Sábado, 2 de marzo
SECRETOS
“No me gustan los secretos”, “Pues a mí sí, no podría vivir sin ellos”. El diálogo estaba en un novelón de mucha venta que hojeé un momento mientras compraba el periódico en el quiosco del Atrio. Yo no sé si podría vivir sin secretos, pero lo que sí sé es que no podría escribir. No hablo de otra cosa.
Probablemente muchos de mis recuerdos sean imaginarios y la verdad esté en las fantasías. Esta mañana, revolviendo entre viejos papeles en busca de unas cartas de Gil de Biedma que me pidió un amigo (meros acuses de recibo de mis primeros libros), me encontré con un anillo hacía tiempo olvidado. No entiendo ni poco ni mucho de joyas, así que no sé cuál será su precio, pero es bonito y llamativo, muy art nouveau, con serpientes entrelazadas y una rutilante esmeralda. Quizá sea falso y lo utilizaran para el atrezzo en alguna representación teatral.
Llegó a mis manos de manera curiosa. Cuando comencé a estudiar en Oviedo, viví un tiempo en un piso de Ciudad Naranco con otros dos amigos y una persona más que ya ocupaba una habitación al alquilárnoslo a nosotros en septiembre. Era joven, pero a mí, que aún no había cumplido los veinte, me parecía mayor; tendría treinta y pocos años. Iba siempre muy elegante, con corbata, y apenas teníamos trato con él. Estudiantes aplicados, no hacíamos juergas en el piso, no dábamos motivo de queja. El otro inquilino jamás recibía visitas. Su habitación tenía llave y siempre la dejaba bien cerrada al marcharse. Un día se le olvidó, yo estaba solo en casa y no pude resistirme a la tentación de echar una ojeada. La cama, una mesa, un pequeño armario, una estantería con algunos libros. No había nada extraño, parecía la habitación ocasional de un estudiante más. Oí ruido en la puerta de la calle y salí de inmediato. Justo a tiempo. Era nuestro compañero de piso. Me saludó amablemente, como siempre hacía, y se encerró en su cuarto. Un día desapareció sin decir nada a nadie. No nos enteramos hasta que la dueña pasó a buscarle porque se retrasaba en el pago del alquiler. La habitación estaba vacía. No había dejado más rastro de su paso que un sobre encima de la mesa; en su interior, el importe de la mensualidad que debía. Algo más había dejado: el anillo de las serpientes y la esmeralda. Lo encontré yo, semioculto bajo la mesa, y me lo guardé en el bolsillo sin decir nada. Me parecía un buen pretexto para tratar de encontrar a su dueño y seguir en contacto con él; me sentía de algún modo atraído por aquel elegante personaje.
Por entonces hablaron los periódicos de hurtos en diversas joyerías. ¿Sería el ladrón el inquilino desaparecido? ¿Me tomarían por cómplice si venían a registrar el piso de Ciudad Naranco y me encontraban el anillo? Me asusté un poco y acabé guardándolo entre mis papeles en la casa de Avilés. Esto debió de ocurrir hacia 1970, hace más de cuarenta años. De los amigos de aquel tiempo, apenas si de vez en cuando me encuentro con Bernardino e Ismael Serna, pero no creo que a ninguno de ellos les hablara del anillo, aunque quizá recuerden el caso del ladrón de joyas. Era tan hábil que los joyeros decidieron, como cuando se trataba de Carmen Polo, la mujer del Caudillo, crear un fondo común para compensar las pérdidas.
Ahora en mi vida no ocurre nada, todos los días son iguales, pero por entonces cada día era una aventura, el mundo estaba por descubrir. Pronto me olvidé del anillo. Esta mañana en que acabo de descubrirlo, lo pongo sobre la mesa de la cafetería del Atrio y lo miro como un talismán. Quizá debería llevarlo a que lo tasaran. Solo así sabría si es una de las joyas robadas o quincallería.
A cierta edad uno comienza a no distinguir bien entre lo vivido y lo soñado. O a no querer distinguirlo. Miro el anillo, sonrío y de un manotazo trato de apartar de mi mente una historia que nunca he contado a nadie.
Tengo muchos secretos que es mejor que sigan siendo secretos. ¿De qué iba a escribir yo si no los tuviera?
Domingo, 3 de marzo
UN ASUNDO REAL
Soy hombre de obsesiones. Por más que no quiera pensar en ciertas cosas, todo me habla de ellas. La película de Nicolaj Arcel que veo este domingo, por ejemplo. Cuenta un episodio de la historia de Dinamarca en el siglo XVIII. Hay un rey tontorrón, una reina maltratada, una camarilla que maneja al monarca de acuerdo con sus intereses y un médico ilustrado que acaba ganándose la confianza del monarca y el amor de la reina y aprovecha ambas cosas para promulgar leyes justas que mejoren la vida del pueblo.
Hoy los reyes, afortunadamente, no gobiernan. Pero reinan. Y son tan irresponsables como entonces y pueden hacer lo que les dé la gana sin que nadie les pida cuentas. Pueden convertir su real casa en refugio de hampones, pueden financiar con dinero público sus vicios privados. Y mientras, quienes están en el secreto se lucran y se callan, y los periodistas inventan elogiosas patrañas.
Me va a costar dormir esta noche. ¿Qué dirán de mí, que dirán de nosotros las generaciones futuras? ¿Que hemos sido cómplices de tanta mentira institucional? ¿Que fingíamos por conveniencia no saber nada del club de los negocios raros que se ha ido formando fuera del alcance de votos y de jueces?
