Sábado, 7 de octubre
PERSONA NON GRATA
Llegamos a Castropol a las diez de la mañana, un hora antes de que comiencen los actos de homenaje a Luis Cernuda. El pueblo, arrebujado en la colina que se adentra en la ría como la proa de un barco, tiene un aire ausente esta dorada mañana de otoño. Nadie en las calles, ni un ruido tras las fachadas. como si fuera el escenario de una película en un momento de descanso del rodaje.
De pronto, la sorpresa de una plaza arbolada, ajardinada, con una aparatosa estatua a un héroe muerto en la guerra de Cuba, el quiosco de la música y un edificio modernista, el más grande del pueblo, que fue casino y hoy es biblioteca. Luego, en la calle del Pozo, que desciende hasta el muelle, me sorprende el silencio y un inmenso magnolio que destaca con su brillo verde y sus flores blancas en el cielo tan azul.
Cernuda estuvo quince días en Castropol en agosto de 1935. No lo pasó demasiado bien y el tedio y un difuso temor –Asturias tenía aún el rostro áspero de la revolución– lo trasladó al relato “En la costa de Santiniebla”, que escribió dos años después y publicó en la revista Hora de España.
No volvió más a Castropol. No habría podido volver –exilio aparte– si alguien en vida suya hubiera leído aquí ese relato. Lo habrían considerado calumnioso y declarado a su autor “persona non grata”.
¿Cómo es el Castropol de Cernuda? “Está caído como un pájaro enfermo” sobre una colina; las calles empinadas y grises no las cruza ni siquiera la sombra de un perro fugitivo. “Nauseabunda” es la atracción que ejerce sobre el viajero. La lluvia constante le despierta “una furiosa cólera”. A la dulce “fala” del lugar la llama “jerigonza vernácula”. A pesar del mal tiempo, quiso bañarse –en una famosa foto se ve a Cernuda tendido en la playa con Castropol al fondo– y la consecuencia fue un resfriado que le tuvo varios días en cama. En la habitación en que se aloja ha de humedecer continuamente sus manos con agua de colonia para mitigar el insoportable olor que flotaba en el aire. “Las tinieblas, la lluvia y el viento” son la solemne trinidad que preside los días de Santiniebla y él se imagina que seguirá presidiéndolos para toda la eternidad.
¿Hace falta seguir? Pues aún hay más. Unos horrendos crímenes –Cernuda, en 1935, sin duda pensó mucho en la barbarie de octubre, multiplicada por la prensa– impregnaban de horror un pueblo al que el protagonista del relato jura no volver.
Vuelve ahora, tantos años después, representado por su sobrino, Ángel Yanguas. En el mirador de la Mirandilla, con el puente de los Santos a un lado y Figueras enfrente, se va a colocar una placa que recuerda sus pasos por este lugar.
“¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?”, se preguntaba Cernuda en “Birds in the night”, un poema escrito en una ocasión semejante: “El gobierno francés, ¿o fue el gobierno inglés?, puso una lápida / en esta casa 8 Great College Street, Camden Town, Londres, / adonde en una habitación, Rimbaud y Verlaine, rara pareja, / vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron, / durante algunas breves semanas tormentosas…”
El final del poema es quizá el más violentamente misantrópico que jamás se haya escrito. Tras responderse que ojalá nada oigan los muertos (“ha de ser un alivio ese silencio interminable / para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella”), concluye: “Alguna vez deseó uno / que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela. / Tal vez exageraba: si fuera solo una cucaracha, y aplastarla”.
Sonrío recordando esos versos mientras el alcalde del lugar y otras autoridades discursean brevemente antes de descubrir la placa. Estoy seguro de que el poeta, si estuviera hoy aquí, si muerto oyera lo que dicen los vivos, también sonreiría agradecido y cambiaría su opinión sobre esta villa que se apretuja en una colina alrededor de un tesoro: su espléndida biblioteca, heredera de aquella Biblioteca Popular Circulante que trajo a Cernuda hasta este lugar.
Lunes, 9 de octubre
EN EL TREN
Pronto se hace de noche y nada me distrae en el vagón de tren, casi sin nadie, extrañamente silencioso. Largas horas para estar conmigo.
Hago recuento de mi vida. ¿Estoy contento con ella? En general, sí. Creo que mi lema sigue siendo válido: “Todavía aprendo”. Y entre mis aprendizajes más recientes se encuentran el de rectificar de inmediato, en cuanto me señalan un error, y el no estar orgulloso de mis defectos (me he pasado la vida presumiendo de ellos).
Me queda por aprender un poco de hipocresía, que otros llaman diplomacia, para disimular el escaso aprecio que siento por la falta de rigor intelectual del común de los mortales, amigos o enemigos. En eso soy muy Sheldon Cooper.
Martes, 10 de octubre
LA TEORÍA DE LA LIEBRE
En el salón Velázquez del Ministerio de Cultura se decide el Premio Nacional de Poesía 2017. Somos doce los jurados; los finalistas, más de veinte. La mayoría de esos libros valen poco. Yo los hojeé en su momento y no me interesaron nada; releídos ahora, confirman la pobre impresión primera.
¿Cómo han llegado hasta aquí? Pues porque los ha elegido algún miembro del jurado: cada uno de nosotros podía seleccionar hasta un máximo de tres. ¿Y quién nombra al jurado? Salvo uno, decidido por el propio ministerio, diversas instituciones: la Academia de la Lengua, la Asociación de Escritores, la Academia Gallega, no sé que asociación de periodistas, un grupo de estudios de género... A mí me seleccionó la conferencia de rectores.
