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Sin trampa ni cartón: Toda la belleza del mundo

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Viernes, 10 de febrero
NO ME QUEJO

Hasta ahora, siempre he visto a tiempo venir sobre mí la ola negra de la melancolía y he logrado apartarme de un salto para que no me arrastre con ella. Lo que no puedo evitar es que unas veces me salpique y otras me empape.
            De momento no me quejo: una buena ducha, cambiarse de ropa y como nuevo.


Sábado, 11 de febrero
PARA AMARTE MEJOR

Me sumerjo en un libro como quien bucea en el océano a pulmón libre; por mucho que disfrute con lo que veo o con lo que leo, cada poco tengo que salir a tomar aire.
            ––¿Para qué tantos libros, Martín?
            ––Para verte mejor, realidad.


Domingo, 12 de febrero
EL PATITO FEO

Los cuentos de hadas, los verdaderos, no la versión rosácea a que nos han acostumbrado las adaptaciones infantiles y las películas de Walt Disney, se parecen más a Moonlight, la áspera película de Barry Jenkins, que a las dos horas de melosa felicidad que ha filmado Damien Chazelle.
            Los cuentos de hadas están llenos de madrastras, de niños abandonados, de pruebas casi imposibles de superar. Como la vida misma.
            Hay en Moonlight un error de casting que finalmente se revela un acierto. No resulta verosímil que el adolescente desmedrado que interpreta Ashton Sanders se convierta, pocos años después, tras pasar por la cárcel, en el atlético y guapo Chiron interpretado por Trevante Rhodes. Mucha gimnasia tuvo que hacer, muy buena alimentación que recibir. Esa radical metamorfosis, la escuálida víctima transformada en poderoso príncipe, nos indica que estamos en el terreno de los cuentos de hadas.
            Pero en un cuento de hadas que no abandona el terreno de la realidad. El niño perseguido por sus compañeros, maltratado por su madre, se dedica ahora al business, al trapicheo, controla la distribución de droga en una pequeña zona, como su primer mentor.
            El director de la película y el autor de la obra de teatro en que se basa el guión, Tarell Alvin McCraney, saben bien de qué hablan: los dos son negros y homosexuales, como su personaje, los dos vivieron en ambientes semejantes. Barry Jenkins incluso en el mismo barrio de Miami, Liberty City, en el que transcurre buena parte de la película. Todavía tenía allí amigos y parientes cuando se rodó, todavía circulaban por allí  algunos de sus maltratadores que sin duda le miraban con ojos de envidia e incomprensión. La película tuvo que rodarse con protección policial. La realidad se parecía demasiado a la ficción.
            Nos angustia ese Little, ese animalillo inocente que no entiende por qué sus compañeros le persiguen, por qué incluso su madre se burla de él. Sacia su hambre en silencio, parece que le cuesta hablar. De pronto hace una pregunta: “¿Qué es  marica?”
            Sus protectores, que lo han encontrado escondido de los otros niños en un refugio de yonquis, no saben qué decir. "Es el nombre con que algunos se dirigen a los gays cuando quieren ofenderlos", responde Juan (Mahershala Ali), el traficante de drogas que hace de hada en este cuento. "¿Y yo soy gay?", pregunta el chiquillo. "Si lo eres o no, lo sabrás cuando debas saberlo", responde la mujer de Juan.
            La última parte, cuando el niño Little, el adolescente Chiron, se ha convertido en el exitoso traficante Black, con su aparatoso coche y sus colgantes de oro, supone el triunfo de los humillados y ofendidos; del patito feo, ahora hermoso cisne negro.
            A la luz de la luna los chicos negros parecen azules se titula la obra de teatro que da origen a la película. Qué curiosa paradoja: La La Land nos deja un regusto de amargura, Moonlight una sensación de reconfortante aceptación de la vida, llena de trampas y alambres con espinos, pero en la que a veces es posible encontrar un mago bueno que nos guíe hacia la felicidad.


Lunes, 13 de febrero
BORGES Y YO

Borges se imaginaba el paraíso bajo la forma de una biblioteca. Yo, más modestamente, he convertido cualquier rincón del mundo en una biblioteca: vaya donde vaya siempre encuentro una esquina –no hace falta que sea un café del Boulevard Saint-Germain, basta el McDonalds de Los Prados– donde sentarme tranquilo, abrir un libro, sacar mi cuaderno de notas y leer o escribir o mirar la vida que pasa.
            Tras pasar un rato en el París del Segundo Imperio con el diario de los Goncourt, del que ando preparando una reedición, abro el cuaderno y anoto:
            Demasiadas grandes palabras, hunden cualquier conversación.
            De la inteligencia de quien nos admira no solemos tener la menor duda.
            Qué poco inteligente quien siempre anda demostrando lo muy inteligente que es.
            El mayor premio, merecerlo.
            Andar por el mundo enamorado es como ponerse a nadar con pies de plomo.
            Las cosas que no sabemos son las que hacen interesante al mundo.
            Hablar con ingenio está al alcance de unos pocos; callar con ingenio, de casi nadie.
            Para oídos necios no hay palabras inteligentes.


