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A buen entendedor: Pequeños placeres sin importancia

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Sábado, 8 de febrero
SER COMO TODO EL MUNDO

En uno de los intermedios de Rusalka, la ópera de Dvorák que retransmiten esta tarde desde Nueva York, le cuento a mi amiga Catarina que estoy un poco preocupado por algo que me ha ocurrido al cruzar el parque mientras me dirigía al centro comercial. Pone cara de susto y me pide que se lo cuente. Al principio no entiende nada y luego, cuando se lo repito, comienza a reírse a carcajadas.
            “Vamos a ver, Martín, resulta que tú venías distraído caminando hacia el cine y de pronto una pelota llega rodando hasta tus pies. Los niños que jugaban con ella te piden que se la devuelvas y es lo que haces de una patada. ¿He entendido bien? Y ellos siguen jugando y tú sigues camino de la ópera. No entiendo qué problema ves en eso”.
            Naturalmente no lo entiende, y ya me arrepiento de habérselo contado. ¿Cómo va entender que yo jamás he jugado al fútbol? Menos por desinterés que por cabezonería y por ganas de llevar la contraria. Y que cuando otros jugaban y por azar llegaba la pelota a mis pies me hacía el distraído, miraba para otro lado y seguía mi camino sin atender a las voces de los que me pedían que se la devolviera.
            Cambio de conversación y hablamos de la ópera de Dvorák, un maravilloso cuento de hadas. No conocía la historia y lo que más me sorprendió es que, a poco de comenzar, el personaje principal, que interpreta Renée Fleming, se queda mudo. ¡Una protagonista muda! ¿A qué libretista se le puede haber ocurrido una cosa así? Afortunadamente, recupera la voz.
            Pienso que no debí contar nada. Una trivialidad, sí, darle una patada a un balón. ¿Habrá algo más frecuente? Pero no lo es tanto hacerlo por primera vez pasados los sesenta. El hecho me deja preocupado. ¿Me estaré convirtiendo en una persona normal?
            “Martín, Martín, a veces tengo la impresión de que eres un marciano de incógnito”. “Eso también pensaba yo”, le respondo, “pero me temo que estaba equivocado. Comienzo a sospechar que soy tan vulgar, anodino e insignificante como cualquiera”.
            Y lo que más me sorprende es que no es tan terrible. También tiene su gracia ser como todo el mundo.


Domingo, 9 de febrero
DISCREPAR

De pocos temas se dicen tantas tonterías como de Internet y las redes sociales. A mí me gusta irlas coleccionando y repasarlas cuando me entran dudas sobre mi capacidad intelectual (cosa que no ocurre a menudo, para qué nos vamos a engañar).
            Hoy leo la entrevista que, en El Cultural, le hace Daniel Arjona a Frank Schirrmacher, un ensayista alemán doctor en filosofía y literatura, autor de libros de éxito. El último se titula Ego, las trampas del juego capitalista y es, al parecer, un demoledor análisis de la sociedad contemporánea. Cuenta y no acaba las maldades de Google y Facebook y, para terminar de meternos miedo, añade lo siguiente:  “Cuando Amazon desarrolla un programa que hace paquetes y les pone la etiqueta de su domicilio antes de que usted mismo sepa siquiera que va a comprar el libro, puede que le parezca inofensivo e incluso fascinante. Pero ¿qué ocurre si su jefe de personal ya calcula su finiquito para el año 2020?”.
            Pues no, señor Schirrmacher, doctor en filosofía y en literatura, a mí no me parece ni inofensivo ni fascinante; a mí me parece simplemente estúpido que un doctor en esto y en aquello pueda pensar que existe un programa (o incluso que pueda llegar a existir) que antes de que yo sepa siquiera que voy a comprar un libro retire ese libro de las estanterías de Amazon, lo empaquete y le ponga mi dirección. ¿Cómo me va asustar a mí Internet si ni siquiera me asusta que una presunto experto que vende muchos libros pueda afirmar en serio tal cosa, como otros afirman no menos seriamente que las pirámides las levantaron los extraterrestres?
            No, no me asusta, todo lo contrario, me hace sentirme más inteligente que tantos sabios pontificadores sobre esto y aquello. También a mí me gusta pontificar sobre lo que ignoro, como a todo el mundo, pero no creo que nunca pueda hacer afirmaciones semejantes. Soy alérgico al pensamiento mágico, mi maestro es Sherlock Holmes.


