Sábado, 17 de marzo
PATARREALISMOS
¿Por qué el arte presuntamente más rupturista, epatante, anticonvencional está siempre subvencionado? Me lo preguntaba esta mañana mientras veía Óliver Punk, un falso documental producido por SACO, la Semana del Audiovisual Contemporáneo ovetense,en el parking del Carbonero.
Tenía cierta curiosidad (el Óliver del título alude a nuestra tertulia de los viernes y yo mismo soy uno de los que intervienen), pero no tardé en perder todo interés y según fueron pasando los minutos aquello me pareció una tabarra interminable, la broma infinita de David Foster Wallace.
Si hubiera estado sentado, podría dedicarme a mirar el teléfono y a pensar en mis cosas, que es lo que suelo hacer en conferencias y recitales. Pero había que estar de pie, más de una hora de pie, mirando una pantalla reiterativa o escuchando a los poetas del patarrealismo salvaje –“silvestre” habría quedado mejor– leyendo incoherentes retahílas con lámparas de minero en la cabeza.
Quizá soy algo injusto (siempre lo soy con quien me hace perder el tiempo), quizá pertenezco a otro siglo y no comprendo a los mimados millennials. Quizá, pero no lo creo. El documental, inspirado en el libro del mismo título (en el que, por cierto, muero asesinado por un mayordomo robot), cuenta que Miguel Floriano, un poeta cíborg, un joven poeta en el que los componentes humanos han sido casi completamente sustituidos por implantes cibernéticos, ha desaparecido. Sus amigos contratan a un detective para buscarlo. ¿Y qué es lo que vemos en primer lugar? Pues al joven Miguel Floriano tendido sobre unas rocas marinas como en un anuncio de perfume; luego le contemplaremos paseando lánguidamente por bellos paisajes en sepia o blanco y negro y le escuchamos leer uno de sus poemas vagamente celebratorios a la manera de Claudio Rodríguez. ¿Pero no habíamos quedado en que era un cíborg? Es arte de vanguardia, la coherencia importa tan poco como en la puesta en escena de una ópera.
Un actor teatral, un poco a la manera del Fernando Fernán Gómez de El viaje a ninguna parte, finge –poco– ser un profesor que nos da una charla sobre las fallas tectónicas o la inmortalidad del cangrejo, da igual (en cualquier caso aparece demasiado para no decir nada); el detective es también propio de una función escolar. Todo se repite, la situación se alarga, cuando parece por fin ha acabado volvemos escuchar a uno o a otro decir vaguedades sobre por qué ha desaparecido el poeta Miguel Floriano, algo que ha dejado de importarnos a los dos minutos de comenzar la proyección. Solo se salva la intervención de Saúl F. Borel, mi contrincante en un famoso debate sobre la biblioteca de Babel borgiana, con su monólogo digno del club de la comedia, y no sé si algo más
Miré el reloj no sé cuántas veces, quise resistir hasta el final pero a la hora (a mí me parecía que habían pasado tres o cuatro), escapé de aquel antro oscuro.
Y menos mal que los patarrealistas no tienen la costumbre de leerme, porque en caso contrario es posible que el asesinato que se cuenta en Óliver Punk, la novela, cambiara de género y se convirtiera en un asesinato de no ficción.
Domingo, 18 de marzo
PORQUE SOY POBRE
Parece que mi reiterada descalificación de los premios literarios va haciendo su efecto. Acabarán siendo vistos más como un baldón que como un galardón. “En mayo saco libro de poemas –me escribe un ilustre amigo–, que te enviaré, aunque me temo que tendrás que aplicarle tus razonables prejuicios sobre los premios, ya que tuve que presentarlo a uno por razones de economía doméstica, por lo general incompatibles con el orgullo y el decoro. A veces, ay, las circunstancias obligan a asumir humillaciones, en evitación de otras”.
Algo así, pero con menos utillaje retórico, venía a decir Félix Grande cuando le preguntaban por qué razón, siendo ya un escritor prestigioso, se seguía presentado a premios: “Porque soy pobre”.
Lunes, 19 de marzo
HONOR Y HUMILLACIÓN
Me llaman de la Casa Real para invitarme a la comida que, como cada año, celebrarán los reyes en honor del premio Cervantes, Sergio Ramírez. Un inmerecido honor, que declino amablemente, por razones obvias, pero también una humillación.
Cuando yo esperaba un destierro como el del Cid tras la jura de Santa Gadea, resulta que Felipe VI, más magnánimo que el rey Alfonso, vuelve a sentarme a su mesa.
¿Más magnánimo? No, simplemente que, como yo sospechaba, en su entorno no han leído mis palabras sobre su famoso discurso, tan alabado por unos, tan fuera de su papel institucional para otros, entre los que me incluyo.
Escribir con libertad es fácil cuando lo que escribes no tiene ninguna importancia porque no lo lee nadie.
No puedo aceptar, y bien que lo lamento (lo he pasado siempre muy bien en esas comidas: los reyes son los mejores anfitriones) porque a mi entender el jefe del Estado, en un asunto crucial, el más trascendente de su reinado, no ha querido o no ha podido mantenerse ecuánime, ha tomada partido.
¿Pero que pasaría si acepto la invitación y aprovecho para intercambiar unas palabras con él? Por unos instantes me siento tentado a hacerlo.
