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Sin propósito de enmienda: Mi corazón al desnudo

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Sábado, 12 de octubre
SERÁ POR ESO

¿Hay vida inteligente en el Tribunal Constitucional español? ¿Hay vida inteligente en la jefatura del Estado? ¿Hay vida inteligente en el Tribunal Supremo?
            Por supuesto que sí. La duda ofende.
            ¿Y por qué entonces tengo la impresión de que, en lo que se refiere al problema catalán, no han tomado ni una sola medida que no contribuya a echar más leña al fuego, que no nos acerque un poco más al abismo? ¿Será porque, como me repiten una y otra vez mis amigos, yo de política no entiendo nada?
            Será por eso, pero el miedo no se me va del cuerpo.


Domingo, 13 de octubre
UN CUENTO DE HADAS

Dos ciudades hay en Nueva York, como en toda ciudad del mundo: una para los que viven en ella, otra para los que pasan por ella.
            Yo nunca he estado en Nueva York más de una semana y por eso siempre me ha mostrado buena cara, nunca un mal gesto. No la he dado tiempo a cansarse de mi.
            Vuelvo esta tarde en que tan negros nubarrones se ciernen sobre el horizonte de la mano de Woody Allen, un viejecito vapuleado que sabe seguir haciéndonos sonreír.
            Un día de lluvia en Nueva York, dos estudiantes universitarios que pasan allí un fin de semana, encuentros y desencuentros, ricos y famosos, una prostituta de ensueño adolescente, las salas del Met, las damas elegantes de John Singer Sargent,
un coche de caballos por Central Park y todo tan verosímil como un cuento de hadas. A fin de cuentas, como dice uno de los personajes, la vida real es para los que no pueden permitirse otra cosa.
            A Gastby, el protagonista, le conozco bien. Alguna vez ha pasado por la tertulia y hemos discutido sobre el amor según Ortega y según Denis de Rougemont, también sobre la dialéctica del amo y el esclavo en Hegel. Claro que en la realidad de los que no podemos permitirnos otra cosa era no menos pedante, pero con menos suerte como jugador de póker que en la película.
            Después del puñetazo, la contundente paliza mejor, que me propinó Joker, qué bien sienta dejarse acariciar por la lluvia un domingo en Nueva York.


Lunes, 14 de octubre
EL TESTIGO

Se presentaba en la biblioteca del Fontán Oriundos, el libro de Fernando Fernández sobre sus abuelos y sobre la aldea asturiana, Asiego, de la que partieron hacia México en los años veinte. El libro gira en torno a una fotografía en la que el maestro del pueblo, el tío Aquilino, aparece rodeado de sus alumnos. Se nos cuenta la historia de esos niños y niñas, a muchos de los cuales conoció el autor ya ancianos. En la sala estaban sus hijos, sus nietos, algún biznieto. Cuando llega el coloquio, uno de los asistentes se pone en pie.
            ––Me gustaría hacer una pregunta. ¿Cuántos de ustedes conocieron al tío Aquilino?
            Nadie le había conocido. Desde la fotografía, ampliada en el escenario, nos miraba a todos aquel hombre ejemplar, que no había sido olvidado por ninguno de los niños que tuvo a su cargo.
            ––Pues yo sí le conocí, en Arnao, cuando yo tenía ocho o nueve años.
            No le hicieron mucho caso porque todos los asistentes eran oriundos de Cabrales y Arnao, cerca de Avilés, era otro mundo que no tenía nada que ver con ellos. Yo recordé la prosa de Borges en El hacedor: “En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo, la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera?”
            Al final del acto, hablo con el testigo y le pregunto su nombre: José Luis Ablanedo Mieres. También me intereso por su edad: nació en 1940. No puedo por menos de exclamar: “¡Pero si somos casi de la misma edad! Yo nací en 1950”.
            También yo voy alcanzando la condición de último testigo. ¿Cuántos profesores que ya lo eran entonces, que lo siguen siendo ahora, conocieron las cárceles de la dictadura? Me temo que, si no soy el único, ya queda poco para ello.


