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Revelación de secretos: La España mejor

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Lunes, 27 de mayo
INCIDENTE ELECTORAL

––Estoy avergonzado –le digo a Rosa Navarro Durán cuando nos encontramos a las puertas de hotel Fruela–. Creo que esta tarde he sido incluso un poco más insoportable de lo que acostumbro.
            ––Pues ya es difícil –me responde ella, sonriendo–. ¿Qué ha pasado?
            ––Nada, que el domingo voté a “Lliures per Europa”, porque era mi única manera de protestar contra quienes obligan a su candidato principal a estar en Bruselas avergonzando al reino de España. Por supuesto, me cuidé de hacer público mi voto, pero cautamente, por si acaso, y acordándome de los tiempos de Franco, cuando había que burlar la censura, contrapuse a los que huían de la justicia española (Rafael Alberti) con los que se quedaron aquí confiando en ella (Miguel Hernández) y dije que votaba por Alberti. Esta mañana se me ocurrió pasar por el centro de votación, donde han de exponerse los resultados, para ver si entre mis vecinos a alguien más se le había ocurrido votar por el “huido” o era yo el único. No están expuestas esas actas en puerta de entrada. Pregunto a la encargada del centro social de Teatinos, que es donde yo voto. No sabe nada. Por fin las encuentro semiescondidas en un panel interior. Las fotografío con el móvil para poder leerlas. Amplío el acta de las elecciones al parlamento europeo y veo que, entre Ciudadanos, 35 votos, y Vox, 23 votos, figura “Lliures per Europa” con cero votos. Pongo el grito en el cielo, como se decía en los tebeos y en los folletines. Pero vuelvo a mirar las actas y veo que corresponden a la sección 9, mesa B. Y yo voté en la sección 7, mesa A. Respiro aliviado. Busco las otras actas. No aparecen. Vuelvo por la tarde a ver si es que se trata de un olvido. Siguen sin aparecer. “Aquí no sabemos nada”, me dice la encargada del centro. “Solo hemos cedido el local”. Llamo a la Junta Electoral de Zona de Oviedo. Respuesta: “Mande usted una queja por escrito al Ayuntamiento”. “¿Al Ayuntamiento? ¿Y a quién?”, “Ah, no sé, quizá a la sección de informática”, “¿Pero no es obligatorio exponer una copia de las actas en los centros de votación?”. “Sí, es obligatorio”. “Pues en donde yo voté solo se exponen las de una mesa”, “Pues informe usted por escrito al Ayuntamiento”, “Pero quien se encarga de velar que se cumplan las normas electorales ¿no es la Junta Electoral? ¿No les estoy informando de una incidencia? ¿No deberían ustedes solucionarla?”, “Nosotros solo atendemos a reclamaciones por escrito, mándenos si quiere el escrito para el Ayuntamiento y nosotros se lo remitiremos a ellos”.  