Sábado, 25 de noviembre
CON QUÉ POCO ME CONFORMO
“¿Y a ti cuánto tiempo te gustaría vivir?”, me pregunta un amigo tras leer en el periódico que hoy entierran a una avilesina que hace pocos días cumplió 110 años y que todavía en su último cumpleaños quiso probar la tarta.
“Yo no aspiro a vivir tanto como ella –le respondo–. Yo, que viví entero medio siglo XX, con otro medio siglo, con la mitad del siglo veintiuno, me conformo”.
Domingo, 26 de noviembre
LO QUE ME CONTÓ UN AMIGO
A pesar de la lluvia, del frío, de lo pronto que anochece, hay días en que no me apetece volver a casa, sobre todo cuando nadie me espera. Ayer me retrasé quizá más de la cuenta. Estuve bebiendo, no solo, que eso me deprimiría más, sino con algún conocido ocasional, que es como si estuviera solo. Era casi de madrugada cuando volví a casa, pero tampoco había bebido tanto, no tambaleaba al andar ni veía visiones. O no debería verlas.
A poco de dejar la plaza de San Miguel y comenzar a subir las escaleras del Seminario, que llevan hasta mi casa, vi a una mujer sentada en medio de los escalones, con un vestido de fiesta, negro y elegante, los hombros desnudos, indiferente a la lluvia. Inmediatamente noté algo raro. No era muy joven, pero era muy guapa, y me dio la impresión de que resplandecía. Como si lo que yo estuviera viendo fuera un collage, con el fondo en blanco y negro y la figura recortada y pegada encima de una imagen en brillantes colores.
Me detuve ante ella. “¿No tienes frío?”, le dije. Alzó la vista hasta mí, sorprendida, como si no me hubiera visto hasta ese momento. “¿Frío?”, repitió, como si no entendiera. La verdad es que la lluvia parecía no mojarla; su peinado estaba intacto, como recién salido de la peluquería. Pero la llovizna que caía al salir del Savanna se había convertido en un chaparrón. Yo, que nunca llevo paraguas, estaba empapado y deseando llegar a casa para quitarme la ropa.
La mujer se levantó, me miró sin verme, y se puso a caminar hacia uno de los edificios que bordean la escalinata. Comenzó entonces a escucharse la música. Allí se celebraba una fiesta, sin duda. En el jardín se oían risas y conversaciones. Yo me quedé parado bajo la lluvia, sin entender lo que pasaba. La desconocida, luego supe que se llamaba Eva y que había muerto en los primeros días de la guerra civil, se volvió y me hizo un gesto con la mano para que la acompañara.
“¿No te apetece una copa?”, dijo sonriente y guiñándome un ojo y a mí recordó el guiño que Cleopatra le hace a César en la película de Mankiewicz, que yo había vuelto a ver hacía pocos días. “Sí, pero antes debo ir a mi casa a cambiarme; vivo aquí al lado”, respondí.
Ella se dio la vuelta y entró y yo subí de dos en dos los escalones, llegué a casa (mi mujer y mi hija estaban fuera), me di una ducha rápida, me puse ropa elegante y volví a la fiesta, prometiéndomelas muy felices. Naturalmente no había fiesta ninguna, aquel chalet de arquitectura vagamente art decó llevaba cerrado mucho tiempo, estaba en muy malas condiciones, no parecía adecuado para ninguna fiesta, ni siquiera de okupas.
A pesar de todo, empujé la cancela del jardín, que no estaba cerrada con candado, y entré. Cascotes, basura, el marco de una ventana a punto de desprenderse. “No creía haber bebido tanto”, me dije al salir para volver cariacontecido a casa. Y entonces me la volví a encontrar, sentada en el mismo sitio, abstraída. Alzó la cabeza en silencio y se quedó un rato mirándome.
“Has tardado mucho”, me dijo. “La fiesta terminó hace tiempo”. Se puso en pie, le di la mano y la llevé a mi casa. No era demasiado joven, pero era muy guapa, de una belleza un poco regordeta que a mí me recordaba a la Elizabeth Taylor de la película de Mankiewicz.
Durante toda la noche jugué a ser César y Marco Antonio. Me desperté con una resaca tremenda, a pesar de que no había bebido mucho. Casi deseé que me hubieran cortado la cabeza, como a Marco Antonio, para no tener que seguir soportándola. Ya se me ha pasado un poco. ¿Qué película vas a ver esta tarde en el cine?
Lunes, 27 de noviembre
BUENOS CONSEJOS
Siento cierta debilidad por los libros de autoayuda, llenos de buenos consejos. “Ya es hora de que abandones todos los viejos patrones y empieces una vida nueva, una vida natural, una vida no represiva, una vida de júbilo y no de renunciación”, leo en un libro de Osho, descrito por el Sunday Times de Londres, según se indica en la solapa, como “uno de los diez mil artífices del siglo XX” (demasiados artífices me parecen a mí, como para que sea un gran honor contarse entre ellos).
Yo no quiero abandonar mis viejos patrones, continuamente remendados, que todavía me sirven para ir tirando; tampoco quiero empezar una vida nueva, sino que la que tengo, muy de mi gusto, me dure todo lo posible. En lo demás estoy de acuerdo: quiero una vida no represiva, salvo de los malos instintos, de las yerbas venenosas que crecen en el alma en cuanto uno se descuida; una vida de júbilo ante el regalo de cada amanecer y no de renunciación, salvo cuando no haya otro remedio, que cada vez va siendo con más frecuencia.
