Sábado, 28 de marzo
CÓMO LO LLEVAS
Vamos tirando, como decían en mi pueblo. No voy tachando los días que me quedan de encierro, porque no sé a cuánto asciende la condena, me conformo con ir superando sin demasiado daño cada día, o mejor, primero la mañana, y respiro aliviado a la hora de comer (siempre a las dos en punto) y luego la tarde. Tras la cena, cuando me pongo a ver la televisión ,un día más superado, me digo con alivio
No veo las noticias, para no estar demasiado desinformado ni irme a la cama un poco más deprimido. Tampoco las escucho: me irrita especialmente la mezcla de alarmismo y animosa papilla de autoayuda. Un periódico al día, si se sabe leer (la información en papel, como no podía ser de otra manera, también está altamente contaminada), me basta para estar al tanto de cómo sigue la situación y recibir una dosis de aire fresco (al salir a comprarlo).
He dejado incluso de escuchar las noticias de las dos de Radio Nacional. Lo hacía desde los tiempos de Franco y luego con todos los gobiernos de la democracia. Ahora prefiero no hacerlo. Pero sigo fiel a mis ritos. A las dos en punto, con la primera cucharada, comienza el primer movimiento de los String Quarts, de Joseph Haydn.
Así un día y otro, hasta Dios sabe cuándo. Solo nos puede salvar la economía. Si no hubiera necesidad de relanzarla, para que las democracias occidentales no se mueran de hambre (el resto, qué importa, pueden seguir haciéndolo), seguiríamos encerraditos per secula seculorum. Se acabaron las huelgas, el feminismo, el independentismo y cualquier otra pejiguera. La dictadura perfecta, el ogro filantrópico de Octavio Paz, es la dictadura pseudosanitaria. Papá Estado nos encierra en casa por nuestro bien. China se ha convertido en el ejemplo a seguir: absoluto control social (nunca sabrá nadie el número real de los muertos por la epidemia ni por los brutales métodos utilizados para combatirla) y capitalismo económico.
Domingo, 29 de marzo
ALGUNOS FRAILES MENOS
Releo estos días la tercera y la cuarta serie de los Episodios nacionales galdosianos y de pronto me encuentro con uno de esos olvidados momentos de la historia de España que duelen como un puñetazo.
Son las doce del mediodía del 17 de julio de 1834. Unos pilluelos juegan en la Puerta del Sol, cerca de la fuente de la Mariblanca. A uno de ellos se le ocurre la trastada de echar un poco de tierra en la cuba de un aguador, travesura bastante frecuente. El aguador corre tras el muchacho para darle un par de pescozones, algunos desocupados que vagueaban por allí se suman a la persecución, luego se añade más gente con el instinto gregario habitual. De pronto alguien grita: “¡A por ese, que le mandan los frailes para envenenar el agua!”
La turba enfurecida mató a puñaladas al muchacho y luego paseó su cadáver por las calles. No satisfechos con ello, por la tarde asaltaron varios conventos asesinando a cuantos frailes se encontraron por delante. Las fuerzas del orden, encabezadas por el capitán general y superintendente de policía, José Martínez de San Martín, llegan al convento de los jesuitas mientras todavía se está asesinando, pero en lugar de reprimir a los criminales recrimina a los frailes que envenenen las fuentes y busca pruebas de ello. Al día siguiente, 18 de julio, vuelve a haber nuevos asaltos. El 19, por fin, el gobierno encabezado por Francisco Martínez de la Rosa, toma cartas en el asunto y destituye a los responsables que no había podido, o no habían querido, evitar los hechos.
España practicaba entonces uno de sus deportes favoritos, la guerra civil, y además vivía aterrada por el cólera, una epidemia que había comenzado en Vigo, a donde probablemente la habían traído desde la India barcos ingleses, y que luego, no se sabe cómo, apareció en Andalucía y desde allí se desplazó hasta Madrid con las tropas del general José Ramón Rodil y Campillo, que venía de combatir a los miguelistas portugueses y que se dirigía al norte para luchar contra los carlistas.
