Viernes, 11 de marzo
UNA NOVELA EN CLAVE
––¿Y no tienes miedo de que algún día se desvelen tus secretos más inconfesables, como los de Aleixandre y Bousoño en la biografía que acaba de publicar Emilio Calderón?, me preguntan en la tertulia.
–-¡Un secreto a veces el suyo! Ya García Nieto dedicó un divertido soneto a una pareja que se cogía de la mano tiernamente en un cine y todo el mundo reconoció al futuro Nobel y a su joven estudioso. También Umbral, en El Giocondo, su novela en clave obre el mundo gay que le costó alguna bofetada, hizo aparecer a Bousoño en un grupo en el que también podía reconocerse a Antonio Gala (“sinuoso, delgado, ceceante, procaz”) y a Fernando Quiñones (“otro andaluz ceceante, con cara de pescado, con ojos muy abiertos y hablar ensalivado”). De Bousoño, al que llama Bisoño, dice que “tiene el perfil judío, la cabeza prematuramente calva, las manos finas y la voz entre sardónica y juvenil”. Es profesor “y hay quien dice que no perdona a sus alumnos”. Según otras versiones, añade Umbral, “no se da igualmente a todos sus alumnos, sino que elige uno cada curso y el romance le dura lo que dura el año escolar”. Con Ángel Córdoba, que es como llama a la contrafigura de Gala, “forman una pareja cínica, viciosa, divertida, juvenil”. La novela vale poco y no hizo ninguna gracia, con su gracia chabacana y sus transparencias, en un mundo que aún vivía, era 1970, en la clandestinidad. “A mí, curiosamente –confesaba Brines–, no me sacó y eso que yo salía por entonces en el mismo grupo; en mi lugar puso a Quiñones, al que creo que llama la Piñones, que no era gay, pero con el que había tenido no sé qué enfrentamientos. La novela, por cierto, tiene mucho de autobiográfico. El Giocondo es el mismo Paco, que de jovencito parece no le hacía ascos a nada que pudiera ayudarle a triunfar”.
––No has contestado a la pregunta. ¿No le tienes miedo, no ya a que un poeta vengativo te haga aparecer en una novela en clave sino a que un biógrafo serio publique tus cartas íntimas?
––No, yo no le tengo miedo a que se aireen mis secretos. He tomado todas las precauciones posibles para que eso no ocurra, ni siquiera en el improbable caso de que un biógrafo minucioso quisiera escribir mi biografía.
–-Eso crees tú. Si salen a la luz los secretos del espionaje norteamericano, ¿no van a salir los tuyos?
––Mi seguridad es mucho mejor que la suya, no hay Assange ni Snowden que se la salte: por un lado, he procurado no ser importante y, por otro, mi caja fuerte está vacía, no guardo en ella ningún secreto.
Sábado, 12 de marzo
OTRO SECRETO
Domingo, 13 de marzo
CONTRA LOS FILÓSOFOS
Digan lo que digan Zenón y Heràclito, Aquiles alcanza de dos zancadas a la tortuga y cualquiera puede bañarse dos veces en el mismo río, aunque con distinta agua.
Lunes, 14 de marzo
NI COMUNISTA NI FASCISTA
Lo reconozco, siento cierta debilidad por Félix de Azúa. Ha desbancado a mis dos antiguos favoritos: Juan Manuel de Prada y Javier Marías. No hay artículo suyo que no nos regale una perla. Alguno de sus admiradores, me dicen que se trata de rasgos de humor. Pero no hay humor ninguno en la mayoría de sus contundentes afirmaciones. Habla en serio. Con la seriedad del Académico en que acaba de convertirse.
“Una niña” titula su columna de hoy en El País. Esa niña es Celia, la protagonista de la novela póstuma de Elena Fortún que reedita Renacimiento. Por supuesto, está de acuerdo con el prólogo en que Andrés Trapiello saca a pasear una vez más su teoría de la tercera España, pero le da otra vuelta de tuerca al absurdo: “¿Y cómo ha tardado 70 años en publicarse un documento tan interesante sobre la Guerra Civil?” Pues porque la autora, “aunque leal a la República, no era ni comunista ni fascista y eso entonces te costaba la vida”.
Vayamos por parte. Ya sé que aplicar algo de sensatez a la cabeza de Azúa resulta imposible, pero a lo mejor no a la de sus distraídos lectores. “Entonces” puede referirse a los años de la guerra civil, en los que no ser comunista ni fascista podía costarte la vida, aunque lo que te la costaba seguro era ser comunista o fascista en el lado equivocado. Puede referirse “entonces” a los años del franquismo, en los que ser comunista en España te costaba la vida o la libertad, pero ser fascista fuera solo que te silbaran en alguna conferencia (como le ocurrió a Rosales y Panero), mientras que no ser ni una cosa ni otra estaba bastante bien visto. O puede referirse a los setenta años que han pasado desde que se escribió la novela hasta que hoy la reedita un editor valiente (valiente, sobre todo, porque no teme perder dinero, la razón fundamental por la que no se ha editado antes).
