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Sin propósito de enmienda: Yo acuso

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Sábado, 4 de abril
UN RETO

“¿No crees que te estás pasando un poco, Martín? ¿Vas a saber tú más que las autoridades sanitarias que asesoran al gobierno?”, me reprocha un amigo.
¿Y tú crees, le replico, que alguna autoridad sanitaria ha recomendado que se abran los establecimientos que venden un producto nocivo para la salud –“fumar mata” se lee en las cajetillas-- y se cierren los que venden libros? No solo no me estoy pasando, sino que me atrevería proponer a los principales asesores científicos del gobierno a que, en un programa de la televisión pública, y en un horario de máxima audiencia, respondieran sí o no a tres simples preguntas.
La primera. Una persona sola que pasea por un bosque solitario, sin encontrarse con nadie, ¿contribuye a la difusión de la pandemia o corre algún riesgo de ser infectado por el virus? Respondan sí o no, señores, no valen subterfugios ni aquello de que “en China funcionó”, recuerden que hablan como expertos, no como tertulianos.
Segunda pregunta. ¿Contribuye más al contagio el que un padre dé todos los días una vuelta con su hijo pequeño de la mano, sin encontrarse con nadie, que el que lo haga llevando al perro y no al niño? Respondan sí o no, por favor, y recuerden que los está viendo media España y también los expertos de otros países, Alemania, por ejemplo.
Y tercera y última pregunta. ¿Hay alguna razón científica por la que mantener abiertos los locales en que se vende tabaco y alcohol –alcohol para beber en casa, no para el más saludable consumo social, por supuesto-- permanezcan abiertos y las librerías cerradas? Sí o no, por favor, dejen los sofismas justificativos para los políticos.
Si la respuesta fuera sí, que nos den las razones científicas, me gustaría escucharlas. Pero si es no, como parece previsible, deberíamos empezar a ponernos en contacto con nuestros abogados para preparar una demanda colectiva contra un gobierno que ha limitado sin causa que lo justifique nuestros derechos constitucionales, y eso sin hablar del grave riesgo para la salud que el encierro durante las veinticuatro horas del día supone para los niños y para la mayoría de los adultos.
Pero tardará en poderse poner esa demanda. Tienen a España en un puño y no abrirán la mano fácilmente. El poder arbitrario y sin cortapisas crea adicción. Aunque la pandemia desaparezca –y desaparecerá o perderá virulencia pronto, según todos los indicios--, siempre quedará el hecho cierto de que puede volver como justificante para mantenernos con la soga al cuello, encerraditos en casa, cloroformizados y aterrorizados por la televisión.


Domingo, 5 de abril
OVIEDO, 1968

Estos días recuerdo a menudo, no sé bien por qué, o lo sé demasiado bien, una anécdota de mi primer año en la Universidad, allá por 1968. Cuando llegamos de Avilés un grupo de novatos, nos encontramos cerrada la puerta del edificio. Alguien dijo: “Estamos en huelga, hay asamblea en Derecho”. Hacía allá nos dirigimos, curiosos y asustados.
No nos atrevimos a acercarnos. Desde la plaza de la Escandalera contemplamos la entrada al Edificio Histórico ante la que había estacionadas varias furgonetas policiales. Éramos cuatro o cinco pardillos, no más.
De pronto, se detuvo un coche a nuestro lado, bajaron varios grises y comenzaron a darnos palos. Fueron los primeros que recibí, tenía 18 años, un acusado sentido de la justicia (lo conservo), y no me lo podía creer.
Pero lo que más me dolió fue que unos transeúntes que pasaban por allí jalearon a los policías y una mujer gritó, casi aplaudiendo: “Eso, eso, que estudien”.


Lunes, 6 de abril
¡NO SOY EL ÚNICO1

“Esto es lo que la pandemia nos demuestra de manera brutal: que la gente es muy capaz de decir no a la libertad. Yo no pensé que, en nuestra época, la gente dijera con tanta facilidad que no a la libertad en nombre de la seguridad. Estas leyes del confinamiento han sido aprobadas por casi el 100 %. Nadie lo pone en duda. Y, como en España, las leyes son muy estrictas, a veces del todo ridículas. No puedes nadar en el mar, aunque la playa esté desierta, no puedes ir sola al monte… Es ridículo. Pero la gente obedece de un día para otro”.
            Leo la entrevista con Geraldine Schwarz hoy en El País y respiro aliviado. ¡No soy el único que opina que varias de las normas del confinamiento aplicadas en España resultan ridículas! Y dañinas además de ridículas, añadiría.
            Lo que no me extraña es que la gente obedezca de un día para otro. Ya se sabe que con una amable sugerencia y una pistola se consigue más que con solo una amable sugerencia.


