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Fugacidad, eternidad, verano: No sé de quién recuerdo mi pasado

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Me gusta la novela de la erudición. La historia de los manuscritos, las falsificaciones, las atribuciones dudosas. Durante mucho tiempo figuraron entre las rimas de Bécquer dos poemas que no eran suyos, sino de su editor y admirador Fernando Iglesias Figueroa, pero que no eran peores que los que había escrito Gustavo Adolfo. ¿Es de Jorge Luis Borges el soneto que reproduzco a continuación? ¿Son traducciones suyas los poemas de Etienne Pivert de Senancour? No podría yo asegurarlo, pero tampoco afirmar lo contrario. Me limitaré a contar cómo llegaron a mis manos.
Sentado en uno de los bancos del parque que hay frente al Museo de Arte, en Ginebra, contemplaba la casa en la que había vivido Borges, en la Rue Ferdinand Hodler. Abstraído, no noté que un hombre mayor, de unos ochenta años, se había acercado y estaba mirando en mi misma dirección. De pronto dijo: “Mi padre le conoció, estudiaron juntos ahí al lado en el collège Calvino”. Hablaba en español y era como si hubiera estado leyendo mis pensamientos. Se llamaba Maurice Bouvier, había trabajado en la banca y vivía muy cerca, en una de las hermosas mansiones que hay delante de la iglesia ortodoxa rusa, cuyas cúpulas doradas podía contemplar Borges desde su ventana. De español le había dado clase un poeta sevillano, Manuel Jurado López, autor por cierto de un libro, Poemas de Ginebra, que yo no conocía y que me enseñó afectuosamente dedicado. 
Los textos que transcribo estaban mecanoscritos en folios sueltos y sin numerar. En la portadilla decía: “Poemas de Senancour en versión libre de J. L. B.” Al soneto no se aludía. María Kodama, a quien le había enviado una copia, los consideró apócrifos. Yo no estoy tan seguro, al menos en lo que a las traducciones se refiere. Senancour (1770-1846) es el famoso autor de Obermann, esa novela que tanto fascinaba a Unamuno. Es autor también de otra obra de roussoniano título: Libres meditaciones de un solitario desconocido.
De Maurice Bouvier y de su maravillosa biblioteca, llena de rarezas, habría mucho que contar. Quede para otra ocasión.




LA DULCE SOMBRA

También puede cansarnos la hermosura.
Cierro los ojos y es como si nada
de lo que ve la luz enamorada
manchara de la sombra la dulzura.

Cansado estoy de admirar tu rastro:
el lago helado, el cerco de montañas,
la luna y los jardines, las extrañas
criaturas de oro y carne y alabastro.

No ver es ver, y ver del mejor modo:
no la hermosura que enamora y llena
de error el alma, el corazón de pena,

que nubla el claro rostro del gran Todo.
De la piedad de Dios espero un día
cegar para escuchar su melodía.




VIVO EN UNA CABAÑA

Dejo abierta en la noche mi ventana
para escuchar el agua de la fuente,
para que cuando duermo me acompañen
la luna y todas las estrellas.

Es verano y soy el rey del mundo.
Qué corona mejor que estas montañas.
Qué espejo mejor que el de este lago.
Qué música mejor que la del agua.

De noche me visitan
grandes damas celestes,
de día libres animales
que me miran con sus limpios ojos
y comen de mi mano.

Vivo en una cabaña,
sin otra posesión
que mi tiempo y mi cuerpo.

Vivo en una cabaña diminuta
y en el mayor palacio:
el inabarcable universo.




QUÉ IMPORTA

Ningún motivo tengo para ser feliz
y sin embargo lo soy.
Envejezco y la muerte
ya se divisa al fondo del camino.
En cualquier recodo aguardan
sus inseparables compañeros:
decrepitud y enfermedad.
Y sin embargo soy feliz,
súbita y plenamente feliz.
Como el que despierta de pronto
de los terrores del sueño
y vuelve a estar en su cama y al lado
de la mujer que quiere.
Como el que tras la oscuridad del calabozo
contempla de nuevo al cabo de los años
la serenidad del cielo.
Ningún motivo tengo para ser feliz
y soy el hombre más feliz del mundo
cuando cada mañana despierto
y puedo respirar, caminar, acariciar
con los ojos, la lengua
toda la belleza transparente del día.
Qué importa que todo esto
vaya muy pronto a abandonarme
como tú me has abandonado.




LA TEMPESTAD PASÓ

La tempestad pasó, resplandece la noche.
Tengo todas las ventanas abiertas sobre el lago.
La espuma blanca de las olas llega
a veces hasta mi cuarto a humedecer el lecho.
El viento del sudoeste sopla con fuerza.
Ninguna música mejor para el alma.

Cuando sienta cansancio de la vida,
cuando me falten fuerzas para seguir la lucha,
querría volver a estar solo
ante un lago enfurecido.
Creo que no habría entonces ninguna cosa grande
que no me atreviera a realizar.




QUÉ POCO

Qué poco necesita el hombre
que no quiere nada más que vivir.
Y ese poco sobra esta mañana
en que tras la tormenta
brilla el sol sobre la nieve
y es tan hermoso el mundo
que morir y vivir
no parecen cosas diferentes.




PAISAJE ALPINO

Duermo siempre con la ventana abierta.
A las cuatro de la madrugada.
me despertaron la claridad y el olor del heno
segado durante la noche a la luz de la luna.
Ninguna aparición milagrosa
podría sorprenderme más.
Las lluvias del solsticio,
y el deshielo de las nieves del Jura
habían hecho crecer los torrentes.
Se distinguían las aguas del lago
que el viento agitaba a lo lejos.
Unas cuantas cabras y vacas,
un pastor que hacía resonar su agreste corno
pasaban por una lengua de tierra
entre la llanura inundada y el Thièle.
No se distinguían los pastos
y al ver su paso lento e inseguro
se hubiera dicho que iban a perderse
en las aguas del lago
de la mano de la fatalidad.
Las alturas de Anet,
los frondosos bosques de Julemont
emergían de las aguas
como una isla abandonada;
hacia el sur, los collados de Montmirail,
y más allá, en el confín del cielo,
sesenta leguas de hielos seculares,
la corona que la tierra reserva
para las ocasiones más solemnes.
Y todo ello cabía
en el marco de mi ventana abierta.



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