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Sin trampa ni cartón: Ni vuelve ni tropieza

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Viernes, 13 de enero
UN HOMBRE PRECAVIDO

Soy un hombre muy precavido, demasiado. Me dijeron que la sal y el enamorarse eran malos para el corazón y desde entonces he dejado de cocinar con sal.


Sábado, 14 de enero
AQUELLA MUJER

En Catania, a las cinco de la tarde, ya era de noche y la temperatura, agradable durante las horas de sol, se desplomaba súbitamente. No me apetecía volver al hotel, las cafeterías, sin apenas mesas en el interior, estaban llenas.
            Yo pasaba un rato leyendo y luego me ponía a caminar rápidamente de un lado para otro, por calles mal iluminadas, sintiéndome como un desterrado sin casa ni hogar en una ciudad ancha y ajena.
            Veía a la mendiga con su bebé a la puerta de una iglesia, a los vendedores de baratijas, a los inmigrantes oscuros agrupados en cualquier esquina y se me llenaban los ojos de lágrimas. Me sentía como un personaje de Dostoievski, pobre gente en las noches blancas de San Petersburgo, perpetuamente “humillado y ofendido”.
            Una de esas tardes, se me acercó una joven a preguntarme algo. “No soy de aquí”, me excusé. Se lo dije en italiano, pero ella notó mi acento español y pasó a hablarme en esa lengua. Quería saber una dirección. Conocía la calle, había pasado varias veces por allí y me ofrecía a acompañarla. Sin yo preguntarle nada, me contó su historia, una historia bastante confusa y que cada vez me hacía sentir más incómodo. Un marido italiano, con diversos negocios que no me aclaró bien, una separación traumática, unos hijos que el juez le había prohibido visitar, un largo tratamiento psiquiátrico, la decisión de presentarse sin avisar en la casa en que su exmarido y su nueva mujer vivían ahora… Todo eso me lo contó, sin que yo tuviera prácticamente ocasión de decir palabra, mientras caminábamos hacia una calle próxima al inmenso palacio de Justicia, un mamotreto comenzado a construir en 1937 y no terminado hasta casi veinte años después, aunque siguiera fiel a la estética fascista.
            No era tan joven aquella mujer como me había parecido en un principio. Muy maquillada, casi como una actriz antes de salir al escenario, debía de tener cerca de cincuenta años.
            Yo estaba un poco asustado. Debería haberle indicado el camino, sin acompañarla, pero estaba tan solo y tan aburrido… Desde una esquina con el Corso Italia, le señalé la calle el lugar donde se encontraba aproximadamente el portal que buscaba. Quise despedirme. “Espere, espere”, me pidió. “Venga conmigo. Espere a que me abran”.
            Llamó una vez y otra vez, nadie respondió. Sin duda en aquel piso no había nadie. O le habían dado una dirección equivocada o la familia estaba fuera.
            “¿Y ahora qué hago?”, “Vaya a su hotel, descanse y vuelva mañana”, “No tengo hotel, acabo de llegar de Barcelona”. Aquello me asustó más, la mujer no parecía estar en sus cabales. Decidí acompañarla hasta uno de los centros de información turística, cerca de la plaza Stesicoro. Allí podrían encontrarla un hotel. Ella me cogió de la mano, me apretó fuerte. “No sé qué habría sido de mí si no le hubiera encontrado”.
            Yo estaba cada vez más asustado. Entré con ella en el local, pero mientras atendía al empleado, que buscaba en la pantalla diversas posibilidades y le indicaba precios, en un momento de distracción, salí a la calle y me alejé de allí rápidamente, casi corriendo.
            Al doblar una esquina, creí escuchar su nombre llamándome. Afortunadamente no le había dicho dónde me alojaba. Ya en la habitación del hotel, tras respirar aliviado, sentí un poco de remordimiento. “Por lo menos podría haberme despedido”.
            Pasé una mala noche. Aquella mujer se aferraba a mí y los dos rodábamos juntos por no sé qué oscura pendiente, las aguas rugidoras al fondo y arriba unos hombres que nos tiroteaban, como en una mala película.
            Al día siguiente lucía el sol, el cielo era de un azul espléndido, comencé la mañana, como cada día, saludando al Etna desde el Giardino Bellini y no volví a acordarme de aquella mujer. Hasta hoy.
           

Domingo, 15 de enero
PUÑAL Y MANOTAZO

A veces nos asalta a traición y nos clava un ferruñoso puñal en la espalda. En mi caso, suele aprovechar los momentos felices. Cuando tengo una preocupación, el inmediato problema lo llena todo, no deja lugar para la angustia sin causa. Pero cuando, a media mañana, tomo un café, hojeo los libros que acabo de recibir, un amigo al que hacía tiempo que no veía se acerca a saludarme a la gran mesa redonda de Las Salesas; cuando me esperan luego los alumnos en el Milán y las pruebas del nuevo número de Clarín y los correos que he de contestar y los amigos de Facebook; cuando siento que el mundo, que mi mundo, está bien hecho y se desliza suavemente sobre los engranajes, entonces siento de pronto el topetazo brutal de la melancolía.
            Estoy de paso, vivo en un castillo de arena, todo esto se desmoronará poco a poco o de un imprevisto manotazo. Y no solo eso: vuelven de pronto, con su sonrisa triste, todos los que se han ido yendo a lo largo de los años para no volver nunca. Vuelves tú, rostro más querido que ninguno y que se va desvaneciendo, como todos, en la niebla.