Y nada más terminar de hablar con la Junta Electoral de Zona de Oviedo me voy a la tertulia del Vetusta. Por allí aparecen, además de Marcos Tramón, Xuan Bello, Martín Caicoya e Inés Illán. Ya te imaginarás en qué estado de ánimo llego yo. Ya sé que una golondrina no hace verano, pero basta para poner la mosca tras de la oreja, sobre todo si llueve sobre mojado, si otra Junta Electoral (teóricamente destinada a velar por la pureza de las elecciones) prohibió presentarse al candidato que yo voté. En fin, que discutí con la rudeza e impetuosidad de costumbre y me temo que estuve más faltoso de lo habitual. “La ley es la ley –me dice Martín Caicoya– y tenemos que acatarla nos guste o no. Hay candidatos que están en prisión preventiva o que lo estarían si pusieran un pie en España y por lo tanto no pueden ejercer sus derechos como diputados”. “¿Y por qué están en prisión preventiva? Porque un juez ha decidido que lo estén. Es la decisión personal de un juez –no ningún imperativo legal– quien priva de representación política a millones de españoles”, “El juez se atiene a la ley: decreta prisión porque hay riesgo de fuga, riesgo evidente y que nadie puede negar: ahí está el caso de Puigdemont”. Y entonces yo no puedo contenerme y grito, como buen español: “¿Pero qué interpretación de la ley es esa que hace que uno pague por los actos de otro? ¿Me estás diciendo que el Tribunal Supremo actúa como los aldeanos de antes que, si un mozo de una aldea vecina se metía con una de sus mozas, luego daban una paliza al primer mozo de esa aldea que encontraban? Si un catalán comete un delito, ¿eso nos autoriza a linchar al primer catalán que encontremos?”, “Bueno, bueno, pues alguna otra razón tendrá el juez para mantener esa prisión preventiva, que a mí no me parece adecuada, pero yo no soy juez”, “Pues si tiene algún temor a la fuga de los encausados podría resolverla fácilmente sin necesidad de causar un daño irreparable a unos ciudadanos que aún no han sido condenados y otro daño, también difícil de reparar, a la imagen de España. Bastaría con que cogiera el teléfono y llamara a Grande-Marlaska: ‘Ministro, ¿está usted en condiciones de garantizarme que los procesados en la causa tal y tal no abandonarán nuestro país?’, “Por supuesto, Magistrado, se les retira el pasaporte y se les pone custodia policial; las veinticuatro hora del día si es necesario’. Y dicho y hecho, Oriol Junqueras y los otros encausados pueden cumplir sus tareas parlamentarias en tanto no exista una condena en firme. Como en cualquier país civilizado, como en cualquier país donde la Junta Electoral correspondiente subsane de inmediato una incidencia electoral, por poco importante que sea, en cuanto tenga noticia. No como en Oviedo”.
            Afortunadamente, aunque pensaba contarle todas estas cosas a mi amiga Rosa (que mañana habla a los alumnos del instituto de Villaviciosa sobre el Lazarillo), me contuve a tiempo. Ella no piensa como yo y se irrita mucho cuando me oye hablar así.
            ––¿Qué ha pasado?
            ––Nada, lo habitual, que siempre creo tener razón y no soporto que me lleven la contraria.
            Y ella me habla entonces de su nuevo libro, María de Zayas y otros heterónimos de Castillo Solórzano, que ya en el título reescribe un capítulo de la historia literaria española. Estoy deseando leerlo y ver cómo justifica condenar a la inexistencia a una de las pocas escritoras del Siglo de Oro. Menos mal que, para atenuar los desmanes de la actualidad, aún nos queda el consuelo de la literatura.


