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A buen entendedor: Como un bendito

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Domingo, 8 de septiembre
SUENA UN TIMBRE

¿Podré alguna vez interesarme por algo que no tenga que ver conmigo mismo? Me parece que no. En El último concierto, la maravillosa película de Yaron Zilberman que me llena los ojos de agradecidas lágrimas este domingo, uno de los componentes de un exitoso cuarteto de cuerda, el de mayor edad, descubre que tiene los primeros síntomas del Parkinson y que ya no puede seguir tocando en público. Es el pretexto para que salgan a la luz todas las grietas del grupo. Me veo demasiado reflejado en la pantalla y por eso procuro distanciarme emocionalmente. Me entretengo con la localizaciones y reconozco por primera vez en una película, cosa rara, uno de mis lugares favoritos de Nueva York, el Time Warner, un centro comercial naturalmente. En el mismo lugar en que a mí me gusta tomar un café, Philip Seymour Hoffman, el segundo violín de la orquesta, se encuentra con su amante de una noche y ve cómo se rompe su matrimonio. Otra escena tiene lugar en las salas y en el patio de la Frick Collection, al otro lado del parque. Veo los rostros de los muchos amigos que tengo allí dentro, vuelvo a escuchar el murmullo de la fuente en el tranquilo patio. Y la cámara se detiene en el autorretrato de Rembrandt viejo, un anciano poderoso, seguro de sí mismo, que ha hecho lo que quería, que es quien quería ser.
Inevitablemente, como a Christopher Walken, a mí también me llegará el momento de la despedida. Procuro no pensar en esas cosas, no pensar en mí, y escuchar el opus 131 de Beethoven que se ensaya y se explica a lo largo de la película y que suena al final, más lleno de sentido que nunca, sobre el blanco y negro de los títulos de crédito. O en los versos de Eliot que una voz en off recita mientras uno de los personajes corre por Central Park: “El tiempo presente y el tiempo pasado / están tal vez presentes en el tiempo futuro, / y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado. / Si todo tiempo es eternamente presente / todo tiempo es irredimible”.
            Pero más que el conocido galimatías de Eliot, a mí me gustan otros versos. Viajan los personajes en el metro y de pronto se escucha una voz infantil: “La gente espera que los viejos se mueran, / nadie en realidad lleva luto por los viejos”. Me resultan familiares esos versos y de inmediato pienso en mi amigo Hilario Barrero. ¿No los he leído en un libro suyo? Se amplia el campo de la cámara y vemos a una niña que está leyendo uno de los breves poemas que aparecen en los vagones del metro. Acierto a ver el nombre del autor, Ogden Nash, y recuerdo dónde los he leído antes. Al llegar a casa busco esos versos en Lengua de madera, la antología de poesía breve en inglés preparada por Hilario Barrero: “La gente espera que los viejos se mueran, / nadie en realidad lleva luto por los viejos. / Los viejos son diferentes. La gente los mira / con ojos que se preguntan cuándo… / La gente los observa con impávidos ojos, / pero los viejos saben cuándo un viejo se muere”.
            En el teatro hay timbres que anuncian el inicio de la función; en la vida, hay timbres que avisan que se acerca el final. Y pueden considerarse paradójicamente afortunados quienes los escuchan: el muro cano del que habló Jorge Guillén en un soneto, “va a imponerles su ley, no su accidente”.

Lunes, 9 de septiembre
MALA COSTUMBRE

“Denigrar no es mi especialidad”, afirma André Maurois al comienzo de uno de sus libros. Más de un pensará que sí es la mía, pero yo no estoy muy seguro.
            He conseguido curarme por completo de mi mala costumbre de llamar al pan pan y al memo memo. Ahora no tengo inconveniente, como cualquier crítico literario que se precie, en elogiar a cualquier escribidor, siempre que sea amigo mío, publique en alguna editorial importante o esté en condiciones de devolver favores.
            Ahora lo que más me divierte es denigrarme a mí mismo. O parecer que me denigro, que no es exactamente lo mismo.



Martes, 10 de septiembre
LA POESÍA Y LAS FIERAS

Leo el prólogo de Alfonso Camín a una antología de poetas mejicanos, publicada por la colección “Los poetas” en 1929. Cuenta que un alemán borracho quiso obligar a beber una copa a Salvador Díaz Mirón, quien se negó a aceptarla. El alemán alzó el brazo y “lo dejó caer como un martillo sobre el poeta, Díaz Mirón rodó hecho un ovillo entre las sillas de la cantina. Los separaron como pudieron. Díaz Mirón dijo desde la puerta: ‘Yo lo mato a usted esta noche’. Sonaron grandes carcajadas, mientras se alejaba el poeta a instancia de sus amigos, que trataban de apaciguarle. No había pasado media hora cuando Díaz Mirón recorría las cantinas de Veracruz buscando al ofensor. Cuando lo encontró, sacó la pistola y le vació todo el plomo en el vientre”.
            No cabe duda de que Díaz Mirón era un hombre de armas tomar. Alfonso Camín, que también tenía lo suyo de camorrista, cuenta otra anécdota. Meses antes de morir, “siendo como era un gran profesor, el Gobierno no tuvo empacho en separarle de su puesto, sin respetar su pobreza y el haber prestado la luz de su ciencia a toda una generación mejicana”. Camín se escandaliza de que el gobierno mejicano despidiera al poeta por una simple niñería. Resulta que un alumno, “malcriado en demasía”, le contestó de mala manera, y entonces el poeta le abrió una brecha en la cabeza con la culata de su pistola.
A Alfonso Camín no le escandaliza el comportamiento de Díaz Mirón y más bien cuenta esas anécdotas para encomiar su figura. Yo recuerdo una estrofa del poeta mejicano: “Semejante al nocturno peregrino, / mi esperanza mortal no mira al suelo: / no viendo más que sombra en el camino, / solo contempla el esplendor del cielo”.
Parece que la poesía no siempre amansa a las fieras.