Martes, 15 de octubre
ARDE BARCELONA

No puedo decir que me extrañe el estallido de rabia en Cataluña. Lo que me extraña es que haya tardado tanto. La lección de civismo que ha venido dando hasta la fecha a la “espaciosa y triste España”, a la tierra de los inquisidores y los ordeno y mando, a la que ha guardado respetuosamente durante cuarenta años los restos putrefactos de la dictadura en el Valle de los Caídos, a una España que no es toda España, pero que se pone la bandera por montera y se jacta de ser la única verdadera, continúa por parte de la mayoría, pero ya hay quien se aparta del guion. Y cada vez serán más.
            De lo que ocurre allí, de que las cosas hayan llegado a estos extremos, yo veo tres máximos responsables: primero el Tribunal Constitucional, que rechazó un Estatuto refrendado por los ciudadanos de Cataluña, por el Congreso  y el Senado español (previo paso por la comisión constitucional en la que fue “cepillado” nada menos que por Alfonso Guerra); después, el actual jefe del Estado, con un discurso en los límites de sus atribuciones constitucionales (fuera de ellos si pretendía sustituir la inacción de los políticos, como jalearon los principales diarios), en el que se desatendió de la mayoría social catalana para declararse paladín del cumplimiento estricto de la ley (él, que según la interpretación habitual está al margen de ella) y defensor de los catalanes que se sienten españoles (a los otros, a la mayoría, que los parta un rayo); y finalmente el Tribunal Supremo, compuesto por excelentes profesionales, perfectos conocedores de los recovecos de las leyes (y muy imaginativos a la hora de retorcerlas procurando no vulnerar la ley), pero poco de la realidad social.
            A mí de los tres, el único que me ha defraudado es el actual jefe del Estado (de los otros, ya sabía lo que se podía esperar). Me parecía lo contrario de su padre y por eso tenía puestas en él todas mis esperanzas. Y no me ha defraudado en cuanto a la honestidad, pero sí en cuanto a su categoría de estadista. No supo estar a la altura de las circunstancias.
            De un presidente argentino, no sé si de Alfonsín, se dijo que era “honesto e inepto”. No creo que el segundo calificativo se le pueda aplicar a Felipe VI, aplicado profesional. Pero en “tiempos recios” como los que vivimos (y sobre todo los que se avecinan) la profesionalidad no basta.
            Solo me consuela pensar que no soy un analista político y que puedo estar equivocado, que seguramente lo estoy, y que todo se arreglará –como repiten a izquierda y a derecha– “con el cumplimiento estricto de las leyes”, de una leyes, por cierto, que interpretan y aplican quienes son juez y parte.


