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Acción de gracias: Esta España nuestra

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Sábado, 2 de diciembre
MÁS VALE TROCAR

“Más vale trocar / placer por dolores / que estar sin amores”. Escucho, en la iglesia de San Juan el Real, al coro de mi amigo Javier Almuzara cantar a Juan del Enzina.
            ¿Más vale trocar placer por dolores que estar sin amores? Hace tiempo que ya no pienso así. La edad nos vuelve más hedonistas.
            Yo prefiero los pequeños placeres de cada día al tormento del gran amor. De esos ya he tenido bastantes. Casi siempre no correspondidos, y entonces lo pasaba mal; alguna vez correspondidos, y entonces acababa pasándolo peor.
            “Más vale trocar / los grandes amores / por placer sin dolores (de cabeza)”.


Martes, 5 de diciembre
LA PIEZA 25

Cuando tengo clase a las doce, como varios días de este semestre, no puedo pasar por mi mesa redonda habitual de Las Salesas. El recambio lo he encontrado en la panadería-cafetería Granier, cercana al Milán. Llego a las once, pido un cortado y, si está libre mi mesa del fondo junto a la ventana, soy feliz.
            Siempre llevo trabajos de los alumnos y algún libro reciente; también hojeo el periódico (una hora da para mucho). No me molesta el rumor de las conversaciones ajenas; todo lo contrario.
            Hoy, tras corregir unos cuantos comentarios al anuncio de la Lotería Nacional (una de mis asignaturas se titula “Literatura y publicidad”, soy así de afortunado), continúo con La pieza 25. Operación salvar la infanta, de Pilar Urbano, asombrosa y verídica novela negra.
            Leo cada vez más admirado y abochornado. Admirado por el minucioso trabajo de la autora, por los innumerables pequeños detalles exactos; abochornado como español por el retrato de mi país que de estas páginas se desprende.    
            Urdangarín y la infanta compran un palacete en Barcelona cuyo importe supera en mucho al que ellos pueden pagar con sus ingresos declarados. El anterior jefe del Estado, a través de un emisario de la Casa Real, le hace llegar al propietario de La Vanguardia una detallada nota sobre cómo debe tratar su periódico el asunto. Termina con un “te pido”, que en realidad es un “te ordeno”: “Que presentes como una aportación positiva que los duques de Palma fijen su residencia en Barcelona. Que lo presentéis como algo natural de compra inmobiliaria, con los riesgos de endeudarse que tienen las parejas jóvenes de hoy”.
            El propietario de La Vanguardia, tercer conde de Godó, aspiraba al título de Grande de España. Pasó por el aro, en esa como en tantas otras cosas, y le fue concedido.
            Apenas hay página en el libro sin una inmundicia de gente que teníamos por decente. Dan ganas de decir aquello de “un país como este no es el mío”. Pero sí, es el mío, es nuestra querida España en el período más largo de paz, prosperidad y democracia que ha tenido en toda su historia.


Miércoles, 6 de diciembre
UN DÍA TRISTE

Cómo nos han engañado. La posverdad (que es como ahora se llama a las mentiras de siempre) no la inventaron las redes sociales, tampoco El País: forma parte de la esencia misma del periodismo, es lo que permite que una empresa periodística pueda ser un buen negocio aunque esté en números rojos.
            Subrayo, en el libro de libro de Pilar Urbano, unas pocas líneas referidas al anterior jefe del Estado: “No era precisamente ese tipo campechano y simpático que la gente creía. ¡Ni hablar! Las bromas podía gastarlas él, no tú; y había que andarse con tiento para llevarle la contraria. De puertas adentro, el Rey era un señor geniudo, pagado de sí mismo, egoísta y mandón. Un capitán general de ordeno y mando, déspota con el servicio, sin distinguir entre camareros, chóferes, valets de cámara, edecanes civiles o ayudantes militares de alta graduación. De humor cambiante, un día eufórico y guasón, y otro día irritable. Despectivo, hasta grosero a veces, con la Reina. Y con un ego de rey que ni su hijo Felipe le aguantaba”.
            Pero eso es lo de menos, lo de más son sus “negocios”. Con que sea verdad la mitad de lo que se ha contado sin que nadie lo desmienta, Urdangarín queda convertido en una hermanita de la caridad.
            Yo voté ilusionado esta constitución, pero hoy nada tengo que celebrar. Todo lo contrario. La han utilizado, como la banderita que adorna cinturones y ventanas para dar con ella en la cabeza a quienes piensan de un modo distinto.
            Pero he prometido no hablar de lo que unos llaman política y yo llamo historia de España. Y no voy a hacerlo, prefiero que primero hablen las urnas. Después del 21 de diciembre veremos qué pasa.
            Yo me temo lo peor. Una vez que se abandonan los escrúpulos democráticos ya no hay marcha atrás: tricornio y tente tieso.
            Espero equivocarme. Mi amigo Abelardo Linares siempre me dice que, al contrario que en literatura, en política no doy una. Ojalá tenga razón.


