Sábado, 7 de enero
EN EL MONASTERIO
¿Me habría gustado vivir otra vida? Por supuesto. Desde hace tiempo colecciono vidas que habría preferido a la mía.
Mientras visito el monasterio benedictino de San Nicoló l’Arena, añado otra a mi colección. Tras admirar las palaciegas escaleras, nos dirigimos al primer claustro. En el centro, un quiosco de malaquita (o eso me parece a mí), como en los poemas de Rubén Darío. “No cumplía ninguna función religiosa –me cuentan–. Fue mandado construir por el Abad para tomar café y chocolate caliente con los huéspedes ilustres, con los viajeros del grand tourque se acercaban a Catania”.
Desde una ventana, contemplo la Piazza Dante y los edificios frente al monasterio. “También pertenecían a la comunidad. Ahí solían alojarse las amantes de los frailes. Entonces ese hecho escandalizaba menos de lo que escandalizaría ahora. Los frailes, casi todos hijos de familias nobles, rara vez lo eran por vocación. Para evitar repartir la herencia, los segundones no tenían otro camino que la carrera militar o la religiosa”.
Yo también habría escogido la vida religiosa en un monasterio como este. Visito el otro claustro, con una inmensa fuente de mármol. “Para traer agua a esta fuente, solo para eso, se construyó un acueducto”.
Los largos pasillos, las celdas de los monjes comunes, con su amplio espacio y sus altos techos, el fastuoso refectorio, la gran cocina, la biblioteca, el misterioso jardín de los novicios sobre el banco de lava… Y los frailes que ocuparon este inmenso espacio (que hoy alberga a cientos y cientos de alumnos y profesores) nunca al parecer superaron en mucho la treintena (los servidores eran más, pero dormían fuera).
Sí, yo habría sido feliz en este monasterio. No habría necesitado para ello –aunque me habría gustado– desempeñar el cargo de abad. Los ritos religiosos, reunirse para rezar no sé cuántas veces al día, tampoco me habrían importado demasiado. A fin de cuentas, nada me gusta más que la repetición, que los hábitos rigurosamente respetados que pautan el día.
No me habría aburrido en este laberinto, no. Está construido sobre una suntuosa villa romana, fue destruido por un terremoto, estuvo a punto de ser arrasado por la lava del volcán (se dispuso un foso de arena para detener aquel lento río, y ahí sigue, como una reliquia más), guarda en sus entrañas secretas galerías abovedadas que sirvieron de refugio en tiempo de guerra y ahora ocupa la biblioteca.
Colecciono vidas que me habría gustado vivir. Ya anciano, muy anciano, con dificultades para subir y bajar escaleras, asistiría a misa tras una alta celosía, muy cerca del majestuoso órgano.
Cuando me asomo ahora, están preparando la iglesia –inmensa, mayor que la catedral: tenía que quedar claro que el abad mandaba más que el obispo– para no sé qué espectáculo. Trato de descubrir desde aquí la gran meridiana, el inmenso reloj de sol de más de cuarenta metros de largo que fue construido en 1841 por un científico alemán y otro danés contratados por los Borbones para estudiar la geología del Etna. Mármol negro y mármol blanco de Carrara. A veintitrés metros de altura está el óculo por el que penetra el rayo de sol que va marcando las horas.
Sí, yo habría sido feliz –aunque no fuera abad, aunque no tuviera una amante albergada en el edificio de enfrente– como fraile benedictino en San Nicoló l’Arena. Pasaría mis horas en la biblioteca, paseando por el jardín, estudiando las estrellas.
Claro que, bien mirado, también podría haber sido fraile en un monasterio más cercano, en Oviedo, como mi admirado Feijoo. Y quizá lo sea.
Domingo, 8 de enero
HAGO RECUENTO DE MI VIDA
Por una retorcida y estrecha escalera, subo hasta la cúpula de Santa Ágata. Es una espléndida mañana de domingo y toda la ciudad parece desperezarse gozosa en torno mío.
Enfrente, a contraluz, casi al alcance de la mano tengo la catedral y detrás de ella las aguas azul oscuro del puerto, con la silueta de algún barco que parece posada sobre los tejados. Luego, abajo, la Piazza del Duomo, con la fuente del elefante y los ociosos que se sientan en torno a ella a ver pasar las horas (coinciden caras arrugadas de campesinos, que parecen sacados de la Sicilia profunda, con rostros desvalidos de inmigrantes).
Sigo mi ronda circular: la via Vittorio Emanuele y las torres de San Francisco; la plaza de la Universidad (al fondo, sobresaliente, la cúpula de San Nicoló); la larga vía Etnea, tan fatigada por mí, y la mole del Etna, deslumbrante con su manto de nieve, protectora y amenazadora; el teatro Bellini (sonrío al recordar la aparatosa estatua del compositor en la plaza Stesicoro); el otro tramo de la vía Vittorio Emanuele, el que va hacia el mar, que brilla de nuevo sobre los tejados…
Tras hacer la ronda solitaria y acariciar con su nombre todos los lugares que voy reconociendo, me siento un rato a hacer otra ronda, la de mi vida. A veces pienso que no he fracasado en nada, salvo en lo fundamental, y otras que he cometido error tras error, pero que finalmente no me he equivocado en lo que importaba.
