Sábado. 10 de marzo
AIDA AMBOU HIDALGO
No conozco mejor modo de viajar en el tiempo que los números atrasados de cualquier periódico. Hoy, al azar de una aburrida tarde de sábado, tropiezo con un ejemplar de Mundo gráficocorrespondiente al 29 de abril de 1936, En la portada, una mujer de ojos sonrientes sostiene a un bebé de mirada triste sobre el siguiente texto: "Esta niña, cuyos padres se conocieron en la revolución de Asturias, ha nacido en Moscú, durante la estancia de los refugiados españoles de Octubre en el país de los Soviets".
Acaban de volver a Madrid casi un centenar de esos refugiados. Dos de ellos, Laureano Argüelles, maestro de Oviedo, y Manuel Fernández Valdés, estudiante de Magisterio, cuentan su historia. Fernández Valdés fue el primero en refugiarse en Rusia, tras un viaje no demasiado fácil:
––Desde Oviedo pude llegar, huido, hasta Vigo. Y allí embarqué en un buque de cabotaje. Tenía que dormir en la carbonera. Llegué a Swansea, fui después a Londres, de donde seguí a Folkstone para embarcar camino de Boulogne-sur-Mer. De allí a París y luego en avión a Rusia. Tardé dos días y medio desde Francia hasta Moscú. Llegué el 7 de diciembre. Hacía un frío terrible, doce grados bajo cero. Al día siguiente de mi llegada tuve una dramática impresión: el entierro de Kírov. Este jefe comunista había sido asesinado por un individuo expulsado del partido. Presencié el fúnebre desfile, severo e imponente. Vi pasar a Stalin, en cuyo rostro había una expresión de fuerte dolor reconcentrado. Una muchedumbre de obreros presenciaba silenciosamente el paso del entierro. En sus caras se reflejaban la energía y la entereza, como queriendo decir a Stalin: "Nada altera en nosotros la fe en los destinos del proletariado; estamos aquí, dispuestos a seguir la tarea". No olvidaré nunca aquel cuadro dramático del entierro de Kírov.
Tampoco lo olvidarán nunca, pienso yo, la mayor parte de los jerarcas rusos que asistieron a ese entierro: aquel asesinato –quizá ordenado por el propio Stalin– marcó el comienzo de las grandes purgas.
––Entre los refugiados los había de todas las tendencias: socialistas, sindicalistas, comunistas, anarquistas. Todos han vuelto bolchevizados. Lo que pasa es que no hay necesidad de hacer expresión de esa –para muchos– nueva fe, ya que, como es sabido, ahora se va en España a la unificación de la clase trabajadora. Es más, algún compañero de los que conmigo han estado allá me manifestó su deseo de hacerse comunista. “No –le dije--; puesto que tú eres ya un convencido, tu papel está ahora en convencer, dentro de tu mismo partido, a los demás.
Y luego explica quién es la niña que aparece en la portada de Mundo gráfico.
–-Ha habido también un nacimiento: el de la nena del camarada Juan Ambou y su compañera Mercedes Hidalgo. Lucharon los dos en Asturias. Él era ferroviario. No se conocieron hasta después de los sucesos. Huyeron, cada uno por su lado, a los montes y allí se conocieron. Pudieron salir de España y en París se unieron. Marcharon después a Moscú, donde empezaron a trabajar y donde el 17 de enero nació su hija. La nena tiene por tanto tres meses. Le pusieron el nombre de Aida, en recuerdo de Aida Lafuente, la revolucionaria muerta en Asturias. Cuando el grupo de españoles que trabajábamos en la fábrica de locomotoras supimos que había nacido la chiquilla, decidimos apadrinarla. Los cincuenta y cuatro que estábamos en Lagansk somos los padrinos de esta Aida Ambou Hidalgo, la española nacida en Rusia.
Lunes, 12 de marzo
ELOGIO DEL TELÉFONO
¿Qué habrá sido de esa niña que en abril de 1936 interrogaba al futuro en los brazos de una madre sonriente que no podía adivinar lo que se avecinaba?, me pregunto echando una nueva mirada a la portada de Mundo gráfico.
Y de pronto caigo en la cuenta de que en mi bolsillo guardo un instrumento prodigioso que quizá me permita averiguarlo. Tecleo Aida Ambou Hidalgo, pulso en imágenes, y como por milagro ante mí al bebé de tres meses convertida en una dulce anciana de ochenta años. Y no hay duda de que es ella, no alguien que se llama igual, porque a esa foto hay otra amarillenta en la que aparece, con uno o dos o años, junto a la madre.
Su padre, el camarada Juan Ambou del que hablaba Manuel Fernández Valdés, no es precisamente un desconocido. Nacido en Lérida, fue uno de los fundadores del soviet de la Argañosa durante la revolución de Asturias, junto a Aida Lafuente. No extraña que le pusiera el nombre de Aida a su hija. Era un comunista ortodoxo y lo siguió siendo; se apartó del partido comunista español cuando este condenó la invasión de Checoslovaquia; el eurocomunismo de Santiago Carrillo le pareció una traición.
Pero no es el padre quien me interesa ahora, sino la hija, que me cuenta su vida en un libro de Belén Menéndez Solar dedicado a la emigración asturiana a Cuba. “Nací el mismo año que estalló la guerra civil”, comienza. Pero la fecha y el lugar de nacimiento que da están equivocados. No nació en Oviedo el 7 de noviembre de 1936, sino en Moscú el 17 de enero de ese año. Consulto otros libros, como El exilio español en Cuba, de Jorge Domingo, y en todos ellos encuentro la misma fecha errada. Y no tengo ninguna duda del error porque yo la he visto en una foto de abril del 36 con tres meses. ¿Conocerá ella esa fotografía? ¿Es posible que ignore la fecha exacta y el lugar de su nacimiento?