–Majestad –le diría en el distendido ambiente del salón chino, tras la comida en el comedor de gala–, es cierto, como le dijo a Ada Colau, que su misión no es hacer de intermediario entre los partidarios y los detractores de la constitución, entre los que quieren hacer cumplir la ley y los que se niegan a cumplirla. Pero ni la constitución ni la ley pueden interpretarse solo en el sentido más restrictivo de los derechos y las libertades. ¿Va contra la constitución Mariano Rajoy cuando defiende una ley, la de la prisión permanente revisable, recurrida ante el tribunal constitucional y con muchos visos de ser inconstitucional? ¿Va contra la constitución quien defiende que es posible, sin necesidad de reformarla, una consulta a los ciudadanos de Cataluña sobre si desean o no la independencia? Lo inconstitucional sería, si esa decisión fuera favorable, declarar la independencia sin antes reformar la constitución. Yo creo, señor, que es en los momentos difíciles cuando se reconoce a un estadista. Permitir a los catalanes, en un referéndum acordado con el Estado español, votar si quieren o no seguir siendo españoles no es favorecer al independentismo, sino todo lo contrario: quitarle su principal argumento. Claro que en ese referéndum, como en cualquier otro, se corre el riesgo de perderlo. Pero hay que aceptar ese riesgo. Solo aceptándolo se está en democracia a la altura de las circunstancias.
Martes, 20 de marzo
PASARSE DE LISTO
Cuando se habla de ortografía, hasta las mentes más sensatas suelen desvariar. El último en hacerlo es de quien menos lo esperaría, Alex Grijelmo. En Nueva Revista, una publicación de la derecha ilustrada (colaboradores habituales son Luis Alberto de Cuenca o Jon Juaristi), me encuentro con un artículo suyo de sugerente título “Escribir y hablar bien en la era digital”.
Comienza muy sensatamente por constatar que “el ser humano nunca había escrito tanto como lo hace hoy”, para terminar en pleno desvarío. Si un amigo tiene una mancha en el traje, se lo advertimos amablemente para que se limpie; con los fallos en la escritura, se actúa de otra manera: “Se observan y se juzgan, pero sin verbalizar la sentencia. Tal vez porque una mancha en el traje se puede disculpar como accidental y no descalifica por sí misma a la persona. Se borra o se limpia, y asunto resuelto. Pero la escritura constituye una prolongación de la inteligencia, y una mancha en el lenguaje sirve como termómetro de la educación recibida. No lo creemos un fallo lingüístico, sino un fallo de pensamiento”.
¿Un fallo de pensamiento que alguien, discutiendo por WhatsApp, se olvide de poner la tilde en “pero qué me dices”? La ortografía es una convención, no tiene nada que ver ni con la inteligencia ni con el pensamiento. Resulta casi imposible que una persona culta, que habla varios idiomas, tenga una perfecta ortografía en todos ellos. Por eso es necesaria la figura del corrector.
Pone como ejemplo de la importancia de la ortografía el caso de aquel aspirante a la presidencia de Venezuela que, en un mensaje manuscrito que publicó en la primera página de un diario escribió “entuciasmo” en lugar de “entusiasmo”. Tuvo, al parecer, que retirarse de la política.
¿Ha visto Alex Grijelmo los manuscritos de Lorca, de Valle-Inclán, de Ramón Gómez de la Serna? Tendrían que haberse retirado de la literatura.
Un error ortográfico (esa variante de la errata) no indica más que descuido, falta de adecuada revisión. Pero esa revisión no tiene por qué ser obra del autor, con cosas más importantes de las que ocuparse, sino de su secretario o del corrector editorial. Hagamos un dictado escolar –como los de Miranda Podadera– a los grandes políticos de hoy y ya veremos si cometen o no faltas de ortografía (y no digamos de puntuación) y no por eso son mejores ni peores políticos.
La ortografía, en tiempos de Cervantes, era cosa de los impresores; hoy se llama ortotipografía y es propia de unos profesionales que no deben faltar en ninguna editorial, en ningún periódico ni en el equipo de ningún político.
Si tienes que ocuparte de la corrección de tus propios textos, es que eres un don nadie. Es lo que me pasa a mí. Y siempre aparecen con algún inevitable descuido en quien escribe y piensa rápido. Me los señala amablemente mi amiga Rosa Navarro Durán o inquisitorialmente, como si fueran un pecado, algún anónimo lector. Yo doy las gracias, los corrijo y no tengo la menor mala conciencia por ello.
Y a veces el fallo no es propio, sino del corrector automático, que tiene la mala costumbre (como todos los fanáticos de la ortografía) de pasarse de listo.
Miércoles, 21 de marzo
PARA UN HOMENAJE
Un buen lector de poesía lee poca poesía. Un buen lector de poesía no aceptaría jamás ser jurado de un premio de poesía. Quien lee un libro de poesía de un tirón es un mal lector de poesía. Leer cien libros inéditos de poesía incapacita para volver a leer poesía.
Habría que premiar a los lectores de poesía, no a los poetas. Con buena voz todos los gatos son bardos. Para escribir poesía no hace falta saber escribir. Deberían crearse clínicas de desintoxicación poética. Los poetas jóvenes o no son poetas o no son jóvenes. Las palabras poéticas no tienen cabida en un poema. Es poeta el que no puede ser otra cosa. Se puede ser poeta sin corazón, pero no sin inteligencia. Con media docena de verdaderos poetas se llena un siglo, aunque sea el de oro. Si solo escribe versos, habla como un poeta y se viste como un poeta, seguro que no es un poeta.