Lunes, 16 de enero
BIEN QUE LO LAMENTO

"A menudo haces recuento de los amigos que has perdido, como el vaquero que recuenta las muescas en la culata de su rifle, como si estuvieras orgulloso de ello", le gustaba repetirme a uno de esos amigos que ya no es amigo mío.
            No, no estoy muy orgulloso de esas pérdidas. Creo que siempre he tenido mucho cuidado con mis amigos, un material escaso y especialmente valioso. Pero la palabra amigo se emplea de muy diversas maneras. Llamamos amigo no solo al horaciano "animae dimidium meae", sino también al simple conocido, al colega escritor con el que intercambiamos libros y poco sinceros elogios. Esos amigos son los que yo pierdo con facilidad.
            He aprendido a mentir, como cualquier adulto, pero no del todo. No me importa elogiar en privado el bodrio o la medianía de cualquier conocido literario. Pero en público soy incapaz; en público puedo disimular, tratar de ser diplomático, pero nunca lo consigo por completo.
            A quien valoro poco, en seguida lo nota, y eso no se perdona. Y a quien admiro de veras puedo no admirarle especialmente en algún libro, entretenerme enumerando las concesiones a la facilidad, las caídas. Y eso se perdona menos.
            "A veces pienso que es mejor ser enemigo tuyo; tratas con más cuidado y delicadeza los libros de quien no te tiene ninguna simpatía, como Gamoneda, que los de quien te admira y te quiere bien", solía decirme el mismo amigo que ya no es amigo mío.
            Es posible. Pero tampoco hay que darle demasiada importancia. Las relaciones literarias las debe cuidar quien quiera hacer carrera literaria. Y yo no es que no quiera, es que estoy incapacitado para ello. Y bien que lo lamento. Porque talento quizá no, pero falsa modestia tengo tanta como Javier Marías, Antonio Muñoz Molina o incluso Juan Goytisolo.


Martes, 17 de enero
ENCUENTRO EN LOS PRADOS

Le escuché contar una vez a Torrente Ballester que él se dio cuenta de que era viejo cuando pasó a saludarle un antiguo alumno y le dijo que era almirante. Yo, por supuesto, no tengo exalumnos que sean altos jefes de la Armada, pero…
            Me lo encuentro al dejar, como cada tarde, mi oficina de Los Prados (un rincón del McDonald’s). Le di clases cuando él tenía seis o siete años, allá por el curso 72-73, en el colegio de Ventanielles. Cuarenta años después, me escribió para saber si el “José Luis García” que firmaba un premio que había recibido por su buena conducta era yo. Era yo, y seguía dando clases a pocos pasos, en el Campus del Milán.
            Mi antiguo alumno, aquel niño tan formal, ahora es policía y jefe del servicio del 091 en Asturias. Me invita a visitarlo en su trabajo. “A lo mejor le interesa ver cómo funciona ese servicio”. Claro que me interesa. Ya comienzo a pergeñar en mi cabeza una serie televisiva policíaca y autonómica en la que cada episodio comienza con una llamada al 091 de la calle General Yagüe (ahora Juan Benito). Hablaré con mi amigo Xuan Bello para ver si su productora está interesada.


Miércoles, 18 de enero
PRIVILEGIOS

Transcurre manso, día a día, imperceptiblemente. ¡Cuántas veces he tenido la impresión de que, como en el título de Eduardo Mallea, era un río inmóvil! Pero hay días en que parece correr en tromba llevándoselo todo por delante. Hablo del tiempo, claro, del tiempo que ni vuelve ni tropieza.
            Hoy pasa por casa, a recoger unos libros y unas pruebas de imprenta, mi amigo Alfonso. Le acompaña Ernesto, que tiene ya once años y al que hacía algún tiempo que no veía. Busca los relojes de arena, la escultura de Pessoa, las pequeñas piedras pulidas por el Egeo o abrasadas por el Vesubio…
            Le entusiasmaba jugar con ellas cuando era pequeño y el padre pasaba por aquí en busca de algún libro o a hacer alguna consulta bibliográfica; también le acompañé muchas veces a recogerlo a la salida del colegio, que está junto al Milán, al lado mismo de mi casa. Qué lejos quedan ya esos días.
            No he tenido hijos, y nada me habría gustado más. Me fascinan los bebés, su manera de ir apropiándose del mundo, de crearlo de nuevo por entero en su cabeza. No he teñido hijos, si nos atenemos a la verdad de la biología y del código civil, pero creo que los tengo de todas las edades.
            El regalo de haber visto crecer, casi día a día, a Ernesto. El de tener en los brazos, ahora, a Martín. La vida, sin esa responsabilidad y ese prodigio, está incompleta. Yo no siento que la mía lo esté. Y encima no he tenido nunca que cambiar los pañales.


Jueves, 19 de enero
HACER ALARDE

“Le gustaba alardear de inteligencia para poder ocultar mejor su bondad”, leo en Arthur Schnitzler. Sonrío. Eso es lo que yo hago. Y la oculto tan bien que a veces dudo de que siga existiendo o incluso de que haya existido alguna vez.



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