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Sin propósito de enmienda: Exasperado

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Sábado, 21 de marzo
ENCUENTRO EN EL ATRIO

Hace dos o tres sábados, me encontraba yo como de costumbre en la cafetería del Atrio, en Avilés, tomando un café y leyendo tranquilamente los periódicos, cuando un desconocido me pidió permiso para sentarse a la mesa. “Por supuesto”, dije. Estoy acostumbrado a que se me acerquen desconocidos, que han oído que me dedico a la crítica literaria, para enseñarme sus poemas inéditos o para regalarme un ejemplar del libro que acaban de autoeditar.
            ----Usted a mí no me conoce, pero yo a usted sí. Coincidimos en el Carreño Miranda, aunque yo iba unos cursos por delante, y más de una vez hablé de usted con el pobre Pendás, que un día decía que era un manipulador y otras que un genio. Ahora me he atrevido a molestarle porque quiero contarle algo. ¿Cree usted en los extraterrestres? Yo tampoco, pero me han contactado. Ya sé lo que está pensando, que estoy más chiflado que el bueno de Pendás. Pero tengo pruebas. Podría hablar con Fernando del Busto, fui muy amigo de su padre, para que haga un reportaje en La Voz de Avilés, pero prefiero hablar con alguien sensato antes de exponerme a hacer el ridículo. Le contaré como fue todo. Paseaba yo por la orilla de la ría un atardecer oscuro y con mal tiempo, de esto hace como un mes, cuando me senté a descansar en un banco ya muy cerca de la rula. Me di cuenta entonces de que me había quedado solo, de que los escasos paseantes habían optado por volver a casa. Y yo debía hacer lo mismo porque parecía a punto de llover. Fue entonces cuando ocurrió. No es que viera nada, no. Ni platillos volantes ni hombrecillos grises de cabeza grande y ojos saltones, como en las malas películas  y en las series del canal Historia. Yo no vi nada extraño, solo lo sentí. No estaba solo y el silencio se había convertido en un zumbido que crecía y crecía y parecía que iba a hacerme estallar la cabeza. Cesó de golpe, como había empezado, y en el silencio alguien, que yo no podía ver, me sonría. Me sentí como cuando era niño y mi madre me ponía la mano en la frente para tranquilizarme después de una pesadilla. Eso fue todo. Calmado, volví a casa. Qué tontería, dirá usted. Una paranoia, vaya al psiquiatra, me dirá. Pero a la mañana siguiente, al ducharme, me di cuenta de que tenía un tatuaje sobre el corazón, una especie de estrella. Y tuve la certeza de que van a volver, de que algo quieren de mí, de que quizá quieren advertirnos a todos de un peligro cercano.
            Quienes llegaron en aquel momento fue mi amigo José Manuel Feito y su sobrino, el autor de Memoria de Somiedo, con su mujer. Íbamos a comer juntos, como tantos sábados. El desconocido se despidió apresuradamente, no sin darme una tarjeta. Vivía en Salinas.
            En estos días de reclusión, he pensado más de una vez en llamarle, pero ¿para qué? Seguro que me dice que aquella premonición suya fue un aviso de los malos días que se avecinaban. Las profecías no sirven de nada: solo sabemos que lo son cuando dejan de serlo.


Domingo, 22 de marzo
PEOR QUE A LOS PERROS

Un domingo que amanece triste, sin nuevos libros viejos en el Fontán y sin la habitual ilustración de Alicia Varela en mi colaboración semanal de El Comercio.
No me puedo quitar de la cabeza la situación de gran parte de los españoles.  La de los enfermos en primer lugar, como todo el mundo, y otra que parece que solo me preocupa a mí: la de los niños, condenados a vivir secuestrados en casa al menos durante un mes (hasta hace poco eso era considerado maltrato),;la de las víctimas de la violencia doméstica condenadas a vivir encerradas con sus verdugos las veinticuatro horas del día; la de los emigrantes es situación precaria o en situación irregular que apenas si se atreven a salir a comprar las subsistencia básicas porque saben que, ahora como siempre, son el objetivo favorito de las fuerzas del orden…
            “¡Paciencia, Martín, paciencia! Ya sé que tú los estás pasando bastante mal porque han rodo totas tus rutinas callejeras”, me dice algún amigo con el que hablo por teléfono.
            No, yo no lo estoy pasando demasiado mal. Soy el hombre más rutinario del mundo, pero también el más capacitado para crear nuevas rutinas. Los dos primeros días apenas pude dormir y tuve algo que se parecía mucho a una crisis de pánico, pero al tercer día ya lo tenía todo pautado y bajo control: levantarme a tal hora, desayunar a tal otra (siempre ni un minuto antes ni uno después), escribir cincuenta y nueve minutos en el ordenador (diario o reseña), salir a comprar el periódico (en el quiosco de siempre, a la hora de siempre, y la sonrisa y el saludo de la dependienta me alegra la mañana); pasar don horas en el despacho del Milán (tengo permiso de la gerencia universitaria, soy el único trabajador en el inmenso edificio), y comer a las dos en punto, procurando que la primera cucharada coincida con las señales horarias de Radio Nacional.
            En fin, que no lo paso mal por mí. Ser un maniático obsesivo también tiene sus ventajas. Lo paso mal por la parte más desfavorecida de la sociedad española: por los niños, por los que no tienen pisos con terraza, por los sin casa, por los enfermos desatendidos (si no hay riesgo inmediato de muerte, deben dejar sitio a las víctimas de la epidemia), por los emigrantes con o sin papeles.
            Esta reclusión en casa, en una casa llena de libros, es para mí poca cosa. He pasado por situaciones peores. Estaban olvidadas, pero ahora vuelven a mí para hacerme sonreír antes mis dificultades (no ante las de los demás). Estuve siete días con sus siete noches incomunicado en una celda de la Dirección General de Seguridad, sin saber cuándo era de día ni cuándo era de noche, como en el romance del prisionero, siempre la bombilla encendida, sin ser apenas capaz de dormir ni de comer, no saliendo más que para ser interrogado, largos interrogatorios poco amables, por decirlo de una manera elegante. Y luego, en la cárcel (allí por lo menos tenía contacto con seres humanos: los “funcionarios” que me interrogaban no parecían serlo), los quince primeros días de período: cuatro desconocidos en una estrecha celda, el retrete en una esquina y a la vista de todos, y sin poder salir al patio. Mi memoria ha borrado los detalles, mejor así, ahora todo son como borrosas imágenes de una película de terror en blanco y negro.
            La actual reclusión es para mí una reclusión de cinco estrellas. Lo que me mantiene en un estado de exasperada indignación es la estupidez con la que se han tomado ciertas medidas. Es el ejército en la calle para evitar (hablo solo de lo que he visto) que un anciano que viene de hacer la compra (un anciano que vive solo como yo, pero en peores condiciones físicas) se siente un momento a descansar en un banco antes de seguir el camino a casa.
            Me irrita profundamente que no se permita a los niños pequeños salir de la mano de uno de los progenitores a dar una pequeña vuelta y a tomar el aire (siempre sin formar grupos, por supuesto, siempre manteniendo la distancia de seguridad), me irrita que se les trate peor que a los perros.


