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A buen entendedor: Pasajero en Galicia

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Sábado, 5 de octubre
AS SAN LUCAS

“Anda uno tan metido en esto de la literatura que tiene literatura hasta en la niña de los ojos”, escribió Álvaro Cunqueiro. Y yo lo recuerdo a menudo y muy especialmente cuando llego a Mondoñedo, menos un lugar que las páginas de un libro.
            En un cartel, muy cerca de la Fonte Vella, a la entrada de la villa, encuentro anunciadas las fiestas de San Lucas de este año. Nunca he estado en ellas y sin embargo forman parte de mis mejores recuerdos. Las he vivido, las he olido, las he bebido gracias a la prosa de Cunqueiro: “Si yo fuese pintor, ya habría pintado veinte veces el mercado de hierba verde, heno y paja que se celebra, los días que duran As San Lucas, en la plazuela de la Fuente Vieja, junto a la Portada Vila, en mi Mondoñedo natal. Creo que solamente el mercado de rosas en el Farfistán o el mercado de tulipanes en Harlem serán más bellos. Y en perfume, no cede a ningún mercado del mundo”.
            Cierro un momento los ojos para aspirar ese perfume y las estrechas y calladas rúas de la villa se alborotan de gentes. Unos tratantes corren caballos de larga cola, la potrada relincha en el ferial. “He aquí la Edad Media”, pensaba Cunqueiro mientras paseaba por entre los puestos. “Todo es antiguo y hermoso: doblas de carbas para el yugo, talabartería decorada, hierros de Ferreira Vella, jarros, potas y cuncas de los alfares del país”.
            Sentado en un banco, el escritor contempla la plaza de la catedral. Me siento a su lado y callamos un largo rato codo con codo mientras la luz del atardecer se concentra en las piedras de la fachada y el resto del mundo se va difuminando en la sombra.
            ¿Cómo será la vida en Mondoñedo? Quizá gris y deprimente, pero yo nunca he estado aquí más que unas horas, no he tenido tiempo para comprobarlo. Cuando sigo el viaje, tengo siempre la impresión de que cierro las páginas de un libro ilustrado.


Domingo, 6 de octubre
SANTA MARÍA DE MELÓN

Habla Blas de Otero en un poema del destino de su generación y dice que no fue otro que “apuntalar las ruinas”. Mientras visito el monasterio de Santa María de Melón, maltratado por el tiempo y la desidia, pienso que no es el peor destino. Ahora lo están tratando de reconstruir, poco a poco, con las viejas técnicas, y a mí me gustaría que lo dejaran como está, con el ciprés alzándose tras el montón de piedras, los restos de columnas y arcos esparcidos entre la hierba y entremezclados con olorosas manzanas.
El verde campo arbolado se asoma por los grandes boquetes, la galería del claustro parece a medio dibujar sobre el papel japonés del cielo. Hay resonantes bodegas y mucho silencio, perfumado silencio.
            Ojalá se acaben pronto los dineros y lo dejen así, en el majestuoso esplendor de su ruina. Ojalá no conviertan este mágico cenobio cisterciense en otro establecimiento hotelero, en un convencional escenario de bodas y banquetes.
            Antes de marcharme apunto en mi cuaderno el comienzo de un poema que probablemente nunca escribiré: “Las viejas piedras y las frescas aguas / y el murmullo del viento entre las hojas. / Aquí he venido para estar conmigo / y a mí mismo en mí mismo no me encuentro”.
            Pero quienes aquí se refugiaron hace siglos no lo hacían para encontrarse a sí mismos, esa manía contemporánea, sino para encontrar a Dios. A un Dios que quizá no sea más que lo mejor de nosotros mismos.


Lunes, 7 de octubre
EN LEIRO

Se aparta uno de la plaza, junto a la carretera, y en seguida está en otro mundo. “Se aceptan pagos en pesetas durante septiembre”, leo en un cartel. ¿Todavía pagos en pesetas? Y me imagino a recelosos aldeanos con los billetes escondidos bajo el colchón.
            Una ermita contempla el paisaje con sus grandes ojos ciegos, ladra exasperado un perro, hay alguna casona con escudo y gentes que parecen de otro tiempo, pero que quizá solo lo son en mi imaginación, y que se me quedan mirando.
            Muy cerca, en uno de los claustros del monasterio de San Clodio, las noches de luna llena, un fraile se pasea con la cabeza bajo un brazo y un gran racimo de uvas en la otra mano. Al menos eso cuentan.
            Estar de paso es la mejor manera de estar en un lugar. En Leiro, bajo un laurel, muy cerca de la plaza, una mujer vestida de blanco canta una canción que habla de pastores y de amores y de vendimiadores.
O eso creí entender. Cerca se oía el rumor de una fuente. Por un instante sentí la tentación de llamar a la cancela, sonreír mientras la mujer fija en mí sus grandes ojos asombrados, dejarme abrazar luego: ¿Por qué has tardado tanto? Y no volver a apartarme luego nunca de su lado.
            En Leiro, entrevisto, todo es posible, como en los sueños.


