Quantcast
Channel: Café Arcadia
Viewing all articles
Browse latest Browse all 710

Sin trampa ni cartón: Vivir para contarlo

$
0
0


Martes, 3 de enero
VENTAJAS DE HABER SIDO UN NIÑO POBRE

Qué fácil resulta sacarme de mi zona de confort. Como un gato viejo, fuera de los cuatro rincones de costumbre me siento perdido. Mi primer idea, cuando llego a un lugar en el que no he estado nunca, es darme de inmediato la vuelta. Pero afortunadamente no suele haber plaza en los aviones que regresan el mismo día, o la hay a un precio prohibitivo.
            Es fácil sacarme de mi zona de confort, tan fácil que para sobrevivir ha tenido que ir aprendiendo a crearme rápidamente otra.
            Salgo la calle, en la hora melancólica del atardecer, como un niño enfurruñado, echando de menos mi café de siempre y los amigos de costumbre, suspirando por regresar. Pero en el parque Bellini, al lado mismo del hotel, me sorprende un viejo conocido, familiar desde la adolescencia ("en llegando a esta ocasión, / un volcán, un Etna hecho, / quisiera arrancar del pecho / pedazos del corazón") y junto a él, sobre los tejados de la ciudad, las nubes forman un círculo tan perfecto que no parece obra de la azarosa naturaleza, sino de alguna inteligencia no humana. ¿Un ovni sobre Catania? Por si acaso mando mi fotografía a Cuarto milenio.
            Sonrío como un niño que por un momento se olvida de su mal humor. Sigo caminando y, de pronto, en la plaza Stesicoro me encuentro con la entrada al anfiteatro romano, medio sepultado a un lado de la plaza. Bajo unas escaleras metálicas y ya estoy en otro mundo, vigilado por la fachada barroca de una iglesia (como casi siempre en esta ciudad). Lo que queda del anfiteatro se puede recorrer como un laberinto. Juego a perderme en él, sin hilo de Ariadna, sin miedo a toparme con el Minotauro. A quien me gustaría encontrar es a cualquiera de los viajeros del Grand Tour, a Goethe por ejemplo, que también se dejaron fascinar por este lugar.
            Al otro lado de la acera, en la misma vía Etnea en que está mi hotel (que casi no es tal, sino un viejo caserón en el que tengo alquilado un cuarto con una gran terraza sobre un destartalado jardín), dos cafés, uno al lado del otro, hombro con hombro, el Spinella, abierto desde 1936, y el Savia, desde 1897. Ya tengo donde escribir versos y leer La Repubblica. Y la librería Feltrinelli, uno de mis rincones favoritos de Italia, también en la misma larga calle, que termina en la Piazza del Duomo y tiene siempre al fondo en lo alto, vigilante, como dispuesto a ponerse en marcha de un momento a otro, a un viejo amigo, el Etna, coronado de nieve y, en mi memoria, de versos de Góngora y Virgilio.
            Hace una hora, o quizá dos, me sentía desvalido y desterrado; ya me siento como en casa.
            Soy un niño caprichoso, nunca he dejado de serlo, pero también fácil de contentar, de distraer con cualquier cosa. Es lo que tiene haber sido un niño pobre.


Miércoles, 4 de enero
UN REPROCHE EN ORTIGIA

Las doce en el reloj, como en el poema de Guillén, y yo sentado en la Piazza del Duomo, en el centro mismo de la isla de Ortigia. Tengo enfrente la catedral, el antiguo templo de Atenea; a la derecha, la iglesia de Santa Lucía, con el cuadro en el que Cravaggio pinta su entierro (el cuerpo está en Venecia, en el Campo de San Geremia: la inscripción en su honor es visible desde el vaporetto); a la izquierda ensortijados palacios llenos de luz, y en torno el mar del mismo deslumbrante azul que cuando aquí llegó Platón llamado por el tirano de Siracusa.
            Las doce en el reloj, el acorde perfecto, y yo por un instante sintiéndome el centro de tanto alrededor, a gusto con el mundo y conmigo.
            Por un instante. De pronto es como si se apagaran las luces del escenario y todo quedara oscurecido por la tinta de la melancolía.
            No soporto estar solo, ahora lo descubro. Necesito la distracción y el debate para no pensar en lo que se avecina. Menos mal que con el teléfono móvil, del que tantos abominan, uno nunca está solo. Me llama Abelardo Linares, que también anda un poco alicaído últimamente, y enseguida me las arreglo para discutir un rato y así sacudirme la tristura.
            –¡Bueno has puesto el libro de viajes extremeños de Antonio Moreno! Y todo porque no te gusta lo que dice de Aldeanueva del Camino o porque copia lo que cuenta un panadero de Galisteo y tú no estás de acuerdo!
            –No es eso, Abelardo, no es eso. Yo pensaba reseñar ese libro, pero se me cayó de las manos. Es obra de poeta, en el mal sentido de la palabra, es el libro de quien no cree necesario revisar los datos. Y un dato falso hace que una crónica se venga abajo y lo mismo pasa con una generalización abusiva. Me defraudó y por eso no quise hacer una reseña.
            –Pues fue peor que si le hubieras dedicado una.
            –Hay que distinguir de géneros literarios, amigo Abelardo. Yo no los confundo nunca. En el diario caben la subjetividad y el capricho; en la crítica, no.
            Le cuento que estoy estos días de viaje solo y que ya estoy un poco harto de tanto andar conmigo porque me tengo muy visto. Y me temo que al paso que voy, a diario por año, a mis lectores les va a pasar lo mismo.


