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A buen entendedor: Dos o tres tirones de oreja

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Lunes, 23 de septiembre
¡TAXI!

Mis contertulios habituales, que suelen tener treinta o cuarenta años menos que yo, no se creen que pueda resultar atractivo (físicamente atractivo, quiero decir) para nadie y se ríen cuando les hablo de los mensajes de amor que me llegan con cierta frecuencia (y que jamás enseño, por supuesto; me limito a borrarlos: uno es un caballero).
Para hacerles comprender que la situación no es tan inverosímil como parece les pongo un ejemplo: “Imaginaos que está lloviendo, que se hace de noche, que estáis lejos de casa, que tenéis prisa, que todos los taxis que pasan están ocupados y que de pronto pasa uno libre. ¿Os preocuparía mucho si el taxista es o no simpático, si es joven o viejo, si el vehículo está un poco destartalado, si tiene algo abollada la carrocería? No, ¿verdad? Os subiríais a él con un suspiro de alivio. Pues yo a veces soy ese taxi. Otras veces soy el que espera un taxi, cualquier taxi, y se sube con un suspiro de alivio al primero que pasa”.


Miércoles, 25 de septiembre
UNA DISCREPANCIA JURÍDICA

La jornada de trabajo comenzó a las nueve de la mañana y yo vuelvo a casa pasadas las doce de la noche. ¿De trabajo? Me acuerdo de la famosa frase de Serrano Castilla, delegado de Información y Turismo en Asturias durante el franquismo: “¡Cuánta langosta hay que comer para llevar los garbanzos a casa!”.
            Lo que cansa, al menos a mí, no es el trabajo: clases y homenaje a Góngora por la mañana; concesión del premio Emilio Alarcos y entrega del galardón del año anterior, por la tarde. Lo que cansa es comer y cenar fuera de casa y discutir con unos y con otros. Porque yo no sé charlar sin  discutir y siempre acabo sacando a alguien de sus casillas. Esta vez le tocó el turno a Luis García Montero, por lo general tan paciente conmigo.
            De hecho, un poco en broma, le había contado por la mañana que de los amigos literarios que tenía en mis comienzos, en los tiempos de Jugar con fuego y Las voces y los ecos, solo me quedan tres: Abelardo Linares, a quien conocí a finales de los setenta antes de que publicara ningún libro; Andrés Trapiello, de principios de los ochenta, y él mismo, con quien me encontré en unas jornadas poéticas en Montánchez allá por 1983, cuando promocionada El jardín extranjero de la mano de Luis Jiménez Martos. Por el camino fueron cayendo Luis Antonio de Villena, una de mis primeras admiraciones, Fernando Ortiz, Miguel d’Ors, Francisco Brines, Jaime Siles, Antonio Gamoneda… Y a punto estuvo de caer esta sobremesa, durante las deliberaciones del premio, Luis García Montero.
            No fue porque yo no estuviera conforme con el resultado final. Cierto que el libro de Luis Bagué Quílez no era mi preferido. Pero ya se sabe que la obra que gana en un certamen poético es la que obtiene la mayoría de votos, sea o no la mejor. Y en este caso se trataba de un buen libro de un aplicado y joven estudioso de la poesía actual.
            El problema fue que yo aproveché el momento para hacer pedagogía (soy de esos pesados que siempre andan dando lecciones) y explicarles a dos de los más activos y peor afamados participantes en jurados literarios, García Montero y Jesús Visor, que la práctica habitual de añadir libros no seleccionados por el prejurado, sin respetar el anonimato, vulnera las bases. Ellos decían que no. “Si yo me entero de que Octavio Paz ha presentado un libro a un premio y no lo encuentro preseleccionado, ¿cómo no voy a solicitarlo?”, me decía García Montero. Y Jesús Visor: “Los mejores libros que ganaron el Loewe no habían sido preseleccionados. Ni Juan Luis Panero lo habría ganado de seguir tu absurdo criterio”. “Pues deberían cambiar de seleccionadores”, dije yo sabiendo que entre ellos se encontraban Aurora Luque, Carlos Marzal, allí presentes, y Luis Muñoz, Blanca Andreu, José Luis Piquero… Todos excelentes poetas y con muy buen criterio.
            Seguí dando mis razones. El jurado puede no fiarse de la selección que le han entregado (catorce libros de unos ciento veinte nos pasaron a nosotros), pero en ese caso debe pedir y leer todos los libros, no solo el de un amigo –aunque sea un gran poeta y no solo un gran amigo– que le ha avisado de que se presenta y le ha indicado el lema. Eso es jugar con ventaja. Si los preseleccionadores se han equivocado con él, también pueden haberse equivocado con otro que no tiene la suerte de ser amigo del jurado. El procedimiento de plica sirve precisamente para eso, para que se valoren obras, sean de quien sean, y no el nombre conocido que a menudo avala material de desecho. No se puede pedir un libro concreto, pero sí todos los presentados y, tras atenta lectura, rescatar alguno.


