Viernes, 3 de febrero
EN EL SAVANNA
Nada más salir de casa, al dar la vuelta a la primera esquina, me acordé de que me había olvidado del libro que un amigo me había pedido que le prestara, las traducciones de la poesía griega de Joan Ferraté, y volví en su busca.
No habían pasado ni cinco minutos fuera, pero todo lo encontré patas arriba: los libros en el suelo, las sillas de la cocina volcadas, las macetas rotas y con la tierra esparcida por todas partes. Me asusté, volví a salir al descansillo, cerré de un golpe la puerta. Cualquiera que hubiera hecho eso, debía estar todavía dentro.
Saqué el teléfono para llamar al 091, pero cambié de idea y preferí llamar a un amigo. Dentro no se oía nada y quizá aquel estropicio tuviera una explicación natural. A fin de cuenta soy bastante desordenado y más de una vez un montón de libros se ha venido al suelo con estrépito dándome un buen susto. Pero José Havel, como es frecuente, tenía el teléfono desconectado. Tampoco respondía Marcos. “¡Tenga uno amigos para eso!”, me dije. Bajaba entonces la escalera un vecino y le pregunté si podía entrar conmigo en casa. “He estado fuera un momento y creo que han entrado ladrones”.
Miramos habitación por habitación: no había nadie. Tampoco me pareció que faltara nada. “Más o menos así suelen dejarme el piso que tengo alquilado a estudiantes cuando se marchan al final del curso”, bromeó. "Lo más extraño es que cuando salí todo estaba perfectamente y no tardé ni cinco minutos en volver". No me acababa de creer: "Si usted lo dice... Hay que tener cuidado con quien uno invita a beber o a lo que sea a casa; hoy no te puedes fiar de nadie”.
Arreglé mínimamente aquel desbarajuste y el resto lo dejé para la asistenta, que llegaría en una hora. Cogí el libro de Ferraté y me fui a tomar el habitual café en Las Salesas. No podía quitarme aquel extraño asunto de la cabeza. Llamé a la asistenta para avisarla de lo que se iba a encontrar. Me dijo que no me preocupara, que esas cosas –no sabía yo muy bien a qué cosas se refería– pasan. Comí fuera. Cuando volví todo estaba en su sitio, ordenado y reluciente. Llamé a la asistenta para agradecérselo. Ella creía que le había gastado una broma. "Iba asustada y fue el día de menos trabajo", me dijo.
Miré los libros. Ni la más mínima alteración del orden alfabético, como a mí me gusta. Desbaratarlos es cuestión de unos pocos minutos, pero volver a colocarlos en su lugar lleva su tiempo. ¿Quién lo había hecho? Estuve preocupado dos o tres días, pero acabé no dándole mayor importancia al asunto. Hasta que volvió a ocurrir y esta vez sí, allí estaban ellos...
––¿Quiénes?, preguntaron a coro los contertulios del Savanna.
––Ellos, ya sabéis, siempre son ellos.
Sonrieron mirándose con complicidad. Yo procuré cambiar de tema y saqué a relucir la última antología de la joven poesía española; todos tenían que decir algo al respecto, a todos les parecía un bodrio, salvo al único poeta de la tertulia incluido en ella. A la salida, discretamente, me pasaron una tarjeta con la dirección de un psiquiatra: “Es muy bueno, a mí he ha ido muy bien”.
Pero en materia de salud mental yo soy de los que se automedican. De vez en cuando me tiendo en el diván y juego a psicoanalizarme. Me va bastante bien y el tratamiento es gratis. Pero no intento comprenderlo todo. Hay cosas que pasan y carecen de explicación. A fin de cuentas, la realidad no necesita ser verosímil.
Sábado, 4 de febrero
UN CUENTO
“¿Pero todo eso que cuentas es verdad?”, me pregunta algún despistado que ignora mi falta absoluta de imaginación.
Sonrío. Hay cosas de las que solo soy capaz de hablar si consigo que parezcan un cuento.
Domingo, 5 de febrero
TURBINA EN ESTERCOLERO
El último sábado le di un contundente bastonazo al último libro de Jon Juaristi, irritado por el que me parecía desprecio del autor hacia su propio talento y hacia los lectores. Un amigo común, Ángel Gómez Moreno, me cuenta que Juaristi ha tenido que pasar por el hospital como consecuencia de una caída y mi mala conciencia se acentúa. No sé cómo me las arreglo pero siempre acabo dando palos a los libros de los amigos.
Pero mi mala conciencia desaparece de pronto cuando leo artículo suyo publicado en ABC. Replica a la reedición de La desfachatez intelectual, el libro de Sánchez Cuenca titulado, una obra que yo comenté elogiosamente. Copio algunos pasajes del artículo: “Como después se demostró, dicho libelo formaba parte de una campaña para establecer una lista definitiva de intelectuales reaccionarios y en consecuencia ajusticiables tras la inminente llegada al poder de una gran coalición de izquierdas encabezada por Pedro y Pablo (doble nombre, por cierto, de una famosa cárcel de San Petersburgo). Luego las cosas no salieron como esperaba el autor, pero Sánchez Cuenca no se hizo el harakiri, que habría sido el único gesto honorable en su indecente vida de soplona”.
Otro parrafito: “Pero lo que parece ya verdaderamente escandaloso es la permanencia de semejante membrillo al frente de un instituto financiado por la Universidad Carlos III y la Fundación Juan March, desde donde ejerce de turbina en estercolero. Ni una ni otra institución necesitan seguir pagando impuesto revolucionario a un detrito tóxico del zapaterismo. Por mi parte, suspendo cualquier relación personal con ambas hasta que cierren el grifo de las subvenciones al chiringuito de marras, e invito a los demás insultados por Sánchez Cuenca (y a la gente decente en general) a hacer lo mismo”.