Abro al azar una antología poética, para que los versos me ayuden a tener buenos sueños, y me encuentro con un poema de Machado: “Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda, / la malherida España, de carnaval vestida, / nos la pusieron pobre y escuálida y beoda, / para que no acertara la mano con la herida”.
Está visto que haga lo que haga, mire dónde mire, todo me habla de lo mismo.
Miércoles, 6 de marzo
CON LA VERDAD
Yo creía, como la mayoría de los españoles, que Juan Carlos de Borbón era un estadista ejemplar y Hugo Chávez un pintoresco fantoche con ínfulas de salvapatrias. Eso es lo que me habían hecho creer los medios de comunicación de mi país, tanto los de la derecha como los de la izquierda. Pero vi por la televisión cubana, en directo, el famoso por qué no te callas. Y escuché la respuesta de Chávez a aquella impertinencia que se convirtió en asunto de Estado por la indiscreción de los micrófonos. Daniel Ortega, que estaba en el uso de la palabra, cedió parte de su tiempo para la réplica. Chávez, el locuaz Chávez, se limitó a citar a uno de los héroes de la independencia: “Con la verdad ni ofendo ni temo”.
Con la verdad ofendió a muchos y muchos le temieron y se alegraron con su enfermedad y desearon su muerte.
Pero muerto está más vivo que nunca y nadie podrá mandarle callar.
Jueves, 7 de marzo
PARTE DE UNA HISTORIA
Llamaron tres veces a la puerta. Era la señal convenida. Bajé rápidamente por la escalera de piedra y me encontré en la playa. Aún no había amanecido. Se veían a lo lejos las luces del barco, que parecía inmóvil, a pesar de que el mar estaba algo agitado. Esperé un rato, que a mi impaciencia le pareció demasiado largo, a que llegaran los demás y finalmente me decidí a subir yo solo a la barca. Remé hasta la embarcación. Por una escala que se balanceaba en uno de los costados, subí a bordo. Yo entonces tenía poco más de veinte años. Como si me estuvieran esperando, nada más poner el pie en cubierta comenzó la maniobra de levar anclas. Pregunté por el capitán, pero nadie me hizo caso. Los marineros se movían con rapidez, cada uno a lo suyo, y parecía como si no entendieran mi idioma. Los días siguientes tuvieron esa textura especial que caracteriza a los sueños. Como si fuera invisible, nadie me hacía caso. El mar estaba tranquilo, los días de verano eran largos e inacabables y en las noches claras brillaban todas las estrellas.
(Estábamos en la Piazzetta un lento atardecer de verano; de las terrazas ascendía un rumor de conversaciones; había gente paseando y algunos se acercaron hasta la terraza, junto a la torre del reloj, para ver ponerse el sol sobre la isla de Ischia.)
Cómo pasé del barco al calabozo no lo recuerdo bien. Sé que hicimos escala en Génova, que nos emborrachamos de tugurio y tugurio, que empezamos una pelea con los invitados a una boda y que cuando llegó la policía todos los marineros lograron escapar menos yo.
Compartí el calabozo con un puñado de vagabundos malolientes. Estuve tres días allí encerrado y al tercero me dejaron fuera sin ninguna explicación. Yo no tenía dinero ni trabajo y me dediqué a vagabundear, a fingir que pedía limosna y a malvivir de algún pequeño hurto. Todavía era verano y dormir al aire libre no suponía ningún problema.
(Apenas si conocía a mi interlocutor. Muy moreno, bien parecido, descuidadamente vestido. Había bebido algo y se notaba que le gustaba hablar. A los demás nos gustaba escuchar, sobre todo a mí, que al volver al hotel, tomaba nota de todo: quería escribir un libro sobre el variopinto paisanaje de Capri.)
Una mañana, al despertarme en un banco del parque, me encontré con unos ojos fijos en mí. Era un caballero de unos cincuenta años, bien trajeado. “¿Busca usted trabajo? Tengo algo que ofrecerle. Le espero esta tarde, a las cinco. Pero antes procure asearse un poco”. Y me alargó una tarjeta y unos billetes. Los conté. Una pequeña fortuna. Alquilé una habitación en un hostal cercano al puerto, compré algo de ropa. A la hora en punto estaba en la dirección que indicaba la tarjeta, un caserón que más bien parecía un palacio. No tuve necesidad de llamar. Un mayordomo uniformado, como yo solo había visto en las películas, abrió la puerta y me invitó a pasar. Al fondo del patio, había una gran escalera. Me llevó hasta una habitación de la planta baja, con ventanas al jardín, y me pidió que esperara. En seguida apareció una mujer mayor, que se me quedó un rato mirando y luego me abrazó emocionada. “Eres tú, eres tú, hijo mío, no tengo ninguna duda”. Lloraba y me besaba. Detrás de ella vi al hombre que me había encontrado en el parque. Sonreía.
La mujer se sintió desfallecer. Estuvo a punto de caer al suelo. La sostuvimos entre el hombre y yo, llegaron luego varias doncellas que la hicieron beber su medicina y la llevaron a acostar.
Fingí ser el hijo de aquella pobre mujer durante poco más de tres meses; luego ella murió. No sé a quien fue a parar su fortuna, que al parecer era considerable. Yo no me puedo quejar del dinero que me dieron. Lo suficiente para andar por el mundo unos cuantos años sin preocupaciones. Pasé una temporada en Roma, luego bajé hasta Nápoles. Seguramente conoce usted la leyenda de aquel alemán que llegó hasta esta isla con el propósito de almorzar y visitar el palacio de Tiberio y la Gruta Azul y acabó quedándose cuarenta años. Pues a mí me pasó lo mismo; ya llevo veinte.
Viernes, 8 de marzo
NI OFENDO NI TEMO