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A buen entendedor: La verdad de la vida

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Sábado, 12 de octubre
VANIDAD Y MISTICISMO

Me gustan los escritos confesionales, aunque de las confesiones ajenas me fío tan poco como de las mías. Leo el Diario de otoño, de Salvador Pániker, escrito cerca de los setenta años, y sonrío cuando, entre alarde eróticos propios de la edad y divagaciones más o menos trascendentales (“lo que más nos traiciona es el lenguaje aristotélico convencional hecho de sujeto, verbo y predicado; un lenguaje que camufla que las cosas separadas solo son reales en un sistema de abstracciones”), me encuentro con esta anotación: “Gran difusión en los medios del testamento vital que de la asociación Derecho a Morir Dignamente. El País le dedicaba ayer una página entera con grandes titulares, incluyendo declaraciones mías y una sugestiva foto. Todo sea por la causa”.
            Da la impresión de que “la causa” –tan benemérita– solo es un pretexto para ocupar páginas en los medios con una sugestiva foto.
Más adelante alguien le dice que una de sus obras, Primer testamento, fue “durante años su libro de cabecera”. Y Pániker responde: “Gracias, yo también pienso que es un buen libro”.
Ese narcisismo y esa vanidad me hacen simpático al místico indio-catalán; algo tenemos en común.


Domingo, 13 de octubre
UNA DE MIS FRUSTRACIONES

Soy una persona llena de frustraciones. Me dedico a escribir y, en el fondo, pienso que eso está al alcance de cualquiera, que es escritor el que no puede ser otra cosa.
Yo habría querido dedicarme a las matemáticas. Me gusta el razonamiento abstracto. Me gusta una disciplina que no tiene nada que ver con la vida, aunque luego acabe modificando la vida. Por eso leo con admiración y envidia las publicaciones de mi amigo Javier Fresán, que aún no ha cumplido los treinta años. Desde el Max Plank Institute, de Bonn, me envía su último libro, Los números trascendentes, escrito en colaboración con Juanjo Rué. Es una obra de divulgación, pero a mí me cuesta seguirle y eso que me armo de calculadora, lápiz y papel. Asisto, una vez más, al fascinante espectáculo de cómo van apareciendo los distintos tipos de números: naturales, enteros, racionales, reales, algebraicos, trascendentes. Al principio todo resulta muy intuitivo, pero luego a uno se le va un poco la cabeza.
            No sé si yo habría sido un buen matemático o si se trata solo de una de tantas consoladoras fantasías. Es un libro de divulgación y me cuesta ir avanzando. Me entretiene más la novela de las matemáticas. Cómo Andrew Wiles encontró, o creyó encontrar, en 1993, la demostración del último teorema de Fermat, por ejemplo. Lo había descubierto, niño aún, en una biblioteca pública de Cambridge. Y le sorprendió la sencillez del enunciado. Al margen de la Aritmética, de Diofanto de Alejandría, escribió Pierre de Fermat, jurista y matemático aficionado: “Es imposible descomponer un cubo en dos cubos, un bicuadrado en dos bicuadrados y, en general, una potencia cualquiera, aparte del cuadrado, en dos potencias del mismo exponente. He encontrado una demostración realmente admirable, pero el margen del libro es muy pequeño para contenerla”.
            En matemáticas la resolución de un problema inaugura otros problemas. Para Andrew Willis investigar en matemáticas es como dar un paseo por una casa a oscuras: “Uno entra en la primera habitación y no ve nada. La oscuridad es completa. Tropiezas y te golpeas con los muebles, pero poco a poco vas aprendiendo donde está cada uno de ellos. Al fin, tras muchos tanteos, encuentras el interruptor y de repente todo está iluminado. Pero hay otra puerta y otra habitación y otra nueva aventura en la oscuridad. Y el número de habitaciones de la gran mansión parece no tener fin”.
            Deduzco entonces que investigar en matemáticas no es muy distinto del mero hecho de vivir. Se acomoda uno a una edad, a una habitación, y de un día para otro se encuentra expulsado a una habitación distinta, donde todo es oscuridad.
            Así estoy yo ahora, tropezando con los muebles, procurando fijar en la memoria cada uno de ellos, tanteando para encontrar el interruptor de la luz.