En junio de 1834, aparecieron en Madrid los primeros casos de cólera. El gobierno hizo lo que se suele hacer: negar su existencia y de inmediato ponerse a salvo junto con la reina, la regente María Cristina. Todos ellos se trasladaron al segoviano palacio de la Granja el 28 de junio.
A partir de entonces, a la vez que avanza la epidemia avanzan los carlistas. El pretendiente, Carlos María Isidro de Borbón, entra en España y lanza un manifiesto desde Elizondo. En los barrios populares de Madrid, mueren quinientas personas diarias a partir de mediados de julio.
La iglesia, unánimemente, apoya a los carlistas y en los sermones dominicales se insiste en que la plaga es un castigo divino. Por eso mata en las ciudades, donde abundan los descreídos y los liberales, y deja sana y salva a la gente del campo “por ser fiel y devota”.
Este es el contexto en que tuvo lugar la barbarie. Unos se creyeron la patraña de que los frailes envenenaban las fuentes, otros trataron de utilizar la historia colectiva para sus fines políticos: derribar el gobierno que consideraban demasiado moderado.
Un diario liberal, El Eco del Comercio, al dar la noticia, se limitó a decir que la indignación popular contra los enemigos de la patria había producido “algunas desgracias” y que en los asaltos “se dice haberse descubierto algunas pruebas que daban fundamento a las voces que han corrido en los días anteriores acerca de su plan para el envenenamiento de las aguas. Todo puede creerse de la perversidad de los enemigos de la patria, y siempre hemos previsto que ellos se aprovecharían de los momentos actuales para aumentar el conflicto en que estamos”.
Buscar culpables de una epidemia y proceder a lincharlos de inmediato es una costumbre que no ha desaparecido con el siglo XIX. En la India, varios extranjeros, entre ellos al menos un español, viven escondidos en un hostal, temerosos de salir a la calle donde pueden ser apaleados en cualquier momento. Es España, todavía no hemos llegado a esos extremos. Aquí solo se insulta, se escupe, se lanzan huevos contra quienes se atreven a pisar la calle. No es que yo disculpe a esa mala gente, pero alguna justificación tiene: se les ha hecho creer que la solución mágica contra la epidemia es “quedarse en casa” y, como ellos se quedan en casa y sigue habiendo muertos a centenares, la única explicación que les cabe es que se debe a quienes incumplen –justificada o injustificadamente, no se van a parar en tales minucias-- esa orden.
Lunes, 30 de marzo
HISTORIAS PARA NO DORMIR
“El parlamento aprobó ayer una ley que prolonga el estado de alarma de manera indefinida para luchar contra el coronavirus. El Gobierno sacó la norma adelante con una mayoría de dos tercios, lo cual permitirá al Ejecutivo utilizar poderes extraordinarios y gobernar por decreto sin establecer límites temporales y sin ningún control”.
Leo la noticia aterrorizado, pero sigo leyendo y me tranquilizo: ”Numerosas organizaciones que velan por las libertades civiles han advertido de los graves riesgos que supone esta decisión para la democracia”.
Si numerosas organizaciones han protestado, seguro que no es en España. Aquí no protesta ni Vox. Y efectivamente se trata de Hungría. De momento, no hemos llegado a tanto.
“Un hombre de 53 años fue detenido la semana pasada. Cuando los agentes le pidieron la documentación y le preguntaron adónde iba, admitió que acudía a casa de su pareja ‘a mantener relaciones sexuales’. El infractor pasó la noche arrestado y ante el juez de guardia aceptó una multa de 720 euros por desobediencia grave”.
¡Desobediencia grave salir a la calle para ir a la casa de su pareja a hacer lo que suelen hacer las parejas! Estas cosas solo pasan en Hungría, me digo. Pero me fijo bien y no ocurrió en Hungría ni en la Edad Media, sino en Telde (Gran Canaria).
