Sábado, 2 de abril
EL SOL Y TODAS LAS ESTRELLAS
“En el fondo, no cree que la tierra gire alrededor del sol, sino alrededor de sí mismo”, afirma Jardiel Poncela al presentar a uno de sus personajes.
¿Y quién, en el fondo, no ha creído alguna vez eso? Y en ocasiones parece que no es solo la tierra la que gira alrededor de uno, sino también el sol y todas las estrellas. A mí, a partir de los dos años, me ha ocurrido muy pocas veces en la vida. Me ocurre ahora cuando tú me miras y es como si el universo entero me mirara.
Domingo, 3 de abril
PASARSE DE LISTO
No me extraña nada el revuelo causado por las patosas declaraciones de Félix de Azúa. Nos tiene acostumbrados. Y no solo cuando habla de política con esa “desfachatez del intelectual”, de ciertos intelectuales, tan bien diagnosticada por Sánchez-Cuenca. En literatura o arte, asuntos más acordes con su especialidad, resulta quizá menos hiriente, pero no menos desopilante.
Sonrío ahora al recordar que una de las pocas veces que me censuraron un texto fue por causa suya. Resulta que, allá por 1996, Laura Freixas preparó un número monográfico sobre el diario íntimo para la Revista de Occidente. Aparte de diversos estudios, que todavía no han perdido su interés, pidió una muestra inédita a diversos diaristas españoles. En la mía, se discrepaba de alguna afirmación de Félix de Azúa. Nada personal, por supuesto. Aunque quizá sí: aludía yo a su tendencia a “pasarse de listo”. A Soledad Ortega, directora de la publicación, no le gustó. Laura Freixas, un tanto avergonzada, me dijo de su parte que debía de retirar esas líneas si quería que se publicaran las páginas de mi diario. No las retiré, no se publicaron, aparecieron pronto dentro de un libro.
Me divierte pensar lo que diría Soledad Ortega si leyera lo que escribe su admirado Azúa en el diario fundado por su hermano, José Ortega Spottorno.
Lunes, 4 de abril
VIEJAS CARTAS
Años setenta, años ochenta. Repaso viejas cartas de los tiempos de Jugar con fuego y de la antología Las voces y los ecos. Cartas de Ángel González, de Ángel Crespo, de Carlos Bousoño, de Jaime Gil de Biedma, de gente que ya no está y de viejos amigos que han ido dejando de ser amigos: Luis Antonio de Villena, Miguel d’Ors, Andrés Trapiello.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que comencé a publicar? Más de cuarenta años. Leo los nombres: Dionisio Ridruejo, Leopoldo de Luis, José Camón Aznar, nombres verdaderamente de otro siglo que me recuerdan que uno va siendo también historia antigua.
He hablado con la directora de la Biblioteca de Asturias y hemos quedado de acuerdo en depositar en ella estos papeles. Me dice que se guardarán junto al legado de Víctor Botas. No es mal sitio, para seguir de tertulia por toda la eternidad.
Después de las cartas, irán los recortes periodísticos, tantos años hablando de libros en la prensa. Algunos de ellos se pueden encontrar en Internet, pero bastantes no. Ahí estarán juntos casi todos los autores con los que he dialogado. Y luego, en una tercera entrega, los libros de poesía dedicados, las primeras ediciones hace tiempo inencontrables. Es como si uno estuviera arreglando la casa para un largo viaje.
Me gusta que estos papeles queden en un rincón de la biblioteca del Fontán, a fin de cuentas también mi casa. “¿Y no te parece un poco vanidoso el pensar que tus papeles puedan interesar un día a alguien?”, me pregunta el primer amigo al que le cuento mi intención. “No, no me lo parece. La historia de la literatura se hace con tales minucias. Yo disfrutaría mucho explorando esta maraña de papeles si no fueran míos; una parte de la mejor poesía de estos años anda enredada en ellos”.
Al preparar el envío, aparto discretamente algunos papeles y los rompo en pedazos menudos. Las cuestiones personales deben quedar al margen, los amores mejor dejarlos en un discreto misterio, entre la realidad y el sueño, nada de nombres y apellidos y deprimente anecdotario. Pero las cartas que más me gustaría romper andan por ahí, en manos ajenas; esperemos que sean discretas y las hagan desaparecer.
Las cartas más extensas, las que entran en más pormenores sobre su poesía y la ajena, son las de los compañeros de generación: Fernando Ortiz, Miguel d’Ors, Luis Antonio de Villena, muy amigos al principio y luego, pronto o tarde, más pronto que tarde, todo lo contrario. Tengo la mala costumbre de reseñar los libros de los amigos como si estuvieran escritos por desconocidos. Y no hay reparo, por pequeño que sea, que no acabe viéndose como una ofensa.
En ocasiones ocurre algo peor: la poesía de un autor admirado poco a poco deja de interesarnos. Esa es una ofensa que nunca se perdona. Fue el caso de Villena o de Ortiz.
Y luego está la deriva ideológica que cada uno va tomando: Miguel d’Ors cada vez más Jiménez Losantos (pero siempre admirado poeta), Andrés Trapiello cada día más Félix de Azúa, pero siempre admirado por tantas cosas.
