LIBRERÍA ALTA ACQUA
Son media docena, o más, los que andan brujuleando por la librería, pero yo solo me he hecho amigo de tres, y les he dado nombre: Guardián, negro y orondo, que descansa sobre uno de los cajones con libros de la entrada, atento a que nadie se lleve ninguno sin pasar por caja; Lector, blanco y leonado, a quien siempre encuentro junto a un libro abierto (a veces dormitando sobre él: la última vez se trataba de La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, ese Joyce triestino), y Explorador, de quien se cuenta que, en una de las habituales acqua alta, inundada la librería, salio del local en lo alto de una de las viejas góndolas en las que se exhiben libros y llegó hasta el Gran Canal, subido a la inestable torre de papel, dirigiendo la travesía.
La librería Alta Acqua está en un bajo de la Calle Longa S. M. Formosa y su parte de atrás da al canal de Santa Marina por el que cruzan sigilosas las góndolas. Apenas hay otoño en que no se inunde y las enciclopedias que se apilan en su pequeño patio, fundidas unas con otras por la acción del agua y del sol, forman una escalera por la que uno puede subir para atisbar el horizonte, y por eso, los libros no se apilan en el suelo sino en viejas barcas e incluso bañeras.
Los gatos de Alta Acqua son famosos, quizá lo más famoso de la librería, que está a punto de morir de éxito. Pronto tendrá que cobrar la entrada, como Lello, la librería de Harry Potter, en Oporto. Ya casi nadie entra en ella a comprar libros, sino a perderse en aquel laberinto, hacerse fotos y asomarse a un canal que gusta de vez en cuando de salirse de madre.
El dueño, Luigi Frizzo, antes estaba siempre en la caja, pero ahora se lo encuentra uno a menudo sentado en el patio, dispuesto a charlar con cualquiera que quiera acompañarle.
Los gatos de Alta Acqua son mis más fieles amigos venecianos. Nunca dejan de reconocerme cuando vuelvo ni de alegrase de verme, o esa ilusión me hago.
A Lector le debo el encuentro con excelentes autores de los que ni había oído hablar. A veces, cuando paso por su lado, abandona el libro que tiene entre manos y salta hasta otra estantería. Yo le sigo y nunca dejo de hojear lo que me ofrece. En una ocasión me llevó hasta Memoria d’un altro fiume, una selección de la poesía en prosa de Eugénio de Andrade traducida por Carlo Vittorio Cattaneo a principio de los ochenta. “Qué bien me conoces”, le dije. Y él se dejó acariciar.
EN EL GRAN TEATRO
En el gran teatro de Plovdiv, un gato viejo, sentado sobre sus cuartos traseros, asiste impasible, como un senador romano, al ir y venir de los turistas. Una vez me subí al escenario y recité, solo para él, unos versos de la Medea de Séneca:
“Yo fui feliz hace tanto tiempo / que ya ni puedo recordar / lo que entonces sentía. / También fui desdichada / porque engendré para el dolor y el llanto / dos hijos inocentes.
¡Qué locos los humanos, / veneran a los padres / que los condenan sin culpa / a una interminable agonía / y temen al verdugo / que los libera de ella!
Incluso en la vida más feliz / hay más dolor / que en la peor de las muertes.”
TERTULIA EN ÇANAKKALE
Entre la Troya de Homero y el Abydos de Lord Byron, Çanakkale, que ve ponerse el sol sobre las tierras de Europa recostado en el lado asiático de los Dardanelos, se asocia en mí a la idea de la felicidad, a pesar de que fue escenario de una de las grandes masacres de la historia, la batalla de Gallípoli.
Paseaba a solas, no echaba de menos a nadie (quizá por primera vez en mi vida) y al cruzar por una de las calles paralelas al paseo marítimo, me encontré con seis o siete gatos que parecían formar tertulia en una esquina. Me detuve junto a ellos y durante un tiempo callamos juntos, como buenos amigos, cada uno devanando sus quimeras, y al alejarme siguieron allí inmóviles gozando de la tarde y yo sentí que nunca había estado en mejor compañía.
