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Sin propósito de enmienda: Autónomos y asalariados

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Sábado, 20 de junio
SI YO FUERA DIOS

No sé cómo a Dios, con ser Dios, no se le ocurre la manera de mejorar el mundo. Bastarían tres o cuatro medidas muy sencillas.
La primera, eliminar enfermedades y accidentes. Todo el mundo se moriría por riguroso orden cronológico, a partir de los noventa años, y previa petición.
Las penas de amor las dejaría, que si todos los amores fueran de inmediato correspondidos reinaría el aburrimiento.
Borraría de un plumazo, de un divino decreto-ley, la maldad, pero dejaría la malicia, que es la sal de la vida.
Claro que si yo fuera Dios estaría tan avergonzado con la que he armado con la creación del mundo que me escondería en el más remoto rincón del universo y no me atrevería ni a asomar la cabeza.


Domingo, 21 de junio
FUERA DE LA LEY

Al comienzo de un extenso reportaje sobre ciertos documentos desclasificados de la CIA que hablan de su infiltración en la guerrilla asturiana, una líneas aluden que otro documento, fechado en 1984 y ahora también desclasificado, se refiere a la relación de Felipe González con el terrorismo de Estado.
Busco la ampliación de esa noticia y no la encuentro por ninguna parte. Tampoco ha aparecido, según creo, en el periódico que yo suelo leer diariamente.
Indago en Internet y veo que primero la dio La Razón y luego fue publicada por unos pocos medios más. “González ha acordado la formación de un grupo de mercenarios, controlado por el Ejército, para combatir fuera de la ley a los terroristas”, afirma el informe de la CIA
Al igual que con el anterior jefe del Estado, parece que algunos quieren proteger a González con un manto de impunidad. Yo viví esos días, yo me creí que Felipe González estaba al margen de la infame chapuza de los Gal. Yo le creí.
Sospecho ahora que fui engañado, que el político al que yo voté hasta el último momento ya era entonces, aunque yo no lo supiera, quien después ha demostrado ser.


Lunes, 22 de junio
UN SONETO AJENO Y MÍO

En un antiguo suplemento de La Voz de Galicia que me pasa Antonio Insuela, encuentro un soneto que podría haber escrito yo. Aparece al final de un artículo sobre Borges y Lorenzo Varela. Los dos coincidieron en el amor por Estela Canto. El primero no fue correspondido; el segundo, sí. Pero es difícil saber quién fue más desdichado.
            Estela Canto, tras romper con Borges, o quizá antes, inició su relación con el escritor gallego Lorenzo Varela. Convivieron tres años tormentos, desde el 47 hasta el 49, entre Montevideo y la casa que les prestó Alberti en Punta del Este.
“Estela y Lorenzo forman un cóctel explosivo que no tardará en estallar”, escribe Fernando Salgado en el reportaje de La Voz de Galicia. Aquellas batallas de amor no tuvieron un campo de plumas, como en el poema de Góngora. Alberti se quejó de los destrozos que causan en su vivienda unos enamorados que acabaron teniendo solo en común la afición por el alcohol. Hasta las máquinas de escribir –cada uno tenía la suya-- volaron alguna vez buscando la cabeza del otro y estrellándose contra la pared.
Como epílogo de aquel amor –quizá de cualquier amor—Lorenzo Varela escribió un soneto, que no quiso publicar, y que podría haber escrito yo.

¿Y le llamáis amor a esta amargura,
a esta pobre afición, a esta mudanza,
a este ir de sepultura en sepultura
sin vivir ni morir, sin esperanza?

¿Y le llamáis amor a este alimento
del hastío y del odio y del olvido,
a este cielo fingido, a este tormento
de unir dos soledades sin sentido?

Andan ausentes penas y alegrías,
y todos los trabajos son forzados
en este sucederse de los días

perdidos sin saberlo, envenenados.
¿Y le llamáis amor a estas vacías
horas de corazones enterrados?


Martes, 23 de junio
ESOS ERRORES

“Vivir es cometer esos errores / que humanamente nunca se reparan”. No puedo quitarme de la cabeza estos versos y, como no recuerdo el autor (¿Luis Rosales quizá?) los busco en Google. Y lo primero que encuentro es un texto mío en que aparecen citados.
            Me temo que no hago más que repetirme. Como la vida misma. ¿Cuántas veces habré sentido esta desesperanza, estos remordimientos, esta sensación de que en la encrucijada crucial tomé el camino equivocado?
            Pero también se repite la felicidad. Solo hay que tener un poco de paciencia.


