Viernes, 27 de noviembre
LAS CUENTAS DEL GRAN CAPITÁN
Me gusta hacer números. Con suerte (con mucha suerte), me quedan veinte años por vivir, veinte libros por escribir, veinte o treinta amigos por perder, tres o cuatro mil libros por leer, tres o cuatro amores eternos por vivir.
¿Y después qué? Bueno, la verdad es que el después definitivo no es algo que me inquiete: siempre me ha gustado dormir a pierna suelta, como un tronco, sin incómodos sueños. Es mi deporte favorito, y lo sigo practicando a pesar de la edad.
Sábado, 28 de noviembre
EN EL METRO, CON ELVIRA E HILARIO
Compruebo de nuevo que es cierto. Si uno se deja el teléfono en casa, se siente como si se hubiera olvidado de parte de sí mismo. A mí solo me había ocurrido una vez. Esta de hoy es la segunda. Y estoy en Los Prados, a diez minutos a pie de donde vivo. Pero no volveré a buscarlo. Me dedico a analizar por qué lo echo tanto en falta, si no tengo que llamar a nadie, si no espero que nadie me llame, si puedo responder a las llamadas, si las hubiera, en cuanto vuelva.
Pero me entretiene, cuando hago un alto en la lectura, o incluso en la escritura de un poema, mirar el correo, enredar en Facebook, consultar alguna duda que me surge de pronto ("Dios me libre / de inventar cosas cuando estoy cantando", ¿es de Neruda o de Celaya?), fotografiar de inmediato un paisaje o pasaje curioso y enviárselo al amigo al que pueda interesar.
Como estas líneas en el diario neoyorquino de Elvira Lindo sobre su afición a las fotografías robadas que también podría firmar Hilario Barrero: “A mi me gusta capturar un instante de actividad diaria en la vida de cualquiera, o de ensimismamiento, o de conversación. Una chica que se pinta en el metro, una mujer que lee una carta, una anciana que habla sola. Todos ellos interpretándose con naturalidad a sí mismos, ignorantes de la mirada ajena que los observa, los ama, los admira en ese momento, y aprieta el clic con la mera intención de narrar en imágenes aquellos que con palabras se diluiría. Un diario paralelo a este otro diario que cuenta lo que el escritor ve mientras vagabundea”.
Me imagino a Elvira Lindo y a Hilario Barrero coincidiendo alguna vez en un vagón del metro, local o exprés, Una señora elegante, de aspecto distraído, un caballero de cierta edad, con aspecto de serio profesor, que fijan la mirada distraídamente en cualquier parte, que sacan el móvil, miran la pantalla con ojos de miope, muy concentrados, con el gesto de quien no ve bien un mensaje que le acaban de mandar, sacan una foto de esa mujercilla frágil que lleva una rosa blanca en la mano, como en el poema de Juan Ramón, o de ese mocetón, un dios helénico recién salido de un salón de tatuaje, que escucha música y marca el ritmo con el pie. Y luego guardan el móvil y siguen aparentemente abstraídos en sus preocupaciones, en realidad atentos a todos los prodigios y los inesperados azares de la cotidianidad.
Domingo, 29 de noviembre
BAGATELAS DE OTOÑO
La sensación de estar sujeto con hilos fragilísimos a los demás y que esos hilos pueden romperse en cualquier momento.
Esos amigos que uno va dejando atrás ¿alguna vez fueron verdaderos amigos? Lo fueron, pero no de ti sino del que ellos creían que tú eras.
Dudé mucho entre un camino y otro, pero ahora tengo la sospecha de que cualquiera me habría llevado a este mismo lugar.
En las fotografías, envejezco más lentamente que en la realidad. Por eso me gustan tanto.
Vivir veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año parece demasiado. Menos mal que no padezco de insomnio y así todos los días me libro de algunas horas, pero deberíamos poder también saltar algunas semanas, algunos meses.
Lunes, 30 de noviembre
UN ANIVERSARIO
Hace ochenta años que murió Fernando Pessoa, hace treinta años que participé yo en un congreso en Lisboa con motivo del medio siglo de su muerte. Allí estaba su hermana, a quien tuve ocasión de saludar, lo mismo que al presidente de la república, Ramalho Eanes, el hombre tranquilo que había reconducido la revolución. Muchos amigos de Pessoa aún vivían. También Joao Gaspar Simoes, su primer biógrafo, con el que la familia se había enfadado por publicar una fotografía (enviada por Pessoa a Ophelia) en la que se veía bebiendo en una bar, “en flagrante delitro”, según escribió al dorso. Allí conocí a Ángel Crespo, con el que hablé mucho de Eugénio de Andrade, y entreví, o creí entrever, a la propia Ophelia Queirós, la novia dos veces rechazada por el poeta. Me asusta un poco pensar que casi hace ya tantos años de aquel encuentro lisboeta en la fundación Gulbenkian como hacía entonces que murió Pessoa. Qué rápidamente amarillea el tiempo sobre nuestras vidas.