Sobran los comentarios. Solo una aclaración para quienes no hayan leído La desfachatez intelectual: los insultos del autor, las delaciones que le permiten a Juaristi hablar de “su indecente vida de soplona”, se limitan a citar párrafos de los artículos de Savater, Azúa, Prada, o Juaristi (el que a menudo resulten sonrojantes no es culpa de Sánchez Cuenca).
Miércoles, 8 de febrero
APRENDO A SER COMEDIDO
Comento el artículo de Juaristi con un amigo y a él no le parece tan grave. “Más o menos, eso mismo es lo que haces tú con el bueno de Javier Fernández. Pero todos vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Afortunadamente, la mayoría no piensa como tú, que de literatura sabrás mucho, pero que en política no das una en el clavo. Mira lo que dicen hoy los periódicos”. Y me alarga El País, últimamente mi monstruo favorito, abierto por una página en la que, en la parte superior, se lee en grandes letras: “El PSOE es el único de los grandes partidos que sube”. Y en La inferior, a la derecha: “Javier Fernández se estrena con nota al frente de los socialistas”.
“Lee, lee, y cuando vuelvas a hablar de Javier Fernández en tu diario pide disculpas por el mal trato que le diste cuando por el bien de España dio una patada en el trasero al guaperas al que unos cuantos millones de despistados aupasteis con vuestro voto”.
Y yo leo, leo y me entero de que los cuatro grandes partidos siguen manteniendo, más o menos, el mismo porcentaje de votos que en las últimas elecciones, salvo el PSOE, que del 22.7 ha pasado al 18,6 que le dan ahora las encuestas y de encabezar la oposición a ocupar el tercer puesto. Y este batacazo se debe a una operación –Cebrián y González de por medio– supuestamente motivada por el mal resultado electoral. Parece que les ha salido el tiro por la culata. Los de Podemos hicieron todo lo posible por superar al PSOE en las elecciones y no lo consiguieron. Pero en esto llegó Javier Fernández, y sin que ellos tengan que hacer ningún esfuerzo (están enredados en la guerra interna) les regala ese codiciado sorpasso. No me extraña que esté entre los preferidos por los votantes (salvo los de su partido, por cierto). Ocupa el puesto que durante varios años ocupó Rosa Díez. Pero yo no pienso hablar mal de él. Me respeto demasiado como para convertirme en un insultante Juaristi o en un Azúa. Me limitaré a expresar mi deseo de que cuando, más pronto que tarde, se vaya como Rosa Díez al rincón de los juguetes rotos no se lleve con él, como hizo ella, a su partido.
Jueves, 9 de febrero
EN PIAZZA DEL DUOMO
No sé por qué me acordé de aquel domingo, sin nada que hacer, en la vieja ciudad provinciana, dándole vueltas a la Piazza del Duomo, sentándome algún rato al sol en la gradas de la Fontana dell’Elefante. Se me acercó un hombre que me dijo algo en una lengua que no entendí, luego cambió al italiano. Al parecer había perdido un manojo de llaves. "Debieron caérseme por aquí. Estuve sentado ahí al lado. ¿No las ha visto usted?" Las vi entonces, medio escondidas por un viejo periódico. Se las señalé y, para demostrarme su alegría, quiso invitarme a tomar algo. Se notaba que estaba solo y tenía ganas de charlar. Pero yo me encontraba en uno de esos momentos de misantropía en que no me apetece hablar con nadie, ni siquiera conmigo. Me disculpé amablemente y seguí allí, medio aletargado, como si no hubiera ayer ni mañana. Y entonces ocurrió lo inesperado. Recordé el título de André Maurois: Siempre ocurre lo inesperado. El mimo que con sus aros y su bombín había estado haciendo una función de circo callejero al otro lado de la plaza terminó su función, recogió sus trastos y, cuando me quise dar cuenta, lo tenía plantado ante mí. "¡Quién me iba a decir que le iba a encontrar aquí, profesor!" Llevaba la cara pintarrajeada de blanco. Aunque no la llevara, seguro que no le habría reconocido. No soy muy buen fisonomista. Pero no era un alumno y no tardé en reconocerle. Vivía en un piso compartido en la parte alta de la ciudad. Le acompañé hasta allí y mientras se quitaba el maquillaje y se vestía de civil, yo me dediqué a curiosear los libros que llenaban una de las paredes. Me entretuve hojeando un volumen de cuentos de Giovanni Verga (había estado en su casa-museo, en Vía Santa Anna, muy cerca del Duomo) y al ir a devolverlo a su sitio algo me llamó la atención, medio escondido tras los libros. Era una pistola, o un revólver, yo no sé la diferencia, y no parecía de juguete. Lo tomé en las manos, inconscientemente, sin saber muy bien lo que hacía, y en ese momento apareció Marco en la habitación, recién duchado. La sonrisa que yo conocía tan bien desapareció de inmediato. Con un grito se abalanzó sobre mí y me quitó la pistola. Luego los dos nos quedamos callados, sin saber qué hacer ni qué decir. "La encontré sin darme cuenta", dije yo. "Debe de ser de algún compañero de piso", dijo él. "Aquí es rara la gente que no guarda un arma en casa, declarada o sin declarar, por lo que pueda ocurrir". No se volvió a hablar del tema, pero yo no me encontraba a gusto. Comimos en una trattoria cercana y luego yo tenía que pasar por el hotel, no le dije cuál era, no quise que me acompañara y no le volví a ver. A veces lo lamento.