¿Amor? No me gustan las preguntas sobre mi vida privada; prefiero hablar, incluso conmigo mismo, de otra cosa. Recuerdo lo que respondió Fidel Castro a una pregunta semejante: “Amé y me amaron; eso es todo lo que puede decir un caballero”. De que amé yo estoy seguro; de que me amaran, al menos como yo quería que me amaran y quien yo quería que me amara, tengo mis dudas… Cualquiera las tendría, viendo que vivo solo, como casi siempre he vivido. Pero la verdad es que la vida de pareja –más allá de unos cuantos fines de semana– nunca me pareció apetecible. Como los señoritos (qué palabra tan fea) o los libertinos (qué palabra tan sugerente) de las comedias de Jardiel Poncela, mi vida ideal sería un amplio apartamento en el centro (en el centro de cualquier ciudad: lo mismo me da Roma que París o Nueva York), una asistenta invisible y un eficaz mayordomo. Y luego, pero no todos los días, aventurillas de una noche. No lo he conseguido, por supuesto, pero me he aproximado todo lo posible dados mis limitados medios de fortuna. El matrimonio es para la clase de tropa, como dijo un santo varón de cuyo nombre me acuerdo perfectamente.
¿Éxito profesional? Ninguno. Pienso en la gente de mi edad: Darío Villanueva, Luis Alberto de Cuenca, Javier Marías, Pérez-Reverte… Eso es éxito, cada uno en su ámbito, y lo demás son cuentos. Pero como soy de buen conformar la verdad es que no tengo ninguna queja. Me gano la vida, desde hace cuarenta y cinco años, con un trabajo que cada vez me parece menos trabajo (cuando me jubilen, en el 2020, será como si me quitaran un entretenimiento) y dedico lo mejor de mi tiempo, también desde hace al menos cuarenta y cinco años, en que apareció mi primer libro, a la literatura, no como profesión, sino como un laborioso placer que nunca cansa.
Publico libros todos los años, colaboro en la prensa todas las semanas (algunos veranos todos los días) y no cambiaría ese privilegio ni por la dirección de la Academia ni por el premio Nobel.
¿Dinero? Ni mucho ni poco, el que he necesitado (soy de pocas necesidades).
¿Eres un hombre feliz entonces?, me pregunto.
Esta mañana, sentado al sol en lo alto de la Badia di Sant’Agata, sí. Pero pronto se hace de noche y hace frío, dentro y fuera, y todos los fantasmas se ponen a bailar sobre mi cabeza. A fin de cuentas, como dijo Oscar Wilde (o como dije yo, no sé bien), la felicidad es un estado pasajero que no presagia nada bueno.
Lunes, 9 de enero
MUSEO DE LA LOCURA
No puedo olvidar la exposición “Museo della follia”, en el Castello Ursino: los obsesivos autorretratos de Antonio Ligabue y el quebradizo expresionismo de Pietro Ghizzardi entremezclados con los restos arqueológicos, con la solidez de Hércules, los bustos de Alejandro y Meleagro, de diosas y de mujeres anónimas.
La locura, ese otro nombre del infierno. Antonio Ligabue malvivió en la calle, pasó largos años en sanatorios psiquiátricos (entonces llamados, más expresivamente, manicomios). Le salvó la pintura. ¿Le salvó o simplemente le ayudó a sobrevivir? Vivió los mismos años que yo tengo ahora.
Respiro hondo al salir de las tinieblas a la luminosidad de las calles. Artistas contemporáneos complementan la exposición con obras en las que expresan su visión de la locura o mejor de las torturas a las que hemos sometido a ciertos seres humanos con tal pretexto.
Yo sigo teniendo ese terror ancestral a lo que no entendemos, a lo que no controlamos. Miedo a los demonios que están dentro de los demás, pero sobre todo a los que están dentro de mí mismo.
Y no hay demonios: solo disfunciones en la compleja maquinaria que llamamos cerebro. Disfunciones, desarreglos, que a veces solo lo parecen, que solo son distintas maneras de funcionar.
Pero yo, como todo el mundo, qué bien me las arreglo para ir dejando de lado al conocido o al amigo con problemas. Allá él o ella en sus arenas movedizas. Poco a poco retiro mi mano para que no me arrastre consigo.
Vuelvo a la Piazza del Duomo y doy vueltas y vueltas, como un ocioso más, en torno a la fuente del elefante.
Soy un superviviente, me digo. Y para ser un superviviente hay que tener pocos escrúpulos. Cruzamos el río de la vida caminado por encima de los más débiles. Dejamos que el temporal los arrastre para que no nos arrastre con ellos.
Martes, 10 de enero
ELOGIO DE LOS CENTROS COMERCIALES
Qué triste el centro cultural Le Ciminière, las chimeneas, que trata de recuperar las viejas instalaciones industriales dedicadas a la refinería del azufre, situadas al lado de la estación central. Lo visito en la mañana sin nadie. Oscuras salas donde se exponen mapas antiguos de Sicilia, borrosas fotografías del desembarco de 1943, viejos aparatos de radio… Al fondo, tras las vías, el azul del mar y un antiguo fortín defensivo.
Mejor un centro comercial que un centro cultural. A las cinco, ya es plenamente de noche en esta ciudad. ¿Qué hacer? Las pocas mesas ínteriores de las cafeterías siempre están llenas, la gente toma algo de pie en la barra o no le importa morirse de frío en la terraza, los cines son de una o dos salas y hay que ir buscándolos por calles oscuras. Yo me refugio todo el tiempo que puedo, hasta que llega la hora de la cena, en la Feltrinelli. Cada tarde compro un libro y me leo otro allí mismo, en la librería.
¡Ah, cómo echo de menos Las Salesas, Los Prados, la cafetería del Ikea! Sin ellos qué inhóspita esta ciudad, cualquier ciudad, en las horas melancólicas en que sigue siendo de día, pero ya es de noche. Y no solo para el hombre solo.