Martes, 1 de diciembre
ELOGIO DEL AMANECER
Nunca he podido soportar en casa un atardecer. Necesito estar fuera, en un lugar muy iluminado, entre la gente. De ahí mi preferencia por los bares ruidosos, los centros comerciales. El silencio me asusta, sobre todo cuando se pone el sol.
Cómo me gusta, en cambio, ver amanecer. Sobre todo si estoy en una ciudad nueva a la que he llegado tarde en la noche. Cuántas promesas en los rosados dedos de la aurora acariciando las torres y las cúpulas. Como si se inaugurara para mí el mundo.
Miércoles, 2 de diciembre
UN MALENTENDIDO
“¿Mejor esta presentación que la de Madrid?”, me preguntan durante el coloquio en la librería Santa Teresa con motivo de la presentación de Nadie lo diría.
Creo que Andrés Trapiello, mi presentador de entonces, escribió algo al respecto lleno de indignación. No lo he leído. La verdad es que durante su desahogo madrileño me divertí bastante. En cuando me di cuenta de que no me iba a dejar intervenir, de que iba a consumir él todo el tiempo tratando de trazar un retrato mío poco favorecedor y poco parecido, puse una expresión beatífica y aproveché para improvisar un haiku, que es lo que siempre hago en estos casos.
Incluso intercambiamos luego corteses e hipócritas correos, yo dándole las gracias, él asegurando que presentarme no había sido ninguna molestia, sino un placer. Lo malo vino después, cuando leyó mi diario en El comercio al domingo siguiente. Repetía ahí la broma que me había dicho un amigo: “La librería Alberti es un sitio demasiado pequeño como para que quepan en él dos egos tan grandes”. No hubo problema: yo me achiqué todo lo que pude para dejar todo el espacio al ego de mi presentador (fingir modestia siempre me ha resultado fácil). Pero también repetía lo que había dicho en la reseña a su versión del Quijote: que una cosa es poner en español actual las partes que le plantean dificultades al lector común y otra no respetar el personal estilo de Cervantes trasladando toda su escritura, sea hoy inteligible o no, al chato español estándar. Leer de nuevo esa obviedad era más de lo que podía soportar. Me escribió una serie de correos indignados en las que me reprochaba incluso que le tratara así después de haber cruzado todo Madrid en taxi para hablar de mí durante casi una hora. Me dieron ganas de pedirle que me indicara el importe del taxi para que se lo abonáramos yo o el editor.
Ahora pienso que, si no toda, algo de razón tenía al indignarse. La literatura para Andrés Trapiello no es exactamente lo mismo que para mí. Para él, además de un arte, es un negocio, un modo de ganarse la vida. Para mí, además de un intento de sobrevivir, es solo un juego. Quiero decir que el se habla bien o mal de mis libros, o el que no se hable (según la buena costumbre de los suplementos literarios), afecta únicamente a mi vanidad, nunca a mi bolsillo. El dinero que me da la literatura, se lo devuelvo de inmediato a la literatura, y a veces algo acrecentado, ayudando a financiar una revista literaria o la edición de un libro excelente y poco comercial. Nunca un euro que ganara con la literatura ha ido a mi propio bolsillo: sería como cobrarle a una dama (o a un caballero) después de haber pasado una agradable velada juntos. Por eso me resulta tan difícil ponerme en la situación de los verdaderos profesionales de la literatura, donde yo no soy más que un pertinaz intruso.
Un verdadero profesional ha de saber con quién tiene que llevarse bien y con quien puede pelearse. No se le ocurrirá reseñar negativamente una novela de la coordinadora de Babelia o un libro de poemas de cualquiera de sus críticos habituales. Tampoco la obra de un escritor que publica en el mismo grupo editorial (sobre todo si es el omnipotente Planeta) en que él publica. Y si elogia la obra de un colega espera de él los mismos elogios.
Esas son las reglas no escritas que todos respetan, salvo algún despistado como yo. Las ofensas a la vanidad son difíciles de perdonar, pero se perdonan; las ofensas al bolsillo son imperdonables.
Si tienes un restaurante y un amigo come en él, no esperas que luego cuente en su diario, no ya que la comida era un asco, sino ni siquiera que un plato no estaba exactamente en su punto. Y eso es lo que yo me he dedicado a hacer toda la vida. O sea que finalmente comprendo que Andrés Trapiello, que siempre ha hablado bien de mis libros (incluso sin leerlos, le basta hojearlos por encima) y ha editado además maravillosamente algunos de ellos, se enfade cuando pongo reparos a los suyos.
A mí, en cambio, puede ponerme todos los reparos que quiera. Solo afectarán a mi vanidad, que ya está más que acostumbrada a eso. Lo paso peor cuando se me elogia públicamente, como es habitual en las presentaciones: uno no sabe qué cara poner. Me gusta que se metan conmigo para tener ocasión de replicar, desbaratar los argumentos del contrario, entrar a matar, dar jaque mate. Ese es mi deporte favorito. Cada vez me quedan menos amigos escritores con los que practicarlo.
Jueves, 3 de diciembre
JARDINES DE LA RODRIGA
Las doradas monedas del otoño. Cómo brillan un momento en el aire antes de caer al suelo y perder su brillo para siempre en el invierno de la edad.