Martes, 14 de febrero
UNA CITA

¿Hay algo todavía más deprimente que no tener ninguna cita romántica el día de San Valentín? Sí, tener una cita –como yo esta tarde– con el dentista.

Miércoles, 15 de febrero
MORIR DE ÉXITO

“¿No crees que tus libros se venderían más si los promocionaran como a los de Javier Cercas?”, me pregunta Enrique Bueres.
            “No sé. El riesgo de una tan exhaustiva promoción es que luego el libro no añada nada a lo que ya nos han contado el autor en sus entrevistas, Javier Rodríguez Marcos o Antonio Lucas en sus reportajes, Mainer en su servicial reseña de costumbre. No añada nada, salvo el tedio”.


Jueves, 16 de febrero
AFUERAS DE LA NOVELA

No soy un buen lector de novelas. En seguida aprovecho cualquier pretexto de la trama para abrir una puerta y salir fuera y continuar por mi cuenta. Salir fuera, a los recovecos de mi memoria, o quedarme dentro, pero explorando territorios que no se le ocurrieron al novelista. Comienzo Asesinato en el Jardín Botánico, de Santo Piazzese, la primera entrega de su Trilogía de Palermo, y pronto desaparece el cadáver que cuelga de uno de los gigantescos ficus y los policías que acaban de llegar llamados por el profesor Lorenzo La Marca, ese investigador que tiene más de Woody Allen (o de Víctor Botas) que de Philip Marlowe. Quedo yo solo en el Orto Botanico, como aquella tarde, y las cuatro gotas que comienzan a caer y a las que no doy demasiada importancia se convierten súbitamente en un chaparrón. Corro hacia el invernadero, que es el refugio que tengo más cerca, y hay momentos en que la lluvia golpetea con tanta fuerza que temo vaya a romper los cristales. Tardo en darme cuenta de que no estoy solo. En la otra esquina, en el lugar más apartado de donde yo me encuentro, hay una mujer, sin duda otra turista solitaria. No parece haberse dado cuenta de mi presencia. Yo me quedo mirándola, no sabiendo si saludarla o no, y ella se da la vuelta, me ve, pone cara de terror y antes de que yo pueda decir nada sale corriendo bajo la lluvia y se pierde por los senderos embarrados. Quedo sorprendido y un poco asustado yo también. Continúa lloviendo cada vez más fuerte, como si hubiera empezado el diluvio universal. Pronto será de noche, cerrarán las puertas del jardín, corro el riesgo de quedarme dentro si no me atrevo a desafiar el agua y el barro, como la mujer. Viene a salvarme el guarda, refugiado bajo un gran paraguas rojo. Sin duda lleva la cuenta de la gente que entra. “¿Ha salido ya la mujer que estaba aquí conmigo?”, le pregunté. “¿La mujer? Esta tarde no hubo más visitas que la suya. La tormenta estaba anunciada y todo el mundo se quedó en casa, salvo los turistas”. Cuando salía por la gran puerta que custodian las esfinges –ya había comenzado a amainar la lluvia–, me di la vuelta y creí verla al fondo del paseo de las palmas. Por la noche soñé que yo era Adán y ella Eva y el Jardín Botánico una versión didáctica del paraíso. Con un rotulador y unas cartulinas, íbamos poniéndole nombre a los árboles y las plantas. Al día siguiente, lucía un sol espléndido y aunque yo tenía otros planes, al llegar a la estación central, en lugar de subirme a un tren para ir hasta Bagheria, seguí por via Lincoln y me dirigí de nuevo al Jardín Botánico. Antes de mí, entró un ruidoso grupo turístico. Me dirigí en dirección contraria. Buscaba, absurdamente, sin querer reconocerlo, a aquella mujer que había huido de mí. Recordaba el comienzo del Orlando furioso narrado en prosa por Italo Calvino: “Al principio, hay solo una mujer que huye; corre para entrar en un poema que acaba de empezar”.
            ¿También aquella mujer corría para entrar en una historia que acababa de empezar? Muchas veces volví a soñar con aquel encuentro y ahora, leyendo Asesinato en el Jardín Botánico, me he decidido por fin a correr tras ella. La he tranquilizado y sentados en un banco (ha dejado de llover, han cerrado el jardín y nos hemos quedado dentro), a la luz titilante de las estrellas, me ha contado su historia. Algún día la contaré yo.


Viernes, 17 de febrero
QUÉ ABSURDO

El pequeño Martín (este domingo cumple cinco meses) todo lo mira con sus grandes ojos asombrados y nunca dice nada. Qué absurdo le debe parecer, recién llegado del paraíso, este mundo nuestro.




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