Veo que está en Facebook. No puedo enviarle una solicitud de amistad porque ya tengo cubierto el cupo de cinco mil amigos, pero le pongo un mensaje en Linkedin, donde también la encuentro, aunque sin mucha esperanza de que me responda. Mientras tanto la escucho resumir su vida:
––Al acabar la guerra, gracias a la solidaridad internacional partimos en el barco La Salle hasta Santo Domingo y al cabo de un año fuimos acogidos por el gobierno cubano, de forma provisional, como refugiados políticos que pronto retornarían a España. Pero la provisionalidad duró toda nuestra vida. Aquí estudié, siempre empujada por mis padres, hasta graduarme en Arquitectura en la Universidad de la Habana en 1962. Me casé en 1956 con el ingeniero Vicente Monzón, del cual tuve mis dos maravillosos hijos. Siempre viví con mi madre, asturiana, en el amplio sentido y significado de la palabra, ejemplo para mí en todo. Murió sin poder ver de nuevo su Oviedo. Aspiré al doctorado en Ciencias Técnica, el cual pude ver culminado después de varios años de estudios en Varsovia. Esto pude realizarlo gracias a la ayuda y al empuje de mi madre. Mis hijos: Vicente, graduado en Economía, se dedicó a la literatura y ha ganado varios premios nacionales e internacionales; mi hija, Mercedes, graduada en psicología, trabaja con niños con problemas de conducta. Mi nieto Adrián es artista plástico con interesantes propuestas en la música llevada a la plástica a través de luces y efectos. Los otros dos nietos aún estudian en escuelas de nivel medio.
Por el diccionario de Jorge Domingo me entero de que “acogió con alborozo el triunfo revolucionario de 1959 y asumió algunas responsabilidades políticas”.
Y todo esto solo jugueteando con el teléfono. También averiguo que su hijo, Vicente Monzón Ambou, es autor de una novela policíaca titulada Los secretos agravios.
Vuelvo a mirar la portada de la revista y siento una sensación extraña, como si me hubiera convertido de pronto en el narrador omnisciente de las novelas decimonónicas.
Los revolucionarios de Octubre, que volvían ilusionados a España tras el triunfo electoral de febrero, no sabían lo que les esperaban. Yo lo sé. Sé cómo acabaron la mayoría, a dónde fueron a parar sus ilusiones. Pero este bebé de tres meses vivió una vida larga y feliz. Supe de su existencia hace pocos días, pero me alegro como si fuera de la familia.
Miércoles, 14 de marzo
MEMORIA DEL INFIERNO
Hay libros que cortan el aliento. Uno de ellos es este de Vitali Shentalinski, La palabra arrestada, que últimamente me acompaña a todas partes oscureciendo el día. José Manuel Fernández fue testigo del entierro de Kírov. ¿Llegaría a saber alguna vez lo que supuso el tiro que acabó con la vida de ese destacado bolchevique, del que el propio Stalin había comenzado a tener celos?
El pistoletazo del 1 de diciembre en Smolni causaría la muerte de miles y miles de civiles inocentes, muchos de ellos fieles comunistas. Por orden de Stalin, se redacta una nueva instrucción “sobre cómo instruir el caso de quiénes sean acusados de idear o perpetrar actos terroristas”, se ordena que reciban trato prioritario, que no se acepten solicitudes de indulto, ejecutar las sentencias sin dilación.
Al nuevo jefe de la Cheka se le atribuye una frase que no permite albergar muchas esperanzas a los detenidos: “Dejad en mis manos a Karl Marx y ya veréis qué pronto canta que fue agente de Bismark”.
“No se haga el valiente –fue lo primero que me dijeron a mí en el primero de los interrogatorios–, aquí todos cantan, así que mejor que lo haga al principio y no al final cuando no le va a reconocer ni la madre que le parió”.
La verdad es que yo no me hice el valiente y habría delatado a todo el mundo al primer envite si hubiera tenido alguien a quien delatar. En la Rusia de Stalin todo el mundo delataba a todo el mundo y sobre todo se delataba a sí mismo, acababa confesando los crímenes más terribles, no importa si inverosímiles. No se buscaban pruebas, bastaba con la confesión.
Vitali Shentaliski fue el primer investigador que entró en las oficinas de la Lubianka, todavía en tiempos de la perestroika, cuando el comunismo quiso cambiar de cara. Allí se encontró no solo con el registro minucioso de la infamia, sino también con buena parte de la mejor literatura rusa: los manuscritos secuestrados a los autores. Muchas obras inéditas se salvaron gracias a la acción de la policía.
Leo esta colección de infamias –el caso de Isaak Bábel, el de Marina Tsevietáieva, el de Anna Ajmátova– y trato de consolarme pensando que son cosa de otro tiempo que no volverá. Pero abro el periódico y leo que a una torturadora convicta y confesa la acaban de nombrar directora de la CIA en la primera democracia del mundo.
La barbarie de Stalin tenía su propia justicia interna: los torturadores de hoy eran los torturados de mañana. Eso en democracia no pasa. En democracia se les condecora.
“Cariño –le oí decir al teléfono, con voz meliflua, al tipo que me acababa de rugir aquellos de “no le va a reconocer ni la madre que le parió–, no me esperes a cenar. Tengo trabajo para toda la noche. ¿Se han acostado ya los niños?”