TIBERIO
Subí hasta el monte Solaro, desde Anacapri, solo en el ir y venir de las telesillas vacías. Solo estuve en aquella altura un largo rato, contemplando el fascinante panorama, tan lleno de azul y de literatura. Un gato se me acercó y yo de inmediato le di el nombre del emperador que allí quiso buscar en la desmesura del placer antídoto para la melancolía. Intercambiamos confidencias en forma de haikus, que es el lenguaje que mejor entienden los gatos.
Así te quiero
ni de mí ni de nadie
libertad pura.
También sin casa
¿por qué entonces ahora
me compadeces?
Duerme conmigo
y cuando me despierte
sigue conmigo
Los dos tan solos
yo también como tú
gato sin dueño.
Lejos de mí
en el jardín sin nadie
brillan tus ojos.
Saciado y solo
con heridas a veces
vuelves a casa.
Como tú busco
el amor con cualquiera
y vuelvo solo.
EL PEQUEÑO PERSA
Los gatos que yo amo son inmortales, como los dioses y el ruiseñor de Keats. Mi egoísmo los prefiere libres, callejeros, saliendo a mi paso por los caminos del mundo, o en casas de amigos que visito de tarde en tarde, saliendo de su rincón para husmearme y darme el visto bueno (a los gatos, al contrario que a las personas, suele caerles bien desde el principio). Por eso, raras veces los he visto enfermar y morir.
Hay dos excepciones, una fue Mickey, el pequeño persa de Eugénio de Andrade. No puedo releer los versos que le dedicó sin sentirme conmovido: “Era azul y tenía los ojos de dios, / mi pequeño persa / ––ahora, a ras de suelo, ¿a dónde iría?, / la voz quebrada, / el peso de la tierra sobre los flancos, / la luz desierta en la pupila. / Te llamo; digo tu nombre / tropezando sílaba / a sílaba; repito tu nombre / para que vuelvas con la luna / nueva, el sol de marzo, / el pan de cada día; / te llamo: el rigor del frío, / su tela blanca, / por toda compañía”.
En el epílogo de Rente ao dizer, nos cuenta cómo llegó a su vida aquel inesperado regalo de unos amigos: “Sorprendido, miraba aquella maravilla que me cabía entera en la mano, con terror y fascinación al mismo tiempo, pues a partir de entonces mi libertad parecía amenazada. La minúscula criatura me miraba fijamente con ojos de cobre redondos, inmensos, y ante aquella mirada me sentía a su merced. Comenzamos a tratar entonces de su instalación. Como era del tamaño de una avellana, y aquel enero era muy frío, acabé por llevarlo para mi cuarto: primero junto a la calefacción, después para la cabecera de la cama, donde se habituó a dormir, a veces con mi mano por almohada. Como toda la vida dormí solo, con Micky supe por primera vez de una presencia serena en mi cuarto. Y lo fui viendo crecer con la certeza de que a mi lado crecía un ejemplar perfecto: cabeza robusta, orejas delicadas, naricita rosada, pelo espeso y sedoso, más abundante en el cuello y la cola –era un príncipe oriental que compartía sus días conmigo, sin corona y sin mundo para gobernar, pero de una belleza que, si fuera humana, sería insoportable”.
Siguen los días de felicidad, que parecían no tener fin, y luego el derrumbe, los pormenores de la enfermedad final, que no puedo leer sin lágrimas. También se me humedecen todavía los ojos cuando paso por aquel parque secreto, cerca del Ponte delle Guglie, donde depositamos las cenizas de Trisca, la gata que llegó a las manos de Silvia y a la tertulia por inesperado azar y casi recién nacida y que durante tantos años fue una contertulia más.
No hay amor que no reciba su merecido. Amor con dolor se paga. También los dioses mueren.