El libro que más me interesaba, al que me habría gustado mucho darle el premio, Manzanas robadas, de Miguel d'Ors, quedaba fuera de concurso por unos pocos días: se había publicado en enero de 2017, no en 2016. Otros libros seleccionados, como el de Iona Gruia, quedaban fuera porque a la autora, a pesar de haberla solicitado hace años y cumplir todos los requisitos, todavía no le han concedido la nacionalidad española.
Valoro poco los premios. Incluido el Nobel: como dice Felipe Benítez Reyes, lo conceden unos cuantos académicos suecos, no siempre bien informados, y la gente cree que lo hace el Espíritu Santo. En los premios de poesía, suele creerse que se los reparte una banda de mafiosos (si se publican en Visor, capitaneada por García Montero).
Quizá no debería aceptar ir de jurado a ninguno. Pero si me lo solicitan acepto siempre, con la excusa de que es parte de mi trabajo (soy así de hipócrita).
Ningún libro me entusiasma, pero tengo un favorito. El de un excelente poeta al que admiro desde sus primeros versos, aunque esté en las antípodas de mi pensamiento político. Pero, hombre experimentado, callo su nombre y no digo una palabra en su defensa. Ni en la suya ni en la de ningún otro. Dejo esa labor, siempre inútil y a menudo contraproducente, a más inexpertos miembros del jurado. Escucho con una sonrisa que la Balada en la muerte de la poesíamerece el premio porque su autor es un desinteresado amante de la poesía y ha escrito este libro para defenderla. O que el premio debería ir para Ana Rossetti porque vuelve al verso después de muchos años para hablar de la crisis y de los problemas del hombre de la calle. O que hay que premiar a Ángel García López porque ha escrito un libro casi póstumo después de la muerte de su mujer y ya no va a escribir más. O a Dionisia García porque, aunque, etc. Si alguien tenía alguna duda sobre el no excesivo interés de cualquiera de esos libros, le desaparecen al escuchar a sus defensores.
Yo no digo nada, pero no puedo evitar susurrarle alguna cosa a Julia Barella, que se sienta a mi lado.
––Sospecho que él premio va a ser para una mujer o para un libro prepóstumo. ––Pues hay una candidata que cumple las dos condiciones.
Mucho me habría gustado que se llevara el premio Dionisia García, una de las personas más generosas y cordiales que conozco. Pero vuelvo a hojearlo y prefiero que, si lo gana, sea sin mi voto.
––Qué extraño –dice alguien–, el libro de Jordi Doce en la primera votación era uno de los que menos votos tenía y luego ha llegado a estar entre los más votados.
–-Es la liebre –digo yo recordando la teoría de Fernando Rodríguez Lafuente–. El que todos votan en segundo lugar porque no creen que sea un serio rival para su preferido.
Llega así No estábamos allí a la votación penúltima, junto a los dos favoritos. En ese momento, yo no sé cuál va a ganar (aunque tengo claro a cuál de los dos voy a votar): a ambos autores los aprecio personal y literariamente, pero a una más personalmente y al otro más literariamente.
De pronto, uno de los miembros del jurado, que no conoce la teoría de la liebre y se ha creído la posibilidad de que el premio vaya para Jordi Doce (tiene más votos que el que luego resultaría ganador), se decide a hablar y, para defenderlo, ataca: "El libro de Dionisia no es bueno; tú misma has dicho que no es bueno", le dice a su defensora. “¡Yo no he dicho eso! He dicho que no es mejor de los suyos, pero es un libro escrito con mucha serenidad”, responde la ganadora del año anterior, también miembro del jurado.
Sonrío. Ya sé quién va a ganar. Un poeta que nadie ha nombrado y que yo había seleccionado en primer lugar. En efecto, desaparece Jordi Doce tras la penúltima votación y en la última gana Julio Martínez Mesanza.
Si yo lo hubiera defendido, seguro que lo habría hundido: hablo siempre como si me creyera más listo que nadie y eso, con toda razón, suele molestar a mis interlocutores y predisponerles en contra de lo que apoyo. Uno --cosas de la edad-- va adquiriendo cierta habilidad en estos asuntos.
Miércoles, 11 de octubre
PLACERES PERDIDOS
Ayer, tras el fallo del premio, todo el mundo se despidió de mí rápidamente, nadie quiso quedarse a tomar un café y a charlar un rato (no les hizo gracia que acabara saliéndome con la mía y dando la impresión de que me burlaba un poco de sus estrategias).
Como no tenía nada que hacer hasta las dos, me dediqué a pasear. Al subir por Prim, de pronto me vienen a la memoria unos versos: “Tu calle ya no es tu calle, / que es una calle cualquiera / camino de cualquier parte”.
Miro hacia la derecha y me encuentro con Conde de Xiquena, donde vive uno de mis antagonistas preferidos, Andrés Trapiello. Antes, siempre le llamaba y él solía bajar y tomábamos algo en una terraza de Recoletos y discutíamos sobre Chaves Nogales, las X de los diarios o cualquier otro asunto de las armas y las letras, y el tiempo discurría tan ricamente.
Pero ya no es mi amigo, ya no puedo llamarle, y bien que lo lamento. En fin, carácter es destino y el mío se parece algo al de Cernuda.
[Alicia Varela, en la ilustración de esta semana, me ve caminando solo por la vía del tren. Espero poder saltar a tiempo cuando se acerque el patriótico convoy.]