            Y en estas estábamos cuando Aurora Luque contó una anécdota que demostraba que esa práctica de pedir un libro concreto de algún buen amigo poeta a veces llegaba mucho más lejos, vulnerando ya sin ninguna duda la legalidad. El libro que ganó un prestigioso premio (ella dijo el nombre, pero yo lo callo) fue presentado fuera de plazo, en la primera reunión del jurado y en una sola copia, por el propio presidente del jurado, gran amigo del poeta. Y nadie puso reparos a eso (García Montero y Jesús Visor, que estaban en el jurado de ese bien dotado galardón malagueño, ponen cara de asombro y dicen que no se enteraron de la maniobra). Aurora Luque añade que ese libro además es uno de los peores del prolífico autor, organizador a su vez de importantes certámenes y en muy buena situación para devolver favores. Yo dije que en esas maniobras hay materia delictiva y que los concursantes frustrados deberían quejarse menos y buscar un buen abogado para dar un susto a los organizadores (instituciones públicas) y evitar unas prácticas que tan injustificada mala fama dan a todos los premios.
            Fue entonces cuando García Montero perdió los nervios y se puso a gritar. Pero la causa del enfado no era yo –está acostumbrado a que trate de poner siempre los puntos sobre las íes–, sino Aurora Luque, que había cometido la indiscreción de levantar un poquito el velo de prácticas habituales en ciertas amicales camarillas. Y de dar nombres muy concretos nada menos que delante de mí, que tengo por costumbre no callar. Pero por esta vez no voy a dar detalles.
            Yo me limito a decir que esas prácticas –premiar un libro presentado fuera de plazo–  son excepcionales y denunciables y recurribles. Eso nadie lo duda. Y que la interpretación generalizada de las bases, según la cual un miembro del jurado puede pedir un libro concreto de los presentados, tampoco se ajusta a derecho porque no respeta el anonimato de los participantes y privilegia a quienes tienen un amigo entre los miembros del jurado frente a quienes no lo tienen. Y eso es algo que los organizadores de cualquier premio, tras el asesoramiento jurídico correspondiente, deberían aclarar a los jurados.

Jueves, 26 de septiembre
UN RESPETO

Jaime García-Máiquez, el ganador del premio Emilio Alarcos del pasado año, me cuenta que a todo el mundo le pareció muy mal, y especialmente a Andrés Trapiello, que yo revelara que el joven Rodrigo Manzuco, que tan prometedor nos pareció con su primer libro, no existía, era un invento de un poeta ya no tan joven y algo fatigado en su recorrido por diversos premios literarios. ¡Menuda revelación la mía, repetir lo que era público porque constaba en el Boletín Oficial del Principado de Asturias!