Miércoles, 16 de octubre
CÓMO RECONOCER A UN TONTO

Yo tengo muchas maneras de reconocer a un tonto. Camina por la calle mirando el móvil y no levanta la vista ni siquiera cuando cruza un semáforo en rojo; lo mira también cuando camina por Venecia o Nueva York, siguiendo el GPS en busca de San Marco o Time Square, desatento de las maravillas que aparecen a cada paso; o lo enciende en medio de la película, deslumbrando a los espectadores que tiene detrás, para satisfacer nadie sabe qué súbitas curiosidades.
            Pero no menos tontos son la mayoría de los que nos advierten del robo de nuestra intimidad por parte de las redes sociales. El ejemplo más reciente lo encuentro en Antonio Muñoz Molina. Al tema del traidor y del héroe, a Edward Snowden, dedica su artículo de esta semana en Babelia. Comienza bien, evocando con maestría de novelista la soledad del delator en un hotel de Hong Kong. Termina de la más tópica manera, demostrando una vez más que si es un genio cuando narra no pasa de torpe aprendiz cuando reflexiona: “Ese móvil tan cool que no se te cae de las manos te espía incluso cuando lo tienes apagado, y acumula y pone en venta sin escrúpulo toda la información íntima y minuciosa que tú le regalas”.
            ¿De verdad mi teléfono pone en venta mi intimidad, una intimidad que yo le regalo: correos electrónicos o whatsapp, fotos familiares, búsquedas en Google?
            En primer lugar, yo no regalo nada.  Enviar un correo electrónico cuesta dinero, aunque a mí no me cueste dinero;  la “nube”, los servidores externos, donde se almacenan mis fotos, tampoco son gratis, aunque lo sean para mí. Y muy tonto hay que ser para pensar que Google, que me saca de apuros veinte veces al día, no requiere empleados, locales, potentes y costosos ordenadores, sino que es un don del cielo, como la lluvia.
            No, admirado Muñoz Molina, yo no regalo mi intimidad: simplemente, a cambio de los muchos servicios que recibo de Google y de las redes sociales que me interesan les permito que me envíen publicidad personalizada.
            ¿Nos escandalizamos de que la publicidad financie Antena Tres, la Cinco o la Sexta? ¿Nos quejamos de que financie los diarios digitales gratuitos?
            ¿Y es peor la publicidad personalizada –que a mí no se me envíe publicidad de automóviles y sí sobre hoteles en Praga o en Palermo– que la indiscriminada, la que llega a todos por igual?
            También está el malévolo algoritmo, otra encarnación del diablo, al que los tontos ilustrados culpan del Brexit y del triunfo de Trump: en mi muro de Facebook solo aparece informaciones de gente que piensa como yo, se me impide contrastar otros pareceres.
            Bueno, también en el quiosco están todos los diarios y el comprador habitual de La Razón no compra un día El País para contrastar la información.
            El malvado algoritmo nos facilita encontrar lo que nos gusta encontrar, solo eso. Pero nada nos impide, si lo que nos llegan son páginas de simpatizantes de la extrema derecha, ir a las de los simpatizantes de Podemos para ver lo que piensan.
            En fin, que ni siquiera Muñoz Molina –de Javier Marías ya ni hablo– se libra de incurrir en tópicos que se vienen abajo con solo pensar un poco, esa costumbre que no suele tener la gente.


Jueves, 17 de octubre
UN POCO DE VENENO

¿Todo libro interesa a algún lector? Quiero creer que sí y por eso los que no me caben en casa se marchan cada semana a la librería La Noceda a aguardar tranquilamente a quien los estaba buscando sin saberlo. Pero sospecho que más de uno –y más de dos y más de tres– no interesan a nadie. El noventa y cinco por ciento de los libros de poesía, por ejemplo; el noventa y nueve por ciento de los que hablan de poesía.
            Me llega hoy una recopilación de reseñas, presentaciones y generosas vaguedades varias, que firma un buen amigo, y me basta leer la primera frase (“La poesía de Manuel Álvarez Ortega posee la altitud de lo invisible respirante, y la profundidad –más bien sima– de la pasión engendradora de metafísica”) para lanzarlo al montón de los volúmenes que irán a la librería de viejo en el próximo envío.
            ¿Harán lo mismo con mis libros los amigos a los que se los envío? Quizá sí o quizá no: yo los espolvoreo siempre con un poco de veneno, que ayuda a conservar la mercancía.


Viernes, 18 de octubre
SENTIR Y CALLAR

Me escribe un admirado profesor, ya jubilado, aunque de mi edad, Bernardo Fáñez, con quien comparto el amor por Perugia, para decirme que se ha enterado de que este es mi último curso y que quiere asistir, como muestra de reconocimiento, ya que sospecha que no tendré ninguno institucional, a una de mis clases.
            Pero yo no necesito ninguna muestra de reconocimiento –“fue bonito mientras duró”, eso es todo– ni me apetece solemnizar, como en el cuento de Daudet, la última lección. Mejor una clase más, sin énfasis ni melancolía.
            En caso contrario, me temo que acabaría emocionándome, me entrarían ganas de llorar. Soy un sensiblero que se esfuerza en disimularlo. Lloro en el cine y en todos los funerales, aunque sean de una persona que apenas conozco, pero procuro que nadie me vea. Me esfuerzo para no mostrar mis sentimientos en público. De lo que más me importa, no hablo nunca.
            Preferiría desnudarme en público a mostrar mi corazón al desnudo.


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