Y las torpezas mías en el trato con los demás, que no son pocas. “Vivir es cometer esos errores / que humanamente nunca se reparan”.
Pero los años que se llevan unos amigos, van trayendo otros, que inevitablemente dejarán de serlo en cuanto no te necesiten. Miro este montón de polvorientos papeles, tanto tiempo arrumbados en el trastero, y pienso que tengo la misma edad, o en algunos casos más, que aquellos provectos maestros de cuando yo comencé a escribir. No me lo acabo de creer. Sigo siendo el mismo aprendiz de entonces, quizá algo más cascarrabias (aunque siempre lo fui bastante), con infinitos libros por leer, innumerables autores por descubrir.
Sigo siendo el mismo ilusionado aprendiz. Si ahora de pronto se borrara todo lo que he escrito, no me importaría demasiado. El único libro mío que me interesa es el que estoy escribiendo y el que pienso comenzar en cuanto lo concluya.
Martes, 5 de abril
UN ARTE QUE DOMINO
“Ese libro podrías haberlo escrito tú, sin duda” y me señala uno que acaba de comprar en la librería de viejo. Se titula El arte de no tener amigos y de no dejarse convencer por las personas y lo firma Noel Clarasó, tan de moda un tiempo, tan olvidado hoy. “Ya lo he leído”. “Y has aprendido la lección, por lo que parece”. “Es un arte que se aprende pronto; todos acabamos siendo expertos”.
Miércoles, 6 de abril
DOS POETAS
Cuánta novela, cuánta historia olvidada en estas viejas cartas que estoy ordenando para llevar a la biblioteca. Procuro no leerlas para no emborracharme de melancolía. Pero a veces no puedo evitarlo. No recordaba la del poeta portugués Al Berto, escrita en marzo de 1982. “José Luis, o Luis Miguel Nava acaba de passar alguns dias na minha casa y mostrou-me os teus livros, antologia e revista”, comienza.
Al Berto, que en realidad se llamaba Alberto Pidwell Tavares, se convertiría pronto en uno de los nombres más destacados de la literatura portuguesa. Cultivaba el malditismo, era una especie de Leopoldo María Panero, murió de Sida. A Luis Miguel Nava lo conocí en Oporto, durante un homenaje a Eugénio de Andrade, del que era gran admirador. Su poesía me interesaba más. Tengo todos sus libros dedicados. La última dedicatoria la fecha a finales de 1994; hablaba en ella de su poesía “cada vez más negra” y hacía votos porque el nuevo año fuera feliz para ambos. Me indicaba también su dirección en Bruselas (27, rue de la Madeleine) y su teléfono de casa y del trabajo (por entonces no había móviles). Quería que fuera a visitarle.
La siguiente noticia suya la tuve por los periódicos portugueses. Apareció muerto en casa de la manera más brutal. El crimen, por lo que yo sepa, no se aclaró nunca. Eugénio de Andrade le dedicó un poema: “Dicen que fuiste tú / el que escogió la violencia / de tu muerte, en un acorde perfecto / con tus versos. No es verdad. / tú sabías que ningún infierno / es personal, por eso buscabas / un río en el que ardieses / para volver a nacer lejos del mundo”.
Al Berto jugó siempre a la marginación. Luis Miguel Nava, no. Alto, elegante, con modales de diplomático, hablaba perfectamente media docena de idiomas (en Bruselas trabajaba como traductor); nada hacía suponer el demonio que llevaba dentro y que un día le sentó en una silla de la cocina de su casa, le maniató cuidadosamente y le rebanó limpiamente el cuello.
Jueves, 7 de abril
ASÍ CUALQUIERA
Presento un libro, Ciudad de sombra, de mi amigo Avelino Fierro, fiscal en León, y aprovecho para juguetear un poco en el debate lanzándole algunas pullas. Es mi deporte favorito. A veces me causa algún problema con ciertos hinchados egos no muy dotados para la dialéctica (o simplemente para el ejercicio del pensamiento racional). Avelino, que es la cordialidad y la generosidad mismas, se lo toma con paciencia. Rechaza “la literatura de Internet”, las redes sociales, solo usa el móvil por razones de trabajo, escribe sus libros siempre a mano… Tomando luego algo en “La doble vida”, me entero de que su mujer, Mar, teclea cuidadosamente todo lo que escribe, le recoge los mensajes telefónicos, contesta al correo electrónico. “Qué cómodo”, le digo, “con una secretaría así hasta yo sería alérgico a las nuevas tecnologías”. Claro que yo jamás querría tener una secretaria, o un secretario, así: temería convertirme en esclavo de mi esclavo, como en la película de Losey.
Vienes, 8 de abril
AMAR Y VIAJAR
“Amar y viajar son una misma cosa. Cada país, igual que cada persona de la que nos enamoramos, está lleno de interés y de misterio y se piensa que va uno a habitarlo definitivamente; pero luego, conocido a fondo, se le descubre su semejanza con el anterior, su falta de misterio y de interés y se dice uno: Tampoco es esta la tierra de prometida. Y así se va pasando de un país a otro, de un amor a otro…”
Cierto, Jardiel, ni la tierra prometida ni el amor no perecedero se encuentran nunca. Afortunadamente.