Lunes, 14 de octubre
EL FIN DEL PODER

“¿Lees todos los libros que recibes?”, me pregunta un ingenuo amigo. Hay libros sobre los que podría dar conferencias sin necesidad de haberlos leído, por ejemplo el Ulises de Joyce; incluso en algunos casos es preferible ver la película, se acaba antes y se ahorra uno la pretenciosa prosa. Para desechar un libro basta con hojearlo. Por ejemplo, El fin del poder, de Moisés Naim. El autor, de mi edad, tiene un currículum verdaderamente aparatoso: doctor por el MIT, ex ministro de Fomento en Venezuela, director del Banco Central y director ejecutivo del Banco Mundial, ex director de la revista Foreing Policy y “uno de los más respetados analistas de la economía y la política internacionales”. Uf. Pero comienza uno a leer su libro y se da cuenta de que no es más que un Javier Marías, en el peor sentido de la palabra (el que se manifiesta en sus artículos semanales sobre esto y aquello). La tesis que Moisés Naim desarrolla en más de cuatrocientas páginas se resume así en la cubierta del libro: “Empresas que se hunden, militares derrotados, papas que renuncian y gobiernos impotentes: cómo el poder ya no es lo que era”.
            ¿Y desde cuándo el poder ya no es lo que era? Una anécdota autobiográfica le permite datar con precisión el comienzo del fin: “En febrero de 1989 me acababan de nombrar, a los treinta y seis años, ministro de Fomento de mi país, Venezuela. Poco después de obtener una victoria electoral abrumadora, estalló en Caracas una fuerte oleada de saqueos y disturbios callejeros –desencadenados por la inquietud que despertaban los planes de recortar subsidios y subir los precios del combustible–  que paralizaron la ciudad en medio de la violencia, el miedo y el caos. De pronto, a pesar de nuestra victoria y el claro mandato de cambio que los votantes parecían habernos otorgado, el programa de reformas económicas que habíamos defendido adquirió un significado muy diferente”.
            Pero la precariedad del poder el ex ministro de Carlos Andrés Pérez la podía haber fechado un poco antes: en 1789, por ejemplo, cuando a un rey absoluto por la gracia de Dios, le cortaron la cabeza; o en 1814, cuando las tropas de Napoleón fueron derrotadas en España; o en la época del papa Luna, al que obligaron a dimitir; o en 1929, cuando quebraron tantas empresas; o cuando cayó el imperio romano … El poder siempre ha sido precario, amigo Moisés Naim, siempre ha costado conquistarlo y mucho más mantenerlo. Eso lo sabían los emperadores romanos, los ministros de Franco y los ejecutivos de cualquier empresa.
            Cierto que ahora, con Internet y las mitificadas redes sociales, hay más medios para protestar y controlar a los poderosos, pero también tienen ellos más capacidad para vigilarnos y controlarnos, así que váyase lo uno por lo otro.
            Moisés Naim, como no podía ser de otra manera, trae y lleva el ejemplo de la primavera árabe. Es tan ingenuo que todavía no se ha dado cuenta de que a Mubarak no le derribaron los tuiteros de la plaza Tahrir, sino el ejército; el mismo ejército que dio un golpe de Estado poco después contra el gobierno democráticamente elegido.
            No se ha vuelto más precario el poder, el mundo sigue siendo plural y contradictorio y para analizarlo hacen falta analistas un poco más rigurosos que un Moisés Naim o un Javier Marías, capaz este último de anunciar el fin de la civilización occidental, y no sé si el Apocalipsis, porque, en una de sus giras promocionales, en la habitación de no sé qué hotel se encontró con que no había bañera ni bidet y tuvo que conformarse con darse una ducha.