Martes, 31 de marzo
EL MEJOR REGALO
Soy la persona más torpe del mundo para cuestiones tecnológicas. Siempre echo mano de algún amigo para que me arregle los problemas con el ordenador de casa. Y en la Universidad teníamos un ejemplar servicio informático que pasaba por el despacho a la menor incidencia. Pero ahora nos han dejado solos. Y yo solo he logrado poner en marcha la aplicación que me permite dar clases cara a cara con los alumnos.
La primera clase, de prueba, fue para mí como un regalo. Al principio yo hablaba y ellos me veían a mí, pero yo no les veía a ellos. “¿Algún problema?”, pregunté. “Es que algunos profesores nos han pedido que no encendamos la cámara”. “Pues yo pido lo contrario”. Y fueron apareciendo sus caras sonrientes: “Hola, Alejandra”, “Hola, Eduardo”, “Hola, María”. Y así hasta cuarenta.
El primer día hablamos de un soneto de Garcilaso, escuchamos la música verbal, tratamos de descubrir sus secretas maravillas.
Decidimos tener clase todos los días, incluidos sábados y domingos. Voluntaria, por supuesto, no vaya a ir alguien a acusarnos a la policía. La nota vendrá dada por los trabajos que se encargan a través del Campus Virtual. Estas charlas diarios no tendrán nada que ver con la burocracia de la enseñanza. Serán solo para el que quiera aprender de verdad. A lo mejor me engaño, pero yo creo que los alumnos –o al menos la mayor parte de ellos-- estaban tan contentos como yo.
Miércoles, 1 de abril
MACHADO Y KIPLING
¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿No habrá alguien que grite: “Menos resignación y más indignación”?
Creíamos vivir en una democracia, pero era solo una ilusión. Menos de veinte días han bastado para que todo se lo llevara la trampa y volviéramos a ver al ejército en las calles garantizando el orden público.
¡El orden público! Parece un chiste. ¿En que altera el orden público que una mujer o un hombre solos salgan a la calle sin un perro y sin ir al supermercado, al kiosco o al cajero automático? Insisto en esa estupidez, pero las hay más crueles y dañinas contra la salud pública.
Ayer vi en un diario la fotografía de cuatro personas formando grupo, aunque algo distanciados unos de otros, en plena calle y lejos de su domicilio. No hacían mal a nadie, por supuesto. Guardaban un minuto de silencio por las víctimas de la epidemia. Pero esa excepción no se encuentra en ninguno de los supuestos previstos por la ley. En cualquier momento, podían aparecer con la porra en la mano los militares, los policías nacionales, los policías locales, sancionarles, meterles en el calabozo, llevarles ante un juez que les impondría una fuerte multa, como al buen canario que quería acostarse con su pareja, e incluso mandarles a la cárcel.
No ocurrió, sin embargo, nada de eso. El pie de foto decía: “Pablo Casado guarda un minuto de silencio por las víctimas del coronavirus, ayer ante la sede del PP en Madrid”. No estaba él solo, pero a los demás ni se les nombra.
¡Cómo se habrían frotado la mano las fuerzas del orden si ese grupo que estaba en la calle hubiera sido, no ya de inmigrantes, sino simplemente de gente común como usted y como yo!
Antonio Machado, proféticamente, ya habló de estos malos días: “Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda, / la malherida España, de sumisión vestida, / nos la pusieron triste y temerosa y boba / para que no acertara la mano con la herida”.
¡Si al menos pudiéramos decir, como en el poema de Machado, que “el hoy es malo, pero el mañana es mío”.
No nos queda esa esperanza: el mañana seguirá siendo suyo.
“¿Te preguntas, muchacho, por qué ha pasado esto?”, les diremos a nuestros hijos, como en el poema de Kipling, cuando a España –la España democrática por la que tanto luchamos-- no la reconozca ni la madre que la parió.
Y responderemos parafraseando los primeros versos de su famoso poema “If”: “Cuando muchos perdían la cabeza en una situación que requería mantenerla firme, nuestros políticos fueron los primeros en perderla.. Eso es todo”.