Jueves, 7 de diciembre
LA REDOMA AZUL

“A todo el mundo le gusta que le cuenten una buena historia, pero a nadie le gusta que le cuenten cuentos, especialmente si son cuentos de fantasmas como los que a ti te gusta contar”, me dijo Miguel.
            Estábamos en el Vetusta, con más gente de la acostumbrada, en la mesa peor iluminada, y yo pensé que tenía que improvisar una buena historia si no quería que me volviera a aburrir con el cuento de sus cuitas amorosas. Tenía sobre la mesa (yo nunca salgo de casa sin un libro: sería como si saliera desnudo) las Divagaciones de un haragán, de Jerome K. Jerome, que había comprado por la mañana en un puesto del Fontán. Lo había comprado porque guardaba un buen recuerdo de Tres hombres en una barca, leído a la hora de la siesta en una de esas interminables tardes del verano extremeño, cuando no había nada que hacer y no se podía salir a la calle, y por la dedicatoria a su mejor amiga, “que nunca critica mis defectos, ni me pide dinero, ni se elogia a sí misma; a la compañera de mis horas de ocio, al consuelo de mis penas; a la que comparte mis desdichas y esperanzas”. Tras media página de elogios esa amiga resulta ser la más veterana de sus pipas.
            Al ir a comprarlo, me entretuve un momento hojeando el volumen, y cuando levanto la vista me veo reflejado en una redoma de vidrio como de gabinete de alquimista. La señalé con el dedo.
            ––¿Cuánto pide por ella?
            El mismo vendedor al que había pagado un euro por el libro de Jerome K. Jerome me respondió con una cantidad astronómica. Creí que no había oído bien. Pero él la repitió más despacio. No había ninguna duda.
            ––Es que es mágica –aclaró sonriente–. ¿No ha oído hablar usted del cuento de Aladino? Dentro hay un genio dispuesto a concederle a su poseedor tres deseos.
            Sonreía y yo le seguí la broma.
            ––¿Y no se los ha pedido usted ya?
            ––A mí no me la vendieron, me la regalaron (bueno, en realidad la encontré entre los trastos de una mudanza) y así no vale.
            ––Me gusta su forma y parece antigua. Pídame una cantidad razonable.
            ––Quinientos euros. Ni uno más ni uno menos.
            ––Cincuenta. Es todo lo que tengo.
            ––Hecho.
            Nos estrechamos la mano, me dio el frasco de impreciso color azul y me despidió con un “suerte y cuidado con lo que pide”.
            Yo caminé hacia el Campillín, como hago todos los domingos (ayer no era domingo, pero era fiesta o sea que como si lo fuera), sabiendo de sobra que no había hecho una buena compra, sino que había hecho el primo.
            La misteriosa redoma cada vez se parecía más a la caprichosa botella de algún licor. A pesar de eso, me entretuve en pensar qué tres deseos pediría si fuera verdad que había un genio dentro.
            ¿Qué era lo que yo más deseaba? ¿El premio Nacional de Literatura, el Nobel? Premios no, gracias, que soy alérgico. ¿Una mujer que quiera compartir su vida conmigo? Bueno, eso más que un premio sería una condena. ¿Un hombre que ídem? Preferiría un perro, o mejor un gato. No estoy yo hecho para la vida de pareja en ninguna de sus variedades.
            Y mientras andaba en estas cavilaciones, no te lo vas a creer, amigo Floriano, pero de la botella, dejémoslo en vulgar botella, comenzó a salir una especie de humo, primero casi imperceptible, luego cada vez más denso, de un color también extrañamente azul. Me asusté un poco. Estaba yo entonces frente al escaparate de la librería de Valdés, donde siempre me detengo un momento todos los domingos, a pesar de que, tras un desagradable incidente, hace tiempo que no la frecuento. Dejé la botella en el suelo, decidido a olvidarla allí, pero una mujer que esperaba el autobús en una parada cercana me miró con mala cara. Quizá pensó que se trataba de un artefacto explosivo, de un cóctel molotov o algo así. Para disimular, me agaché, hice como que me ataba el cordón del zapato, la recogí y seguí caminando. En el pasaje que lleva desde el antiguo colegio Hispania hasta la calle Magdalena, que siempre suelo utilizar, y como no había nadie a la vista, abandoné la botella en una esquina. Al darme la vuelta un momento, antes de salir a la calle, llena de gente a aquella hora, miré hacia atrás y me pareció ver que, como en las viejas película, el humo se hacía más denso y comenzaba a formar una figura vagamente humana. Aceleré el paso.
            ––Pues a mí se me ocurren qué tres deseo podías pedir –me dijo mi amigo, que por supuesto no se había creído nada de lo que le había contado–. Podías pedir que me den el Nobel a mí, ya que tú no lo quieres; y que mi exnovia vuelva a mí, que no puedo vivir sin ella, y que este billete de lotería que me acaban de regalar resulte premiado.
            ––¿Quieres que vayamos a ver si la botella todavía sigue allí? Apenas pasa gente por ese atajo que no ataja nada.
            Fuimos y allí estaba, todavía humeante. Mi amigo Miguel se asustó.
            ––Creí que lo habías inventado todo. A saber lo que habrá contenido, quizá algo venenoso. Mejor nos vamos. Para el Nobel ya hay tiempo, y si ella no vuelve, sabes lo que digo, que le den, que no me faltan candidatas a sucederla.


Viernes, 8 de diciembre
NO BRILLA LUZ ALGUNA

El subtítulo de la obra de Jerome K. Jerome, “Libro para los días de asueto y de pereza”, resulta sugestivo, pero su humor se ha vuelto trasnochado y sin gracia. El último párrafo, sorprendentemente, parece el comienzo de un cuento de terror, el cuento de mi vida, de cualquier vida: “Me he quedado solo en mitad de un camino que es todo oscuridad. Tropiezo a cada paso, aunque no sé con qué, ni me importa averiguarlo, con tanto mayor motivo cuanto que ni el camino parece conducir a ningún punto bien determinado ni brilla luz alguna que pudiera guiarme”.



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