Lunes, 10 de febrero
SER UN POCO SECTARIO

En estos casos, siempre recuerdo una viñeta de Mingote publicada hace años en el ABC. “¿Qué le parece la nueva fuente que ha colocado el alcalde?”, le pregunta un personaje del pueblo a otro de fuera. Y la respuesta: “Espere usted a que me entere de a qué partido político pertenece el alcalde”.
            Por razones burocráticas, he de visitar la consejería de cultura del Principado. Se encuentra encaramada a la altura de un decimoquinto piso, pero sin ningún piso debajo y sin ninguna razón, salvo el capricho del arquitecto. Quizá lo hiciera para tener buenas vistas, pero desde el despacho del alto cargo al que visito solo veo feas fachadas y a la señora del piso de enfrente tendiendo la colada en la terraza.
            En alguna parte tiene que haber escaleras, pero yo no las veo. La secretaria del alto cargo, a la que le pregunto (me asusta que se declare un incendio y no se pueda utilizar el ascensor), no sabe dónde están.
            “Sé que las hay, pero yo no las he visto nunca”.
            “¿No han realizado nunca ningún simulacro de emergencia?”
            “Yo no he participado en ninguno”.
            Me empiezan a entrar deseos de escapar pronto de aquella previsible ratonera. “Si yo fuera inspector de trabajo, cerraba de inmediato estas oficinas”, le digo al alto cargo en cuanto le veo, con mi falta de diplomacia habitual. Él si sabe donde están las escaleras, a ambos lados, en el interior de las diagonales que sostienen en alto el bloque de oficinas. “Si tienes vértigo, mejor que no las veas”. Pero a mí me gustaría observarlas algún día y seguir vivo para contarlo.
            El edificio, por supuesto, lo ideó Calatrava, ¿A quién si no se le podía ocurrir semejante disparate? Pero lo que a mí me fascina es que hubiera responsables políticos que lo dieran de paso. Galdós, en los tiempos de la primera restauración borbónica, habló de la “locura crematística”. En la segunda restauración, parece que hubo algo más que locura crematística, un despilfarrador entontecimiento colectivo.
            Salgo a la calle con una sensación de alivio. Pienso en los pobres funcionarios que tienen que pasar horas y horas encaramados allá arriba. Y pienso también en la viñeta de Mingote. Porque este costoso y peligroso disparate lo promovieron los de un partido (todavía recuerdo al alcalde de entonces, un alcalde-Calatrava, alardeando el día de la inauguración), pero lo apuntalaron los de otro, el que yo voto. Criticar sería como tirar piedras contra mi propio tejado. Por eso callo. De vez en cuando tampoco está mal ser un poco sectario.


Martes, 11 de febrero
CAFÉ CON VERSOS

Ninguno de los libros que han llegado hoy a la redacción de Clarín me resulta particularmente atractivo, así que, mientras tomo un café en los Porches, me entretengo recreando, o inventando, epigramas.
            Epitafio de un perro: “Delaté a los ladrones, pero no al amante. / Complací así a mi amo, tan avaro, / y a mi dueña de dulce corazón. / Con igual amor los dos ahora me lloran. / Aprende, caminante, que el silencio / tan útil es como callar a tiempo”.
            Eruditos a la violeta: “Doctos tan solo en el lugar común, / ¿a qué perder el tiempo con vosotros? / Jamás dijisteis cosa alguna / que no dijeran antes otros, y mejor”.
            Fugaz eternidad: “Cuando tu boca está bajo mi boca / y mis ojos están sobre de los tuyos / con envidia me miran desde el cielo / Dios y su corte de bienaventurados, / aunque su dicha dure una eternidad / y la mía tan solo unos pocos instantes”.


Miércoles, 12 de febrero
HACER LA COMPRA

Después de leer, tomar un café y charlar un rato, si se presenta algún amigo, todas las tardes entro en algún supermercado. Es parte de mi rutina. Me relaja. Los encuentro al paso, al regresar a mi casa desde el centro. Una tarde toca Mercadona, otra Alimerka, otra El Árbol, otra Masymas, otra el Día. Los sábados son para Carrefour, en Los Prados. Aunque siempre con libros y aparentemente en las nubes, he acabado convirtiéndome en un experto en ese cotidiano prosaísmo. Sé dónde tienen la mejor fruta y qué productos están a mejor precio en cada uno de ellos. También sé dónde todavía te regalan la bolsa y dónde las cajeras (o los cajeros) son más amables. En unos sitios te entregan la bolsa ya abierta, en otros te colocan en ella los productos y hay uno en que te la arrojan de cualquier manera y te miran displicentes mientras tú te esfuerzas en abrir el prensado plástico.
            Por supuesto, solo y parco como un eremita, no necesitaría comprar todos los días, así que procuro comprar poco de cada vez, para tener motivo para el juego diario. Compro siempre lo mismo y de la misma marca, salvo un producto que ha de ser distinto cada vez (conviene poner un poco de aventura en el día a día).


Viernes, 14 de febrero
FINGIR, FINGIR

El poeta es un fingidor, ya se sabe, y a mí lo que más me gusta fingir es que estoy enamorado: “Amor me vuelve un nuevo Prometeo / al que el buitre devora sin descanso, / un insecto que muere fascinado / por la luz que le llama y que le abrasa. / Soy el más desdichado de los hombres, / y el más feliz solo con que me mires”.


Sábado, 15 de febrero
NO ESTAR ENAMORADO

A las personas que viven solas les suele deprimir un día como el de ayer en el que todo nos recuerda lo bonito que es estar enamorado. Pero a otro perro con ese hueso. Si he de hablar por mi propia experiencia, los únicos amores que no acaban mal son los que no empiezan. El amor es un préstamo con intereses usurarios. Pronto hay que devolverlo, si no con sangre, sudor y lágrimas (que a veces también), sí con prolongadas sesiones de tortura en las que no se utilizan más que las palabras o, lo que es peor, los silencios. Yo, a fuerza de tropezones, creo que he aprendido a no caer en esa trampa. Pero no por eso dejo de estar alerta. Los que se han librado de una adicción saben que la recaída siempre es posible, que no hay que darle ni un sorbo a la copa –a la boca– que la vida nos brinda sonriente.
            Paso el día feliz pero luego, por la noche, me cuesta dormirme. ¿Realmente he estado enamorado tantas veces como he creído estar enamorado?
            “Tú no trabajas, juegas a que trabajas” me dijo una vez un amigo. Quizá también solo he jugado a estar enamorado para tener algo sobre lo que escribir.
            A veces pienso que la única persona de la que de verdad he estado enamorado ha sido de mí mismo. Lo demás fue solo un juego, un deporte de riesgo, la ruleta rusa.
            La última bala me pasó muy cerca. No quisiera volver a repetir.



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