Miércoles, 24 de junio
EL CASARSE TARDE Y MAL

Si hubiera conocido la famosa nadería de Monterroso, seguro que a Borges le habría venido a la cabeza cada mañana durante sus tres años de matrimonio: “Cuando se despertó, el dinosaurio seguía allí”.
            Leo, una vez más, el Borges de Bioy Casares. Estamos en 1967, Borges se ha comprometido de nuevo y esta vez parece que va en serio. ¿Se ha comprometido o lo han comprometido? Bioy Casares nos hace saber lo que la madre del novio, bastante más entusiasmada que él con el enlace, dice de la novia: “No es intelectual… Bueno, eso tal vez resulta una ventaja. No se parece a las que él nos tiene acostumbrados. Yo me quedo tranquila: creo que lo va a cuidar. Ya no es joven. Fue linda. Ahora, ya la verás. Pero él no ve. Para él sigue siendo la de antes”.
            Pero Bioy Casares sí la ve: una vieja de piel grisácea, inculta pero muy segura en su ignorancia, proclive a ofenderse y ofuscarse por celos. Ya la mención del anglosajón es motivo de desconfianza: ella no está dispuesta a consentir que a su marido le rodee un ramillete de discípulas.
            Tras el matrimonio, siete meses en Estados Unidos. A la vuelta, ya en 1968, doña Leonor telefonea a Bioy: “Llegó flaco, pero bien y contento. Está muy contento, lo que para mí es una sorpresa agradable. No se fue contento; ahora lo está. Yo me siento vieja; tanto he oído que me dijeran ‘A sus años’ que me han dado el complejo, que no tenía. Ahora me siento vieja, y así ha de ser. Cumplo noventa y dos años, mi hijo. Me siento sola. Ahora que volvió Georgie, más que mientras estaba allá: vino a casa, almorzó, se bañó, durmió la siesta, tomó el té y a las siete me dijo: ‘Madre, me voy a casa’. Entonces sentí que se iba, que me quedaba sola. Ya me acostumbraré”.
            Pero ni ella ni Georgie se acostumbraron. El final de la historia nos lo cuenta Norman Thomas de Giovanni, el amigo americano que le ayudó a escribir su autobiografía y los cuentos de El informe de Brodie: “El día D fue el 7 de julio de 1970. Esa mañana gris y fría de invierno, siguiendo nuestro minucioso plan, esperé a Borges en la puerta de la Biblioteca Nacional y en cuanto llegó subí a su taxi y partimos raudamente hacia el aeropuerto. Borges, temblando como una hoja y exhausto después de una noche sin dormir, confesó que lo que más había temido era llegar a soltarle todo a Elsa en cualquier momento. Hugo Santiago, el director de cine, que estaba en el complot, y mi mujer esperaban junto al mostrador de embarque con dos pasajes para Córdoba; allí, el abogado nos había reservado un hotel del que solo él y yo sabíamos el nombre. Como buenos conspiradores, no comunicamos a nadie nuestro plan. Así no hacía falta mentir, y no se revelaba nada. Doña Leonor, que tenía una puntillosa rectitud, temía que Elsa la llamara para pedirle enseguida información, y aunque no quería mentir si decía no saber dónde estaba su hijo, también deseaba poder comunicarse con él en caso de necesidad. Eso era fácil. Le di un número de teléfono en un papel dentro de un sobre cerrado e hice que mirara mientras lo ocultaba en un cajón de su escritorio”.


Jueves, 25 de junio
PREJUICIOS

Estoy lleno de prejuicios. Me llega el libro de una poeta que, apenas cumplidos los treinta años, ha publicado cinco poemarios –palabreja que detesto-- y ganado media docena de premios y, sin necesidad de hojearlo, ya sé que no merece la pena leerlo.


Viernes, 26 de junio
ELOGIO DE LAS CAFETERÍAS

¿Qué es lo que ha impedido la quiebra física y moral de España en estos meses en que las autoridades sanitarias y no sanitarias parecieron perder toda relación con el pensamiento racional? No exagero mucho si respondo que las cafeterías. Alguna vez dije que los centros comerciales eran la versión actual de la plaza mayor de cada pueblo, del foro y del ágora. Ahora parecen la sección de infecciosos de un hospital. Deprime entrar en ellos. Solo en las cafeterías, en las terrazas que han devuelto la vida a las calles, es posible charlar cara a cara, sonreír y que te devuelvan la sonrisa, desplegar sobre la mesa el periódico, leer plácidamente un libro.
            Tardaré en volver a pisar una biblioteca, a las que se trata como almacén de peligroso material en cuarenta, tardaré en entrar en un centro comercial, antes mi lugar favorito de trabajo (¡cuánto habré leído y escrito en Las Salesas!), pero en mi calle, una calle corta, tengo, en las dos esquinas que dan al Milán, otras tantas cafeterías; al otro lado, el del parque y el prerrománico Santullano, está Tres Tejos, Y muy cerca, el cordialísimo Titánic, donde esta mañana he leído y anotado los trabajos fin de grado que debo juzgar el próximo viernes (en mi despacho no puedo trabajar: soy alérgico al apestoso desinfectante con que lo higienizan cada día, aunque solo lo use yo). Lo trabajos son de materias de las que sé poco –filosofías y patologías del lenguaje--, así que más a juzgarlos me dedico a estudiarlos. Termino mi labor docente no enseñando, sino aprendiendo, mi actividad favorita.
            Últimamente, cuando pago en la caja del supermercado, cuando doy las gracias mientras me ponen en la mesa el café y el vaso de agua, a la memoria me vienen unos versos de Housman: “Estos, el día en que se derrumbaban / el cielo y los cimientos de la tierra, / sostuvieron el cielo con sus hombros, / los cimientos de la tierra aguantaron”.
            Qué paradoja. Cuando la función pública dejó de funcionar, o se puso a teletrabajar y a televaguear, nos salvaron –intentan salvarnos-- quienes, al no ser funcionarios, tenían que trabajar para comer: autónomos y asalariados.


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