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Nada personal: Nuevo retablo de títeres viejos

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Domingo, 24 de febrero
VIDA DE ESTUDIANTE

“Todos sus amigos están casados y con hijos, pero él sigue haciendo vida de estudiante”, escucho al azar de una conversación ajena y no sé por qué paso el día entero dándole vueltas a esa expresión “vida de estudiante”.
            ¿Cuánto tiempo llevo yo haciendo esa clase de vida? Quizá toda la vida. De un estudiante al que no le gusta mucho la juerga, por supuesto.  Los libros, las clases, tomar un café con los amigos, las relaciones que no llegan a ningún compromiso serio, la misma rutina desde hace treinta o cuarenta años o medio siglo. El mundo cambia vertiginoso a mi alrededor, pero yo no cambio de costumbres.
            Me paso todo el día dándole vueltas a esa expresión “vida de estudiante” y no sé si alegrarme o deprimirme por no haber sido capaz aún de convertirme en un adulto.
            Después de pensarlo mucho, decido alegrarme. No sé si con razón o como una muestra más de esa irresponsabilidad y de ese vivir al día, sin pensar en el futuro, que caracteriza al estudiante.
Al menos al estudiante que nos imaginamos los que hace mucho tiempo que hemos dejado de serlo, por mucho que nos empeñemos en fingir lo contrario.


Lunes, 25 de febrero
LECTURAS

Abro el libro Aquí yacen dragones, de Fernando León de Aranoa, y me encuentro con que, según el Departamento de Ciencias del Comportamiento, de no sé qué prestigiosa Universidad, cuatro son las cosas que con más frecuencia hacen sonreír al hombre en la edad adulta: un recuerdo de la adolescencia, una llamada de teléfono largamente esperada, un diagnóstico, el hallazgo inesperado de una fotografía en el transcurso de una mudanza.
            Por el contrario, y según el mismo estudio, llevado a cabo en los años ochenta sobre una muestra de más de seis mil individuos, las causas que con más frecuencia entristecen al hombre en la edad adulta son: un recuerdo de la adolescencia, una llamada de teléfono largamente esperada, un diagnóstico, el hallazgo inesperado de una fotografía en el transcurso de una mudanza.
            Abro un libro del poeta Francisco Toledano, Antes de la despedida, y me encuentro con una cita de Teognis de Mégara: “Puesto que no hay en la tierra hombre sin reproche, / mejor que no se ocupe de ti demasiada gente”.
            Me basta abrir un libro al azar y leer unas líneas para tener materia que rumiar durante el resto del día.


Martes, 26 de febrero
MI MANERA DE VIAJAR

Semanario Nuevo Mundo, febrero de 1906, el noviazgo de Alfonso XIII ocupa las páginas centrales. “Hasta el día dos duró la estancia del rey en San Sebastián, y su vida fue poco más o menos la misma diariamente. Por la mañana, se trasladaba en automóvil a Mouriscot, pasaba el día con la princesa Ena y la familia de esta, y por la noche regresaba a San Sebastián en el expreso”.
Las fotografías nos muestran a la feliz pareja paseando por Biarritz y por los alrededores del lago de Mouriscot, pero nunca solos. Hasta el matrimonio ha de acompañarlos lo que entonces se llamaba una “carabina”, que en este caso suele ser la madre de la novia. El rey no había cumplido veinte años, pero ya era rey desde hacía cuatro. Con el cigarrillo en la mano, parece un adolescente desmedrado y caprichoso que cumple una tediosa obligación. Ella muestra una seriedad de mujer que parece adivinar el desventurado porvenir que le espera. Años después evocará el mucho frío que pasó en los inviernos madrileños porque su suegra, que había sido reina regente y seguía siendo quien mandaba en aquella casa, el palacio de Oriente, era tan tacaña que no permitía que se encendiera la calefacción aunque el aliento se helara en la boca.
            En los anuncios telegráficos del final de la revista, además de los que ofrecen pianolas, plantillas y lámparas eléctricas, podemos leer otros muy distintos: “Créote ocupadísima. ¿Qué ocurre? Mi vida siempre tuya. No varío. ¿Y tú? Sé franca.Yo”.
            La pareja real, que tan poco feliz parece, y los amantes que han de recurrir a los anuncios por palabras para entrar en contacto. Qué distinto del de hoy el Nuevo Mundo de hace ya más de un siglo y, sin embargo, qué semejante.
            Leer periódicos viejos. Mi manera de viajar en el tiempo.   


Miércoles, 27 de febrero
FILOSOFÍA PARDA

Comentamos en clase uno de esos habituales reportajes apocalípticos sobre la decadencia de la ortografía entre los jóvenes, para algunos el gran pecado de nuestro tiempo. El filósofo José Luis Pardo es quien hace la afirmación más tremebunda (ni siquiera mi amigo Francisco García Pérez la superaría): “Los organismos no deben dejar de castigar a los infractores de la ortografía como no dejan de hacerlo con los de las normas de tráfico”.
            –-¿Qué le parece –le pregunto a un alumno–  eso de que a los que se olvidan una tilde o una hache se les pongan multas como a los que se saltan un semáforo en rojo o conducen en sentido contrario?
            –-Una tontería. Quien incumple las normas de tráfico pone en peligro su vida y la de los demás; una falta de ortografía solo distrae un poco en la lectura.
            Cierto. Y distrae más a los menos cultos, que no están habituados a leer libros impresos hace años y con normas ortográficas distintas.
Un descuido en la ortografía no implica falta de inteligencia; una solemne majadería como la de José Luis Pardo, sí. Y se trata de uno de los más prestigiosos filósofos españoles contemporáneos. Qué cosas. Como para fiarse luego de sus abstrusas y elegantes elucubraciones.