Martes, 28 de noviembre
UN AMIGO PRECAVIDO
Me llega un hermoso tomo, editado por la Residencia de Estudiantes, con la correspondencia entre Juan Larrea y Gerardo Diego. Es la historia de una amistad que comienza en 1916, cuando ambos rondan los veinte años, y termina en 1937, cuando uno de ellos llama “judas” al otro por haber tomado el bando equivocado en la guerra civil. Hay luego un epílogo, que dura hasta 1980, pero ya la confianza se ha roto y son cartas entre dos supervivientes que recuerdan los viejos tiempos.
Al interés para la historia literaria se le añade el meramente humano, casi de novela costumbrista. En 1927, el año gongorino, Juan Larrea, que quiere desplazarse a París y no se lleva bien con su familia, le pide un préstamo a su amigo. Este se lo concede gustoso, pero con ciertas garantías. Las explicita Larrea en carta del 31 de mayo: “Te adjunto un recibo que espero que tenga toda la fuerza legal en el triste caso de que tuviera que hacer fe. Tal como te lo envío parece que daría con mis huesos en poco grato lugar caso de negarme a reconocer mis compromisos. Y desde luego, el embargo. Para responder de tu nunca bien agradecido préstamo, dispongo en caso de apuro de mis bienes actuales a los que si no he tocado es, como sabes, para no levantar sospechas en mi familia. De modo que, si por dicha o por desgracia, viniera yo a morir mis herederos no tendrían más remedio que pagarte a tocateja. Y si en un momento determinado te hace falta todo o parte de mi deuda no tienes más que decírmelo y puedes tener la seguridad de que, sea como sea, te será inmediatamente entregada. Como verás, te he fijado un interés del 6 % anual que te pagaré trimestralmente para que no se me vaya acumulando y no se me olvide la gratitud que te debo”.
¿Y qué responde Gerardo Diego? “No te preocupes, hago ese favor con mucho gusto, para eso están los amigos. Lo que no puedo aceptar de ninguna manera es ese 6 % de interés. ¡De ninguna manera, de ninguna manera! Con un 4,5 %, que es lo que me paga el banco, me conformo. No me envíes más, aunque tenga un papel firmado por ti en que lo indicas, porque te lo devolvería”.
Con esas garantías y esos intereses cualquiera hace favores a los amigos. Sospecho que el santanderino Gerardo Diego, de no haber sido poeta, habría sido Emilio Botín.
Miércoles, 29 de noviembre
PARA UN HOMENAJE
De Ramón de Campoamor creemos saberlo todo, pero sigue estando lleno de sorpresas. Pocos “estudios biográficos” tan disparatados como el que le dedica a Cánovas, su jefe político, entonces en la cumbre de su gloria. “A pesar de ser poco calumniable, no he conocido sin embargo a un hombre de quien más nos guste murmurar a todos”, comienza. Y luego no hay página en que no nos deje una humorada.
“Según decía un hombre competente, solo en tres estados se puede encontrar la felicidad terrena: siendo, desde los veinte a los treinta años, viuda, hermosa y rica; desde los treinta a los cuarenta, general con fortuna; y de los cuarenta para arriba, arzobispo”.
“Los partidos políticos son como los salvajes, que hallan muy higiénico el comer carne cruda de misionero mártir”.
“Los envidiosos, esos admiradores inversos, son el más firme pedestal de la gloria”.
“El chiste corrosivo y la reticencia son en él golpes secretos que el contrario no puede ni prever ni parar. Parece que le ayuda un genio invisible que le aparta la espada del contrario para que él pueda herir con acierto y sin peligro. En su manera de discutir, empieza por crear con sus ideas generales una especie de círculo del infierno, y después que ha rodeado de llamas a sus contrarios, a un fuego más o menos lento, unas veces los fríe y otras los cuece, aunque, como el maestro Dante, es más aficionado a freír que a cocer”.
Aristóteles, “ese genio pedestre que ha condenado al entendimiento humano a una cojera incurable al arrojar violentamente desde el cielo a la tierra al Ícaro del platonismo”.
“Si es un encanto oírle hablar de lo que sabe, es más encantador todavía oírle discurrir sobre lo que no entiende”.
“Sin malevolencia alguna, y solo por sobra de ingenio, muestra a los que le escuchan los lunares más inesperados de sus amigas y las pecas de sus amigos”.
“A la hora de repartir cargos, al tonto honrado prefiere el pillo listo”.
“Cuando más espiritualista es una construcción, más tiene que estar bien asentada en el fango de la realidad”.
Faltaba poco tiempo para que a ese hombre poderoso, que con tanta paciencia se dejaba embromar por Campoamor, el anarquista Angiolillo le disparara una bala certera en el balneario de Santa Águeda. El desengañado epitafio ya se había enunciado al final de este eutrapélico homenaje: “Yo fui todo, y todo es nada”.
Jueves, 30 de noviembre
AUGUSTO Y YO
A propósito del emperador Augusto, leo en una reciente biografía de Cleopatra: “Carecía de las debilidades que hacen atractivo a un ser humano”.