Jueves, 5 de enero
EN EL GRAN TEATRO

La alegría de tomar el tren cada mañana. Ayer, fue Siracusa; hoy es Taormina. Las chumberas y los naranjos, la línea azul del mar y las tierras fértiles de la isla asomándose siempre a la ventanilla. La alegría de partir en la mañana temprano, cuando todo relumbra como recién creado. No hay otra comparable a ella.
            Pero siempre anochece demasiado pronto. Cada día, como un símbolo del viaje de la vida: niñez, juventud, senectud; todo comprimido en unas pocas horas. Estar solo y estar lejos ayuda a verse mejor. Cada día, cualquier día, un triple salto mortal. Y ahora, lejos, descubro como ayuda la red de los amigos, aunque finalmente –ya lo sé– no sirva de nada.
            La belleza no es un buen lugar para vivir. No conozco lugar más hermoso que los riscos de Taormina, rodeados de islas y con el Etna siempre vigilante. Ninguno más incómodo, salvo quizá el empinado Anacapri. Vivir aquí, siempre pendiente del taxi, de los caprichos del autobús, jugándose la vida con las curvas y más curvas en el coche particular, no me apetece demasiado. Aquí los hoteles y las villas suntuosas son cárceles de lujo. Y no quiero ni imaginarme lo que debería ser este lugar en el siglo XVIII, cuando comenzó a ponerse de moda. El burro era entonces el único medio de locomoción.
            A mí me gusta llegar, subir al gran teatro, que no necesita decorados pues su telón de fondo es el más hermoso que se haya podido imaginar. Sentarme en una de las gradas, cerrar los ojos y escuchar a Antígona discutir con Creonte el eterno debate entre legalidades, tan actual hoy como entonces. Yo me entretengo imaginando una versión actual con Rajoy de Creonte y Ada Colau haciendo de Antígona.
            Y no me parece una falta de respeto traer a estas solemnes ruinas los repetitivos y para algunos aburridos debates de hoy. No eran muy distintos los que ocuparon a Sófocles o a Aristófanes, uno en tono solemne, el otro en tono burlón.


Viernes, 6 de enero
EL MEJOR REGALO

¿Cuánto tiempo hace que este día ha dejado de ser mágico? ¿Cuánto tiempo hace que dejé de ser un niño?
            Pero quizá no ha dejado, no he dejado de serlo. Me despierto en Catania, un lugar que era un nombre en un mapa, páginas desgarradas de Giovanni Verga, música de Vincenzo Bellini, el sufrido esplendor de los años del azufre, el oro amarillo, cuando soñaba con convertirse en otro Milán.
            Ahora es ya una de las ciudades de mi colección. Cuántas tardes he paseado arriba y abajo, como un catanese más, por la vía Etnea, cuánto me ha deslumbrado, cuánto me ha llenado de tedio, convertida de pronto en la ciudad de Cavafis, esa "angosta esquina de la tierra" de la que no saldremos nunca.
            También he creído encontrar el amor, como hago siempre en los lugares a los que llego la primera vez, y afortunadamente era una ilusión. Me he pasado la vida buscándolo, pero si lo encontrara no sabría qué hacer con él.
            Una ciudad nueva y unos cuantos lugares cercanos revisitados. Y en cada uno de ellos un regalo especial. Yo he apreciado sobre todo aquel arco iris sobre la bahía de Lentojanni, vista desde la parte alta del teatro de Taormina; luego descendiendo volvió a aparecer sobre Isolabella. Y la biblioteca pública instalada en la antigua iglesia y convento de San Agustín. Fuera, en torno a la Piazza 9 de Aprile, el más hermoso espectáculo del mundo; dentro, un silencio cargado de maravillas: yo abrí al azar un libro y era de Quasimodo y hablaba de esta isla y del Mar Jónico y de los dioses que se bañaban en él.
            Cierto que alguna vez sentí la lanzada del tedio, pero ningún lugar es de verdad tuyo si no te has aburrido en él. Lo que yo temo no es el aburrimiento, que en mi caso es el abono necesario para que surja la ficción o el poema, sino la desidia, la noche oscura del alma de la que hablaban los místicos, el desinterés por todo.
            Ayer llegué a la estación de noche (en estas fechas oscurece pronto) y para ir desde Catania Centrale hasta la Piazza Stesicoro, el lugar del centro más cercano, hay que atravesar un escenario de novela negra: lugares sin apenas edificar, descampados con algún oscuro vagabundo, grandes almacenes que guardan no se sabe qué. Me perdí, cosa rara porque he hecho este camino más de una vez, y no había ningún transeúnte al que preguntar. De pronto, escuché un tiro, o eso me pareció; un hombre dobló corriendo una esquina; recordé las novelas de Sciascia, viejas películas. Esperé escuchar sirenas policiales. Pero no pasó nada más. En seguida apareció una avenida con la iluminación navideña. Llegaba a terreno conocido. Si ocurrió algo, me dije, lo sabré mañana leyendo La Sicilia.
            El tedio se fue con ese disparo. Y yo supe que el mejor regalo de Reyes, el mejor regalo de cualquier día, es vivir para contarlo.




Viewing all articles
Browse latest Browse all 710

Trending Articles