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Channel: Café Arcadia
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Colección particular: Calles

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RUA FERREIRA BORGES

Comienza en el Largo de Portagem, a la entrada de la ciudad, junto al puente sobre el Mondego; termina en otra plaza, frente a la iglesia barroca de Santa Cruz, donde está enterrado el primer rey de Portugal, don Afonso Henriques.
            A veces cambia de nombre en ese largo recorrido, pero sigue siendo la misma, una calle burguesa, con mucho empaque decimonónico, que separa las dos partes de la ciudad: a su derecha, la que se empina hasta la Universidad, con fatigadas callejuelas y caserones podridos de historia; a su izquierda, el laberinto de la baixa, bullicioso a las horas del mercado, desierto el resto del día.
            Cerca de su comienzo, estaba el Café Arcádia, por el que pasaba –o eso me parecía a mí– toda la historia de la literatura portuguesa. En una librería cerca del arco de Almedina, compré un libro que acababa de aparecer, Matéria solar, de un poeta del que no tenía noticia, Eugénio de Andrade, y que desde entonces me acompañaría para siempre.
            Lo leí entero, recién comprado (como a mí me gusta leer los libros) en el café Arcádia, cerca de una de las ventanas, cuyos cristales temblaban cuando pasaba, muy cerca, el tranvía. Todavía recuerdo muchos de sus versos: “El muro es blanco / y bruscamente / sobre el blanco del muro cae la noche”
            No cae nunca la noche sobre aquellos días de Coimbra, los mejores y los peores de mi vida. En el café Arcádia escuché hablar con unos amigos a Miguel Torga, que tenía su consultorio al comienzo de la calle (luego me lo volví a encontrar, solo, en el cine Avenida); en el café Arcádia leí Amor de perdición, de Castello Branco, y a Eugénio de Castro, tan elogiado por Unamuno, que había nacido allí al lado, y que murió de pena cuando en tiempos de Salazar destruyeron la casa en que vivía para construir la nueva universidad, de empaque mussoliniano, en la que yo estudiaba.
            En el café Arcádia… Pero esa es otra historia que recordar no quiero. Sima y cima. Infierno y paraíso. Cruz y delicia.
            Tantos años después, ahí sigue la Rua Ferreira Borges, con sus tiendas elegantes y sus despachos de médicos y abogados. Cerró hace cerca de cuarenta años el Café Arcádia, pero continúa abierto, en lo que fue una iglesia al lado de la principal, el café de Santa Cruz. Cuando he vuelto, siempre me he sentado en él a hojear los libros que acabo de comprar en alguna librería y a borronear algunos versos.
            Pero la verdadera Rua Ferrreira Borges hace tiempo que no está en Coimbra, sino amarilleando de melancolía y perfumando para siempre mi memoria.


42 STREET

Tiene un corazón luminoso, el que atraviesa Time Square, pero el tramo que yo prefiero, el que hago mío, va desde la Biblioteca Pública hasta Tudor City y las Naciones Unidas. En tiempos, entre otras maravillas, había en ella un paraíso de tinta y de papel, en el que se podían encontrar todos los periódicos del mundo. Recuerdo que una vez, por hacer la prueba, pedí La Voz de Avilés, y tras mucho buscar y rebuscar acabaron trayéndome un ejemplar, aunque varios días atrasado. Eran tiempos anteriores a Internet y los diarios digitales.
            En las escalinatas de la Biblioteca, custodiadas por leones, me senté muchas veces a no hacer nada y siempre lo primero que me venía a la cabeza eran los versos de José Juan Tablada: “Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida / tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida”.
            Yo tenía la sensación, sentado allí, de que era el mundo quien pasaba tan cerca de mis ojos como de mi vida. Me alojaba por entonces en un apartamento de Tudor City y recorría varias veces la calle desde la estación de metro de Grand Central.
            En la gran estación, plantada en medio de Park Avenue, me gustaba pasar el tiempo, alternando la contemplación de la bóveda celeste, pintada en el techo del inmenso vestíbulo, con el ir y venir de los viajeros en torno al reloj de cuatro caras. No sé qué filosóficas emociones me producía el contraste entre la serenidad del cielo estrellado y el ajetreo de los seres humanos.
            Me gustaba detenerme, cuando iba al centro o volvía al hotel, en la antigua redacción de periódico en que había trabajado Superman, quiero decir Clark Kent, con su coloreado globo terráqueo en la entrada, y también en la Fundación Ford, con su jardín cautivo, el primero que yo tuve ocasión de contemplar enjaulado en un edificio de granito, cristal y acero.
            Mi rincón favorito era uno de los dos pequeños jardines elevados, el de la derecha, que había al final de la calle, antes de cruzar la Primera Avenida y desembocar en Naciones Unidas. Jardines de uso público, pero de propiedad privada, frecuentemente uno tenía en ellos por única compañía a alguna inquieta ardilla.
            Allí me vuelvo a ver leyendo, descifrando mejor, una edición de los poemas de Emily Dickinson, que entonces tenían para mí algo de enigmáticos telegramas líricos: “Entre las cosas que vuelan / están los pájaros, las horas y el abejón”. Esos versos se me han quedado en la cabeza. También un poema que habla de cuando ya no florezcan las rosas y se acaben las violetas.
            Pero lo que más recuerdo, lo que hace para mí inolvidable aquella calle y aquel rincón, es algo –fisiología y magia– que no puedo o no quiero contar. Una celeste aparición, que llegó acompañando a su perro, y la conversación propiciada por el libro de Emily Dickinson, y luego, en su casa, aquel milagro fuera del tiempo y del espacio que no se volvería a repetir, como es propio de los milagros.

