de la carretera y el balneario. Desayunaba y comía en un bar cercano, subía hasta la iglesia de Priorio, daba largos paseos por la orilla del Nalón, salía al jardín a contemplar las estrellas durante las largas noches.
No había pasado una semana y ocurrieron los primeros incidentes. La casa tenía planta baja, que daba al jardín; el piso principal, al que se entraba desde la calle, y otra planta bajo cubierta, llena de libros y con un cómodo despacho abuhardillado. Entre sueños, me pareció comenzar a oír conversaciones, pasos en la escalera.
Al principio, no me preocupé. “Serán fantasmas”, me dije. Siempre me han gustado las historias de fantasmas y yo mismo he fantaseado algunas. Pero una cosa es contarlas, o que te las cuenten, y otra vivirlas.
Una noche entreabrí los ojos en sueños y me pareció ver otros ojos fijos en mí. Encendí la luz asustado y naturalmente no había nadie. Me levanté para ir al baño y comprobar que puertas y ventanas estaban bien cerradas. Luego ya no pude dormir y al día siguiente me levanté de mal humor.
Dos o tres días después, llamaron a la puerta. Preguntaron por el dueño y yo expliqué que estaba de viaje y que me había dejado la casa por un tiempo. Al marcharse, ya un poco alejada de la casa, se dio la vuelta y me dijo adiós pronunciando mi nombre. “¿Me conoce?”, pregunté, pero no me oyó, o no quiso oírme, y siguió su camino. Era una mujer, de unos sesenta años, con el pelo blanco y aspecto apacible. No sé por qué pensé en la peregrina que aparece en la más famosa comedia de Casona. Pero esa peregrina era la muerte y por un momento tuve algo de miedo.
Siguieron las conversaciones de media noche, pero ya casi en un susurro, tenía que aguzar el oído para escucharlas; los pasos sigilosos en la escalera y ocurrió algún otro fenómeno extraño: de vez en cuando me encontraba en el fregadero con platos o vasos que no recordaba haber usado.
Debería haber vuelto de inmediato, puesto que ya no me encontraba a gusto. Los paseos por la orilla del río había dejado de tener su encanto y me pareció –sin duda, paranoia mía-- que la gente del pueblo con la que me cruzaba me miraba con poca simpatía.
Una noche de inmensa luna llena me asomé a la gran cristalera del salón y me creí ver, al fondo del jardín, a un hombre cavando. Traté de tranquilizarme. “Será una sombra”, me dije. Cogí un farol como los de los barcos, a modo de linterna, y salí a ver qué pasaba. Había un hombre, que me saludó sin sorpresa alguna, y que estaba cavando una especie de fosa. Yo debería haberme asustado, pero no lo hice. Se trataba de un anciano de aspecto poco amenazador, como el abuelo de los cuentos. “¿Qué hace usted aquí?”, le pregunté. Sonrió, se encogió de hombros y siguió cavando. Me pareció que la luna nos miraba, que se oía el ulular de una lechuza y que todo tenía el aire irreal de la ilustración de un viejo libro. Después de un rato de silencio, le oí decir: “Duerma tranquilo, la tumba no es para usted”.
A la mañana siguiente, el rectángulo excavado seguía allí. Llamé al dueño de la casa –médico psiquiatra--, que me escuchó atento y lo único que se le ocurrió decirme fue: “Cuando vuelva, pasas por mi consulta”.
No pasé, por supuesto, pero me volví de inmediato a mi piso de Oviedo sin haber escrito una línea que mereciera la pena. Ya no sé --¡ha pasado tanto tiempo!—si aquellas cosas fueron realidad o alucinación. Tampoco importa demasiado. A fin de cuentas, la realidad no es más que una alucinación compartida.
EL EREMITA ARREPENTIDO
Toda la vida huyendo
de mí, de lo que quiero,
de la felicidad que a traición me asaltaba
en una esquina del camino,
toda la vida a tu servicio,
tirano siempre insatisfecho.
Si allá me tratas como aquí me tratas,
oh Dios omnipotente,
ningún infierno podrá ser peor
que el paraíso.