Jueves, 28 de febrero
REÍR POR NO LLORAR

Qué novela por entregas el periódico, cualquier periódico. No importa que no nos quieran contar lo que saben del rey para no causar, presuntamente, mayores males. Ya dijo Benavente que mejor que crear afectos es crear intereses. Al rey no le quiere nadie, pero son muchos los interesados en que se mantenga para que no se venga abajo un tinglado que parecía sólido pero que en realidad estaba prendido con alfileres, como quizá todo en esta vida.
            Qué personaje esa fascinante Corinna que, al parecer, y gratuitamente, tantos secretos servicios nos ha prestado (a uno más que a otros, diría yo). ¿Gratuitamente? Puede, quizá no cobrara ni un euro de los contribuyentes españoles, quizá solo recibiera dinero de las empresas a las que conseguía buenos negocios gracias a sus excelentes contactos.
Mezcla de Mata Hari y de Lola Montes, de la espía que anduvo por Madrid y de la intrigante coima del rey Luis de Baviera, la rubia Corinna nos va a mantener entretenidos una buena temporada.


            Pero a mí quien me fascina es otro personaje menos exótico, Luis Bárcenas, capaz de hacerle la peineta al lucero del alba. Qué protagonista para una película de Berlanga.
            Corinna y Bárcenas, Bárcenas y Corinna, con sus ocurrencias nos alegran el día, que buena falta nos hace. María Dolores de Cospedal e Iñaki Urdangarín, en cambio, me dan un poco de pena. A la una su jefe, el que contrató a Bárcenas y vigilaba la distribución de las caudalosas aguas negras, la obliga a dar la cara sin darle previamente explicaciones; al otro, que muy probablemente, como buen advenedizo en tan poderosa familia, hizo lo que le mandaban, que se dejó dócilmente asesorar por quienes sabían más que él, le crucifican como oveja negra cuando no es más que un chivo expiatorio. Pobre chico.
            El ruedo ibérico es hoy más ruedo ibérico que nunca, no en vano las corridas de toros, gracias a los buenos oficios de Savater y Cantó, serán pronto patrimonio cultural.
            Podrán no estar garantizadas la sanidad, la educación, la justicia, pero con Bárcenas y Corinna, con Corinna y Bárcenas, la risa está garantizada.


Viernes, 1 de marzo
EN LA ESCALERONA

Lo bueno de ser tan rutinario es que cualquier cambio en las costumbres se convierte en una aventura. Ir a Gijón, por ejemplo, a la presentación del libro de un amigo y pasear antes, solo, por el muro de San Lorenzo. El lento atardecer, el intranquilo mar, al que parece que le remuerde la conciencia, la soledad de la Escalerona y, de pronto, una puerta que se abre en la memoria.
            Había olvidado casi por completo el curso que pasé en Gijón, creo que fue el de 1967-1968, estudiando en la Escuela de Peritos. No me fue nada bien, y a nadie le gusta hablar de sus fracasos. No fui capaz de compaginar el estudio de las matemáticas y la física con la lectura de todos los libros de vaga y amena literatura que caían en mis manos.
Las alumnas eran muy pocas, no llegaban a media docena, por cientos de alumnos, y de una de ellas me hice amigo de inmediato, o ella me tomó de inmediato bajo su tutela. Se llamaba Eva, su padre era alemán y daba clases de ese idioma no sé si en la universidad o en una academia que él había creado, o en ambos sitios. Eva era enérgica, musculosa, fumaba mucho (algo entonces no demasiado frecuente en las mujeres) y era también una gran lectora en español y alemán. Pronto me acostumbré a faltar a clase y a pasarme las horas con ella dando vueltas por la ciudad, tomando café en el Dindurra o paseando por la playa. Eva me hablaba de muchos autores que yo no conocía y también corregía mis borrosos versos de entonces. Recuerdo cuando me trajo un libro de Gottfried Benn y me fue traduciendo alguno de los poemas. Me fascinó esa poesía seca y áspera, acostumbrado como estaba al convencional sonsonete de los poetas españoles que leía por aquella época.
            Ayer por la tarde en la Escalerona, yo solo frente al mar rumiando mis melancolías, he vuelto a recordar a Eva y ahora no puedo dejar de pensar qué habrá sido de ella, qué habría sido de mi vida si hubiera seguido con ella. Es grato dejar el mando a otro, no estar siempre tomando decisiones.
            Allí nos encontramos por última vez, una tarde como la de ayer. Luego dejé de verla y pronto comencé otros estudios y esos meses equivocados desaparecieron de mi vida.
            Fumaba mucho Eva, ya lo dije. Aquella tarde para sacar el primer cigarrillo abrió una elegante petaca que yo no le había visto nunca. Le pedí que me la dejara. La acaricié. Era de una piel muy delicada. Más quizá que la de sus manos, algo ásperas, acostumbradas a trabajos rudos. “¿Te gusta? Seguro que nunca has visto algo semejante. Es piel suave, increíblemente suave, es piel humana. Bueno, casi humana. Es piel de niño judío”.
            Pronto dejé de ver a Eva, que aquella tarde se reía a carcajadas de mi gesto de espanto. Seguramente hablaba en broma. Seguramente.



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