Martes, 7 de abril
EL CASO DE LOS ANÓNIMOS

Del mismo modo que no como ahora más que comía antes del encierro, tampoco leo más –ya leía todo lo que necesitaba-- ni dedico más tiempo a ver la televisión o escuchar música. Escribo también, como siempre, de nueve a diez o diez y media; solo me ocupa un poco más el trabajo con los alumnos, unos cien, de los que he de corregir y comentar uno por uno sus ejercicios. O sea que si antes, cuando los días tenían veinticuatro horas, me sobraban unas cuantas, se puede uno fácilmente imaginar las que me sobran ahora cuando tienen por lo menos el doble.
            En televisión he dejado, por higiene mental, de ver ningún programa de noticias (antes solo veía El Intermedio). Después de la cena, algún programa de arqueología o divulgación científica y, antes de irme a la cama, una serie amable que no sea, horror de los horrores, una retorcida obra maestra.
            Me he aficionado últimamente a Los  misterios de Murdoch porque es, como Elementary, una enésima variación del mito de Sherlock Holmes, que siempre me ha fascinado.
            Transcurre en la época de Holmes, a finales del XIX, pero no en Londres, sino en Toronto y el protagonista, el detective William Murdoch, no se aburre nunca ni toma cocaína ni toca el violín: es un ciudadano ejemplar y un buen católico que se santigua a menudo. En uno de los capítulos, para rizar el rizo, aparece el mismísimo Arthur Conan Doyle, que ha ido a Canadá a dar una conferencia sobre espiritismo.
            Siempre he querido ser Sherlock Holmes, resolver complicados misterios con el solo ejercicio de la inteligencia. Algo tenemos en común: yo también me aburro mucho cuando no tengo un buen caso entre manos.
            Me acaba de llegar uno. Le puedo poner un título clásico: “El caso de los anónimos”.
            Esta mañana, al abrir el buzón, me encontré con que había un libro y dos cartas. Me alegró como si volvieran de pronto los buenos días perdidos, hacía tiempo que no recibía nada. El libro era de un amigo, Pablo Núñez; una de las cartas, de una poeta gijonesa que me lleva escribiendo una o dos veces por semana desde hace ya por lo menos treinta años (nunca las contesto y ni siquiera las leo, algún día contaré esta historia); la otra carta no tenía remite y dentro solo había un folio con dos líneas impresas: “Si el coronavirus acaba contigo, algo tendremos que agradecer al maldito bicho”.
            Al principio me llevé un susto, quemé de inmediato el papel y me lavé minuciosamente las manos, no fuera a ser que estuviera infectado, como cuando envían ántrax o polonio.
Pronto, más tranquilo, sonreí. ¿No querías aventuras? Pues aquí tienes una: averiguar quién te odia tanto como para desear tu muerte.
            Miré el sobre. Estaba enviando desde Oviedo y la fecha era la misma en la que yo había ido a Correos. Hice cola durante un rato, no tanto como a mí me habría gustado. Separados tres o cuatro metros uno de otros, a mí me tocó empezar cerca de donde estaba la librería Santa Teresa. Desde el otro extremo, casi doblando la esquina, alguien me hizo un gesto de saludo. No le reconocí. ¿Sería la persona que me había enviado la maldición?
            No es el primer anónimo que me mandan, aunque no todos fueran amenazantes. Durante un tiempo –oh tempora, oh more-- recibí anónimas cartas de amor. Las  comenté en la tertulia y apunté mis sospechas. Poco después quien yo sospechaba, contertulia intermitente, me llamó para decirme que no era la autora. Después de afirmarlo una y otra vez, añadió: “Y rómpelas, por favor, que me da mucha vergüenza”.
            Hace años, de un luego bastante conocido escribidor asturiano, llegaron por docenas al apartado postal de la revista Reloj de Arena. Tras leer alguno --contenían amenazas y cochambrosas obscenidades--,  los rompíamos sin abrir porque la dirección venía manuscrita y reconocíamos la letra. Ya con su firma, ese mismo individuo publicó un artículo en Oviedo Diario que comenzaba así: “Sé dónde paras, José Luis García Martín, y te voy a dar de hostias”. Luego comentó que lo había escrito borracho y que en ese papel nadie revisaba lo que se publicaba.
            En fin, que los anónimos no me cogen de nuevas. Tengo además que lidiar casi diariamente con buena parte de los comentaristas de mi blog, inmunes al desprecio que siento, y que manifiesto siempre que puedo, por quienes tiran la piedra y esconden la mano.
            Sospecho que el anónimo del coronavirus es algún poetastro que ha pasado por Óliver y cuyos versos he maltratado, o no les he hecho maldito caso, que suele ser peor. Tiene por lo menos sesenta años: nadie más joven recurriría al correo postal para sus desahogos.
            En seguida se me ocurre media docena de sospechosos, pero de la mayoría no recuerdo ni el nombre. Iré preguntando discretamente a los más veteranos contertulios –Carlos González Espina, Ángel Alonso, Marcos Tramón-- para ver si doy con su santo y seña.