Martes, 15 de octubre
EN LOS OJOS DEL GATO

Jardiel Poncela escribió un libro titulado Para leer mientras se sube en ascensor. Eran otros tiempos. Algunas veces he pensado en escribir uno que se titulara Para leer mientras se espera ante el semáforo. Pero quizá sería mejor publicar una antología con mis lecturas en el semáforo de la calle General Elorza, que he de cruzar varias veces al día para ir al centro. Tengo calculado que, si uno llega exactamente en el momento en que cambia a rojo para los peatones, caben, muy holgadamente, un artículo de Millás o media docena de haikus. Hoy me conformo con abrir el delgado volumen que acabo de recoger del buzón y leer un poema de Susana Benet: “En los ojos del gato / se refleja el destello / de la luz encendida, / las páginas del libro / que tan celosamente / recorre mi mirada. / Con felina paciencia / aguarda a que se apague / como siempre la luz / y entonces, sigiloso, / se aproxima a leer / las líneas que traza / sobre mi rostro el sueño”.


Miércoles, 16 de octubre
TODOS MIENTEN

Parece que la generalización abusiva se ha puesto de moda, aunque quizá siempre lo ha estado. Miguel-Anxo Murado publica La invención del pasado, un libro con un título muy sugeridor: “Verdad y ficción en la historia de España”. Pero comienzo a leer y pronto me doy cuenta de que estoy ante otro Marías, en el peor sentido de la palabra. Para él no hay distinción entre las leyendas populares y la historia académica; todo es pura entelequia, reconstrucción a partir de unos documentos siempre escasos y a menudo falsificados. Mienten las fuentes escritas de la historia, miente la tradición oral, mienten las obras literarias, todos mienten. Se equivoca Menéndez Pidal al hablar de la transmisión oral en la poesía medieval: “Lo que nos parece antiguo y popular, como los poemas del Romancero, son en realidad obras escritas por autores muy posteriores que recrean intencionadamente un estilo antiguo, cuando no auténticos fraudes”.
            Todo es un fraude para Miguel-Anxo Murado. Cuando Menéndez Pidal recorrió las montañas de Asturias y escuchó cantar a viejos aldeanos romances que no se habían vuelto a imprimir desde las recopilaciones renacentistas, estaba siendo engañado. En realidad, esos aldeanos guardaban en un rincón de sus casas un ejemplar de aquellas ediciones del XVI y las habían leído poco antes para engañar al sabio investigador. Esa parece ser la tesis de Miguel-Anxo Murado. No se da cuenta de que la exageración invalida su trabajo; si todo es fraude, nada lo es. La misma realidad histórica tendrían los viajes de Simbad el Marino que los de Colón.


Jueves, 17 de octubre
UN PASEO

No leo novelas si no es por aquella razón por la que se inventaron las novelas: para pasar el rato. De las novelas de Maurizio de Giovanni, como de las de Donna Leon, lo que menos me interesa es la trama policial; leo a uno y otra, antes de dormirme, cansado del trajín del día, como quien se da un grato paseo por ciudades que ama, Nápoles o Venecia. Abro El otoño del comisario Ricciardi y en seguida comienzo una larga passeggiatapor Via Toledo, con sus edificios nobles y las amenazadoras callejuelas de los Quartieri Spagnoli, hasta el distante Tondo de Capodimonte. Luego, a la vuelta, me siento un rato en el Gambrinus, frente al teatro de San Carlo y el palacio real… Nada me relaja tanto como esos paseos imaginarios. Luego sigo caminando en sueños por ciudades que están fuera del mapa y del calendario.


Viernes, 18 de octubre
NO SIEMPRE

“La verdad de sus sueños era para él la verdad de la vida”, decía Cernuda de Luis de Baviera. ¿La verdad de los libros es para mí la verdad de la vida? No, los libros son solo una parte de la vida, algunas veces la mejor, pero a menudo una parte bastante risible, pretenciosa y deleznable.

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