Miércoles, 11 de septiembre
LA CUESTIÓN CATALANA

“¿No te preocupa lo que está pasando en Cataluña?”, me pregunta un amigo.
“¿Preocuparme? Me llena de esperanza. ¿Será posible que, por una vez, arreglemos nuestras discrepancias sin recurrir a la violencia? A Blasco Ibáñez lo metieron en la cárcel por defender la independencia de Cuba, pero todavía la España democrática no ha metido a nadie en la cárcel por defender la independencia de Cataluña, ni los catalanes han recurrido a métodos violentos para tratar de conseguirla”.
“¡No compares a Cataluña con Cuba! Cataluña es España”.
“Cuba también lo era, al menos legalmente, antes de independizarse. Pero yo no quiero entrar en esas cuestiones. Solo poner un punto de optimismo. De momento la vía catalana para la independencia es un ejemplo para el mundo, y la respuesta del Estado español, dejar hacer, es también ejemplar”.
“¡Es la primera vez que oigo algo semejante!”
 “Si no te parecen ejemplares ambas actitudes, es que conoces poco la historia de España y la historia universal, hechas ambas de fango y sangre”.
“¡Solo me falta oírte decir que los políticos catalanes están a la altura de las circunstancias!”
“Pues te diré más. De momento, y te subrayo el de momento, también los españoles: Rajoy deja que las cosas sigan su curso hasta que resulte inevitable aceptar la decisión mayoritaria, libre y democráticamente expresada, de la sociedad catalana. Yo soy muy crítico con mi país, pero de vez en cuando me siento orgulloso de ser español. Me sentí así cuando aprobamos el matrimonio homosexual casi antes que nadie y sin la contestación de otros países aparentemente más liberales, como Francia. Me siento ahora orgulloso de cómo los catalanes (para mí siempre españoles, formen o no parte del mismo Estado, que esa es otra cuestión) han sido capaces de mantener y de hacer respetar su identidad y su lengua y su derecho a decidir. Yo todavía confío en que el resto de España (a pesar del guirigay nacionalista –en el mal sentido de la palabra: el que trata de imponer su nacionalismo a los demás– de la izquierda y la derecha) seamos capaces finalmente de estar a su altura”.



Jueves, 12 de septiembre
LA REINA Y YO

Desciendo por el pozo vertical, uno de los primeros construidos en España, de las antiguas minas de carbón de Arnao, cerradas en 1915 y recientemente abiertas al público. Abiertas solo parcialmente: siguen cerradas las galerías que discurrían por debajo del mar. Ahora es muy fácil bajar, en un confortable ascensor, y las galerías que recorremos, de ladrillo, parecen las de una bodega o la cripta de una iglesia. Pero en 1858, cuando las recorrió Isabel II, la primera mujer que bajaba a una mina, no debieron ser tan confortables. Fue la vez en que se alojó en el palacio de Ferrera y, ya sola en sus habitaciones (el rey consorte, que la acompañaba, dormía en habitaciones distintas) le dio por ponerse a cantar. La hermosa voz se oía a través de la ventana abierta. Poco a poco se fue juntando gente en la plaza del Parche. Cuando la canción cesó, sonaron los aplausos. La reina, sorprendida, se asomó al balcón. No menos sorprendidos quedaron los curiosos al comprobar quién era la cantante.
            Igual de sorprendidos quedarían los tiznados mineros al comprobar quién los visitaba, alumbrada por candiles, y sin miedo a mancharse el vestido.
            En el fondo de la mina me encuentro con el fantasma de aquella reina castiza de la que tanto se burló Valle-Inclán (pero yo me encuentro más cercano a la simpatía que por ella sintió Galdós) y luego, en la Casona de Arnao, que fue la residencia del director de la Real CompañíaAsturiana de Minas, con otros fantasmas. Está en un alto, consta de dos edificios unidos por un corredor volado, delante tiene una palmera, detrás un jardín, muy cerca el azul deslumbrante del mar, más azul que nunca esta hermosa tarde todavía de verano. Está abandonada, con el suelo y los techos hundidos, las paredes llenas de pintadas, parece el escenario propicio para una historia de terror.


            Y yo, de pronto, me veo reflejado en ella. En mi salud, que siempre ha sido buena, comienzan a aparecer las primeras goteras, las pejigueras de la edad. Y en este caserón me veo a mí mismo, si no tal como soy, tal como seré dentro de pocos años.
            Me entra un sudor frío, se nubla el cielo, el mar se vuelve negro. Me temo que la vida me tiene mal acostumbrado. Me ha mimado demasiado. Al más mínimo contratiempo, me vengo abajo.
            Claro que también me recupero con facilidad. Cuando escribo estas líneas, antes de acostarme, después de ver si hay comentarios nuevos en mi blog, actualizar el Facebook, leer un libro recién aparecido de Julio Camba, ver un episodio nuevo de The Big Bang Theory y volver a ver uno de los que prefiero, ya me he olvidado de mis negras obsesiones. ¿Que la vejez llama a la puerta? Pues que vuelva más tarde. No pienso abrirla. Tendrá que echar la puerta abajo.
Buena parte del día la pasé angustiado, pero ese tiempo queda ya muy lejos, perdido para siempre “como el paso de Aníbal por los Alpes”, que diría Borges. Yo me caigo de sueño. Creo que voy a dormir como un bendito.


           



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