Miércoles, 8 de abril
LOS LADRONES DE CUERPOS

Un buen entretenimiento para estos días en que me sobra cuarto y mitad de cada día: tratar de ponerle nombre al anónimo poetastro.
Pasado el sobresalto inicial, no me queda ningún miedo. Otra cosa me aterra más que esa enfermedad contra la que he tomado todas las precauciones racionales (sin que eso suponga que esté del todo a salvo de ella, por supuesto). Una enfermedad, por cierto, que para el noventa por ciento de las personas no es, ni mucho menos, lo peor que les puede pasar.
            Lo peor es esa otra infección que ha contagiado a buena parte de la sociedad española e incluso a bastantes de mis conocidos, que por fuera siguen siendo los mismos, pero por dentro se han convertido en alguien muy distinto, como en La invasión de los ladrones de cuerpos, la terrorífica película de ciencia ficción que ahora parece haberse hecho realidad.
            Me aterra comprobar en lo que se han transformado personas que apreciaba y admiraba, como las poetas Sandra Sánchez y Ángeles Carbajal. A Geraldine Schwarz la situación actual le recordaba a la de la Alemania nazi: la propaganda insistía una y otra vez en la maldad de los judíos, en que eran una amenaza para el país, así que, cuando se llevaban a una familia judía, sus vecinos, que hasta entonces habían compartido el pan y la sal con ellos, se encogían de hombros y pensaban: “Parecían buena gente, pero sus motivos tendrá el gobierno para mandarlos a un campo de exterminio”.
            Sus motivos tendrá el gobierno para tratar a los niños peor que a los perros, dicen Sandra Sánchez y Ángeles Carbajal, no somos nosotras nadie para pedirle que reconsidere su decisión aunque solo sea por humanidad.
            Más intrigante que “El caso de los anónimos” –detrás no hay más un pobre hombre, probablemente solo capaz de hacerse daño a sí mismo-- es “El caso de la invasión de los ladrones de cuerpos”,  esos seres llegados del espacio que poco a poco van ocupando el cuerpo de las personas que conocíamos.
            A juzgar por mi experiencia, esta otra infección que priva de razonamiento lógico y de humanidad a los seres humanos avanza más rápidamente que la otra pandemia.


Jueves, 9 de abril
LO QUE MÁS ECHO DE MENOS

Por estas fechas, si las cosas no se hubieran torcido, debería andar recorriendo la Alejandría de Cavafis y de la mítica Biblioteca.
Pero no es eso lo que ahora echo de menos. Ni el mercadillo de Union Square, laberinto de olores y sabores, paseado sin prisa antes de entrar en Barnes & Noble; ni los gatos que salían a recibirme cuando, por la Calle Longa Santa Maria Formosa, me dirigía hacia la fotogénica Acqua Alta; ni la primavera de París; ni aquel rincón de Ouchy con la geométrica rosa de Angel Duarte sobre el lago Leman; ni la media luna paseable del Garona, en Burdeos; ni aquel café en Coimbra; ni la Via Marcia, en Perugia, sobre un antiguo acueducto; ni el oasis de las librerías Feltrinelli en Palermo, Nápoles o Roma; ni el Castello Aragonese, en Ischia, con su inesperado gallinero en lo alto; ni el mirador de Santa Luzia, muy cerca de las Portas do Sol, en Alfama; ni el tranquilo cementerio, tetería incluída, en medio del bullicio de Estambul; ni la Plaza Grande y la Plaza Chica de Sibius, en la entrevista Rumanía; ni el Slavia de Praga  y sus ventanales al Moldaba y al Gran Teatro; ni el puente sobre el Maritsa en Plovdiv; ni el cementerio de Plain Palais, en Ginebra; ni aquel islote solitario del Danubio, cerca de Viena…
Ahora, lo que más echo de menos, es poder darme un paseo por el parque de Ferrera en Avilés, tan al alcance de la mano, tan inalcanzable.


Viernes, 10 de abril
SOBRE VIVIR

Ten en cuenta que siempre, no solo ahora, caminas por un campo de minas.

            Lo que te hace bien y no perjudica a nadie beneficia a la humanidad.

            Incluso salir a sacar la basura puede convertirse en un placer.

            No te maltrates más de lo que te maltratan el gobierno y las circunstancias.

            Si no puedes hacer nada por mejorar la situación, al menos no hagas nada que la empeore.

            No olvides que en democracia todo lo que no está expresamente prohibido está permitido.

            Cuando tantos se ofenden porque alguien busque bocanadas de aire libre para sobrevivir, preocúpate tú de tantos que lo pasan peor que tú.

            Recuerda, ahora que tu gobierno lo olvida: no hay medicina que no resulte dañina, e incluso mortal, si nos excedemos en la dosis.

            Ya no hay dioses a los que aplacar ofreciéndoles dolorosos sacrificios como la salud y la felicidad de los niños.

            Cuanto más grave sea la situación, menos te olvides del sentido común.

            Recuerda que los expertos no siempre han dicho lo que dicen que han dicho.

            Y ten en cuenta, por último, que más víctimas que el incendio suele causar el pánico al incendio.







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