AZUL PALERMO            

Algunas noches, mientras llega el sueño,
me pongo a pasear por la memoria,
borrico que da vueltas a la noria
y no atiende a las voces de su dueño.

Aquel café otra vez y aquella esquina
y el fauno que se esconde en el jardín,
las avenidas que no tienen fin
y el mar que me consuela en Mergellina.

Vuelvo a Coimbra y a la plaza aquella
cerca de la estación y al hotel Roma
y a Ginebra con nieve y a la doma
de la quimera y a mi amarga estrella.

Qué fatigado estoy cuando me duermo.
Perugia tan perdida y tan azul Palermo.

STRADE NOVA

La Strade Nova resulta quizá la menos veneciana de las calles de Venecia, con decir que la construyó Napoleón ya está dicho todo, pero es también una de las más cómodas y más frecuentadas por todo el mundo, turistas y lugareños.
            Termina en el Campo dei Santi Apostoli, con campanile y reloj que marca las veinticuatro horas del día (y que casi necesita libro de instrucciones para poder ser descifrado), uno de los centros del laberinto sin centro que es Venecia.
            Cuando yo me alojaba en un hotel al lado mismo de Ca’d’Oro, cenaba todas las noches en el MacDonald’s de esa calle, frente a la callejuela que llevaba al vaporetto.
            A mis amigos, pretenciosos viajeros que abominan del turismo como cualquier turista que se precie, eso les parecería una abominación, y por eso solo lo hago cuando viajo solo y suelo callarlo como un inconfesable vicio privado.
            Salía con mi bandeja a una de las mesas de la calle y allí me quedaba un buen rato contemplando el ir y venir de la gente y anotando de vez en cuando algunos versos en mi cuaderno: “Qué bien se lleva / el verano contigo, / tarde de otoño”.
            Para mí forman una única calle, aunque reciban distintos nombres, las que prolongan Strade Nova hasta el puente de Le Guglie, sobre el canal del Cannaregio. Como frecuentemente me he alojado cerca de la estación, la recorría más de una vez todos los días. Por allí tengo viejos conocidos: el Teatro Italia, que acabo de encontrar convertido en el supermercado más hermoso del mundo, con exposiciones de arte y música en directo; la iglesia circular de la Magdalena, con el ojo divino en medio del triángulo masónico y su maravillosa inscripción en la fachada: la sabiduría levantó este templo; los puestos matinales de verduras, frutas y pescado bajo las ventanas de mi apartamento en Rio Tera’San Leonardo.
           

CALLE RIVERO

Viví en ella, sigo viviendo en ella, es la calle que más veces he recorrido entera, desde la plaza de España hasta su final donde estaba, donde sigue estando, mi casa.
            Ha desaparecido el quiosco-librería de Juanita, donde de niño compraba los tebeos, también la fugaz librería en que compré mi primer libro, las Poesías completas de Antonio Machado, en la colección Austral, a los catorce años, después de ahorrar, peseta a peseta, el poco dinero que costaba, para mí una fortuna. Pero ahí sigue, en su esquina de siempre, Gráficas Careaga, donde se comenzó a imprimir, allá por 1975, la revista Jugar con fuego, que escribía yo por entero porque por entonces no conocía a nadie más en Avilés a quien le interesara la literatura, aunque ya me carteaba con Vicente Aleixandre, mi primer corresponsal literario,  o con Ángel González, en su transtierro americano.
            Calle soportalada, antiguo camino a Oviedo, paseada por los frailes de San Francisco, como dice la canción, con capilla venerable y fuente dieciochesca, con una entrada monumental al parque de Ferrera, cuyas altas murallas –altas entonces– yo me atreví a saltar cuando era niño y el parque todavía enigmática propiedad privada.
            “Las calles de Buenos Aires / son ya la entraña de mi alma”, cantó Borges. La calle Rivero (tantas tardes yendo y volviendo de la antigua biblioteca, con libros –pasaportes de felicidad– en las manos, tantas veces yendo y volviendo a la tertulia del Serrana, donde fui comentando uno a uno, según se escribían, los poemas de Víctor Botas) discurre menos por Avilés que por las entretelas de mi corazón.



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