Ni comunista ni fascista fue Jorge Guillén y le dieron el primer Cervantes, ni comunista ni fascista era Ramón J. Sender cuando volvió triunfal a España. Y en los años de la guerra, ¿era comunista o fascista Indalecio Prieto? Y ya sabemos que comunista no era, pero ¿era fascista Miguel Delibes, tan leído en los años del franquismo?
La desfachatez intelectual, de la que habla Ignacio Sánchez-Cuenca en un reciente libro, la practica Félix de Azúa con más desparpajo que nadie. Vive de eso, sin necesidad de pensar ni esforzarse, poniendo su “prestigio” al servicio del rentable anticatalanismo. Pero a mí lo que más me intriga son sus lectores. ¿A nadie le extraña que la mayor parte de sus rotundas afirmaciones puedan ser desmentidas de inmediato por cualquier escolar y sin necesidad de que sea demasiado aplicado?
Miércoles, 16 de marzo
MENUDA BROMA
¿Y si todo fue una broma y lo primero que oímos al morirnos son las carcajadas diabólicas de Dios?
Jueves, 17 de marzo
PROVECHOSOS DISPARATES
Hablamos mi amigo José Havel y yo de la película que vi el domingo, Tres colores: Rojo, de Kieslowski. Recuerdo cuando la vi por primera vez, hace más de veinte años, en unos minicines, los Clarín, que hace tiempo que son historia antigua. Al salir la comenté con mi amigo Víctor Botas. Él me recordó entonces unos versos de Machado: “¿Y esto qué es / otro embeleco francés?”. Ahora estoy bastante cerca de esa opinión.
––Tú no sabes ver cine, Martín –me dice José Havel–. A todo le pides lógica, coherencia, y el cine no es eso. ¿Qué fallos de guión has encontrado esta vez?
–Cuando la protagonista atropella a un perro, comprueba que lleva un collar con su nombre y la dirección del dueño: Carouge, un barrio de Ginebra que creo conocer bien. Pero, al dirigirse hasta allí, el coche avanza por la orilla del lago y luego asciende una empinada ladera. “Vaya, se ha equivocado de ruta, por ahí no se va a Carouge, sino a Cologny”, pensé yo. Y en una de las villas de Cologny se encuentra la casa, llena de libros, del juez Kern, que entretiene sus ocios de jubilado espiando a los vecinos.
–Es una película, no un documental. Qué más dará que la casa esté en un barrio o en otro.
–Pues entonces que no lo llame Carouge. Luego resulta que Irêne Jacob tiene un novio en Londres y quiere ir a verle. El juez, del que ha acabado haciéndose amiga, le sugiere que no vaya en avión sino en ferry. Y ella acepta, saca un billete del ferry y se lo enseña. Pero resulta que para coger el ferry tendrá que atravesar antes toda Francia en coche o ir en tren en un viaje que dura casi un día (diecisiete horas y cincuenta minutos, lo miré después, el que menos tarda en la actualidad). Muy poca prisa parece esa para alguien que está impaciente por ver a su novio. ¿Y por qué razón era inevitable que tuviera que tomar el ferry? Porque al director (también guionista, claro) se le había ocurrido un naufragio para terminar la trilogía y, seguramente, cuando escribió el guión la acción pasaba en París (a fin de cuentas los colores del título son los de la bandera francesa); luego la financiación suiza hizo que la acción tuviera que trasladarse a Ginebra. ¿Y para qué cambiar los detalles del guión si los espectadores de cine de autor, como los lectores de Azúa, se tragan cualquier cosa?
Pero yo, como hago siempre en estos casos, en seguida me distraje del absurdo enredo y me imaginé otra película, esta sí en Carouge, en torno a la Place du Marché y la iglesia de la Santa Cruz. En ella, encontré un cuaderno, como los que aparecen en las exposiciones, en el que los fieles escriben sus deseos. Había algunos en francés, pero la mayoría estaban en español y en portugués. Aquellos mensajes hablaban de salir bien de un examen, de encontrar trabajo, de una operación y había uno que incluso pedía que alguien se muriera pronto. Yo anoté: “Que se cumplan todos los deseos que aquí están escritos”. Pero luego rectifiqué: “Que se cumplan solo los buenos deseos”.
Mientras veía Tres colores: Rojo se me ocurrió una película coral en torno a ese cuaderno y a esa plaza. La última vez que pasé por allí, tomaba un helado en la terraza frente a la iglesia y en otra de las mesas, casi todas desocupadas, se sentó una pareja joven. No se miraron. Ella tenía aspecto de haber llorado. Él, fornido, llevaba tatuados los brazos. Pidieron algo, pero antes de que los sirvieran, el hombre se levantó bruscamente y se marchó sin decir nada. En la mesa. quedó la joven desconsolada, ante la que colocaron los dos vasos. Cuando me marché, seguían intactos. Con esa escena podía comenzar la otra película que yo comenzaba a rodar en mi cabeza mientras veía a los maravillosos Irène Jacob y Jean-Louis Trintignant en las vacuas ocurrencias de Kieslowski sobre el seguro azar y la azarosa predestinación.
Viernes, 18 de marzo
VARIACIONES SOBRE NARCISO
A veces se enfadaba consigo mismo y pasaba días enteros sin hablarse y semanas sin hacerse el amor.
"Me tengo demasiado visto" dijo antes de suicidarse arrojándose al estanque en el que se miraba.