Lunes, 23 de marzo
¡VIVA ALEMANIA!

Escucho al ministro de Sanidad vanagloriarse de que en España se han tomado las medidas de confinamiento más rigurosas de la Unión Europea y, como ahora he cogido la costumbre de hablar solo (no tengo con quien hablar), le replico de inmediato: “No te pagamos para que tomes las medidas más duras, sino las más eficaces y menos dañinas. Para aplicar las más duras habríamos contratado a un sargento chusquero (ya no se llamarán así, pero seguro que quedan como en los tiempos de la mili) que con un par de  gritos, ¡Se encierren, coño!, habría conseguido lo mismo y cobrando mucho menos”.
            ¡Menudo honor ser los menos respetuosos con los derechos de los ciudadanos a la hora de combatir la epidemia, compitiendo en ello con China y Marruecos!
En Alemania también toman medidas contra el contagio, pero medidas sin los graves efectos secundarios de las españolas (para muchos serán peores que la enfermedad): “A partir de ahora se podrá salir a la calle, pero como máximo de dos en dos. Se podrá salir a hacer deporte o respirar aire fresco. Hay que mantener una distancia mínima de un metro y medio con otras personas”, leo en el periódico que declaró Angela Merkel. Y Armin Laschet, jefe de Gobierno de Renania del Norte-Westfalia: “El problema no es salir de casa, el peligro es el contacto social”.
            En Alemania yo no sería un bicho raro. En Alemania, el miedo a la epidemia no ha impedido que siga habiendo vida inteligente.



Martes, 24 de marzo
NUEVAS RUTINAS

A las siete y media dejo el despacho del Milán y me voy a comprar a Hipercor. Es la hora, poco antes del cierre, en que está más vacío.
Hacer la compra siempre fue para mí uno de los placeres del día. Ahora lo es doblemente. Paseo entre los estantes como por un jardín. Apenas necesito nada, pero este recorrido de unos pocos minutos está entre lo que más necesito. Luego, de camino a casa, dan las ocho y todo el mundo se asoma a las ventanas a aplaudir. Como soy el único que camina por la calle, sonrío: parece que me aplauden a mí (mentiría si dijera que me molesta que me aplaudan).
Cuando llego al semáforo de General Elorza, ese semáforo interminable que yo más de una vez he aprovechado para escribir haikus o contestar algún correo, en una de las ventanas de enfrente suena un gaita. Toca el “Asturias, patria querida” y es de pronto lo único que se escucha en el silencio del mundo. Termina cuando yo ya estoy al otro lado y entonces vuelven a sonar los aplausos y yo dejo la bolsa en el suelo y me uno a ellos y no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas, por mí mismo, por la precaria condición humana, por tanta gente que lo está pasando mal.
Incluso mi irritación contra los políticos deja paso a la piedad: si andan como pollos sin cabeza, dando palos de ciego, es porque están sobrepasados por una situación para la que nadie estaba preparado.


Miércoles, 25 de mazo
ESCRIBO Y CALLO

Viejos temores –he visto a media docena de policías rodeando a una pareja de transeúntes de aspecto latino cerca de Las Salesas, a militares desplegados en la plaza de la Escandalera-- me hacen tomar la decisión de, a partir de ahora, llevar dos diarios: uno en que solo haré literatura (en el mal sentido de la palabra) y otro, que ya tiene título (Cuando España enloqueció) que se publicará solo en el momento en que las circunstancias lo permiten.
Ya había tomado esa decisión el viernes pasado, pero solo fui capaz de mantenerla un día. A ver si a partir de ahora lo consigo, por elemental precaución y para evitar que mi diario deje de salir en la prensa (puedo meter en un compromiso al director del periódico: ya se sabe que en una guerra –no sé qué alto cargo militar ha dicho que estamos en guerra—la verdad es la primera víctima).


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