Martes, 28 de mayo
TODAVÍA SANGRA

Una de mis primeras lecturas serias, cuando tenía catorce o quince años y comencé a ir con regularidad a la biblioteca Bances Candamo, fueron, junto a las novelas de Galdós,  las obras completas de Freud editadas por Biblioteca Nueva en los años veinte.
            Desde entonces soy freudiano y con cierta regularidad me someto a una sesión de psicoanálisis. A mi manera, claro. Quiero decir que nunca he recurrido a ningún profesional. Simplemente, cuando noto en mí comportamientos que no tienen explicación racional, me tiendo en el diván, cierro los ojos y bajo al sótano para tratar de averiguar la causa.
            Hoy, tras asistir a la presentación del último libro de Xuan Bello, y actuar en el coloquio final como abogado del diablo, tratando de ponerle en un apuro con preguntas maliciosas, se me ocurrió que convendría averiguar por qué suelo ser tan áspero con los que me quieren bien, por qué trato de mantener a prudente distancia a los amigos, y no solo, también a quien podría convertirse en algo más, mi terror favorito.
            ––No es eso lo que te preocupa de verdad –me dice mi psicoanalista–, ya se han y ya te has acostumbrado. Tus amigos saben que pueden contar contigo, por mucho que te guste, como decíamos de niños, “hacerles rabiar”. Por eso siguen siendo amigos tuyos. Te preocupa otra cosa. Te preocupa España.
            ––No me hagas reír. ¿No querrás decir que me duele España, como a don Miguel de Unamuno?
            ––Te humilla que, en el enfrentamiento entre España y Cataluña, a España le haya tocado el papel más indefendible, el de apalear y encarcelar.
            ––Se aplica la ley.
            ––Se aplica una interpretación de la ley, la más lesiva para los derechos humanos, la que permite mantener en la cárcel a gente que no ha sido condenada por delito alguno. Eso es lo que te indigna, lo que no te deja dormir. ¿Y sabes por qué?
            ––Lo sé de sobra, pero no quiero hablar de ello.
            ––Tú sabes lo que es estar en la cárcel, a ti no te cuesta ponerte en el lugar de esos políticos presos sin razón. Lo tuyo ocurrió durante la dictadura, lo suyo en una democracia que tú has defendido y que ahora te avergüenza.
            ––No me avergüenza, simplemente no entiendo el comportamiento de las más altas instancias judiciales, dedicadas desde el principio a echar leña al fuego.
            ––No has olvidado del todo, ¿cómo olvidarlo?, aquel despacho de la Dirección General de Seguridad, donde un juez militar, después de una semana de aislamiento e interrogatorios por personal especializado en malos tratos, te dijo que él creía tus palabras, que creía que no tenías nada que ver con el terrible atentado, pero que en la confesión de otro detenido se te acusaba y él no tenía más remedio que mandarte a prisión hasta que todo se aclarara. Fue muy amable, te cayó bien, era la primera persona humana –o eso parecía– con la que te habías encontrado tras la detención. Después de firmar el papel por el que te mandaba a prisión, le llamaron y tuvo que salir del despacho. Creíste quedarte solo y te pusiste a llorar, hasta entonces habías tratado de mantener la compostura. Entonces oíste una voz: “No te preocupes, lo que te ha dicho es mentira, yo estuve aquí cuando interrogaron a tu amiga y ella no podía creer que te hubieran detenido, dijo que tú no tenías nada que ver con nada, que solo te interesaba la literatura”. Era el soldado que escribía a máquina mis declaraciones. Tú, sin gafas, ni siquiera te habías fijado en él. Tu amiga Mariluz no te había acusado falsamente. Eso te dio ánimos para resistir los malos tiempos que vendrían después. El juez militar –si rebuscas en viejos papeles podrías encontrar su nombre– que te mandó a la cárcel sabiendo que no había ningún motivo para ello defendía también la unidad de España. Pero eso no justificaba comportarse como un mal nacido.
            ––¿Y a qué viene ahora recordar esas cosas? Ocurrieron hace muchos años. Ya son un vago recuerdo, ya no me afectan. Ahora estamos en una democracia, ahora ningún juez, y menos un juez del Tribunal Supremo, mantendría en la cárcel a quien no debiera estar en la cárcel, aunque fuera por defender algo tan sagrado como la unidad de España.
            ––¿Estás seguro? No me respondas, no quiero ponerte en un compromiso. Pero me has llamado y no puedo por menos de darte mi opinión. Tus insomnios, tus malhumores sin causa, la violencia verbal con que intervienes en ciertas conversaciones, desaparecerían si España –la España mejor: la de Cervantes, Francisco de Vitoria, Victoria Kent–, no solo Cataluña, se llenara de lazos amarillos pidiendo la libertad de los políticos en prisión preventiva. Y que los llevaran tanto los independentistas como los partidarios de la unidad de España, porque ese es un problema político, y como tal debatible, pero privar de libertad a un ser humano, cuando no es por estricto imperativo de la ley, es un crimen de lesa humanidad e irreparable. Quien lo probó lo sabe.
            ––Pero eso es lo que ocurre en este caso, se aplica estrictamente la ley –a mí me gusta llevar la contraria incluso cuando hablo conmigo mismo.
            ––Están en prisión preventiva, al parecer, por riesgo de fuga. Vamos a suponer que existe ese riesgo (lo cual es mucho suponer), pero la prisión es una medida extrema que solo se debe imponer si no hay otro modo de evitar ese riesgo. Y lo hay.
            ––Yo no me atrevería a decir esas cosas. Me alegra que tú las digas.
            ––Soy un psicoanalista, y además imaginario, no soy nadie para opinar sobre la formación de los magistrados. Pero sugeriría la elaboración de un Manual de Buenas Prácticas, uno de cuyos primeros puntos diría: “La prisión preventiva es una medida extrema y puede producir consecuencias irreparables. No envíes preventivamente a ningún encausado a prisión –aunque sea un español que ha cometido el peor de los delitos: no querer ser español– si lo que pretendes conseguir se pueda conseguir por medios menos lesivos”.   



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