“García Martín no respeta la literatura”, me cuenta que le dijo Trapiello. ¡Qué idea tan rara tiene mi amigo Trapiello de la literatura!, pensé yo. Pero hojeo hoy la prensa y me sorprende todavía más la idea que del periodismo tienen algunos periodistas. En la presentación de Casi, el libro galardonado con el premio Alarcos del 2012, dije, como no podía ser de otra manera, el nombre de su autor, que estaba sentado en primera fila, y glosé su trayectoria literaria. El cronista del acto, con tono desenfadado, escribe en el periódico de hoy: “García Martín no perdió la ocasión de desvelar la verdadera identidad del poeta, bueno es él…”
Si yo fuera un anciano (ya me falta poco), me santiguaría y me preguntaría: “¿Pero qué les enseñan a estos jóvenes en las facultades de periodismo?”
            La poesía es un género de ficción, cierto. Un poeta puede titular un poema “Nacimiento” y hablar, en primera persona, de su nacimiento en 1988, durante las olimpíadas de Seúl, y, aunque él naciera en 1973, no mentir: quien habla en el poema es un personaje. Pero un periodista no puede hacer lo mismo: si entrevista a ese poeta, no puede escribir, aunque se lo pida por favor, que nació en 1988 si le consta que nació en 1973. Un periodista no puede mentir ni ocultar información relevante para hacer un favor a otra persona. Puede hacerlo, pero no sería un buen periodista.
            Jaime García-Maíquez, Andrés Trapiello y algún otro, como el editor (aunque el editor creo que no se entera de nada) confunden un heterónimo con un autor apócrifo. Un heterónimo lo es siempre de un ortónimo (la terminología la inventó, o al menos la popularizó, Pessoa). Si Rodrigo Manzuco –el nombre que firma Casi– es un heterónimo, lo es de Jaime García-Máiquez, como Álvaro de Campos lo es de Fernando Pessoa y Abel Martín de Antonio Machado. ¿Se imagina alguien a Pessoa o a Machado pidiéndoles a los críticos que no les mencionaran cuando hablaran de esas creaciones suyas? ¿Y se imaginan a algún crítico serio que les hiciera caso?
            Un autor apócrifo es otra cosa. El autor verdadero se esconde, engaña, da como nombre propio un nombre falso. Es lo que hizo Macpherson, un mediocre poeta, cuando en 1761 publicó en Edimburgo la versión inglesa del poema épico Fingal, “vertido de la vieja lengua gaélica en que lo escribiera o lo dictara el poeta Ossian, su autor, bardo escocés del siglo III”, de inmediato considerado por críticos y lectores como “un nuevo Homero”.
            Pronto comenzaron las sospechas de que el tal Ossian era una falsificación. Macpherson no pudo presentar los textos originales, como le pidieron insistentemente. Y lo curioso es que el poema, aunque literalmente siguiera siendo el mismo, perdió interés y calidad literaria cuando se supo que había sido escrito en el siglo XVIII y no en el siglo III. Antes había asombrado a Goethe y a Espronceda, e influido en la poesía de ambos, luego se convirtió en una mera curiosidad.
            Tampoco Casi es el mismo libro si su autor es un autor nuevo, al margen de los medios literarios, sorprendentemente leído para su edad, que si lo ha escrito un poeta ya un tanto resabiado. Lo que parecía ser el comienzo de una sorprendente carrera literaria se convierte en un ejercicio marginal, quizá solo en una pintoresca superchería.


Viernes, 27 de septiembre
¡VIVA WERT!

No cabe duda de que con la crisis ha aumentado mucho el nivel cultural de los mendicantes. “Tengo ambre” escribe con grandes letras en un cartón uno que encuentro junto al Corte Inglés de Uría. Y debajo, en letras más pequeñas, la siguiente aclaración: “Tengo tanta hambre que hasta he tenido que comerme la hache”.
No me extraña nada que el ministro Wert justifique los recortes en las bibliotecas públicas con el mucho dinero que se ha gastado en ellas durante los últimos años.
 ¡A dónde vamos a ir a parar! Ya hasta los mendigos han leído a Ramón Gómez de la Serna.







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