Martes, 8 de octubre
DRAGÓN Y CABALLERO

La torre barroca de San Andrés de Camporredondo, vigilando el pequeño cementerio que se acurruca a sus pies, y el verde y dorado de los campos de vides. Desde el corredor de la antigua rectoral, ahora vacía y fantasmal, yo la vigilo a ella.
            Y no sé por qué me vienen a la memoria unos viejos versos: “Del dragón de tres cabezas / San Jorge me ha de librar, / del dragón que llevo dentro / nadie me podrá salvar”.
            Nadie, ni esta torre que parece un esbelto caballero aguardando a pie firme la embestida de cualquier dragón en medio de la redondez de los campos, bajo el compacto azul del cielo.


Miércoles, 9 de octubre
RIVADAVIA

Cuentan que don Vicente Risco, contemplando por primera vez el perfil de Praga desde un puente, exclamó: “¡Pero si é igual que Rivadavia!”
            Al llegar yo por primera vez a esta villa de la orilla de Avia, pienso que quizá Praga recuerde a Rivadavia, pero que Rivadavia no recuerda a Praga. En la plaza soportalada de la Magdalena, allí donde comienza la antigua judería, a mí me recuerda a Avilés.
            Y es que el monte que divisábamos desde la ventana de la casa de la infancia, el bosque en que nos adentramos de niño y en el que quizá nos perdimos, el río en el que nos bañábamos, la ciudad que por primera nos hizo abrir los ojos asombrados ante la inagotable variedad de las gentes y las cosas, serán para siempre el Monte, el Bosque, el Rio, la Ciudad, así con mayúcula, lo más cerca posible que podamos encontrar a los arquetipos platónicos.
En lo alto de Ribadavia, por encima del castillo, junto al convento de Santo Domingo, se encuentra la capilla de la virgen del Portal. Es una Piedad que tiene al crucificado en el regazo, pero su cuerpo no es el de un adulto, sino el de un niño. El escultor supo expresar muy bien que para una madre su hijo, aunque crezca y se crea un dios, no deja de ser un niño.


            Subo la empinada calle de San Martiño. En una esquina está la casona de la Inquisición, llena de amenazadores escudos, resonante con el eco de las antiguas denuncias.
            ¿Antiguas? También don Vicente Risco, el sabio galleguista, participó de los delirios nazis y otro ilustre escritor de estas tierras, Eugenio Montes, elogiaba a los hidalgos del Norte por no estar manchados de sangre mora ni semita.
            En España el odio de los judíos perduró cuando ya no había judíos sino solo cristianos, viejos o nuevos. Pero ahora los recuerdos de aquel pueblo milenariamente maltratado se han convertido en materia de atracción turística. Por eso Ribadavia, además de a Avilés, me recuerda a Hervás. Y a partir de ahora cualquier lugar de viejas piedras hermosamente coloreadas por la luz de la tarde que se alce, fatigado de historia, sobre un río y tras de un viejo puente me recordará a Ribadavia.


Jueves, 10 de octubre
A CIDADE

Después de dar vueltas y más vueltas, de perdernos más de una vez en el laberinto de las retorcidas carreteras aldeanas, llegamos en el momento de la puesta de sol a A Cidade.
            Durante cuatro o cinco siglos bullió de vida este Castro de San Cibrao de Las que ahora solo guarda silencio y melancolía en su triple cerco de murallas. Por la empedrada calle subo a lo más algo, a la acrópolis donde estuvo el templo de no sé qué dioses, y desde allí contemplo el cerco oscuro de las montañas –sierra de San Mamede, monte Faro, Pena Corneira, altos do Vieiro–  y el sol que se esconde vertiendo su esplendor sobre las nubes.
            Más pronto o más tarde, de todos los que ahora andamos galleando por el mundo, de nuestras orgullosas ciudades, no quedará más que lo que queda de esta ciudad que alguna vez parece que se llamó Lansbricae. Y el mundo seguirá siendo igual de hermoso, aunque no haya nadie para contemplarlo.
            Somos un breve paréntesis –yo y toda la historia universal– en la infinita historia del Universo. Algún día, como los habitantes de este lugar, tampoco nosotros habremos sido. Y ese pensamiento, que debería ponerme triste, me reconforta.  


Viernes, 11 de octubre
ALLARIZ

En Allariz, la vieja villa orensana que desde el Campo da Barreira, desciende rápida por calles empedradas con losas del antiguo castillo para mojar sus pies en las aguas del Arnoia, se celebra un festival de jardines. No tenía noticia de que existiera algo así. En la margen derecha del río, doce paisajistas venidos de todas las partes del mundo han hecho realidad sus propuestas. Tienen nombres hermosos: “Pensasueños”, “Finde den Schatz (Encuentra el tesoro)”, “Le jardin de l’arbre que pleura”, “Leku baten saioa (Ensayo de un lugar)”... Son efímeros. Solo a uno se le perdonará la vida y quedará aquí para siempre: el que más votos reciba de los visitantes.
            A mí me gustan todos estos jardines de bolsillo, jardines de autor, pero el que prefiero es el que se extiende por la orilla del río, desde el puente medieval hasta el de San Lourenzo, con sus molinos y antiguas fábricas de curtidos. A ratos me parece estar en Japón y a ratos en Baviera, pero estoy en Galicia. Y a la memoria me vienen unos versos de Eugenio d’Ors: “Al crítico futuro rendidamente ruego, / cuando estudie mi estirpe y mi raza defina, / no olvide que por un tiempo en la Argentina, / tuve el honor de ser también gallego”.

            En los jardines de Allariz, a mí también me gustaría merecer ese honor.



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